La Atlántida roja
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La Atlántida roja

  1. 232 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La Atlántida roja

Descripción del libro

Había una vez una Europa del Este lleno de restricciones, que a duras penas lograba sobrevivir. Dicen que desapareció en una noche con la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, como la mítica Atlántida. La opinión más extendida es que el telón de acero se derrumbó de golpe, como un castillo de naipes. Pero, a decir verdad, el Muro no cayó. Lo derribaron.
El autor estuvo allí, en Polonia, Checoslovaquia, Berlín, Rumanía, Hungría y Rusia, contemplando en primera línea este brusco giro de la Historia y entrevistando a cada uno de sus protagonistas.

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788432143885

Miami, 1 de diciembre de 1988

 
 
Es aún muy temprano cuando me despierto sobresaltado, con los primeros rayos del sol que se filtran a través de los visillos e inundan la habitación con una claridad ya intensa, preludio de una calurosa jornada tropical. La culpa es del jet lag que no aprenderé nunca a afrontar del modo conveniente. Llegué a Miami ayer por la tarde en un vuelo de Frankfurt y, en contra de lo que me había propuesto (resistir al sueño, salir a cenar y recogerme lo más tarde posible) me metí en la cama en cuanto puse pie en el hotel, en perfecta sincronía con mi reloj que marcaba las dos de la madrugada. Estoy camino de Haití para un reportaje. Vuelvo casi tres años más tarde de la caída de Baby Doc, el dictador con cara de niño, puesto en fuga en febrero de 1986 por una insurrección popular rabiosa y confusa. No me siento muy motivado. Ya sé lo que me tocará volver a ver: miseria, violencias y todavía sueños de rebelión en la isla más pobre de todo el hemisferio occidental.
Miro de reojo la televisión. Una noticia de la BBC me hace prestar atención: en Varsovia están dando un debate televisivo entre el líder de Solidarność Lech Wałęsa y el jefe del OPZZ, el sindicato del régimen, Alfred Miodowicz. El obrero más famoso del mundo aparece en la televisión polaca después de un largo ostracismo y se enfrenta al gris burócrata, en un cara a cara que no tiene precedentes en la historia de un país comunista. Todos los polacos estaban pegados a la pequeña pantalla para asistir al desafío; gran victoria del obrero de Danzig que ha reivindicado la necesidad de libertad sindical y civil para poner en acción esas reformas económicas vanamente perseguidas por el gobierno de Jaruzelski. Pero la verdadera noticia no es que Wałęsa haya salido triunfador, sino que, por primera vez, le hayan permitido hablar en televisión. Es la primera grieta en el muro que el régimen comunista ha construido para aislar a Solidarność, después de haberlo puesto fuera de la ley en diciembre de 1981. Es la señal, tímida pero inequívoca, de que se está iniciando fatigosamente ese diálogo buscado desde siempre por la oposición y rechazado hasta ahora por el poder. Sopla un aire nuevo en Polonia. Estoy excitado y al mismo tiempo, frustrado. ¿Quién tiene ganas de ir a Haití? Observo por la ventana la larga línea de arena que bordea el océano azul como el cielo, las playas que comienzan a llenarse de bañistas, el tráfico que atasca el elegante Biscayne Boulevard frente a la bahía. Me siento un poco ridículo, tengo nostalgia del cielo plúmbeo y grisáceo polaco que en invierno te acompaña el día entero. Estoy tentado de llamar al periódico pidiendo volver enseguida, pero me tomarían por loco. Mejor dejar perder la ocasión, me marcharé a Haití con la cabeza puesta en el otro extremo del mundo. Pero hay algo que debo hacer en todo caso. Pido a la telefonista del hotel que me ponga en comunicación con Varsovia. ¿Warsaw, Minnesota o quizá Indiana?, me pregunta como si en el mundo solo existiesen los Estados Unidos de América. Ni la una ni la otra, Varsovia es «también» la capital de Polonia, la informo, se encuentra en Europa. Menos de media hora después suena el teléfono. «Hola, Mónika, soy Luigi». Mi intérprete polaca tiene un momento de vacilación. «Te oigo mal, ¿desde dónde me llamas?» Desde Florida, estoy en Miami. «¡Feliz tú! Aquí en Varsovia estamos a diez bajo cero y tú ahí al sol, en la playa, ya te veo rodeado de chicas en bikini...» Resoplo. «Estoy aquí de paso y en cuanto a las chicas sabes bien que no tienen comparación con las polacas». Mónika se ríe complacida. Le explico que debe encontrarme, lo más pronto posible, un apartamento en alquiler en Varsovia. Es la condición que pone el gobierno para conceder la acreditación de corresponsal y el visado de entrada permanente en Polonia, una práctica burocrática que debo acelerar absolutamente. No puedo más con las largas colas, las esperas enervantes y los inconvenientes de claro signo político que me reservan los funcionarios de la embajada polaca en Roma cada vez que solicito un visado. «En enero iré a Varsovia. Prepárame los documentos para pedir la acreditación —le digo a la intérprete con tono imperioso—, 1989 se anuncia lleno de novedades y no quiero perderme ni una».
En mi vida es mucho lo que he arriesgado, pero aquella decisión, madurada a miles de kilómetros del Este de Europa, ha sido la más previsora que he tenido nunca. La historia se estaba poniendo en movimiento, tal como había sucedido casi diez años antes, en 1980. Todo comenzaría ahora sobre el litoral báltico. Una larga historia, una novela irresistible que ni la más calenturienta fantasía de un escritor hubiera podido parir. Una historia que vale la pena contar.

PRIMERA PARTE

LOS AÑOS 80, CUANDO LA HISTORIA
SE PUSO EN MOVIMIENTO

I
Danzig 1980: los de mono azul contra el régimen rojo

El viejo Tupolev cruje y salta en medio de las nubes cargadas de lluvia que se condensan sobre el litoral báltico, para después descender con una brusca maniobra sobre pequeño aeropuerto de Danzig. Noto un nudo en el estómago, y no solo por la turbulencia del vuelo. Tengo la sensación de encontrarme en el ojo del huracán, en el punto exacto donde podría desencadenarse de un momento a otro una tragedia de grandes proporciones. Después de más de cuarenta años, Danzig, la ciudad donde comenzó la segunda guerra mundial, vuelve a la primera página de los periódicos de todo el mundo, suscitando ansiedad en las cancillerías occidentales y un nerviosismo creciente en las estancias del poder comunista, en Varsovia y en las demás capitales de la Europa oriental. Mientras tanto, es fácilmente imaginable el estado de ánimo, preocupado y furioso, de los dirigentes de Moscú. A unos pocos kilómetros del confín soviético se inflama la protesta: los astilleros de Danzig, flor en el ojal de la Polonia socialista, están ocupados por los obreros que han proclamado una huelga a ultranza. Un desafío directo al régimen, una prueba de fuerza que viene seguida, con el corazón en la garganta, por todos los polacos, suspendidos entre la esperanza de algún cambio y el miedo a que todo acabe en un baño de sangre. Así había sucedido diez años antes, cuando la policía disparó contra los obreros de los astilleros ocasionando decenas de muertos. En torno a Danzig se ha desplegado velozmente un «cordón sanitario» con la intención de aislar el virus de la protesta. Imposible telefonear, muy difícil llegar allí en estos días. Los turistas que hubieran querido visitar la antigua ciudad hanseática serán desviados a lugares más tranquilos. En las oficinas de la Lot de Varsovia, cuando pido información sobre los vuelos a Danzig, encuentro miradas desviadas y respuestas embarazosas. Logro comprar un billete solo después de haber explicado que debo asistir de modo irrenunciable al Festival Internacional de la Canción que tiene lugar en Sopot, la localidad balneario que junto a Gdynia y Danzig forma el llamado Trojmiasto, la Triple ciudad del litoral báltico. «Pero tenga cuidado...», me recomienda la empleada con un hilo de voz. ¿Por qué?, pregunto con fingida ingenuidad. «Bueno —suspira—, hay problemas, no funcionan los medios de transporte».
Es verdad, en Danzig el taxista me recibe con una «nie ma benzyny» (no hay gasolina), pero bastan unos dólares para hacer que aparezca milagrosamente en el depósito. El tráfico es reducido, las fábricas están cerradas y las colas ante las tiendas de alimentos son muy largas. En los rostros de la gente percibo una cierta tensión, pero también un claro orgullo por lo que está sucediendo. Delante de la estación, un edificio neogótico que a primera vista se podría confundir con una iglesia, el puesto de periódicos está literalmente tomado al asalto. A diferencia de lo que (no) dicen los medios de (des)información en el resto del país, aquí en Danzig «La voz del litoral» da noticias de la huelga, aunque en tonos muy cautos y prudentes. En la ciudad, la situación es del todo tranquila y, agradable sorpresa, no se ven por las calles trastabillantes borrachos con la botella de vodka en la mano, como suele ser típico del deprimente paisaje social polaco. La autoridad del voivodato (la región administrativa) de Danzig ha prohibido la venta de alcohol para prevenir incidentes y provocaciones. También por eso, la ciudad se me aparece como una especie de «república libre del Báltico», una zona franca en el vasto imperio del totalitarismo rojo.
La angustia que me oprimía el pecho al llegar se ha desvanecido de golpe. Desde la estación me dirijo a los astilleros Lenin, un paseo de quinientos metros que recorro sin ningún problema. Toda la zona de los astilleros está ocupada por la milicja que controla los puntos de acceso y registra los autos que pasan. Pero para quien llega a pie no hay ningún control. Por lo demás sería imposible: es un ir y venir continuo de gente hasta avanzada la tarde, una multitud increíble de personas que se paran ante la entrada número 2, destinada a pasar a la historia como la imagen símbolo de la revolución polaca. Sobre el rótulo que preside la entrada, «Stocznia im. Lenina», Astilleros Lenin, una mano maliciosa ha trazado una cruz sobre el nombre del fundador de la URSS. Las banderas rojas han desaparecido. En su lugar, encima de la verja, se han izado las banderas nacionales blancas y rojas, y las blancas y amarillas del Vaticano. En la reja cubierta de flores destacan el retrato de Juan Pablo II y la imagen de la Virgen Negra de Częstochowa. Más que en una demostración de protesta, me siento en medio de una increíble fiesta popular, punteada por los comunicados del comité de huelga transmitidos con altavoz. Cada mensaje es celebrado con aplausos por parte de la multitud, que incita a los obreros a resistir y se une a sus cantos formando un potente coro. Strajk, huelga, es la palabra que corre de boca en boca, un término que se pronuncia como en inglés, y que muy pronto el mundo aprenderá a reconocer en la grafía polaca.
Todo comienza en la mañana de 14 de agosto, cuando los obreros del primer turno leen, bajo el reloj que preside la entrada de los astilleros, un pequeño manifiesto solicitando la readmisión al trabajo de una gruísta. Se trata de Anna Walentynowicz, de 50 años. Lleva trabajando treinta en la fábrica, y ha sido expulsada por el director, por motivos políticos[2]. Alguien pide más información, y se discute qué conviene hacer.
Estábamos todos un poco dubitativos, sin embargo al final ha ganado la curiosidad de ir a la plaza. Somos unos treinta, pasamos frente a la sección K-3 y vemos que ya hay un buen grupo de personas. Nos animamos. Juntos nos dirigimos a la entrada del astillero. Al llegar, nos paramos un minuto en silencio para recordar a los caídos de 1970 y cantamos el himno nacional. Alguien se sube a la excavadora y dice: “necesitamos gente de confianza para formar el comité de huelga”. En aquel momento llega el director Gniech, que quiere hablar. Antes de que pueda abrir la boca aparece de improviso Lech Wałęsa, a su espalda, y se dirige a él con voz amenazadora. «¿Me reconoces? He trabajado aquí diez años y me considero aún uno de los astilleros, aunque me echasteis a la calle hace cuatro años. Ahora convocamos la huelga y ocupamos los astilleros». Todos gritan: “¡Hurra!” Le pedimos al director que envíe a su chófer para traer a Anna Walentynowicz. Dice que no, pero luego cede. Decidimos también ocupar la emisora de radio. Así se inició la huelga[3].
Dieciséis mil trabajadores se cruzan de brazos y suspenden el trabajo de los mayores astilleros de Polonia. «Quisiera hablar con vuestro jefe», le pido a los dos obreros que supervisan la entrada. Me alargan una autorización garabateada en una hoja y luego me conducen al gran comedor, transformado en el cuartel general del comité de huelga. Me encuentro ante un hombre de baja estatura, ojos vivacísimos y gran bigote, que transmite pundonor y energía. ¿Cómo se llama usted? «Lech Wałęsa». Se lo hago repetir un par de veces. Me costará un poco antes de pronunciar este nombre correctamente (la e nasal que se alarga con una ene, y luego la ele cortada que se lee u, como la de Wojtyła). Muchos periódicos lo escribirán de un modo equivocado, y la radio y la televisión continuarán largo tiempo pronunciándolo mal. A los polacos les resulta instintivo identificarse con él, pues es hijo de la Polonia campesina, convertida en obrera a marchas forzadas durante la posguerra. Nacido en un pequeño pueblo en 1943, Lech Wałęsa ha conocido de niño los años oscuros del stalinismo y luego la «breve primavera» de Gomułka. Obrero electricista, se incorpora a los astilleros Lenin de Danzig en 1967, donde se hace notar por su carácter decidido y rebelde. Toma parte en la revuelta de 1970 y desde aquel momento su vida es una sucesión continua de arrestos, interrogatorios y detenciones. Activista de la oposición, entra en contacto con los miembros del Kor, el Comité para la Defensa de los Trabajadores, fundado por un grupo de expulsados del POUP (el partido comunista polaco) en 1976, al día siguiente de las protestas obreras de Ursus y Radom. El mismo año es despedido de los astilleros por su actividad política. Pero Wałęsa no es un hombre de grupúsculos. Sueña a lo grande y piensa en una organización extensa y potente de trabajadores. En paro, con una familia numerosa, vive realizando trabajos ocasionales y gracias a la ayuda de los amigos. En 1978, junto con un grupo de intelectuales y obreros, funda el Comité para los Sindicatos Libres. Es su obsesión: hay que dar vida a organizaciones sindicales independientes de la oficial, correa de transmisión del partido. La huelga de agosto de 1980 no lo encuentra desprevenido. Es más, es la ocasión que está esperando desde hace tiempo. Lech está exasperado. Pocos días antes había sido detenido por enésima vez. Su mujer, Danuta, estaba embarazada del sexto hijo (una niña) y tenía ya contracciones, pero los policías se mostraron inflexibles. Cuando Wałęsa vuelve a casa después de la detención de 48 horas, su mujer ya ha parido. ¿En qué pensaba aquella mañana del 14 de agosto? Me lo ha contado él mismo. «Sentí que mi vida daba un vuelco, y que desde entonces nada lograría echarme atrás. Lo haría por mis hijos, sobre todo por Anna, recién nacida. Cuando llegué a la entrada de los astilleros había mucha gente y los guardias controlaban escrupulosamente el paso de los obreros. Me metí en un callejón y salté el muro. Ha sido el mayor salto de mi vida». Wałęsa sabe cómo hablar a los obreros, es uno de ellos, goza de la total confianza de sus compañeros de trabajo. Por eso le ponen de jefe del comité de huelga, que presenta enseguida sus reivindicaciones ante la dirección: anular el despido de Anna Walentynowicz y el de Lech Wałęsa, miembros del sindicato libre clandestino, construir un monumento en memoria de los obreros caídos en diciembre de 1970, y lograr un incremento salarial de 2000 złoty al mes.
Desde el comienzo del verano, en varias fábricas y ciudades de Polonia se registran huelgas espontáneas pidiendo aumentos de salarios. La chispa de la protesta salta tras la decisión gubernativa, anunciada con efecto inmediato el 1º de julio, de aumentar los precios de la carne, entre un cuarenta y un ochenta por ciento según el producto. Con la hipocresía típica del régimen, el aumento no afecta a las carnicerías estatales, donde los precios siguen asequibles. La carne, sin embargo, solo se encuentra en las tiendas llamadas «comerciales», establecidas dos años antes; un modo de hacer entrar por la ventana los precios de mercado que oficialmente están excluidos. La decisión afecta también a los comedores de empresa, cuyos precios serán desde entonces los de las tiendas llamadas comerciales. Los primeros en reaccionar son los trabajadores de la fábrica de tractores Ursus, en Varsovia. Durante la pausa para la comida estalla la ira de los obreros, que convocan una huelga espontánea. Su ejemplo será seguido en pocos días por tantas otras fábricas de Varsovia, Radom, Poznan, Lublín. Las autoridades, cogidas por sorpresa, reaccionan de modo confuso: en algunas empresas se revocan los aumentos de precios, para ser luego aumentados en menor medida; en otras se conceden prontamente subidas salariales, provocando un efecto en cadena. Las agitaciones se extienden como una mancha de aceite por todo el país. Ignoradas paladinamente por la radio y la televisión, encuentran espacio en los periódicos locales, que no hablan de huelgas sino más púdicamente de «interrupciones del trabajo».
Por supuesto, las protestas obreras no son ciertamente una novedad en la Polonia socialista. Ya en junio de 1956, en Poznan, los trabajadores salieron a la calle al grito de «¡Queremos pan!». El gobierno dio un vuelco anti-stalinista y llegó al poder Stanisław Gomułka, que prometió reformas. Pero en 1970 ordenó disparar a los obreros de los astilleros de Danzig que protestaban contra el aumento de los precios. Murieron más de cuarenta. El viejo Gomułka fue sustituido por Edward Gierek, un comunista con fama de tecnócrata que lanzó un ambicioso eslogan: «Construyamos la segunda Polonia». A las llamadas al sacrificio y al espíritu autárquico del tradicionalista Gomułka le sucede el audaz «¡enriqueceos!», la apertura a occidente y la economía alegre del progresivo endeudamiento con los bancos de los países capitalistas, para favorecer las masivas inversiones en la industria. Suben los salarios, crece en consecuencia la demanda interior mientras se construyen nuevas y gigantescas fábricas. Pero todo esto no impide, más bien agrava, las ineficiencias, las pérdidas y el caos burocrático típicos de la economía planificada socialista. La industrialización forzada cae por su propio peso a causa de la incapacidad de los funcionarios para dirigir plantas productivas complejas, y por la baja productividad de una clase obrera joven y de origen campesino. El resultado es una insuficiente producción de bienes, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo. Las consecuencias son desastrosas: en el mercado interior se agrava la escasez crónica de mercancías; en el exterior no despegan las exportaciones, pues los productos polacos no son competitivos. El sueño tecnocrático de Gierek, que tendría que haber llevado a Polonia al nivel de las economías más avanzadas, se hunde en un ma...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Prólogo
  4. Introducción
  5. Miami, 1 de diciembre de 1988
  6. Primera parte. Los años 80, cuando la historia se puso en movimiento
  7. Segunda parte. 1989, el año en que la historia se puso a correr
  8. Galería Fotográfica
  9. Créditos