Misceláneas primaverales
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El día de Año Nuevo
Después de tomarme la sopa tradicional de Año Nuevo me retiré a mi estudio y, al cabo de un rato, llegaron cuatro personas. Todos eran hombres jóvenes. Uno de ellos llevaba una levita confeccionada con lana Melton, aunque no la lucía con mucha gracia, que digamos. El resto vestía un kimono más bien casual, sin exquisiteces: ¡vaya unos atuendos para Año Nuevo! Los que vestían kimono fueron saludando al joven de la levita a medida que llegaban con un espontáneo «¡vaya!» de sorpresa al verle la fachada. Yo mismo lo había saludado del mismo modo.
El de la levita se sacó un pañuelo blanco del bolsillo y fingió secarse el sudor. A continuación, empezó a beber una tacita detrás de otra del sake especiado tradicional de Año Nuevo. El resto de comensales también dio buena cuenta de la comida que había dispuesta en una mesita individual frente a ellos. Kyoshi llegó en coche poco después. Lucía un kimono con el emblema de su familia y un haori negros. Se había decidido por un atuendo muy tradicional. Le pregunté si la formalidad de sus ropajes se debía a su apego por el teatro nō , a lo que Kyoshi respondió afirmativamente y me propuso que recitáramos algo juntos. Yo accedí a intentarlo.
Interpretamos un canto nō llamado Tōhoku . Yo había aprendido la susodicha pieza hacía tiempo, pero me faltaba práctica y vacilaba en muchas partes. Además, me temblaba la voz y, aunque al final la canté entera, todos me dijeron que no se me daba nada bien. El de la levita apostilló que tenía una voz muy endeble. Siendo el nō un campo que no dominaban, confiaba que mis jóvenes invitados no sabrían puntuar nuestra destreza. Sin embargo, habían sido capaces de valorar mi actuación basándose en su propio razonamiento, por lo que ni siquiera pude darme el gusto de acusarles de ignorantes.
Después, Kyoshi empezó a explicar que recientemente había estado practicando con el tsuzumi . Pese a no tener ni idea de nō, los jóvenes le pidieron fervorosamente que les tocara algo. Kyoshi accedió y me pidió que me ocupara de la parte vocal. ¡No tenía ni idea de cómo iba a acompañarle! Podría acabar estropeándole la pieza, pero, puesto que nunca antes lo había hecho, me sentí tentado a intentarlo. «¡A cantar se ha dicho!», accedí. Mi amigo mandó a un rickshaw a que fuera a buscar su tsuzumi. Cuando volvió con él, Kyoshi trajo el brasero de la cocina, encendió un pequeño fuego y, a continuación, colocó la piel del tambor encima de la rejilla para calentarla. Todos lo miramos atónitos. Cuando le pregunté si ya era suficiente, Kyoshi me contestó que quizá sí, y dio un golpecito con la yema del dedo sobre la piel tersa del instrumento. ¡Sonaba muy bien! Después la retiró del fuego y le ató las cuerdas pertinentes. Ver a un hombre vestido con un kimono tradicional manipulando las cuerdas rojas de un tsuzumi le otorgaba a la escena un no sé qué de elegancia. Todos lo miramos con profundo respeto.
Kyoshi se quitó finalmente el haori, y estaba a punto de empezar a tocar, cuando, rápido como una centella, le pedí que hiciera el favor de esperar. En primer lugar, yo no tenía ni la más remota idea de en qué momento debía empezar a cantar exactamente, así que le pedí que ensayáramos un poco antes. Kyoshi me explicó amablemente que en tal momento me avisaría o que en tal momento tocaría el tsuzumi de una u otra forma, y que entonces yo tendría que cantar así o asá. Lo cierto es que no me quedó nada claro, pero me habría llevado horas comprenderlo todo, así que le dije que entendido, que estaba preparado. Empecé a cantar Hagoromo y, cuando llegué al verso que dice «la niebla de primavera se levanta», me arrepentí de no haber arrancado con fuerza desde el primer momento. Me faltaba garra. Pero no podía subir el tono de voz ahora porque echaría a perder la melodía, así que me vi obligado a seguir con aquella entonación desabrida. Justo entonces, Kyoshi dejó escapar un sonoro alarido y dio un golpe seco al tsuzumi.
Ni en sueños me habría imaginado yo que Kyoshi irrumpiría en la canción con tanta fuerza. Pensaba que esas exclamaciones tan propias del nō eran un símbolo de elegancia y finura, pero ese grito me llegó hasta el tímpano con la ferocidad de un combate a muerte. Sus gritos hicieron que se me fuera la voz dos o tres veces. Y, cuando parecía que se había calmado un poco, Kyoshi, que estaba a mi lado, volvió a proferir otro alarido amenazante con toda la capacidad de sus pulmones. Y, cada vez que lo hacía, me ponía contra las cuerdas. La voz me temblaba y se me debilitaba por momentos. Los presentes empezaron a reírse entre dientes, y lo cierto es que yo mismo me sentía ridículo. Entonces, el de la levita estalló en carcajadas y yo rompí a reír con él.
Tras la actuación llegó el aluvión de críticas. El de la levita fue el más sarcástico de todos. A Kyoshi no le quedó más remedio que tocar el tsuzumi y cantar él solo, pero lo hizo con una sonrisa en los labios. Tras la velada dijo que debía ir a un sitio sin falta antes de volver a casa, y se marchó. Los jóvenes que se quedaron siguieron burlándose de mí y llegó un punto en que hasta mi mujer se unió a las burlas. Después, comentó que mientras el señor Takahama tocaba el tsuzumi se le habían visto las mangas del juban, el kimono interior, del que sostuvo que era de un color precioso. El de la levita se mostró totalmente de acuerdo. Por mi parte, no veía nada de extraordinario en el hecho de que a Kyoshi se le vieran las mangas del juban.
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La serpiente
Salimos al exterior atravesando la puerta de madera. En la tierra vi enormes pisadas de caballo anegadas de agua de lluvia. Mis pies hicieron ruido al pisar la tierra fangosa. Caminar me costaba tal esfuerzo que me dolían los tobillos. Además, llevar un cubo en la mano derecha no facilitaba las cosas. Me entraban unas ganas irreprimibles de tirarlo para tratar de pisar con más firmeza o simplemente para poder corregir la postura de cintura para arriba. Hubo un momento en que casi me caí y tuve que apoyar el cubo en el suelo y agarrarme a las asas para evitarme un costalazo. Al mirar hacia adelante comprobé que mi tío iba sólo un par de metros por delante de mí. Se protegía de la lluvia con una capa de paja y acarreaba una red de pesca triangular. El sombrero coolie que llevaba se balanceó ligeramente y, bajo él, le oí exclamar: «¡Vaya caminito!». Al rato, su capa quedó oculta tras la cortina de lluvia.
De pie sobre el puente de piedra observamos las oscuras aguas del río enmarcadas por la hierba de las orillas. En condiciones normales el agua no sobrepasaba los diez centímetros por encima del tobillo y era precioso ver como las algas se balanceaban lánguidamente en el lecho mecidas por la corriente. Pero hoy el agua estaba extremadamente turbia. Del fondo se levantaba lodo y la lluvia repiqueteaba contra la superficie formando remolinos. Mi tío, sin dejar de observarlos, sentenció:
—Hoy pescaremos.
Atravesamos el puente y torcimos a la izquierda. Los torbellinos transcurrían a través de los verdes campos de arroz. Continuamos avanzando unos cien metros siguiendo aquella corriente que parecía no tener fin hasta que, finalmente, llegamos a un extenso arrozal en el que solo estábamos nosotros. A nuestro alrededor no se veía más que lluvia. Mi tío, todavía con el sombrero puesto, alzó la vista a las alturas. El cielo parecía la sólida tapa de una tetera sin grietas por la que, de un modo inexplicable, los líquidos se filtraban. Allí parados, escuchamos el sonido del aguacero caer sobre la capa y el sombrero de mi tío y sobre los arrozales que nos rodeaban. Incluso podíamos discernir el distante rumor de la lluvia que se precipitaba sobre el bosque Kiō.
Sobre la arboleda, un mar de nubes negruzcas se solapaban unas encima de otras, como si las copas de los cedros las hubieran invocado para que fueran descendiendo lentamente, vencidas por su propio peso. Las patas de las nubes se entrelazaban con las cabezas de los cedros y daba la sensación de que pronto se internarían en el bosque.
Al bajar la vista, observamos que desde la laguna que había tras el templo Kyō seguían llegando los remolinos. Quizá se había desbordado, y quizá las nubes habían sido las causantes. Lo que es seguro es que los remolinos cobraban fuerza por momentos. Mi tío volvió a decir, observándolos atentamente:
—Hoy pescaremos.
Lo dijo como si ya hubiera picado un pez. Al cabo, se metió en la corriente de agua con la capa de paja puesta. Pese al vigor con el que discurría, lo cierto es que el río no era tan profundo. El agua le llegaba hasta las caderas. Mi tío se apostó en el centro del río y afianzó su posición, encarando el bosque Kiō. A continuación, descolgó la red que llevaba al hombro y la echó al agua a contracorriente.
Los dos nos quedamos quietos escuchando el sonido de la lluvia, contemplando la forma de los remolinos que seguían llegando entre empellones hasta donde nos encontrábamos. Los peces, procedentes de la laguna que había detrás del templo, estarían tras los remolinos, sin duda. Si teníamos suerte, podríamos pescarlos bien grandes, me decía mientras me quedaba absorto en el color de aquellas aguas, que se habían tornado aún más cenagosas, si cabe. Por más que se produjera algún movimiento inusual en la superficie, no podríamos saber qué lo habría ocasionado, pues no había modo de vislumbrar el lecho del río. Mi tío seguía en el agua y yo esperaba en la orilla mirándolo sin pestañear siquiera, atento al más leve movimiento de sus muñecas. Pero no ocurrió nada.
A medida que el aguacero se intensificaba, el río se enturbiaba más y más. Los remolinos bajaban corriente abajo cada vez con más violencia. En ese momento percibí un fugaz cambio de color en una de las oscuras olas del río. La figura pasó rauda ante mí, en apenas un parpadeo, pero distinguí un cuerpo largo y sinuoso. ¿Sería una anguila?
En ese preciso instante, mi tío, que sostenía la red a contracorriente, hizo un brusco movimiento de abajo hacia arriba con la mano derecha y aquella cosa larga, que había llegado hasta él en un segundo, se separó de su mano.
Aquella especie de cuerda dibujó una curva al volar por los aires en medio de la cortina de lluvia y fue a parar a la otra orilla, desde donde alzó el cuello unos treinta centímetros por encima de la hierba y nos miró fijamente.
—Esta te la guardo.
Habría jurado que la voz era la de mi tío. Casi al mismo tiempo, la figura alargada desapareció entre la hierba. Mi tío, pálido como el hueso, escrutaba el lugar al que había lanzado a la serpiente.
—¿Tío, ha sido usted el que ha dicho «esta te la guardo»?
Mi tío se giró para mirarme al fin y en voz baja respondió que no lo sabía. A día de hoy, mi tío no está seguro de quién dijo aquello, y en su rostro se dibuja una expresión extraña cada vez que cuenta la historia.
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El ladrón
Me dirigía a mi habitación cuando noté que el brasero de la estancia contigua desprendía un olor penetrante, así que le advertí a mi mujer que tuviera cuidado, que el fuego estaba demasiado fuerte. Pasaban de las once. Aquella noche, como de costumbre, me sumí en un apacible sueño. Hacía frío, pero no soplaba el viento, y tampoco tañeron las campanas que advertían de los incendios. Me asomé a las profundidades de un sueño y perdí conciencia de quién era.
El repentino llanto de una mujer me despertó. Se trataba de la sirvienta: una mujer que se aturullaba por cualquier cosa y enseguida se deshacía en sollozos. El otro día, sin ir más lejos, metió a nuestro bebé en la bañera y a este le subió un poco la temperatura. Por culpa del vapor del agua, la criatura empezó a estremecerse. No habían pasado ni cinco minutos del incidente cuando la sirvienta arrancó a llorar. Era la primera vez que oía unos sollozos tan extraños. Hablaba muy deprisa, entre gimoteos, como si se quejara o tratara de persuadirnos de algo, o pidiera disculpas, o incluso como si se hubiera muerto su novio, todo al mismo tiempo… En cualquier caso, cuando a uno le impacta algo, el susto no suele durar tanto.
Al escuchar, pues, aquella extraña voz, me desperté. Provenía de la habitación de mi esposa. Una luz repentina se coló por las rendijas de la puerta corredera e iluminó el estudio del color rojo de las llamas. En el instante en que percibí la claridad a través de los párpados cerrados me levanté de un salto, pensando que la casa se incendiaba. Abrí la puerta con estruendo.
Me había imaginado que, al entrar en la habitación, el brasero estaría volcado y que los faldones de la mesa estarían ardiendo; que todo estaría lleno de humo y que el tatami se habría calcinado. Pero, al entrar, la única llama prendida era, como siempre, la de la lámpara. Mi mujer y mis hijos, como es natural, ya dormían. La lámpara estaba en su sitio. Todo estaba como lo habían dejado antes de irse a dormir: todo en paz. La temperatura era agradable. Lo único que ocurría es que la sirvienta estaba llorando.
La sirvienta se encontraba a los pies de la cama de mi esposa, dando tironcitos nerviosos a su colcha y murmurando algo muy deprisa. Mi esposa pestañeaba repetidamente, estirada y aún medio dormida. No tenía la más mínima idea de qué había podido pasar y, de pie en el umbral, me limité a echarle un vistazo rápido a la habitación. Justo entonces, entre los sollozos de la sirvienta, pude distinguir la palabra «ladrón». En el mismo instante en que la oí murmurar aquello todo cobró sentido. Crucé en un par de zancadas la alcoba de mi esposa e irrumpí en la habitación contigua gritando: «¿Quién anda ahí?». Pero el cuarto estaba oscuro como boca de lobo. Fui a la cocina. Uno de los postigos estaba fuera de su sitio y la hermosa luz de la luna se filtraba hasta la entrada. Me invadió un frío repentino al verla inundar la estancia a plena medianoche. Crucé la puerta de madera de la cocina descalzo y me acerqué hasta el fregadero, pero todo seguía tranquilo. En el exterior solo brillaba la luna. Ni siquiera creí necesario salir de la casa.
Volví sobre mis pasos a la habitación de mi esposa y les dije que el ladrón se había ido, que tranquila...