Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo I/1
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Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo I/1

El misterio de la Trinidad

Tomás de Aquino

  1. 648 páginas
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Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo I/1

El misterio de la Trinidad

Tomás de Aquino

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Información del libro

Aparece el primer volumen de los seis proyectados, de la primera obra mayor de Tomás de Aquino. Representa ya el genuino pensamiento del Aquinate, tanto en filosofía como en teología; incluye este primer volumen las dos primeras secciones del primer libro (La unidad de Dios en sí mismo; La trinidad de personas y sus procesiones).

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Información

Año
2015
ISBN
9788431355463

COMENTARIO A LAS SENTENCIAS DE PEDRO LOMBARDO

Libro I
(Distinciones 1-21)

Prólogo de Santo Tomás

“Yo, la sabiduría, vertí y sigo vertiendo ríos: yo fluyo como avenida de agua inmensa: yo, cual río Dorix y como un acueducto, salí del Paraíso. Dije: Regaré el huerto de las plantas y embriagaré el fruto de mi parto” (Eclo., 24, 40).
Entre las muchas sentencias que brotaron de los diversos autores sobre la sabiduría, concretamente sobre cuál era la verdadera sabiduría, el Apóstol ofreció una singularmente firme y verdadera, al decir: “Cristo, potencia de Dios, sabiduría de Dios, quien también de parte de Dios ha sido hecho sabi­duría en beneficio nuestro” (1 Cor., 1, 24 y 30). Pero no se ha dicho que sólo el Hijo es la sabiduría, ya que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son una sola sabiduría, como son una sola esencia; ahora bien, la sabiduría, de un cierto modo especial, es apropiada al Hijo, puesto que parece que las obras de la sabiduría convienen sumamente a las propiedades del Hijo. En efecto, mediante la sabiduría de Dios son manifestados los arcanos de la Divinidad, son producidas las obras de las criaturas; y no sólo son producidas, sino también, son restauradas y son perfeccionadas, con aquella perfección –digo– con la que cada uno dícese perfecto en la medida que logra su fin. Ahora bien, es evidente que la manifestación de las cosas divinas pertenece a la sabiduría de Dios, ya que el mismo Dios, mediante su sabiduría, se conoce a sí mismo, plena y perfectamente. Por lo tanto, si conocemos algo de Él, es preciso que de Él se derive, ya que todo lo imperfecto arrastra el origen de lo perfecto; de ahí que en Sabiduría, 9, 17, se diga: “¿Quién conocerá tus sentimientos, si tú no le has dado la sabiduría?”. Ahora bien, esta manifesta­ción se hace especialmente mediante el Hijo; en efecto, Él es el Verbo del Padre, como se dice en Juan, 1; por lo tanto, le conviene la manifestación del Padre que habla y de toda la Trinidad. De ahí que, en Mateo, 11, 27, se diga: “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y a quien el Hijo ha querido re­velarlo”; y en Juan, 1, 18: “Nadie ha visto al Padre, a no ser el Unigénito, que está en el seno del Padre”. Luego justamente se dice de la persona del Hijo: “Yo, la sabiduría, vertí y sigo vertiendo ríos”.
Por estos ríos entiendo los flujos de la procesión eterna, por la que el Hijo, de modo inefable, procede del Padre; y el Espíritu Santo procede de ambos. En otro tiempo estos ríos eran ocultos y, en cierto modo, estaban confusos, tanto en las semejanzas de las criaturas, como en los enigmas de las Escrituras; de modo que, con dificultad, algunos sabios tuvieron el misterio de la Trinidad como artículo de fe. Viene el Hijo de Dios y, en cierto modo, vertió los ríos enclaustrados, al hacer público el nombre de la Trinidad; se­gún Mateo, 28, 19: “Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Por lo que en Job, 28, 11, se dice: “Exploró las profundidades de los ríos y sacó a la luz los miste­rios”. La materia del libro primero trata de esto.
Lo segundo que pertenece a la sabiduría de Dios es la producción de las criaturas. En efecto, Él posee, de las cosas creadas, como el artífice de los artefactos, tanto la sabiduría especulativa como la operativa; de ahí que en Salmos, 103 se diga: “Has hecho todo en la sabiduría”. En Proverbios, 8, 30, habla la sabiduría: “Estaba yo con Él, construyendo todas las cosas”. También esto es atribuido especialmente al Hijo, en la medida en que es la imagen de Dios invisible, respecto a cuya forma todas las cosas han sido formadas. De ahí que en Colosenses, 1, 15, se diga: “El que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas”; y en Juan, 1, 3: “Todas las cosas han sido hechas mediante Él”. Luego justamente se dice de la persona del Hijo: “Yo fluyo, cual ave­nida de agua inmensa”; en lo que se observa tanto el orden de la creación como el modo. El orden, porque de la misma manera que la avenida se de­riva del río, así también el proceso temporal de las criaturas se deriva del eterno proceso de las Personas; de ahí que, en Salmos, 148, 5, se diga: “Díjolo Él, y fueron hechas”. Engendró el Verbo, en el que estaba el poder de que fueron hechas, como dice San Agustín (De Gen. ad litt., I, 2). En efecto –según el Filósofo (Metaphys., II, texto 4)–, lo que es primero es causa de lo que sucede después; luego, el proceso primero es la causa y la razón de toda procesión siguiente. El modo, a su vez, está indicado en dos aspectos: primero, por parte del Creador, quien ejecuta todas las cosas y, sin embargo, no se mide por ninguna; lo que está indicado al decir “inmensa”; segundo, por parte de la criatura; porque, como la avenida procede fuera del cauce del río, así también la criatura procede de Dios, fuera de aquella uni­dad de esencia en la que está contenido el fluir de las Personas como dentro del cauce. La materia del libro segundo está indicada en esto.
La tercera cosa que pertenece a la sabiduría de Dios es la restauración de las obras. En efecto, una cosa debe de ser reparada mediante lo que fue he­cha; por lo tanto, las cosas que fueron hechas mediante la sabiduría conviene que sean reparadas por la sabiduría; de ahí que en Sabiduría, 9, 19, se diga: “Por la sabiduría fueron salvados quienes supieron lo que te es grato desde el inicio”. Ahora bien, esta reparación ha sido llevada a cabo especialmente mediante el Hijo, en cuanto que se hizo hombre, Él, quien, una vez que hubo reparado el estado del hombre, en cierto modo reparó todas las cosas que, a causa del hombre, fueron hechas; de ahí que en Colosenses, 1, 20, se diga: “Reconciliando, por Él, todas las cosas, así las de la tierra, como las del cielo”. Por consiguiente, justamente se dice de la persona del mismo Hijo: “Yo, cual río Dorix y como un acueducto salí del Paraíso”. Este Paraíso es la gloria de Dios Padre, de la que salió al valle de nuestra miseria: pero sin per­der la gloria, solamente la ocultó. De ahí que en Juan, 16, 28, se diga: “Salí del Padre y vine al mundo”. Sobre esta salida se observan dos cosas: el modo y el fruto. En efecto, el Dórix es un río de rapidísima corriente: con él designa el modo con el que, como con un cierto impulso de amor, Cristo cumplió el misterio de nuestra reparación; de ahí que en Isaías, 59, 19, se diga: “Porque vendrá cual torrente impetuoso, empujado por el soplo del Señor”. Por otra parte, el fruto está señalado con estas palabras: como un acueducto. En efecto, de la misma manera que los acueductos son trazados desde una sola fuente para fertilizar la tierra, así también de Cristo emanaron los géneros de las diversas gracias para plantar la Iglesia, conforme a lo cual, se dice en Efesios, 4, 11: “Él constituyó a los unos apóstoles, a los otros pro­fetas, a estos evangelistas, a aquellos pastores y doctores para la perfec­ción consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. Y ésta es la materia del libro tercero: en cuya primera parte se trata de los misterios de nuestra reparación; en la segunda, de las gracias que nos han sido conferidas mediante Cristo.
La cuarta cosa que pertenece a la sabiduría de Dios es la perfección, por la que las cosas son conservadas en su fin. Pues, eliminado el fin, queda la vanidad que la sabiduría no soporta consigo; de ahí que en Sabiduría, 8, 1, se diga: “Se extiende vigorosamente de uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad”. Ahora bien, una cosa ha sido gobernada o dispuesta con suavidad cuando está colocada en su fin, al que desea naturalmente. También esto pertenece especialmente al Hijo, quien, al ser verdadero y na­tural Hijo de Dios, nos ha conducido a la gloria de la heredad paterna; de ahí que en Hebreos, 2, 10, esté escrito: “Convenía que aquel, para quien y por quien han sido hechas todas las cosas, condujera muchos hijos a la gloria”. En efecto, para la consecución del fin se exige una preparación, mediante la cual se elimina todo lo que no corresponde al fin; así también Cristo, para llevarnos al fin de la gloria eterna, preparó la medicina de los sacramentos, con los que se hace desaparecer de nosotros la herida del pecado. Por lo tanto, en estas palabras expuestas se observan dos cosas: la preparación que sucede mediante los sacramentos, y la conducción a la gloria. La primera, porque se dice: “Regaré el huerto de las plantas”. Pues este huerto es la Iglesia, de la que en Cantar de los Cantares, 4, 12, se dice: “Eres jardín cer­cado, hermana, esposa mía”, y en este huerto hay plantas diversas, según los diversos órdenes de los santos, a todos los cuales la mano del Omnipotente plantó. Este huerto es regado por Cristo, con los ríos de los sacramentos que fluyeron de su costado, por lo que en la recomendación de la belleza de la Iglesia se dice en Números, 24, 5: “¡Qué bellas son tus tiendas, Jacob!”. Y, después en 24, 6 continúa: “Como los huertos regados a orilla de un río”. Por eso también, los ministros de la Iglesia, que dispensan los sacramentos son llamados “regadores”, como está escrito en 1 Corintios, 3, 6: “Yo planté, Apolo regó”. Por otra parte, la conducción a la gloria está señalada en estas palabras: “Embriagaré el fruto de mi parto”. El parto de Cristo son los fieles de la Iglesia, a los que como una madre parió con su sufrimiento; y de este parto se habla en Isaías, 66, 9: “¿Acaso yo, que hago parir a los de­más, no voy a parir?”, dice el Señor. Por otro lado, el fruto de este parto son los santos que están en la gloria; de este fruto se dice en Cantar de los Can­tares, 5, 1: “Venga mi amado a mi huerto y coma el fruto de sus árbo­les”. Embriaga a estos con su abundantísima fruición: de esta fruición y embria­guez se habla en Salmos, 35, 9: “Se embriagarán por la abundancia de tu casa”. Emplea el término “embriaguez” porque rebasa toda medida de la razón y del deseo. De ahí que esté escrito en Isaías, 64, 4: “¡Oh Dios!, sin ti el ojo no ve las cosas que tu has preparado para los que te esperan”. En esto se alude a la materia del libro cuarto; en cuya primera parte se trata de los Sacramentos; en la segunda, de la gloria de la Resurrección. Según esta ex­posición, queda clara la intención del libro de las Sentencias.

Prólogo del maestro de las sentencias

Deseando poner en el gazofilacio –o estancia del tesoro del Señor– algo de nuestra penuria e indigencia extrema (Mc., 12, 42-43; Lc., 21, 1-2), hemos osado escalar cimas arduas y llevar a cabo una obra que supera nuestras fuerzas, poniendo la fe del cumpli­miento y la merced del esfuerzo en el Samaritano, quien, entregando dos denarios para la curación de aquel malherido, declaró pagar toda al mesonero si gastaba de más (Lc., 10, 33-35). Nos agrada la verdad del que promete, pero nos aterra la inmensidad de la labor. Nos anima el deseo de ser útiles, pero nos disuade la debilidad de fallar, debilidad que el celo del Señor vence (Sal., 68, 10; Jn., 2, 17).
Enardecidos con este aliciente, nos hemos esforzado en proteger, con los escudos de la torre de David (Cant., 4, 4), “nuestra fe contra los errores de los hombres carnales y animales” (San Agustín, De Trin., III, proem., 1), o, más bien, mostrarla robustecida; también nos hemos esforzado en aclarar los arcanos de las investigaciones teológicas y, además, transmitir el conocimiento de los sacramentos de la Iglesia, según la posibilidad de nuestra inteligencia, “sin poder oponernos, justamente, a los deseos de los hermanos estudiosos que nos pedían insistentemente ayudarnos en Cristo con la lengua y con la pluma mediante sus estudios dignos de alabanza. La caridad de Cristo pone en movi­miento en nosotros este carro” (San Agustín, ibid.).
Aunque no tenemos duda ninguna de que “todo discurso de elocuencia humana ha es­tado siempre sometido a la calumnia y a la contradicción de émulos; en efecto, cuando dis­crepa el movimiento de la voluntad, disienten también los sentimientos del alma; y, aunque toda afirmación haya sido formulada según el carácter de la verdad, sin embargo, en tanto que a unos les parezca o les complazca una cosa y a otros otra, el error de la impiedad se opone a la verdad, bien sea porque no es comprendida, bien sea porque ofende; de ahí surge la envidia de la voluntad: envidia que «el dios de este siglo produce en los hijos de la desconfianza» (2 Cor., 4, 4; Ef., 2, 2). Estos no someten la voluntad a la razón, ni se dedican al estudio de la doctrina, sino que se esfuerzan en adaptar las pala­bras de la sabiduría a las cosas que ellos soñaron, no siguiendo la verdad, sino la propia satisfacción. Y la voluntad excitada no provoca en estos la comprensión de la verdad, sino la defensa de sus complacencias, sin desear que se enseñe la verdad, pues más bien se apartarán de ella para oír fábulas (2 Tim., 4, 4). Y su profesión es buscar lo placen­tero más que la instrucción, sin desear lo que ha de enseñarse, sino que adaptan la doc­trina a las cosas deseadas. Ponen «la razón de sabiduría en la superstición» (Col., 2, 23), ya que la hipocresía mendaz sigue a la defección de la fe (1 Tim., 4, 1-2), para que, al menos, aparezca en sus palabras la piedad que la conciencia ha perdido. Hacen impía la propia piedad, disimulada con toda clase de ficciones en las palabras, poniendo su es­fuerzo en corromper la santidad de la fe con el establecimiento de una doctrina falsa, introduciendo en los demás el prurito de los oídos (2 Tim., 4, 3) con el nuevo dogma de sus deseos. Luchan contra la verdad sin tregua, esforzándose en ser pendencieros. Así pues, la lucha es pertinaz entre la aserción de la verdad y la defensa del capricho, cuando la verdad se mantiene firme y la voluntad se protege del error”.
En consecuencia, queriendo destruir la asamblea de estos (Sal., 25, 5), tan odiosa a Dios, y queriendo también cerrar su boca, con el fin de que no puedan derramar sobre otros el virus de la maldad, y deseando exaltar la luz de la verdad sobre el candelabro (Mt., 5, 15), hemos compuesto, con la ayuda de Dios, con mucha fatiga y sudor, y basándonos en los testimonios de la verdad, cuyo fundamento es imperecedero (Sal., 118, 152), esta obra, dividida en cuatro libros; en ellos encontrarás los ejemplos y la doctrina de nuestros mayores.
En esta obra hemos mostrado el fraude de una doctrina viperina mediante la sincera profesión de la fe, mostrando el acceso a la verdad que debe ser demostrada, sin exponernos al peligro de una profesión impía, utilizando moderación y equilibrio entre dos extremos.
Pero si, en algún momento, nuestra voz resalta un poco, ¡que no se aparte de los confines paternos! (Prov., 22, 28).
“Así pues, este trabajo no debe parecer superfluo ni al perezoso, ni al sabio; siendo necesario a muchos diligentes y a muchos indoctos (entre los que me encuentro)” (San Agustín, De Trin., III, proem. 1), encerrando en un breve volumen las sentencias de los Padres, puestos sus testimonios para que no le sea necesario al investigador acudir a numerosos libros, ofreciéndole sin fatiga, al que indaga, una síntesis concentrada. Ahora bien, en este tratado, “no sólo deseo un lector piadoso, sino también un censor libre, máxime cuando se trata de una cuestión de una verdad profunda; ¡y ojalá tuviera ésta tantos defensores cuantos opositores!” (San Agustín, ibid., 2). Y, para que lo que se busca se presente más fácilmente, anticipamos los títulos con los que se distinguen los capítulos de cada uno de los libros.

División del texto del prólogo de Pedro Lombardo

El Maestro escribe previamente un proemio a esta obra suya, en el que hace tres cosas. Primero, hace un oyente benévolo; segundo, dócil, en el pasaje que comienza: “En consecuencia, queriendo destruir la asamblea de estos, tan odiosa a Dios, y queriendo también cerrar su boca… hemos compuesto, con la ayuda de Dios, con mucha fatiga y sudor…, esta obra”; tercero, atento, donde dice: “Así pues, este trabajo no debe parecer superfluo ni al perezoso, ni al sabio”.
Hace al oyente benévolo, señalando las causas que le ...

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