María Tudor. La gran reina desconocida
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María Tudor. La gran reina desconocida

  1. 936 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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María Tudor. La gran reina desconocida

Descripción del libro

Esta completa biografía es el resultado de más de veinte años de trabajo acerca de la figura de María Tudor, reina de Inglaterra y segunda esposa de Felipe II. La autora muestra su profundo conocimiento de la historia de Inglaterra y España, avalando su estudio con una sólida documentación y una selección de referencias textuales. Nos ofrece, sin embargo, un libro de fácil lectura, dirigido tanto a expertos como a un público general.

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Información

ISBN del libro electrónico
9788432138676

VI.
Hacia la restauración del catolicismo en Inglaterra (1553-1555)

«¡Oh Dios, qué buena señora, si tuviera buenos vasallos!»

Era tan alto el concepto que tenía María de su nueva posición y de sus obligaciones que, inmediatamente, se entregará a la realización de sus prioridades: devolver la dignidad a la Corona cortando abusos y corrupciones de sus consejeros y oficiales; trabajar hasta el límite de sus fuerzas en beneficio de sus súbditos procurándoles una paz y una justicia que tanto necesitaban; pero, sobre todo, y como garantía de todo ello, restablecer el catolicismo que hasta 1532 se había mantenido en Inglaterra desde los albores de la evangelización.
Para ello era fundamental mantener en el estatus de reina la misma plenitud de poderes de un rey a pesar de su condición femenina, caso insólito en Inglaterra. Buen convencimiento tenía María de la admirable autoridad que adquirió su ilustre abuela, Isabel la Católica. A eso aspira desde el comienzo de su reinado, aunque ya esté experimentando el sentidísimo dicho de su prima, la inteligente y capaz María de Hungría: «Una mujer nunca es temida o respetada como un hombre, cualquiera que sea su categoría»1.
No se hará ilusiones sobre la gran dificultad que le aguarda. Desde un principio «previó grandes inconveniencias y que le sería muy difícil restablecer la religión católica, aunque su conciencia insistía y le urgía a cumplir este deseo como su deber principal»2.
Esa urgencia se debía a su absoluta convicción de que Dios había obrado un milagro sentándola en el trono, porque de la leal­tad de sus vasallos se hacía muy pocas ilusiones; los sabía variables, inconstantes y traidores. De acicate le servía la elocuente afirmación de Reginald Pole, cuando en una carta a la nueva reina se maravillaba de cómo,
(...) Sin la ayuda de ningunas otras fuerzas o resistencia salvo la que el espíritu de Dios hacía surgir en el corazón humano, regía los asuntos de la tierra; y como la Virgen María debería alborozarse de que «su alma magnificara al Señor», la Reina tenía más motivo que nadie para cantar el cántico de alabanza a la Virgen: «Él ha mirado la humillación de su esclava; Él ha mostrado la fuerza de su brazo; Él ha derribado del trono a los poderosos y ha ensalzado a los humildes»3.
Impelida por sus grandes responsabilidades, María se levanta de madrugada, reza sus oraciones y oye misa en su capilla privada, y sin detenerse a probar alimento trabaja en su despacho hasta la una o las dos de la tarde, cuando toma un ligero refrigerio. Siempre está dispuesta a recibir no solo a los miembros de su Consejo, de quienes oye «cada detalle de lo que concierne al interés público», sino a cualquiera que solicite su audiencia, y sigue tratando asuntos y escribiendo y contestando cartas con diligencia inagotable hasta bien entrada la noche e incluso pasada la media noche. Nada interfiere en su trabajo salvo los servicios religiosos que le llevarán algunas horas al día. En esos intervalos de paz y alimento espiritual María descansa y formula su decisión de no caer en la venganza y de usar de la clemencia y misericordia para quienes nunca la tuvieron con ella.
Los primeros visitantes de la corte la juzgan competente y dotada de una gran inteligencia. Con los embajadores se expresa en latín, francés y español; comprende el italiano sin hablarlo y despliega tal rapidez mental y elocuencia de expresión que no deja lugar a dudas sobre su capacidad para gobernar. Se muestra asequible y generosa con sus servidores; siempre les prodigará su atención y su tiempo, pero esta sencillez no la priva de saber estar en su sitio. María, muy majestuosa, la más majestuosa de las reinas inglesas, con su porte real todo lo hacía importante. Sorprende a Soranzo, el embajador veneciano, por su ánimo esforzado y sus constantes referencias a la ayuda divina: «En Ti, oh Señor, está mi confianza; no dejes nunca que me confunda»; «Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?». También advierte que la débil constitución de María le está pasando factura de trabajo tan agotador; la ve asaltada de constantes dolores de cabeza y palpitaciones4.
Y mientras sigue sorprendiendo a sus consejeros por su capacidad para el duro trabajo, su valor y su decisión, Simon Renard no acaba de valorarla, llevado de su mundana prudencia, según confía al cardenal Granvela:
Esta reina, tan fácil, sin experiencia de la vida o de la política, es una novicia en todo. Os digo honradamente mi opinión, que a no ser que Dios la proteja, siempre la engañarán o confundirán los franceses, o sus propios súbditos, y al final la asesinarán por veneno o con otros medios; Lady Isabel es mucho de temer (...)5.
Desde su primera entrevista con Isabel, María había tratado a su hermana con la mayor consideración y cariño, reservándole un lugar prominente en todos los acontecimientos de su recién estrenado reinado. Sin embargo, no estaba segura de ser correspondida de la misma manera, hecho en que abundaba Simon Renard: la veía como un peligro en potencia. Y muy importante al respecto era la opinión de Commendone, secretario del cardenal de Imola, enviado secretamente por el Papa para conocer la situación de Inglaterra: «Su hermana, que la seguía como heredera en el testamento de su padre, una hereje y cismática, está ahora en las bocas y los corazones de todos (...)».
Todos en la corte oyen misa con la Reina; se hacen notar por su ausencia Isabel y Ana de Cleves. María se lo reprocha; Ana, inmediatamente, se incorpora, pero Isabel se mantiene ausente durante seis semanas, hasta que bajo amenazas pide una audiencia a la Reina. Se encuentran en una de las galerías de Richmond Palace; María ve a la hija de Ana Bolena arrodillarse ante ella como exige la etiqueta y llorar. De esta manera comienza a justificarse: sabe que ha perdido el cariño de la Reina, pero no por su culpa; por orden de su padre había sido educada en la fe protestante y no conoce otra. Si le proporcionaran libros y algún maestro que la instruyera podría salvar sus escrúpulos de oír misa. María la escucha con benignidad, le promete el instructor y los libros, le da permiso para volver a sus aposentos y pronto le enviará regalos y la volverá a tratar amablemente. El 9 de septiembre Isabel irá por primera vez a misa, pero la poco devota actitud de ella y de sus damas sumirá a María en una gran preocupación.
Ello no le impide darse la satisfacción de cultivar su gusto musical, para lo que está maravillosamente dotada. Establecerá los músicos de su capilla real con cuidado esmeradísimo; allí prosperarán los mejores compositores ingleses. Una carta existente de Lady Shrewsbury a su marido, que se había desplazado a la frontera escocesa, ofrece un atisbo de María en sus primeros días de soberana y la describe muy gozosa por su gusto de la música sagrada:
Septiembre, 1553: Anoche, Su Majestad la Reina salió de las Vísperas que cantaban en su capilla todos los cantores con acompañamiento de órgano, de la manera más solemne. Su Alteza me llamó y me preguntó: ¿Cuándo saldríais para el norte? Y cuando yo dije a Su Gracia que ya estabais allí, me cogió de las manos y pidió a Dios «enviaros buena salud y que yo pudiese pronto volver a veros». Me di cuenta de que Su Gracia estaba preocupada por la tranquilidad de los condados norteños. Su Alteza ha sido tan buena señora conmigo que me dijo «que cualquier cosa que deseare se lo dijera, puesto que ella haría las veces de mi esposo hasta que vuestra señoría volviera»6.
Sus nuevas obligaciones como reina le urgen a organizar de­finitivamente el Consejo Real, que se encuentra dividido y contrarrestado en tres facciones: en la proveniente de su Casa, católicos que habían sufrido y luchado con ella durante sus amargos años de persecución y heroica resistencia, destacaban Rochester, Waldegrave, Englefield, su capellán Bourne y Henry Jerningham, a los que se podrían añadir el earl de Sussex y Sir John Gage, fiables por completo para María y para la Iglesia Católica, pero carentes de experiencia política.
Otro bloque, ahora leal, aunque constituía para la Reina un doloroso recuerdo de años pasados por haber combatido contra su madre en el divorcio de Enrique VIII, eran los más duchos en el arte de gobernar, como el duque de Norfolk, Thomas Thirlby, obispo de Norwich; Cuthbert Tunstall y Stephen Gardiner.
El tercer grupo, el más dudoso y problemático, lo formaban los consejeros arrepentidos que tres semanas atrás se habían declarado por Juana Grey. A la sombra de Arundel y William Paget se habían ido acogiendo a su clemencia. Todos estos hombres —Pembroke, Derby, Shrewsbury, Bedford, Petre, Mason, Cheyney y William Paulet, marqués de Winchester, quien abiertamente se proclamaba «sauce antes que roble»— se encontraban ansiosos de ocultar o justificar sus traiciones. María bien hubiera querido prescindir de ellos, pero eran los más expertos en los asuntos de Estado y en aquellos momentos resultaban imprescindibles. Dado el deterioro del Gobierno durante los últimos seis años, pocos hombres o ninguno de los que habían intervenido en la función pública se encontraban libres de culpa. Renard, escribiendo a Carlos V en agosto, le dirá que María «encontró los asuntos de tal manera cuando subió al trono que no podía enderezarlo todo, ni castigar a todos los que hubieran delinquido, porque se quedaría sin ningún vasallo»7.
Del Consejo que había presidido Northumberland, María desechará a Cranmer, a Goodwill, obispo de Ely y ex canciller; a Northampton, Huntingdon, Clinton, Sadler, Cheke y William Cecil, es decir, a los que consideraba más abiertamente comprometidos con la reforma protestante.
A Cranmer no se le encarcela por su complicidad en la conspiración anterior, simplemente se le ordena cumplir arresto domiciliario en el palacio de Lambeth. El 9 de agosto oficiará el funeral de Eduardo VI en Westminster junto a John Scory de Chichester —«una parca ceremonia» reformista— mientras Ste­phen Gardiner celebra una solemne misa de réquiem en la capilla real ante la Reina y su corte, con rito católico. Cecil, que por turno ha sido traidor a Somerset y a Northumberland, es perdonado y vive en su mansión de Wimbledon afectando ser un fervoroso católico, yendo a misa y comulgando por Pascua.
Dentro del Consejo de María, el primer objetivo para los antiguos y fieles servidores de la Reina, con Stephen Gardiner como líder, era la restauración de la religión católica. Los magnates, por otra parte, temían que semejante reacción los despojara de los bienes monásticos que habían adquirido en los dos reinados anteriores y procuraban no entrar en el campo de la religión; su líder, Paget, parecía más preocupado con restaurar el prestigio inglés en el continente y mantener el orden interno, inclinándose por la alianza con el Emperador.
Durante las dos primeras semanas de este reinado hay evidencia abundante de que Paget y Arundel llevan el peso del gobierno. Pero María sabe que tiene que decidir entre Paget y Gardiner para...

Índice

  1. ABREVIATURAS
  2. PRÓLOGO
  3. I. Los padres de María Tudor
  4. II. La novia de Europa (1516-1525)
  5. III. María Tudor, princesa de Gales (1525-1533)
  6. IV. En la criba del dolor (1533-1542)
  7. V. La más desdichada señora de toda la Cristiandad (1542-1553)
  8. VI. Hacia la restauración del catolicismo en Inglaterra (1553-1555)
  9. VII. Se inicia el duro calvario de la Reina (julio 1555 - enero 1558)
  10. VIII. En el Gólgota (enero 1558 - noviembre 1558)
  11. EPÍLOGO
  12. BIBLIOGRAFÍA
  13. ÍNDICE DE PERSONAJES
  14. GALERÍA FOTOGRÁFICA