San Juan XXIII
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San Juan XXIII

  1. 128 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Juan XXIII no fue un Papa de transición. La sola convocatoria del Concilio Vaticano II lo coloca en un lugar excepcional en la historia de la Iglesia contemporánea. Pero además, su forma de ser y de gobernar, su sencillez y su humildad fueron cambiando la imagen del pontificado. Pasó a la otra vida con el apodo de El Papa Bueno. Un adjetivo sencillo pero expresivo, como muestra este breve perfil biográfico.

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Información

ISBN del libro electrónico
9788432143755

VI. OTRA VEZ EN ROMA

«¿Vicario de Cristo? Ah, no soy digno de tal nombre, pobre hijo de Bautista y Mariana Roncalli, dos buenos cristianos, ciertamente, pero muy modestos y humildes. Vicario de Cristo: por tanto mi misión es esa. Sacerdote y víctima: el sacerdocio me exalta, pero el sacrificio que el sacerdocio supone me hace temblar. Jesús bendito, Dios y hombre. Ratifico mi consagración a Ti, en la vida, en la muerte, en la eternidad»[36]. Así se expresaba Juan XXIII, consciente de su poquedad para ejercer el más alto servicio en la Iglesia.
Muerto Pío XII en octubre de 1958, como acabamos de decir, el Patriarca de Venecia viaja a Roma para participar del cónclave. Después del largo e intenso pontificado de Pío XII, los electores buscan un cardenal de una cierta edad: en la mente de los cardenales se trataba de instaurar un pontificado de transición. El 28 de octubre de 1958 el hijo de los humildes campesinos Mariana y Bautista Roncalli se transforma en Juan XXIII. Tenía entonces 77 años[37].
Si bien desde una perspectiva de fe el protagonista del cónclave es el Espíritu Santo, vale la pena transcribir la explicación que da su secretario de la situación del colegio cardenalicio en 1958: «Puedo intentar hacer una lectura del estado de ánimo de los electores, que quizá consideraban que debían elegir a un anciano, un Papa “de transición”, que prepara el terreno al Papa de los desafíos o los retos que la época contemporánea ponía a la Iglesia. Probablemente, los más no consideraban llegado el momento de mirar hacia un no italiano. Es seguro que muchas simpatías convergían en Agagianian, considerado más romano que oriental: connotación esta que no gustaba a las comunidades orientales presentes en Roma. Dejada de lado la candidatura de Agagianian, el horizonte se estrechaba, tanto más cuanto los no italianos excluían la elección de un curial. El arzobispo de Florencia, Dalla Costa, tenía 87 años; el de Turín, Fossati, 82; el arzobispo de Bolonia, Lercaro, despertaba perplejidad con motivo de sus experimentaciones pastorales, indudablemente proféticas, pero para algunos no exentas de reservas. El cardenal vicario de Roma era Clemente Micara, de 81 años, proveniente de la diplomacia. El arzobispo de Nápoles, Alfonso Castaldo, no era cardenal. Quedaban los arzobispos de Génova y Palermo: Siri, de 52 años, y Ruffini, de 70; universalmente estimados, eran temidos por su carácter autoritario. Prevaleció la imagen de un candidato humilde y dialogante. Tomaba auge la figura mítica de Pío X: bueno, santo, pastor, no teólogo de profesión ni consumado jurista. Los cardenales querían más, querían entretenerse más frecuentemente con el Papa. La elección, consecuentemente, tenía que llevarse a cabo entre un restringido abanico de nombres. A la muerte de Pío XII, el colegio cardenalicio tenía diecisiete capelos vacíos. Dos cardenales no vinieron a Roma; Josef Mindszenty y Alojsije Stepinac. De los 51 votantes, 18 eran de más edad que Roncalli y siete eran de la misma edad o casi. Se explica, por tanto, la orientación hacia el hombre de la tradición, el conservador que miraba hacia delante, capaz de señalar nuevos caminos, por su orientación hacia el diálogo con el mundo moderno secularizado, al que “ofrecer como pan de casa —dirá Pablo VI— la esperanza que no engaña”»[38].
Capovilla intuye que Roncalli esperaba en cierto sentido su elección, ya que muchos cardenales le habían hecho insinuaciones antes del cónclave. Para su secretario, un indicio lo da el que «apenas elegido, a la pregunta sobre la aceptación por el cardenal decano —la misma a la que Pío X respondió “accepto in crucem”—, Juan XXIII casi compuso una homilía. Le habían, por tanto, sugerido que se preparase. Lo mismo para la elección del nombre. En la mañana del 28, después de la Misa, me había pedido que le consiguiera el anuario pontificio, probablemente para despejar la cuestión numeral: ¿los Juanes habían sido 22 o 23?»[39]. La duda era legítima, porque en el siglo XIV hubo un Juan XXIII, que fue considerado no legítimo.
ESTILO DE UN PONTIFICADO
La vida de Angelo Roncalli cambió después de su elección pontificia. Pero no su personalidad y su vida de piedad. Mons. Capovilla describe así un día normal del Papa: «su jornada era la de un “buen” sacerdote. Se levantaba temprano, incluso al alba. Oración prolongada. La alegría de la Misa. El servicio a los demás, fueran grandes o pequeños. A veces un paseo por el encantador Jardín Vaticano. Por la tarde, la tercera parte del rosario en la capilla; las otras dos: una después de la Misa, y la otra después de la cena, caminando por el salón de casa. Desayuno a las 8. Almuerzo, a las 13.30 o 14. La cena, a las 20 o 20.30. Las noticias de la televisión, pero no siempre. Algunas veces, una hora de descanso. A lo largo del día, audiencias interminables. Estudio de los temas propuestos a su juicio. En las fiestas o en distintas ocasiones: celebración en San Pedro, en la Capilla Sixtina o en otros sitios. Todos los miércoles y sábados, audiencia general»[40].
Su afabilidad y cordialidad, sus modos siempre familiares y paternos, rápidamente conquistaron el corazón de la gente. Las visitas realizadas a la cárcel de Regina Coeli y al Hospital del Bambin Gesù, en Roma, son memorables. En preparación del Concilio realizó una peregrinación que le llevó al santuario mariano de Loreto y a Asís. Era la primera vez desde tiempos de Pío IX que un Papa atravesaba los límites del Lazio. Fue un viaje apoteósico, en donde multitudes se volcaron a las calles y a las estaciones por donde pasaba el tren papal.
En una conferencia pronunciada en 1962, Pericle Felici narra que «el nuevo Papa no esperó a que los fieles fuesen a él, como parecía exigir el protocolo, sino que fue él mismo a los fieles de toda edad, de toda condición, de todas las tendencias; y fue con gran humildad, con el corazón abierto, solícito del bien de todos, como si todos fuesen personas de su familia (...). Hubo al principio quienes se maravillaron de las salidas del Papa del Vaticano y pensaron que eran una excepción que, por lo demás, no habían faltado nunca, ni siquiera durante el pontificado de Pío XII. Después, se convencieron de que el motivo de las salidas era más profundo y exigía que se repitiesen lo más posible. A quien más se le ve, más se le oye, más se le conoce. Y es bueno conocerle, no solo con las formalidades que necesariamente exige una audiencia pública, sino también allí donde con toda sencillez se reza, se sufre, se trabaja y se vive.
El Papa Juan tiene el don de la conversación; su charla, sembrada de recuerdos, salpicada de sano y santo humor, inspirada en la comprensión y en la bondad, sobre todo en la bondad, mueve irresistiblemente a la confianza y a la confidencia; invita a la apertura del corazón, estableciendo así el contacto de espíritus tan necesario para comprenderse, para amarse.
La impresión de todos es que uno no se acostumbra a las salidas y a las visitas del Papa. Hay algo en cada una que las hace siempre nuevas y siempre agradables (...). Si el día de su elevación al pontificado pocos conocían en Roma al cardenal Roncalli, hoy, después de tres años de Pontificado, todos lo conocen, lo aprecian, lo quieren como al pastor bueno, solícito del bien de la grey»[41].
Acostumbrados a los viajes intercontinentales de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y a los modos sencillos y populares de Francisco, no nos llama la atención la actitud de Juan XXIII. Pero en su época causó auténtica sensación y se veían sus gestos como algo revolucionario.
La sencillez también se manifestaba en su manera de predicar. Comenta Felici que «en la predicación de Juan XXIII, tanto en los discursos más solemnes, que él lee, como en las conversaciones particulares con que enriquece sus audiencias, no se advierte ni sombra de erudición; o mejor, solo aquella imprescindible de la Sagrada Escritura, de los padres y doctores de la Iglesia: Escritura y Tradición, fuentes de la Revelación, en las que toda buena predicación debe estar inspirada.
Frecuentemente me han impresionado las ingeniosas y siempre oportunas aplicaciones de los pasajes de la Sagrada Escritura con que el Papa da vida y vigor a sus discursos, siempre sencillos, claros, persuasivos, pronunciados con un tono de voz dulce, paternal, amigable.
El año pasado me encontraba en Santa Sabina para la estación cuaresmal, el miércoles de ceniza. El Papa hablaba desde el púlpito. La multitud se apretaba en el grandioso templo románico: estaba atentísima. Al final del discurso, que el Papa pronunció más con el corazón que con los labios, oí a una mujer del pueblo que decía a su hijita: “Qué bien predica el Papa; se comprende todo”.
Para un obispo o un sacerdote que predica creo que es imposible imaginar un elogio más bello»[42].
El mismo Papa era consciente de su carácter afable y bondadoso, por el que daba gracias a Dios. En la audiencia del 28 de octubre de 1959 decía: «Ha pasado un año desde que, por el voto de los venerables miembros del Sagrado Colegio Cardenalicio, se determinó la voluntad del Señor en favor de Nuestra humilde persona. Un año ¡y parece un día! La primera señal de la gracia celeste, que toca nuestra alma, es esta permanencia de la sencillez, la juventud espiritual y el abandono, que uniéndonos más íntimamente a Jesús, de quien todos Nos llaman su Vicario en la tierra, tiene pensamientos, corazón, palabras, brazos abiertos a todos los que en Cristo son hermanos e hijos»[43].
Circulan numerosas anécdotas sobre su sencillez desarmante. De algunas habría que verificar su veracidad. Otras son de testigos de visu, que merecen confianza. Narraremos dos, extraídas de los recuerdos de Mons. Nassali Rocca, que fue su maestro de cámara. Cuenta el futuro cardenal que el Papa le hizo una confidencia después de la ceremonia de coronación: «En aquel momento —le cuenta Juan XXIII refiriéndose a esa ocasión en que los grandes de la tierra le rendían honores— me parecía que mi mamá se asomaba detrás de una columna y me decía: “Angiolino, Angiolino, ¿pero no te da vergüenza estar en aquel lugar?”»[44]. Añade Nasalli Rocca que «cuando le comunicaba al Santo Padre algunas cosas referentes a las audiencias, solía hacerlo de rodillas. El Santo Padre me preguntó: “Pero, ¿qué hace? Le advierto que yo no soy la Virgen de Lourdes, ni usted Bernadette Soubirous”»[45].
En los ejercicios espirituales que realizó entre noviembre y diciembre de 1959 hace un balance de su primer año de pontificado. Es emocionante comprobar su total abandono en las manos de Dios, con un espíritu de sencillez acorde con su lema de Obediencia y paz. Sigamos sus reflexiones:
«Desde que el Señor me quiso, miserable como soy, para este gran servicio, no me siento ya perteneciente a nada particular en la vida: familia, patria terrena, nación, orientaciones particulares en materia de estudios, de proyectos, incluso buenos. Ahora más que nunca me reconozco indigno, y humilde Siervo de los siervos de Dios. Todo el mundo es mi familia. Este sentimiento de pertenencia universal debe dar tono y viveza a mi mente, a mi corazón, a mis acciones». La toma de conciencia de su nueva situación lo lleva a intensificar su vida de oración. A su vez, confiesa: «Sobre todo estoy agradecido al Señor por el temperamento que me ha concedido y que me preserva de inquietudes y aturdimi...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Introducción
  4. Capítulo I. De Sotto il Monte a Roma (1881-1924)
  5. Capítulo II. El período búlgaro (1925-1934)
  6. Capítulo III. En Turquía y Grecia (1935-1944)
  7. Capítulo IV. Nuncio en París (1945-1953)
  8. Capítulo V. Patriarca en Venecia (1953-1958)
  9. Capítulo VI. Otra vez en Roma
  10. Epílogo
  11. Apéndice documental
  12. Créditos