
- 224 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
La sociedad de los cautivos, escrita por un sociólogo estadounidense veterano de la Segunda Guerra Mundial y publicada por primera vez en 1958, fue y sigue siendo una obra fundante capaz de plantear con sencillez, sin tecnicismos académicos, verdades básicas del encierro penal y, por extensión, del orden social. Lectura ineludible para estudiosos de distintas áreas, despliega hipótesis de una vigencia sorprendente para identificar los grandes temas de la sociología de la cárcel y para revisar la función del castigo en el mundo contemporáneo.
Durante tres años, Gresham Sykes visitó una cárcel de máxima seguridad en el estado de Nueva Jersey, ganándose la confianza de las autoridades, los custodios y los prisioneros. Atento a las complejas interacciones entre unos y otros, y a las jerarquías de la jerga carcelaria (los "comerciantes" que se aprovechan de sus compañeros a través de la violencia o el contrabando; los "lobos" o depredadores sexuales; las "ratas" que traicionan a sus pares; los "hombres verdaderos", respetados por todos porque contienen el conflicto con los directivos y construyen cohesión entre los reclusos), Sykes devela la magnitud de los daños que entraña el encierro y, como consecuencia, la inestabilidad y la fragilidad del orden carcelario. Así, demuestra cuán poroso y precario es ese supuesto "poder total" de la autoridad, y hasta qué punto su legitimidad no puede sostenerse en la pura coerción sino más bien en las relaciones informales, hechas de pequeños permisos y recompensas, entre los guardias y los prisioneros.
La presente edición de este clásico, por primera vez a disposición de los lectores hispanohablantes, cuenta con un prólogo de Máximo Sozzo y una introducción de Bruce Western, especialistas en sociología del castigo, que restituyen el contexto y las claves de lectura de una obra que sigue alimentando el debate actual sobre la cárcel.
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Información
Categoría
Social SciencesCategoría
Criminology1. La prisión y su contexto
I
En el momento de su construcción –durante la última década del siglo XVIII–, la Prisión de Máxima Seguridad del Estado de Nueva Jersey estaba rodeada por campos abiertos que se extendían más allá de los límites de Trenton. Sin embargo, el pueblo se desarrolló hasta convertirse en ciudad y hoy en día las viviendas de clase baja o media-baja bordean tres lados de la prisión; las vías del tren limitan el cuarto. Un enorme muro de 7 m de alto separa la comunidad libre de los reclusos: funciona no sólo como última barrera para la fuga, sino también como símbolo del rechazo de la sociedad, porque esta cárcel es una fortaleza destinada a mantener al enemigo adentro.[54]
Desde la calle se ve a los guardias apostados en sus torres sobre los muros. Todos están armados con escopeta, revólver y granadas de gas para aplacar un motín o eliminar a un interno lo suficientemente desesperado como para intentar escapar. Pero estas alteraciones del orden son infrecuentes; el último motín ocurrió en 1952 y ya hace más de una década que nadie intenta escalar el muro. La posición que ocupa el guardia en la torre responde al concepto de crisis potencial, al evento posible (la fuga) que la vigilancia vuelve improbable. Es un concepto que encontraremos a menudo en nuestro estudio de la prisión.
Intramuros se yerguen 5,5 ha de edificios, patios y corredores. Pabellones, oficinas, peluquerías, lavaderos, talleres, una capilla, patios de ejercicio, comedores, cocinas y la sala de ejecuciones, todo amontonado o apilado uno arriba del otro, porque esta comunidad de más de mil quinientos individuos debe ser comprimida dentro de un área inferior a unas pocas manzanas de la ciudad. Pero la sociedad de los detenidos no sólo está reprimida físicamente, sino también psicológicamente, dado que la convivencia se da en una intimidad forzada, en que la conducta de cada cual está sujeta al escrutinio constante de los otros reclusos y a la vigilancia de los custodios. No es la soledad lo que asedia al detenido, es la vida en masse.
La entrada principal, una pequeña puerta de acero con una ranura de vidrio a prueba de balas, está en el muro que da al este. Una vez que ha cruzado el portal, el interno recién llegado es conducido a un salón flanqueado por oficinas administrativas, un área llamada la “casa de adelante” en el argot de los cautivos. Entonces, se abre otra puerta de acero, y luego otra más, y sólo después de que la última puerta se cierra a sus espaldas el recluso se encuentra propiamente en la prisión. Antes de abandonar el salón externo, lo llevan a una habitación donde lo desnudan y requisan. Su edad, nombre, delito, sentencia y cualquier otra información pertinente son debidamente registrados; sus posesiones le son quitadas y pasa a vestir el uniforme de la prisión. De este modo, ingresa en la institución de custodia como un hombre pobre en términos de bienes materiales. Luego le serán entregadas otras cosas (un uniforme extra, una taza, una cuchara, sábanas, etc.) que lo pondrán estrictamente sobre la línea de la extrema necesidad. El detenido debe vivir en la pobreza por un asunto de política pública: es un monje involuntario del siglo XX.
Del otro lado de la tercera puerta de acero, está el “Centro”: una sala de grandes dimensiones que funciona como núcleo del sistema de comunicaciones oficial. Este es el puesto de control que deben atravesar todos al moverse dentro de la institución; allí se almacenan las armas extra y se reciben los constantes partes de la población de internos; allí se congregan los turnos de guardias que entran en funciones a intervalos de ocho horas para efectuar las rotaciones y la asignación de tareas. Suele decirse que quien controla el Centro controla la cárcel, ya que las riendas de su gobierno están aquí; y como muchos espacios de gobierno, el Centro ha adquirido una cualidad simbólica que trasciende su estructura física. En la jerga de los internos, un “hombre del Centro” es un detenido que se alía abiertamente con el mundo de los custodios; y a los ojos de los funcionarios, la arrogancia o la falta de respeto al Centro es una afrenta a la autoridad legítima.
Irradiados desde el Centro, en un plano espacial que recuerda la Maison de Force[55] de Vilain,[56] se yerguen los pabellones o alas que alojan a la sociedad de los cautivos. Un típico pabellón alberga dos hileras de celdas enfrentadas, que van desde el suelo hasta el techo en el medio del edificio. Es en una de estas estructuras en forma de panal donde el interno reside hasta el cumplimiento de su sentencia. Dado que la prisión ha crecido de modo poco sistemático durante más de cien años, los pabellones difieren en los detalles de su construcción, como el tamaño y número de celdas que contienen, o la naturaleza de los dispositivos de cerramiento de las puertas de las celdas o las rejas, y los medios de ventilación. Las celdas más grandes de la institución tienen 4,5 m de largo, 2,3 m de ancho y aproximadamente 3 m de alto; las más chicas, 2,3 m de largo, 1,4 m de ancho y 2 m de alto. Más allá del tamaño, el mobiliario de estos cubículos es espartano: un inodoro, un lavabo, una cama, una mesa, un baúl para guardar efectos personales, un par de auriculares para poder escuchar la radio de la prisión y una sola bombita eléctrica que cuelga del techo.
Caluroso en verano y frío en invierno, hacinado e inhóspito, el pabellón de piedra y acero parece expresar la índole misma del encarcelamiento como lo retrata la fantasía popular. En efecto, si los prisioneros fueran encerrados para siempre en sus celdas, imposibilitados de cualquier trato entre ellos y privados de todas las actividades de la vida normal, las dimensiones de la celda serían el alfa y omega de la vida en la prisión. Como ocurre con muchos animales en sus jaulas, la población de internos sería una conglomeración de personas antes que un grupo social, una masa de aislados antes que una sociedad. Los deberes de los funcionarios consistirían primordialmente en proveer los suministros para cubrir las necesidades fisiológicas de los cautivos en sus enclaves individuales y cada detenido sólo interactuaría consigo mismo.
En cambio, los detenidos salen de sus celdas todos los días para participar en una variedad de actividades bajo la dirección y supervisión de los custodios. Los internos son liberados de sus celdas y llevados al comedor para desayunar, almorzar y cenar. Los internos son liberados de sus celdas para desempeñar las innumerables tareas que conforman la rueda diaria de la existencia institucional. Avivar fuegos, cocinar, oficiar de peluquero, lavar ropa, barrer, trabajar como ordenanza en el hospital: todas estas son tareas a cargo de los detenidos. Los internos son liberados de sus celdas para hacer ejercicio en el patio, para trabajar en los talleres industriales, para mirar televisión en el salón recreativo, para estudiar en la escuela de la prisión, para asistir a servicios religiosos. Estos patrones de liberación y reconfinamiento configuran el escenario para una amplia gama de interacción social entre los internos, y entre estos y los guardias; y es en esta interacción donde podemos ver las realidades del sistema social de la prisión.
En un sentido muy fundamental, un hombre encerrado solo en una jaula ya no es un hombre, sino un objeto semihumano, un organismo numerado. La identidad del individuo, tanto para sí mismo como para los otros, está compuesta por una red de comunicaciones simbólicas que lo conectan con el mundo exterior. Como dijo Kingsley Davis, “la estructura de la personalidad humana es en tal grado un producto de la interacción social que, cuando esa interacción cesa, tiende a decaer”.[57] El reconocimiento de este hecho desempeñó un gran papel en el abandono del confinamiento solitario para la población de los internos en las prisiones estadounidenses. Motivos humanitarios, combinados con una creciente incertidumbre respecto de la eficacia de la soledad y la meditación como medios para la reforma, llevaron a una búsqueda de alternativas al aislamiento, tanto en Nueva Jersey como en otros lugares. Emil Frankel, repasando el desarrollo de la filosofía penal en Nueva Jersey a lo largo de un período de doscientos cincuenta años, nota que:
En su informe anual de 1838, el guardián admitió que […] el confinamiento solitario aparentemente tiene poca influencia sobre el decrecimiento del número de crímenes cometidos dentro del estado. Y su informe anual de 1839 incluía un admirable análisis de los defectos fundamentales del sistema de confinamiento solitario para la salud física de los detenidos a raíz de la imposibilidad de realizar métodos normales de ejercicio. Pero aún peores eran sus efectos sobre la salud mental de los detenidos, que llevaban a vicios solitarios y degeneración mental. La elección entre el tipo de confinamiento solitario o congregado, sostuvo, era fundamentalmente el problema de si la asociación viciosa debe ser más deplorada que el deterioro físico y mental.[58]
Asimismo, la comunidad libre exigía reducir al mínimo el costo financiero del encarcelamiento, demanda difícil de conjugar con la necesidad de mantener al interno encerrado en su celda día y noche. En la actualidad, el confinamiento solitario en la Prisión de Máxima Seguridad del Estado de Nueva Jersey únicamente se aplica a los detenidos castigados por infracciones a las reglas de la cárcel y representa la máxima penalidad que los custodios pueden infligir, no el destino común de todos los hombres bajo custodia. Pero si bien los funcionarios penitenciarios ya no obligan a sus cautivos a permanecer dentro de los confines de sus celdas, tampoco les permiten vagar libremente dentro de los límites establecidos por el muro y protegidos por sus guardias armados. A ojos de los custodios, un comportamiento como ese está prohibido por los requerimientos elementales de seguridad y la necesidad de mantener el orden; la prisión existe como un delicado equilibrio entre libertad y restricción.
II
Cuando examinamos la estructura física de la prisión, el factor más chocante es, tal vez, su aspecto grisáceo. Tiene esa fachada “institucional” que comparten los destacamentos de policía, los hospitales, los orfanatos y otros edificios públicos similares: una atmósfera kafkiana, compuesta por luces eléctricas sin pantallas, corredores resonantes, paredes descascaradas con pintura de décadas, y ese aire rancio de las habitaciones que han permanecido cerradas demasiado tiempo.
Aun así, la Prisión del Estado de Nueva Jersey no representa una incomodidad física aguda, ni tampoco hay evidencia de condiciones de vida llamativamente malas. En cambio, da la impresión de una opacidad absoluta, una existencia desprovista de las comodidades de la vida que damos por sentadas, pero es una existencia aún tolerable. En este sentido, las condiciones físicas de la vida en prisión reflejan una especie de castigo indeciso y desganado, la imposición de privaciones por vía de la indiferencia o la desidia antes que de modo intencional. Y, de hecho, grandes segmentos de nuestra sociedad preferirían olvidar al criminal confinado: sin importar cuán justo pueda ser el encarcelamiento, la comunidad libre es renuente a enfrentar la conclusión de que algunos hombres deben ser mantenidos en cautiverio en pro del bien común. Los muros de la prisión hacen algo más que prevenir la fuga: también ocultan a los detenidos a la sociedad. La población de internos permanece encerrada y la comunidad libre circula afuera; de este modo se evita que la visión de los hombres retenidos bajo custodia provoque algún remordimiento de conciencia a quienes obedecen las reglas sociales.
En realidad, el muro de la prisión es mucho más permeable de lo que parece, no en términos de fuga –a eso nos referiremos más adelante–, sino de las relaciones entre el sistema social de la cárcel y el conjunto de la sociedad. La prisión no es un sistema autónomo de poder, sino un instrumento del Estado moldeado por sus prerrogativas sociales, y debemos tener presente esta simple verdad si queremos entender cómo funciona la cárcel. La prisión reacciona ante y actúa sobre la comunidad libre mientras grupos diversos luchan por sus intereses. En ciertos momentos, como en el caso de los motines, los internos pueden atraer la atención del público; y estos disturbios intramuros deben ser vistos como esfuerzos altamente dramáticos por comunicarse con el mundo exterior, esfuerzos con que los criminales confinados superan las cabezas de sus captores para apelar a una nueva audiencia. En otras oportunidades, el flujo de comunicación se revierte y las autoridades penitenciarias reciben demandas de una variedad de grupos de intereses empresariales, políticos, religiosos y de asistencia social. A su vez, las personas que están dentro de la prisión –tanto los internos como los guardias– son extraídas de la comunidad libre, voluntaria o involuntariamente, y traen consigo las actitudes, las creencias y los valores del mundo de afuera. La prisión, como sistema social, no existe en total aislamiento, del mismo modo que el criminal dentro de la prisión tampoco existe aislado como individuo; la institución y su contexto están inevitablemente mezclados a pesar del límite definido por el muro.
III
Entre el total aniquilamiento del delincuente, por un lado, y la advertencia o el perdón, por el otro, el encarcelamiento se concibe como la consecuencia apropiada de la mayoría de los crímenes graves. Esta hipótesis es formulada con más crudeza por los detenidos en su aforismo: “si no puedes aguantar el tiempo en la cárcel, no cometas el crimen”,[59] pero la idea es más o menos la misma.
¿Pero por qué es apropiado el encarcelamiento? ¿Con qué fundamento se justifica? Es un cliché en la penología moderna que meter entre rejas al delincuente sirve a los propósitos de castigo, disuasión y reforma. Esta tríada de objetivos es de una pulcritud y una simplicidad cautivantes, pero requiere un examen más exhaustivo. El sistema social de la Prisión de Máxima Seguridad del Estado de Nueva Jersey tiene una base filosófica tanto como física, y su naturaleza sólo se vuelve clara cuando comprendemos la racionalidad de sus fundamentos.
La idea del castigo como propósito del encarcelamiento es suficientemente sencilla: la persona que cometió un daño debe sufrir a cambio. El Estado, por medio de la prisión –que es su agente–, está cuanto menos facultado, si no moralmente obligado, a herir al individuo que ha quebrantado la ley penal, ya que todo crimen es, por definición, un mal cometido contra el Estado. El encarcelamiento debería ser un castigo que no sólo privara al individuo de su libertad, sino que también le impusiera dolorosas condiciones de vida intramuros.
Ahora bien, es verdad que pocas de las personas que trabajan directamente con los delincuentes plantearían esta idea de la cárcel de un modo tan crudo como hemos hecho aquí. Penólogos, psiquiatras y administradores de la prisión, jueces, todos son más proclives a afirmar que no encerramos al criminal tras las rejas para castigarlo, sino para mejorarlo. Pero existen razones para dudar de que esta negación del castigo como finalidad legítima del encarcelamiento refleje la opinión del público en general. Por estricta que pueda parecer la insistencia en el castigo, no puede ser ignorada en tanto fuerza social que moldea la naturaleza de la institución penal, ya sea bajo la forma de reacciones comunitarias ante la acusación de “mimar” a los detenidos o en el diseño de presupuestos financieros de los legisladores estatales.
La idea de la disuasión como objetivo del encarcelamiento es bastante más compleja, por cuanto el argumento contiene tres partes que deben analizarse por separado. Primero, se sostiene que para los encarcelados la experiencia es –o debería ser– suficientemente desagradable como para disuadirlos de reincidir en el crimen en el futuro. No se espera que la decisión de renunciar a delinquir provenga de un cambio de actitudes y valores en torno a lo incorrecto...
Índice
- Cubierta
- Índice
- Portada
- Copyright
- Dedicatoria
- Presentación. Una obra ineludible para entender el mundo de la prisión (Máximo Sozzo)
- Introducción a la edición clásica de Princeton. Bruce Western
- Prefacio
- Introducción
- 1. La prisión y su contexto
- 2. El régimen de los custodios
- 3. Los defectos del poder absoluto
- 4. Los sufrimientos del encarcelamiento
- 5. Roles del argot
- 6. Crisis y equilibrio
- 7. Post scriptum para reformadores
- Epílogo. La perspectiva estructural-funcionalista de la prisión
- Apéndice A. Una nota sobre el método
- Apéndice B. La rutina del encarcelamiento