En las afueras de Jericó
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En las afueras de Jericó

  1. 464 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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En las afueras de Jericó

Descripción del libro

El cardenal Julián Herranz convivió veintidós años con san Josemaría Escrivá: desde 1953 hasta el fallecimiento del fundador del Opus Dei en 1975. Con san Juan Pablo II colaboró de cerca durante los casi veintisiete años de su pontificado. Antes ya había trabajado en la Santa Sede al servicio de Juan XXIII, san Pablo VI y san Juan Pablo I, como luego siguió haciendo con Benedicto XVI y con Francisco. Es, pues, un testigo muy cualificado de muchos sucesos de la vida de la Iglesia, así como del desarrollo apostólico del Opus Dei en el mundo. En estas páginas evoca con brillantez y sencillez los años del Concilio y del postconcilio, los encuentros con protagonistas de la historia de la Iglesia y los grandes acontecimientos que constelan el camino del Pueblo de Dios en el tránsito de dos milenios, a la vez que proporciona noticias y rectificaciones de primera mano. Son páginas transidas de fidelidad y amor a la Iglesia, que suscitan idénticos sentimientos en el lector.

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Información

Año
2011
ISBN del libro electrónico
9788432138669

IV.
Pablo VI

Un cónclave breve

El 19 de junio de 1963 comenzó el cónclave, con la participación de 81 cardenales. Estando abierto un Concilio ecuménico, suscitó una particular expectación en toda la Iglesia y en el mundo. Fue un cónclave breve: sólo cinco escrutinios. A primeras horas de la tarde del día 21, la fumata blanca hizo explotar el gozo colectivo. ¡Tenemos Papa! Yo me hallaba trabajando en esos momentos en mi despacho de la Congregación del Concilio —hoy Congregación para el Clero—, donde tenía su sede la Comisión conciliar de la que don Álvaro era secretario. Bajé rápidamente a la plaza para compartir con la multitud la alegría del anuncio oficial.
El cardenal Ottaviani dio a conocer el nombre del nuevo Papa: Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán, «qui sibi nomen imposuit Paulus VI»: que ha escogido el nombre de Pablo VI. La plaza prorrumpió en un fortísimo aplauso. Saludé a varios amigos de la Curia y periodistas que encontré en medio del gentío, y regresé enseguida a Villa Tevere, para compartir la alegría de mons. Escrivá porque el príncipe de los Apóstoles ya tenía sucesor. Y un sucesor al que él había tratado antes personalmente muchas veces.
Al día siguiente, el Padre celebró la Misa por el nuevo Pontífice y, por la noche, nos contó los encuentros con él durante sus primeros años en Roma y la delicadeza con que, desde el primer momento, le trató el entonces Sustituto de la Secretaría de Estado, mons. Montini.
Pablo VI, oriundo de Concesio, cerca de Brescia, tenía 65 años: doce menos que Juan XXIII cuando fue elegido. Era una figura muy conocida en Italia y por el episcopado mundial. Profundamente educado y cortés, de gran finura interior y con un amor apasionado por la Iglesia, el nuevo Papa poseía una excelente formación intelectual, de marchamo francés y cen-troeuropeo: citaba con frecuencia a Grandmaison y Maritain, y tradujo al italiano algunas obras de este último y del alemán Karl Adam1.
Su formación constituye una de las claves para entender el modo de actuar de Pablo VI. Se le ha tildado de lento, dubitativo, hamletiano en sus decisiones. Sin embargo, quizás esa actitud no derivaba de un carácter vacilante, sino más bien de una personalidad profundamente intelectual. Antes de tomar medidas, prefería escuchar, ponderar las diversas razones y circunstancias, esperar a que las posturas más exacerbadas se atemperaran y procurar llegar al fin, sin violencias, admoniciones o condenas, al entendimiento entre las partes o a la solución equitativa del problema. No siempre lo consiguió, pero siempre lo intentó. Así se lo he oído comentar a personas que tuvieron muchas ocasiones de tratarlo y de comprobarlo personalmente: el teólogo Carlo Colombo, el cardenal Giovanni Battista Re, el profesor Lazzati, rector de la Universidad católica del Sacro Cuore, y otros.

¿Y el Concilio?

¿Proseguirá Pablo VI el Concilio? ¿Dejará pasar un tiempo? ¿Le dará otra orientación?
Pablo VI disipó las dudas desde el día siguiente de su elección, cuando anunció que el Concilio sería su «obra principal». En ella —afirmó— «gastaremos todas las energías que el Señor nos dé para que la Iglesia Católica, que brilla en el mundo como bandera levantada ante las naciones, pueda atraer a todos los hombres. Éste será el primer pensamiento de nuestro ministerio, a fin de proclamar al mundo que sólo en el Evangelio de Jesús está la salvación esperada y deseada»2.
El 30 de junio fue coronado con la tiara de tres coronas: fue el último Papa al que se le impuso. En la homilía declaró el afán fundamental de su pontificado: dar a conocer a la Iglesia como «madre y maestra, amorosísima con sus fieles, y respetuosa, comprensiva, paciente, a la vez que cordialmente invitadora hacia los que todavía no son fieles»3.
Y empezó a actuar con resolución4. Una de las medidas más importantes para el desarrollo futuro del Concilio consistió en la modificación del artículo 4 del reglamento. Al contar este episodio, suele decirse que fue de exclusiva iniciativa del Papa. Sin embargo, según Felici, el cambio se realizó a sugerencia del Secretario general.
En su primera redacción, ese artículo asignaba al Consejo de presidencia «la dirección de las discusiones y de toda la disciplina del Concilio». Esto parecía indicar una especie de dirección intelectual del Concilio, algo que había de evitarse, para no dar la impresión de que se condicionaba la entera libertad de que gozaban los padres al manifestar sus opiniones.
El nuevo artículo, en cambio, limitaba la función del Consejo a «cuidar la observancia y la interpretación del reglamento», y confiaba a los moderadores sólo «la coordinación de las discusiones en las congregaciones generales».
La alta dirección del debate conciliar fue asumida por el propio Pablo VI, quien supo ejercerla con prudencia y fortaleza. El texto anterior del reglamento corría el peligro de reducir la función del Santo Padre a la de ser un primus inter pares o un presidente honorario del Vaticano II. Una frase de Pablo VI se ha hecho justamente famosa: «El Papa no es un simple notario del Concilio. Tiene su responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia».

Cuatro fines

Pablo VI inauguró la segunda sesión del Concilio5 el 29 de septiembre de 1963. Su discurso de apertura fue magnífico, por su profunda dimensión espiritual, esencialmente cristológica, y por la claridad con que concretó los fines del Vaticano II:
—Hermanos —se preguntó—, ¿de dónde arranca nuestro viaje? ¿Qué ruta pretende recorrer?
Y dio esta respuesta: «Es conveniente, a Nuestro juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística celebración, que confiesa que Él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, el Redentor del mundo, esto es, la esperanza de la humanidad y su único Maestro supremo. Él, el Pastor. Él, el Pan de vida. Él, nuestro Pontífice y nuestra Víctima. Él, el único mediador entre Dios y los hombres. Él, el Salvador de la tierra. Él, el futuro Rey del siglo eterno. El que declara que somos sus llamados, sus discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus representantes y, junto con los demás fieles, sus miembros vivos, entrelazados en el inmenso y único Cuerpo místico que Él, mediante la fe y los sacramentos, va formándose en el sucederse de las generaciones humanas: su Iglesia, espiritual y visible, fraterna y jerárquica, temporal hoy y mañana eterna».
Y continuó, dirigiéndose a los padres conciliares: «Si nosotros, venerables hermanos, colocamos ante nuestro espíritu esta soberana concepción de que Cristo es nuestro Fundador, nuestra Cabeza, invisible pero real; y que nosotros lo recibimos todo de Él hasta formar con Él el Cristo total del que habla San Agustín y del que está penetrada toda la teología de la Iglesia, podremos comprender mejor los fines principales de este Concilio, que por razones de brevedad y de mejor inteligencia resumiremos en cuatro puntos: el conocimiento o, si se prefiere decir así, la conciencia de la Iglesia; su reforma; la recomposición de la unidad de todos los cristianos; y el diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo».
* * *
Pablo VI había pasado los veranos de su infancia y juventud en Borno y Ponte di Legno, dos bellas localidades de Val Camonica, en los Alpes centrales, y estimaba el alpinismo, pese a haberlo practicado poco. En una alocución a los socios del Club Alpino Italiano, les dijo: «El lenguaje bíblico, especialmente en los salmos, llama a Dios con el nombre de roca, de piedra: Él es Aquel que no abandona, Aquel en quien uno se puede apoyar y agarrar, porque sólo en Él está la salvación y la gloria. El ejercicio del alpinismo lleva irresistiblemente a Dios».
Siguiendo ese lenguaje montañero, podría decirse que Pablo VI se topó con numerosos barrancos y tuvo que construir muchos puentes a lo largo del Concilio (pontífice significa justamente eso: constructor de puentes). Cito algunos pasos difíciles que tuvo que afrontar:
¿Cómo llevar a cabo una renovada reflexión teológica sobre la Iglesia, fiel a las enseñanzas de Jesucristo?
¿Cómo armonizar el primado de Pedro y la colegialidad episcopal?
¿Cómo dirigir acertadamente la reforma litúrgica?
¿Cómo debía entenderse la figura y el apostolado de los laicos? ¿Qué pasos había que dar para obtener la ansiada unión de los cristianos?
¿Cómo encauzar con seguridad doctrinal el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno?
En el citado discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, Pablo VI afirmó con rotunda claridad que todos los puentes que había que construir deberían tener como único fundamento a «Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestro camino y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestra meta».

Actitud del Padre

A finales de 1963, concluida la segunda sesión del Concilio, se promulgaron los primeros documentos conciliares: la constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la Liturgia, y el decreto sobre los Medios de comunicación social6.
Mientras el Concilio aprobaba este último decreto, los propios medios de comunicación seguían ocupándose del Concilio.
Hubo excelentes profesionales que lograron dar una visión objetiva y ponderada de los hechos. No obstante, como ya se dijo, algunas tribunas periodísticas a veces sólo se hacían eco de las posturas poco conformes con la fe, servían de altavoz a determinados sectores tradicionalistas o contestatarios —así se decía entonces, con dicotomía tan simple como engañosa—, y valoraban el Concilio únicamente con categorías humanas. Cierto es que se desarrollaba como cualquier otra asamblea, pues se aplicaba un reglamento y se aceptaban o rechazaban los textos según la ley de la mayoría, pero no era una asamblea como las demás.
El fundador del Opus Dei comentaba que no debíamos sorprendernos de las peregrinas afirmaciones de algún eclesiástico, a veces en aparente o en explícito contraste con la doctrina católica: lo mismo había sucedido en concilios anteriores, hasta que el Espíritu Santo iluminó las mentes, y se definieron y elaboraron los decretos y constituciones conciliares en armonía con la verdaderas enseñanzas del Evangelio.
Cuando el contraste con la doctrina católica de siempre era particularmente estridente en alguna intervención concili...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. INTRODUCCIÓN
  3. I. Las estratagemas de Dios
  4. II. Una nueva pentecostés
  5. III. Vaticano II: Primeros pasos
  6. IV. Pablo VI
  7. V. El mosto de la granada
  8. VI. Veranos en Bélgica
  9. VII. Una iniciativa espontánea
  10. VIII. La crisis postconciliar
  11. IX. Arenas movedizas
  12. X. Caminos de esperanza
  13. XI. Las misericordias del Señor
  14. XII. Junio de 1975
  15. XIII. Cóncavo y convexo
  16. XIV. La lógica de Dios
  17. XV. Juan Pablo II
  18. XVI. 28 de noviembre de 1982
  19. XVII. Con el espíritu de Escrivá
  20. XVIII. Un día de mayo
  21. XIX. Encuentros de trabajo
  22. XX. El aroma de Cristo
  23. XXI. El Gran Jubileo
  24. XXII. Mar adentro
  25. XXIII. La cima más alta
  26. XXIV. En la línea del horizonte
  27. XXV. La herencia de Juan Pablo II
  28. EPÍLOGO
  29. ÍNDICE ONOMÁSTICO