
- 256 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
De la tierra del delito, a la tierra prometida
Descripción del libro
Su rostro es respetado en los bajos fondos de Londres. Sus negocios de drogas le proporcionan miles de libras. Entre áticos, coches de lujo, ropa de diseño y mujeres, tiene todo cuanto desea. Es violento y muy eficaz cuando se trata de cobrar una deuda o deshacerse de gente indeseable. Pero una noche, en plena calle, golpea a un joven con demasiada fuerza...
Su vida está a punto de cambiar, esta vez radicalmente. Este es su testimonio.
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Información
Editorial
Ediciones Rialp, S.A.Año
2014ISBN del libro electrónico
97884321438781. EL HIJO DE UN POLICÍA
En el verano de 1991 trabajaba de portero, o «segurata», en Nightingales, un famoso pub del West End, en Londres. Aquella tarde era bastante tranquila, y yo estaba deseando llevarme a la discoteca Stringfellows a una rubia que había estado coqueteando conmigo. Era una de las ventajas de trabajar en la puerta: la fuente inagotable de mujeres.
Como siempre, al terminar la noche empecé a dar vueltas por la barra, pidiéndole a la gente que terminara de beberse las copas. La mayoría de los líos que tienen lugar en los pubs y discotecas ocurren en el momento de cerrar. Los porteros no reciben ninguna paga extra por esperar a que los últimos acaben de beber, y por eso suelen meter prisa para desalojar el local cuando llega la hora.
Me dirigí al final de la barra hacia un grupo de cinco personas bastante ruidosas de veintitantos años.
—Venga, chavales —les dije con firmeza—. Id terminando, por favor.
—Me iré cuando acabe —contestó bruscamente uno que llevaba una camiseta blanca e iba muy bebido.
—Tenéis dos minutos —respondí, inclinado sobre la barra—. ¿Lo pillas?
Ellos se rieron, y siguieron con sus cervezas.
Mientras me dirigía al otro extremo para echar de allí a otros clientes escuché un griterío. Dos porteros llevaban en volandas a varias personas bebidas en dirección a la puerta. Ya estaban sacándolos a la calle cuando llegué yo.
Los cinco clientes gritaban y forcejeaban para volver a entrar. Con un movimiento rápido les bloqueé el camino, metí la mano en el bolsillo de mi Crombie y fui deslizándola hasta dar con mi puño americano. Mientras los demás porteros se peleaban con los otros cuatro, el más bebido de todos intentó apartarme a empujones. «Ah, no, eso no», pensé, y le desplacé con el codo usando toda la fuerza de mi cuerpo. Vino hacia mí de nuevo y entonces levanté el puño y le pegué con fuerza en la barbilla. El chico se tambaleó y cayó hacia atrás. Al golpearse contra el suelo se abrió la cabeza, esparciendo sangre por todas partes. Rápidamente volví a meterme el puño americano en el bolsillo y agité las manos en el aire para mostrar que le había golpeado con el puño desnudo. No esperaba que fuera a derrumbarse de esa manera.
Pronto cundió el pánico entre la gente, que gritaba al verle allí inconsciente, en medio de una piscina de sangre. Mis colegas se acercaron, sin saber qué hacer, y uno de ellos corrió hacia la oficina para pedir una ambulancia. Los clientes empezaron a arremolinarse alrededor, estupefactos, mientras que yo permanecía allí paralizado en medio de una nebulosa.
—¡Está muerto! ¡Está muerto! —gritó una chica.
Pensé que, si lo estaba, era todo culpa suya. Una mano fuerte se apoyó de pronto sobre mi hombro.
—Venga, chaval, lo has matado.
Era mi amigo Bulldog, que había venido desde el Este de Londres para tomarse algo conmigo.
—Dame las llaves de tu coche, John... Lo aparcaré en tu casa. Tú coge un taxi donde el Cairos.
Bulldog sabía que el pub siempre pedía un taxi en el Cairos, una discoteca cercana, cuando alguno de los puertas lesionaba a un cliente. Y eso fue lo que hicimos: le di mis llaves y salí por la bodega del sótano, que daba a la puerta de atrás. Cuando llegué al Cairos, Bulldog había cambiado de planes y me estaba esperando, apoyado sobre mi coche. Renuncié al minitaxi que me esperaba y nos largamos a Leyton.
—Has matado a ese tipo, John. Tienes que pensar qué vas a hacer —dijo fríamente, mientras conducía por Strand Street. Bulldog era un tipo famoso en el East End y no le extrañaban ese tipo de cosas.
—No sé —contesté con apatía, aunque la escena regresaba una y otra vez a mi cabeza.
—¿Alguno del pub va a darle tu nombre a la poli?
—No. Nadie dirá nada.
—¿Necesitas algo de dinero para irte al extranjero? ¿A España o a algún otro sitio?
—Tengo dinero, Bulldog —respondí, encogiéndome de hombros—. No te preocupes. Puedo ocuparme de ello...
Mi historia comienza el 4 de febrero de 1964 en el Hospital del Ejército de Salvación que hay en Hackney, al noreste de Londres. Al haber nacido tan cerca de las campanas de Bow[1] puedo decir que soy un auténtico cockney. Mi hermano David nació en 1961. Éramos una familia de clase obrera. Mi madre trabajaba ocasionalmente en una tienda y mi padre era policía. Nuestra primera casa era un adosado de tres habitaciones en Bridge End Street, en Walthamstow, a las afueras de Londres, cerca del bosque de Epping. Era una zona urbanizada de mucho movimiento, famosa por tener el mercadillo más largo de Europa. La casa me gustaba, sobre todo porque tenía bodega y un jardín de casi veinte metros en la parte de atrás.
Mi madre nació en Elephant and Castle, al sureste de Londres, y tenía una hermana. Mi padre nació en Woodford, cerca de Walthamstow, y tenía cinco hermanos, de los que curiosamente cuatro se hicieron policías. Mis padres se conocieron una tarde en que ella, acompañada de una amiga, preguntó por una dirección a mi padre y al policía que el acompañaba. Pronto empezaron a salir los cuatro. Mis padres se llevaban bien, y un par de años más tarde se casaron. En aquella época mi madre era católica practicante pero mi padre, aunque había sido educado en la Iglesia de Inglaterra, no era de fuertes creencias religiosas. Una de las condiciones que le puso mi madre fue que sus hijos deberían educarse en la religión católica.
Creo que el primer recuerdo que tengo se remonta a la víspera de mi cuarto cumpleaños, cuando mi padre me preguntó si prefería quedarme en casa o ir al colegio a jugar. Le dije que prefería estar en casa. Me regaló entonces un juego de gomas de borrar que tenían forma de indios y vaqueros.
Me pasé llorando todo el primer día de colegio en la Escuela Primaria de Thorpe Hall, en Selbourne Road. La directora aquel año era la señorita Cobblestick. Aunque yo era muy travieso, debí gustarle. Siempre que me mandaban a verla a su despacho me daba un caramelo que tenía en un bote detrás de su escritorio. Otras veces me acomodaba a un lado de su mesa a colorear dibujos, y me fascinaba la caja fuerte que había allí escondida. Cuando la señorita Cobblestick se fue la sustituyó la señora Ruttey, que era horrible.
Dado el modo en que iba a desarrollarse mi vida, no es de extrañar que perteneciera a una banda incluso durante la escuela primaria. Cerca de mi calle estaban las vías de tren, que iban desde Liverpool Street hasta Chingford. David, mis amigos y yo nos lo pasábamos en grande corriendo por el puente y por el túnel, aunque en ocasiones no podíamos resistirnos a jugar en las propias vías. Un día la policía nos pilló y nos echó una buena regañina antes de tomar nota de nuestros nombres y direcciones. Yo no les dije nada a mis padres al llegar a casa. Una semana más tarde mi padre volvió del trabajo muy enfadado. Se había enterado por uno de sus colegas de la estación, y recibí otra bronca considerable. Ese día me enviaron a la cama temprano.
Solíamos ir al cine Granada en Walthamstow y, como mi padre patrullaba por allí, nos dejaban entrar sin pagar. Al dueño del cine le gustaba verle allí, porque si algunos niños empezaban a armar bronca mi padre les echaba sin contemplaciones. Una vez pasó eso mientras veíamos Valor de ley, de John Wayne. Dos niños no paraban de molestar. Mi padre fue hacia ellos, les agarró del pelo y les sacó a la fuerza. Su manera de hacer me pareció brillante, tan buena como la del mismísimo John Wayne.
Cuando tenía seis años mis abuelos maternos nos llevaron en coche hasta Hastings a pasar el día. Conducía mi abuelo pues mi padre, aunque tenía carné, se negó a conducir desde que presenció un horrible accidente de tráfico un día de Navidad. Con el sol apretando sobre nuestras cabezas, mi hermano y yo nadamos largo rato en el mar mientras nuestros abuelos nos contemplaban sentados desde la orilla. Mamá y papá habían salido a la ciudad, y les vimos regresar agarrados de la mano. Sonriendo, nos dijeron que íbamos a quedarnos en Hastings una semana entera. Mi hermano y yo nos pusimos contentísimos y corrimos a abrazarlos.
Fue una semana estupenda, una de esos increíbles recuerdos que todos tenemos de nuestra infancia. Nos alojamos en la parte de arriba de un pub y pasábamos el día en el mar, visitando el castillo o montando en las atracciones de la feria. Una tarde papá y David se fueron solos a alguna parte, y mamá y yo paseamos junto al mar y acabamos en un restaurante italiano. Recuerdo que pidió para mí un Horlicks[2] en un vaso alargado.
Los domingos papá solía llevarme al bar que tenía la policía en el centro deportivo, donde solía jugar a las cartas con sus compañeros. Una vez estaba tirándose un farol y tenía tres reyes.
—¡Qué buena mano, papá! —dije en alto—, ¡tres reyes!
El resto de los policías empezaron a reírse, pero a papá no le hizo ninguna gracia.
Le gustaba su trabajo de policía, y siempre tenía un montón de historias que contar. Una vez me habló de un hombre que, según decía, era el peor ladrón que había conocido jamás. Siempre robaba igual: elegía una fila de casas y, a primera hora de la mañana, entraba y salía de ellas por la puerta de atrás. Solo robaba dinero y, después de cada robo, introducía todo el botín en un gran sobre marrón, anotaba en él su nombre y lo depositaba en el buzón más próximo. De esa manera, si le pillaban, no llevaba nada consigo por lo que la policía pudiera inculparle.
Los años sesenta eran la época de los hermanos Kray, los famosos gánsteres del este de Londres. De pequeño todo ese mundo no me decía nada, pero sí recuerdo que una noche mi padre le contó a mi madre con orgullo en la voz que había parado a los Kray por conducir muy rápido, y que ellos habían sido muy educados.
Cuando mamá trabajaba hasta tarde, papá se ocupaba de ir a recogernos al colegio en el coche de policía. Nos llevaba al bar de la comisaría, y allí esperábamos a que terminara su turno. Era genial: todos los policías nos contaban cosas, jugaban al bil...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- DEDICATORIA
- ÍNDICE
- AGRADECIMIENTOS
- 1. EL HIJO DE UN POLICÍA
- 2. CONDENADO
- 3. DE NUEVO EN LOS TRIBUNALES
- 4. «SEGURATAS»
- 5. EL MUNDO DE LA DROGA
- 6. FURIOSO
- 7. LE HAS MATADO
- 8. DE RODILLAS
- 9. LA JUNGLA DE HORMIGÓN
- 10. TODOS TUS PECADOS SON DEBILIDADES
- 11. EL BRONX
- 12. TIERRA SANTA
- 13. EN EL CAMINO
- 14. LA PROPOSICIÓN
- 15. BALAS, RUPTURA Y BENDICIONES
- 16. BUSCANDO A DIOS