La larga historia de los saqueos en la Argentina
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La larga historia de los saqueos en la Argentina

De la Independencia a nuestros días

Gabriel Di Meglio, Sergio Serulnikov

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La larga historia de los saqueos en la Argentina

De la Independencia a nuestros días

Gabriel Di Meglio, Sergio Serulnikov

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En las últimas décadas, los saqueos se han convertido en episodios recurrentes de la sociedad argentina, que reaparecen cada fin de año en forma de amenaza, expectativa o posibilidad latente. Pocos hechos son más emblemáticos de las crisis terminales del país que los sucesos de 1989 y 2001, a tal punto que la imagen cristalizada de los saqueos, mezcla de desesperación y violencia, quedó asociada casi exclusivamente a estos dos momentos. Sin embargo, como sostienen los autores de este libro, esa práctica reconoce una historia mucho más larga que merece ser contada, porque, en su excepcionalidad, en su capacidad para irrumpir en el espacio público y subvertir el orden, saca a la luz las tensiones irresueltas que atraviesan los períodos de normalidad.Así, los saqueos tuvieron un rol protagónico durante las guerras de la Independencia y los conflictos armados del siglo XIX –como el masivo pillaje a las tiendas de Buenos Aires que siguió a la batalla de Caseros, protagonizado no por el ejército vencedor, sino por las propias tropas porteñas derrotadas–. Resurgieron en la forma de violencia política vindicativa e iconoclasta con el ascenso y la caída de los dos grandes movimientos populares de comienzos y mediados del siglo XX, el yrigoyenismo y el peronismo –las pertenencias del líder radical, desparramadas en la vereda de su casa desvalijada y saqueada, fue la foto de los vencedores–. Y volvieron a aflorar, esta vez como revueltas de subsistencia y asaltos masivos a comercios, a raíz del empobrecimiento de vastos sectores de la población desde finales de la década de 1980.Lejos de ser estallidos irracionales o espasmódicos, este libro revela que los saqueos representan el dramático emergente de profundos desacuerdos en torno a la soberanía territorial, la legitimidad del sistema político y la distribución de los recursos económicos.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876297752
1. Saqueos en tiempos de revolución
Apuntes sobre la experiencia rioplatense
Raúl O. Fradkin
Más de una vez los saqueos concitaron la atención de los historiadores, tanto de aquellos que desde la historia social indagaron los motines populares como de quienes desde la historia política hicieron breve referencia a ellos para describir un cuadro crítico de situación. También han sido examinados desde la historia cultural para tratar de descifrar las lógicas y las prácticas culturales en que se inscribían, y desde la historia de la guerra, para dar cuenta de sus costos sociales y económicos, así como de las culturas de guerra y sus transformaciones. Por supuesto, también merecieron la atención de la sociología de la acción colectiva, y sus contribuciones advierten que no convendría circunscribirlos a formas “primitivas” de protesta social. Se dispone, así, de un conjunto muy amplio de enfoques interpretativos y de perspectivas analíticas para afrontar estudios históricos sistemáticos de los saqueos, aunque parece quedar claro que hacen falta abordajes monográficos si se pretende conseguir algo más que imágenes estereotipadas o explicaciones mecánicas. En este sentido, la coyuntura histórica en que se desenvolvieron la crisis y la desintegración de la monarquía hispánica resulta especialmente atractiva, al menos, por dos motivos. Por un lado, porque los saqueos fueron parte inseparable tanto de las formas de hacer la guerra como de los antagonismos sociales que se generalizaron a ambos lados del océano Atlántico.[1] Por el otro, porque esa crisis tuvo una amplitud y profundidad inédita y supuso el replanteo y la puesta en cuestión de las formas de autoridad aceptadas hasta entonces, aun en los lugares más recónditos del imperio.[2] Sin embargo, es esa misma generalidad la que invita a la cautela si se acepta que la acción colectiva es una acción situada y que se despliega a partir de relaciones y dispositivos de poder y de oportunidades políticas específicas. Por ello esta exploración –que tiene mucho de provisoria y tentativa– se circunscribirá al litoral rioplatense durante la era revolucionaria. Y, en este sentido, parece imprescindible partir de una constatación: el notable contraste entre la ausencia casi completa de estudios sobre las prácticas de saqueo en este espacio y una evidencia documental que ofrece múltiples indicios al respecto.
Cabe también una segunda precisión: en este trabajo no se abordarán todas las formas de saqueo, sino que la atención estará centrada en una forma específica: los producidos en los pueblos rurales. No se trata de una elección caprichosa en la medida que esas situaciones fueron percibidas como particularmente amenazantes para el mantenimiento del orden social, y su consideración resulta apta para dar cuenta al mismo tiempo del impacto de la crisis política, la guerra y las tensiones sociales y étnicas; por ello no se atenderá más que de manera alusiva a las múltiples evidencias de saqueos asociados al cuatrerismo y al salteamiento de caminos.
Hasta donde se sabe, en esta región durante el período colonial, el saqueo de los pueblos rurales fue ocasional, pero se generalizó en la época revolucionaria. Cabría agregar que en tiempos coloniales, a diferencia de otros territorios hispanoamericanos, no parece haberse desarrollado una tradición de “motines de hambre” o, incluso, de motines contra la recaudación de tributos, diezmos o impuestos; sin embargo, el asalto y la destrucción de pueblos rurales fueron reiterados durante las confrontaciones con las fuerzas lusitanas en el espacio misionero, y en ocasiones también los sufrieron algunos pueblos fronterizos por parte de las parcialidades indígenas no sometidas. Sin embargo, las investigaciones más recientes han demostrado que el saqueo y la depredación estuvieron lejos de ser un atributo característico de los malones o “malocas”, menos aún su único o principal objetivo, y que fueron más frecuentes los ataques a tropas de carretas y de ganado que a los pueblos.[3] En cambio, en la región había una extendida tradición de bandolerismo rural que al parecer sólo a fines del siglo XVIII comenzó a incluir en su repertorio el asalto de algunos poblados rurales. Lo cierto es que la situación cambió de forma radical durante la época revolucionaria, cuando el saqueo de los pueblos –o la amenaza de concretarlo– pasó a convertirse en una práctica generalizada entre los más variados actores y no sólo en las partidas de bandidos.
Para comprenderlo es imprescindible tener en cuenta las formas de hacer la guerra que imperaron en el litoral. Como es bien sabido, la guerra fue aquí un producto de la revolución y el factor decisivo de su radicalización y de la emergencia de orientaciones rivales sobre lo que esa revolución debía ser. Ya desde fines de 1810 la guerra pasó a ocupar el centro del escenario, y la confrontación entre las fuerzas revolucionarias y las fidelistas que controlaban Montevideo signó la situación regional hasta la rendición de la ciudad en 1814. Sin embargo, al mismo tiempo, la guerra se entrelazó con otros antagonismos, sobre todo con los desatados por las intervenciones de las fuerzas portuguesas y con la pugna política entre la disidencia federal y el gobierno revolucionario. En tales condiciones, la derrota del fidelismo, lejos de traer la paz, supuso una notable intensificación de las confrontaciones armadas.
En esta guerra se afrontaron enormes dificultades para aprovisionar con regularidad a las fuerzas movilizadas, que en determinados momentos adquirieron una magnitud tal que era difícil de solventar para las economías locales. Por esta razón, la lucha por la apropiación y la distribución del botín adquirió una enorme centralidad en la cultura bélica,[4] y desde un comienzo el enfrentamiento adoptó la forma de una guerra de recursos que suponía la destrucción y el consumo inmediato de la riqueza existente, además de métodos de represalia, la identificación de enemigos, la obtención de adhesiones, la neutralización de oposiciones y el encuadre político de las tensiones sociales y étnicas.[5] Porque otra dimensión de este proceso que conviene tener presente es la de los pueblos rurales, esas heterogéneas aglomeraciones que con limitaciones extremas pretendían servir como sedes del poder institucional y del gobierno de las campañas y que se convirtieron en el epicentro de intensas luchas políticas.[6] Hay que situar el saqueo de los pueblos, en este contexto para identificar sus múltiples significados posibles. Por cierto, una exploración de este tipo encuentra notables limitaciones dada la naturaleza fragmentaria y sesgada de las evidencias documentales. Por lo pronto, porque la mayor parte de las referencias proviene de autoridades locales o de miembros de los grupos sociales preeminentes de los pueblos, que solían denunciar los saqueos como un recurso para reclamar el auxilio de las autoridades superiores o para estigmatizar a los adversarios; de este modo, bajo la apariencia de informes circunstanciados, desplegaron una serie de narrativas que expresaban sobre todo su visión acerca de las motivaciones de los actores sociales movilizados e insurreccionados. Este tipo de reportes son mucho más abundantes que los informes detallados de episodios de saqueo; aun así, su reiteración y la multiplicación de estas referencias constituyen pistas precisas acerca de los temores que anidaban en estos sectores sociales frente al convulsionado mundo rural y, en especial, la instalación del saqueo de los pueblos como una posibilidad cierta.
Una lectura atenta a la geografía y a la cronología de estas referencias ofrece algunos indicios. Las primeras se refieren a la campaña oriental y aparecen desde el comienzo de su insurrección, al despuntar 1811. Por cierto, estaban presentes en los informes de las autoridades fidelistas de Montevideo ante las Cortes gaditanas. Por ejemplo, se presentaba a Ramón Fernández, comandante de Santo Domingo de Soriano, como “director y Caudillo de aquella Canalla”, descripta como unos “trescientos hombres vagos y mal contentos” que habrían sitiado la villa de Mercedes y sometido “al robo, saqueo, arresto y seguridad de todos los Europeos avecindados en ella”. Esta presentación dejaba en claro que los propietarios que habrían padecido ese saqueo eran blancos bien precisos, y para que no quedaran dudas, se apuntaba que “todo individuo de d[ic]ha Campaña sin distinción de personas por el mero hecho de ser Europeo (pues debemos asentar por principio q.e la guerra es solam.te declarada a los de esta clase) es tratado como delincuente”.[7] Parece claro, entonces, que no debería verse en esa “canalla” tan sólo un agregado de “facinerosos” y que sus acciones tenían objetivos precisos y demarcaban alineamientos, identidades y antagonismos, y cualquier análisis al respecto debería atender a las dinámicas sociales que transformaron el saqueo de estancias y el sitio y saqueo de los pueblos en una forma específica de disputa por el poder regional y el gobierno local.
A su vez, la amenaza sobre los pueblos se tornaba mucho más acuciante cuando existía la posibilidad de que contara con activa colaboración indígena. Un ejemplo ilustra bien su eficacia: en las investigaciones desarrolladas en Fray Bentos a principios de 1811 se informaba que el alcalde de Paysandú había sido conminado a reconocer la Junta revolucionaria como única alternativa para evitar “la efusión de sangre y de q.e entrasen Cincuenta Indios q.e dexaba en la Estancia de su cargo distante ocho leguas para pasar a cuchillo a todo Maturrango”.[8] Se evidencia entonces que el tópico –que se volverá omnipresente en los años siguientes y se convertirá en un estereotipo historiográfico– estuvo presente como táctica desde el inicio de la confrontación.
Sería ingenuo leer estas primeras referencias sólo como recursos retóricos o exclusivamente como amenazas. Por el contrario, si se presta atención a la correspondencia de Manuel Belgrano a la Junta revolucionaria se advertirá de inmediato cuáles eran sus preocupaciones: le exigía que no hubiera dilaciones en las remesas de dinero para pagar a sus tropas porque “no pagándoles cometerán excesos, como lo han hecho”; bien lo demostraban, reconocía, “Los hechos de n[uest]ras gentes en Soriano, los q.e han executado en otros puntos de aquella Banda, aquí y en la campaña, a título de patriotismo son bien escandalosos”.[9] Ya para entonces es posible advertir algunas de las implicancias que tenía para la élite revolucionaria haber logrado la movilización del paisanaje, un recurso indispensable para obtener el control de los territorios, pero también un factor evidente de erosión del orden social.
También resulta claro que el temor a los saqueos excedió con rapidez el círculo de los “maturrangos” de los pueblos rurales, el despectivo apelativo con que los paisanos solían referirse a los españoles europeos que ocupaban un lugar central en el circunscripto núcleo de notables pueblerinos. A comienzos de 1812 eran estos conspicuos miembros de la élite criolla regional quienes ofrecían una imagen de las fuerzas de la insurrección oriental –idéntica en lo sustancial a la que se había forjado en el estamento peninsular– al denunciar el “entusiasmo frenético de libertad o más bien un espíritu de pillaje” que habría ganado al paisanaje, y anunciaban que para los paisanos movilizados había “llegado el tiempo de vivir de lo ajeno”.[10] Para entonces, descripciones análogas llegaban desde la campaña correntina, donde la desobediencia a las autoridades locales habría sido de tal intensidad que se consideraba “hecho lícito el robo y el saqueo así a los Europeos como a los Patricios” y la amenaza de saqueo era esgrimida abiertamente.[11] Dos años más tarde la situación de esa campaña sublevada fue atribuida a la conspiración “de cuanto malévolo hay en este partido y Curuzú-Cuatiá” y a su capacidad para sugestionar “a la maldita Canalla de la Plebe”, de la cual se decía que sólo esperaba que “hubiese algún alboroto en San Roque u en algún otro Pueblo p.[ar]a ejecutar robos y asesinatos a los q.e por su naturaleza eran propensos por el ningún temor y conosim.to a Dios, ni comprehensión de sus divinos preceptos”. El diagnóstico, por tanto, era preciso: los malévolos y haraganes “aclamaban contra la vida de Aguirre [la autoridad local cuestionada], pero con el ojo puesto en el saqueo de aquel miserable Pueblo”.[12]
La dinámica de los antagonismos sociales desencadenados profundizó y cristalizó las prevenciones elitistas. Claramente estaban ante todo dirigidas hacia la propia tropa, en la cual no faltó quien viera una suerte de encarnación rioplatense del activismo de los sans-culottes parisinos.[13] Esto los hacía advertir un peligro de mayor alcance, pues lo que estaba en juego no era tan sólo la disciplina de la tropa, aunque de ella provenían amenazas ciertas sobre bienes y propiedades, sino todo el orden social y político y las formas de autoridad. Bien lo registraba Nicolás de Herrera a mediados de 1815 en un denso alegato para propiciar la intervención de la corte lusitana:
La soldadesca demanda su salario, amenaza de tomarlo y de seguir al primero que ofrezca los despojos de los que poseen algo. El dogma de la igualdad agita a la multitud contra todo gobierno, y ha establecido una guerra entre el Pobre y el Rico, el amo, y el Señor, el que manda y el que obedece.[14]
Aunque la exageración retórica sea evidente en este tipo de textos, no convendría desecharlos porque ayudan a situar con mayor precisión las posibles implicancias de las prácticas de saqueo y advierten sobre la inconveniencia de escindir en el análisis las prácticas de la “soldadesca” y de la “multitud”, ambas ganadas por el “dogma de la igualdad”.
De este modo, el temor a la plebe competía en intensidad con el que suscitaban las intervenciones indígenas en las luchas políticas. Y así como la movilización plebeya solía atribuirse a sus apetitos o a la manipulación de los “malévolos”, la de las tribus era descifrada de manera no demasiado diferente. Por eso se tornaron cada vez más frecuentes las alusiones a la manipulación de Artigas con el argumento de que habría autorizado los saqueos para obtener su cooperación.[15] Pero en estas narrativas se esbozaba algo más que las autoridades locales no podían soslayar: lo que estaba en cuestión no era sólo la propiedad de los bienes, sino el conjunto del orden social y político “por el mal uso que se hace del santo nombre de la Libertad”, como se decía a propósito de los saqueos producidos en Salto y Mandisoví a mediados de 1813.[16] No eran lecturas equivocadas de lo que sucedía, dado que las amenazas de saqueo a los pueblos del litoral erosionaban a las autoridades locales y en no pocas ocasiones terminaban desintegrando sus formaciones milicianas o directamente definían su realineamiento político. Así, a fines de 1814 la villa de Gualeguay podía ser saqueada por las fuerzas rebeldes reunidas en la selva de Montiel, y su comandante se veía obligado a informar que “si se citan las milicias se ausentarán” y, más aún, “los pocos que han quedado se reunirán con los del Monte” como ya habían hecho unos setenta.[17] Días después, la amenaza se hizo realidad, y sin embargo, no parece haber adoptado la forma de un saqueo indiscriminado: por el contrario, el comandante tuvo que abandonar el pueblo y los ocupantes no saquearon todas las casas, sino que se ensañaron con la del capitán Lima. ¿Quiénes eran? Los informantes sólo identificaron a Bautista Zapata, uno de los primeros jefes de la insurrección en el territorio entrerriano, pero reconocieron algo mucho más preocupante: “se dice q.e son vecinos de este partido”.[18] Los saqueadores, entonces, no eran bandas de salteadores desconocidos ni parcialidades de “infieles”: provenían de la propia campaña, que debía gobernarse desde el pueblo, cuyo objetivo preferente fue, como en muchos otros episodios, las casas y las tiendas de las autoridades cuestionadas o de los vecinos principales entre los cuales se reclutaban. El caso ilustra además otro efecto recurrente: las amenazas de saqueo eran el medio por excelencia para forzar un cambio en el alineamiento político del pueblo.
Es muy probable que los ataques a los modestos hogares campesinos estén subrepresentados en estas fuentes, pero lo que no puede soslayarse es que tampoco lograban evitarlos los propietarios poderosos e influyentes, como Francisco Candioti, quien no sólo mantenía una excelente relación con Artigas, sino que en abril de 1815 sería consagrado como gobernador de la provincia autónoma de Santa Fe: “y si a este q.e saben es amigo del tal Artigas le sucede esto ¿q.e harían con los q.e como yo ni le Conocemos?”, se preguntaba Francisco Alzogaray en carta a Juan José Anchorena a fines de 1814.[19] Sin embargo, el propio Candioti no disponía de la misma información y atribuía el saqueo de sus estancias a partidas de indios chaqueños al frente de los cuales habría estado “Juan Antonio García q.e ignoro si era oficial, pues los mas de ellos o todos eran salteadr.s y desertores”, aunque el teniente gobernador le había desmentido que fueran artiguistas.[20] Lo que comenzaba a emerger era un protagonismo que habría de tornarse decisivo en la campaña santafesina, el de las parcialidades chaqueñas, en especial aquellas que suministraron las primeras alianzas firmes a Artigas en ese territorio.[21]
Nuestras evidencias son claras en un sentido: desde 1815 los saqueos –o las amenazas de saqueo– no dejaron de multiplicarse, y sólo abrumaríamos al lector citando todas las referencias disponibles. Sin embargo, es preciso puntualizar algunos aspectos. Por un lado, que la invasión portuguesa iniciada en 1816 supuso un verdadero punto de inflexión: esas tropas procedieron a un saqueo sistemático d...

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