
- 252 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Concierto de una noche de verano
Descripción del libro
Diego está… bueno, jodido. Es un aspirante a escritor y baterista no muy bueno que, a pesar de ser licenciado universitario, trabaja como mozo de almacén en una mega tienda de bricolaje. A sus 38 años se siente frustrado: tiene pocos amigos, está harto del trabajo, su novia le ha dejado y su carrera de escritor es un fracaso. Pero, sobre todo, está harto de sí mismo por su comportamiento y actitud ante la vida, por ser un "perpetuo insatisfecho", que le ha llevado precisamente a esa situación. De modo que decide dar un vuelco a su vida y "cambiar". Pero, por supuesto, nada sale como él esperaba.
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Información
Categoría
LiteratureCategoría
Literature General1. Diego
La cadena de la bicicleta se le salió a pocos metros de la verja, ya abierta, de la mega tienda de hogar y bricolaje. Iba justo de tiempo, por lo que dejó la cadena colgando con la intención de colocarla más tarde al salir del trabajo. Llevó la bici a cuestas y la amarró a un árbol del parking.
Todavía no había amanecido; faltaban cinco minutos para las cinco y media de la mañana.
Montado en el toro eléctrico, Diego apilaba palés de materiales de construcción (picadís, cemento cola…) en el patio de la recepción de mercancías. A su lado en el suelo, su compañero Fernando le estaba contando algo que a Diego le resultaba tan agradable como tragarse un erizo con sarna, y tan interesante como un discurso papal. No le prestaba atención y sus respuestas eran tan cortas y secas que se preguntaba cómo era posible que su compañero no se diera cuenta de que no hacía más que molestar. La cuestión es que ahí seguía, pegado al toro, estorbando y parloteando entre risas acerca de unas tipas que habían defecado en una copa y luego se habían… ¡Dios! Qué asquerosidad. Cómo se podía ser tan cutre. Y para colmo hacía mucho frío, la estructura de la nave impedía que los rayos del sol mañanero alcanzaran el patio, por lo que el suelo se iba empapando cada vez más por la humedad.
Era finales de marzo.
Pegada al muro que delimitaba el patio estaba la caseta prefabricada donde realizaban las gestiones. La puerta se abrió y Lorena, la administrativa, una mujer de treinta y seis años con el pelo teñido de rubio, anunció:
—¡Diego! El director quiere verte en su despacho.
Le alegró la noticia, así podría escaparse del pelmazo de su compañero y, de paso, calentarse un poco. Pero ¿qué querría el director de él? Había entrado hacía poco tiempo sustituyendo al anterior director, al que habían despedido fulminantemente. Le caía simpático, y parecía que el sentimiento era mutuo, pero nunca podías estar seguro en este tipo de empresas en las que «el bajo rendimiento» era el pretexto cotidiano a la hora de enviarte a casa con cara de pasmo.
—¿Por qué quiere hablar contigo el director? —le preguntó Fernando.
«Y a ti qué coño te importa».
—No tengo ni idea.
Su compañero lo miró con recelo.
—Ya…
A Diego le molestó la suspicacia de sus ojos.
—¿Puedes seguir tú? —preguntó Diego saltando del toro.
—Claro —respondió con una voz que a Diego le sonó falsa.
Sin despedirse de su compañero se dirigió hacia el portón ignífugo que separaba el frío patio exterior de la cálida tienda interior. Pulsó el botón de apertura, se desencasquetó el gorrito polar y entró.
El pasillo central se extendía ante él, luminoso y caldeado. A ambos lados los vendedores de las diferentes secciones atendían a la clientela. Observó a los vendedores. A pesar de que ganaban más dinero que él no los envidiaba, el tener que aguantar cada día a personalidades de todo tipo era una idea que no le seducía lo más mínimo; era capaz de estar de cara al público unas horas, un día, pero cada día… uf. Además, así como todos sus compañeros entendían de algo relacionado con el «hogar», él, por el contrario, tenía poca idea de lo que allí se vendía, y tampoco le interesaba, todo eso le aburría; el pladur, la cerámica para las baldosas, el picadís, los infinitos botes de pintura, las encimeras… De hecho, cuando algún cliente le paraba para preguntarle algo sobre un determinado producto, y Diego le respondía que no tenía ni idea, el cliente amoscado le preguntaba si no trabajaba allí. Él contestaba que sí pero que no sabía a qué se refería, sin perder la sonrisa, claro, no fuera cosa que en ese momento pasase por ahí algún jefe y le viera responder de mala gana a la clientela. Eso sí que sabía hacerlo bien, disimular y aparentar que estaba la mar de involucrado en su trabajo, aunque últimamente le costaba aparentarlo.
Al pasar al lado de la sección de pintura miró hacia el mostrador y buscó con la mirada a Valeria, una vendedora argentina un par de años más joven que él, la persona con la que más conectaba de toda la tienda. Se buscaban con frecuencia para charlar, y se lanzaban miraditas en las que el interés quedaba patente. Ella estaba casada y Diego a veces se preguntaba qué ocurriría si él le manifestase a las claras sus sentimientos.
—¿A almorzar ya? —le preguntó ella.
—Entrevista con el dire.
—Huy, ¿qué pasó?
—Ni idea. Al parecer quiere verme.
—Seguro que será para algo bueno. A lo mejor te propone como jefe. El tuyo no tardará mucho en marcharse, ¿no?
—Quién sabe. Bueno, luego te cuento, no hay que hacer esperar al director.
—No, claro. Suerte.
—Gracias.
Se sonrieron con aprecio durante un par de segundos, en el que Diego vio en sus ojos, como en tantas otras veces, que estaba pensando lo mismo que él: en lo buena pareja que harían si se atreviesen a intentarlo…
De camino a la entrevista Diego iba pensando que era una pena que estuviera casada. Aunque… y qué si estaba casada. No era excusa, ya habían pasado los tiempos en que el divorcio era como una condenación al fuego eterno por la sociedad biempensante. Si sentían tan atraídos ¿por qué ninguno daba el paso? ¿A caso a él no le atraía físicamente lo suficiente —estaba muy delgada y tenía el pecho plano—, o tal vez era porque la fantasía siempre es mejor y menos problemática que la realidad?
Echó un vistazo al mostrador de información en el que solía estar a esa hora Carolina, su… ¿exnovia? Sí, técnicamente lo era, desde hacía veinte días. No la vio, lo cual le alivió lo mismo que le inquietó. No le apetecía verla antes de la entrevista con el director, pero también le preocupó que pudiera estar afuera en el parquin fumándose un cigarro con Iván, el vendedor musculado y tatuado de la sección de carpintería que siempre había estado colado por ella, o con algún otro moscardón que ya se hubiera enterado de que estaba libre.
Siguió caminando hasta la puerta de acceso a las oficinas, la sala de descanso y los vestuarios, que se encontraban en el piso de arriba. Tecleó la clave de acceso y subió las escaleras. En el primer rellano se detuvo, en la pared había colocado un panel con los retratos de todos los empleados de la empresa. Buscó a su ex y se la quedó contemplando: su cara estaba más delgada y aniñada, le pareció que estaba preciosa. Luego buscó su propia foto: vio a una persona siete años más joven, con el pelo largo y una sonrisa franca y jovial. Ahora ni podía dejarse el pelo largo porque su cabello carecía de la frondosidad necesaria para no resultar patético, ni sonreía de esa manera. ¡Siete años! ¿Podía ser cierto?
El director estaba en su despacho hablando con Pepe, el jefe de sector de la sección de materiales, la más importante de la empresa y la que a Diego le resultaba más tocapelotas. No se tenían simpatía, sobre todo desde que una vez se le ocurrió a Diego, de buena fe, llevarle la contraria delante del director. Al instante se dio cuenta de que había cometido un grave error al observar como el rostro de Pepe se transmutaba por la ira contenida; no estaba acostumbrado a que ningún mozo le rebatiera, y menos delante del director. A partir de ese día siempre existía una tensión latente entre ellos. Para Diego representaba un tipo de personalidad que detestaba: el prototipo del macho-macho: atufaba a colonia varonil, hablaba en voz alta y grave, montaba en cólera si las cosas no salían como él quería, y tenía aspecto de boxeador de segunda fila, y para colmo siempre llevaba unos mocasines con borlitas, un calzado que Diego detestaba; y sin embargo se mostraba sumiso como un lacayo ante sus superiores. Bueno, esto último era lo normal; la independencia era una actitud que escaseaba en ese tipo de entorno laboral, a veces le daba la impresión de estar en una secta o en un partido político.
Por fin salió Pepe del despacho del director. Sus miradas se cruzaron y ambos se saludaron con unos desganados y protocolarios buenos días.
El director lo llamó.
2. Entrevista con el director
—Siéntate, Diego, ahora mismo estoy contigo —dijo mientras ojeaba unos documentos.
—Buenos días. —Nada más entrar se arrepintió de no haberse quitado parte de la ropa antes. Ahí arriba hacía el doble de calor; el director iba en mangas de camisa y él llevaba varias capas de ropa. Sus mejillas ardían, pero le daba apuro quitarse el chaleco y el polar y ponerlos en el respaldo de la silla, de modo que se sentó, esperando no sudar demasiado.
Vio su curriculum sobre la mesa.
—¿Qué tal, Diego? —dijo por fin el director.
—Bien. Bueno, algo intrigado.
—Tranquilo. Trato de mantener una charla con todos los trabajadores de la empresa. El deber de un director es conocerlos a todos.
—Me parece una buena iniciativa.
—Gracias —apuntó con una sonrisa mientras se sentaba frente a Diego. Después se lo quedó mirando varios segundos que a Diego se le antojaron muy largos, hasta que cogió su curriculum—. Bueno, tengo aquí tu historial, y tengo que admitir que está bastante bien.
—Gracias.
—Teniendo en cuenta el puesto que desempeñas… Ya me habían comentado que eres licenciado en Pedagogía. Mh, mh —musitó examinando el curriculum—, veo que antes habías sido coordinador en un centro de toxicómanos. Caray… Háblame un poco de ello.
—Bueno, era el jefe de un equipo pequeño: una educadora social y seis monitores…
—¿Y qué ocurrió para que lo dejaras?
Diego esbozó una sonrisa ocultando sus verdaderos sentimientos. Le fastidiaba tener que dar explicaciones, aunque también deseaba causarle una buena impresión y demostrarle que era un tipo inteligente y válido.
—Descubrí que no me gustaba.
—¿Y entrar palés te gusta?
—Bueno, no solamente me dedico a entrar palés, también…
—Lo sé, Diego, sé perfectamente cuáles son tus tareas. Tú ya me entiendes…
—Claro, claro…
Dudó en contarle la verdad. Si le hubiera formulado la misma pregunta unos años atrás le habría respondido sin vacilar «lo dejé para ser escritor», porque no le costaba manifestarlo. Al contrario, deseaba que alguien —sobre todo si se trataban de chicas atractivas— le preguntara a qué se dedicaba para revelarlo de inmediato. A continuación, casi inva...
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