El grado cero de la escritura
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El grado cero de la escritura

Nuevos ensayos críticos

Roland Barthes

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En toda obra literaria se afirma una realidad formal independiente de la lengua y del estilo: la escritura considerada como la relación que establece el escritor con la sociedad, el lenguaje literario trasformado por su destino social. Esta tercera dimensión de la forma tiene una historia que sigue paso a paso el desgarramiento de la conciencia burguesa: de la escritura transparente de los clásicos a la cada vez más perturbadora del siglo XIX, para llegar a la escritura neutra de nuestros días. Esta relación entre literatura e historia (entre el escritor y la sociedad) aparece ilustrada en el presente volumen por estudios sobre diversos autores: de La Rochefoucauld y Chateaubriand, a Flaubert, Proust, Verne y Loti.Del autor, Siglo XXI ha publicado también Crítica y verdad, Mitologías, El placer del texto y Lección inaugural, y Fragmentos de un discurso amoroso.

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Información

Año
2014
ISBN
9786070305320
Categoría
Literatura


NUEVOS ENSAYOS CRÍTICOS

La Rochefoucauld: Reflexiones o sentencias y máximas1

Se puede leer a La Rochefoucauld de dos maneras: por citas o en su continuidad. En el primer caso, abro de vez en cuando el libro, recojo un pensamiento, saboreo su pertinencia, me lo apropio, hago de esta forma anónima la voz misma de mi situación o de mi humor; en el segundo caso, leo las máximas paso a paso como un relato o un ensayo; de golpe, el libro casi no me concierne; las máximas de La Rochefoucauld dicen a tal punto casi siempre las mismas cosas que dejan de remitirnos a nosotros mismos para entregarnos a su autor, sus obsesiones, su tiempo. Ocurre entonces que la misma obra leída de maneras diferentes parece contener dos proyectos opuestos: primero, un para-mí (¡y qué habilidad!, esta máxima atraviesa tres siglos para venir a contarme); segundo, un para-sí, el del autor, que se dice, se repite, se impone como encerrado en un discurso sin finalidad, sin orden, como un monólogo obsesivo.
Estas dos lecturas no son contradictorias porque, en la colección de las máximas, el discurso quebrado sigue siendo un discurso cerrado; es verdad que es materialmente necesario elegir una u otra forma de lectura y que el efecto será opuesto: brillante en la primera, sofocante en la segunda, pero el fruto mismo de lo discontinuo y del desorden de la obra es que cada máxima es, de alguna manera, el arquetipo de todas las máximas; hay una estructura a la vez única y variada; dicho de otra manera, parecería justo sustituir aquí una crítica del desarrollo, de la composición, de la evolución, casi del continuo, diría por una crítica de la unidad sentencial, de su dibujo, de su forma: hay que volver siempre a la máxima, no a las máximas.
Pero, ¿todas las máximas poseen esta supuesta estructura? Dicho de otra manera, ¿hay máximas formalmente libres como se dice de los versos libres? Estas máximas existen y es posible encontrarlas en La Rochefoucauld mismo, pero con otro nombre: son las Reflexiones. Las reflexiones son fragmentos de discurso, textos desprovistos de estructura y de espectacularidad; a través de ellas corre un lenguaje fluido, continuo, es decir, todo lo contrario del orden verbal, fuertemente arcaico, que regula el dibujo de la máxima. En principio, La Rochefoucauld no incluyó las Reflexiones en el cuerpo de sus máximas (aunque se ocupan de los mismos temas) pues se trata de otra forma de literatura; sin embargo, es posible encontrar algunas máximas exentas de toda estructura; estas máximas, aunque todavía no ocupan mucho espacio han dejado ya el orden sentencial y están en camino hacia la Reflexión, es decir, hacia el discurso. Cuando leemos: “No podemos amar nada sino en relación a nosotros y no hacemos más que seguir nuestro gusto y placer cuando preferimos a nuestros amigos antes que a nosotros mismos; con todo, es sólo por esta preferencia que la amistad puede ser verdadera y perfecta”, sentimos claramente que estamos frente a un orden del lenguaje que no es el de la máxima, falta algo: es la acuñación, el espectáculo mismo de la palabra, en resumen, la cita; pero, al mismo tiempo, aparece algo nuevo que la máxima no poseía: una cierta fragilidad, una cierta precaución del discurso, un lenguaje más delicado, más abierto a la bondad como si, inversamente, la máxima no pudiese ser más que perversa, como si el cierre de la máxima fuese también un cierre del corazón. De este modo hay en la obra de La Rochefoucauld algunas máximas abiertas, máximas-discursos (aun si son poco extensas); estas máximas no son las que en general se elegirían pues no tienen ningún punto de atracción, no son más que las buenas mensajeras del discurso; las otras reinan como verdaderas diosas.
En efecto, estas últimas poseen la estructura que retiene la sensibilidad, la efusión, el escrúpulo, la vacilación, el arrepentimiento, la persuasión, bajo un aparato castrador. La máxima es un objeto duro, luciente –y frágil– como el caparazón de un insecto; al igual que el insecto, posee la punta, ese enganche de agudezas que la terminan, la coronan, la cierran, armándola (y está armada porque está cerrada). ¿De qué está hecha esta estructura? De algunos elementos estables, perfectamente independientes de la gramática, unidos por una relación fija que tampoco debe nada a la sintaxis.
No solamente la máxima es una proposición cortada del discurso sino que, en el interior de esta proposición, reina un discontinuo todavía más sutil; una frase normal, una frase hablada tiende siempre a fundir sus partes unas con otras, a igualar el flujo del pensamiento, progresa según un devenir en apariencia desorganizado. En la máxima sucede todo lo contrario. La máxima es un bloque general compuesto de bloques particulares; el esqueleto –y los huesos son cosas duras– es más que visible: es espectacular. Toda la estructura de la máxima es visible en la medida en que es errática. ¿Cuáles son esos bloques internos que soportan la arquitectura de la máxima? No son las relaciones las que ordinariamente constituyen las partes más vitales de la frase, son, por el contrario, las partes inmóviles, solitarias, especie de esencias a menudo sustantivas, aunque a veces adjetivas o verbales, que reenvían a un sentido pleno, eterno, autárquico podría decirse: amor, pasión, orgullo, herir, engañar, delicado, impaciente, éstos son los sentidos cerrados sobre los que se edifica la máxima. Sin duda lo que define a estas esencias formales es que son los términos (los relata) de una relación (de comparación o de antítesis), pero esta relación está mucho más oculta que sus componentes; en la máxima, el intelecto percibe primero las sustancias plenas, el flujo progresivo del pensamiento. Si leo: “Todo el mundo se lamenta de su memoria y nadie de su juicio”, mi espíritu es sorprendido por la plenitud de estos términos solitarios: memoria, juicio, lamentarse; y como a pesar de todo estas palabrascapitales se levantan sobre un cierto fondo más modesto, tengo el sentimiento (por otra parte profundamente estético) de estar vinculado a una verdadera economía métrica del pensamiento distribuida en el espacio fijo y acabado que les es impartido (el largo de una máxima) en tiempos fuertes (las sustancias, las esencias) y en tiempos débiles (palabras-herramientas, palabras-relacionantes); se reconocerá fácilmente en esta economía un sustituto de los lenguajes versificados: como se sabe, existe una particular afinidad entre el verso y la máxima, entre la comunicación aforística y la comunicación adivinatoria.
De la misma manera que el verso es esencialmente un lenguaje medido, los tiempos fuertes de una máxima están prisioneros de un número: hay máximas de dos, tres, cuatro, cinco o siete tiempos, según el número de los acentos semánticos. Si leo: “el amor propio es el más grande de todos los aduladores”, la relación de identidad designa solamente dos términos fuertes (amor propio y aduladores), pero si leo: “la felicidad y la desgracia de los hombres no dependen menos de su humor que de su suerte”, veo claramente que tengo aquí una máxima de cuatro tiempos. Estos números no tienen todos similar importancia; toda máxima evidentemente tiende, según el canon del arte clásico, a la antítesis, es decir a la simetría; por lo tanto, la máxima está naturalmente saturada de metros pares (se trata de metros “semánticos”). El metro cuaternario es el de realización más acabada, en tanto permite desarrollar una proporción, es decir, simultáneamente, una armonía y una complejidad; los ejemplos, fundados retóricamente sobre la metáfora, son numerosos en La Rochefoucauld; máximas como ésta, por ejemplo: “El engreimiento es al mérito lo que el adorno es para las personas bellas”, donde los cuatro términos fuertes están ligados entre sí por una relación de compensación. Aquí tenemos un ejemplo privilegiado de economía binaria. Pero los otros tipos de máximas, a pesar de las apariencias, reenvían siempre a una organización en dos términos. Es el caso de todas las máximas de número impar y tiempos fuertes, pues, en éstas, el término impar siempre tiene una función excéntrica, permanece exterior a la estructura par y no hace más que encabezarla. Si leo: “Es necesario poseer grandes virtudes para sostener la buena fortuna tanto como la mala”, me encuentro ante tres tiempos fuertes (virtudes, buena fortuna, mala fortuna), pero esos tres términos no reciben el mismo acento: los dos últimos (buena y mala fortuna) forman los verdaderos pilares de la relación (sirven para construir una antítesis), mientras que el primer término (las virtudes) no es más que la referencia general por medio de la cual la relación se vuelve significativa. Este término impar (ocurre lo mismo en las máximas de cinco o siete tiempos) posee una función singular, a la vez general, distante y, sin embargo, fundamental: la lógica tradicional diría que es el sujeto de la máxima (de lo que ella habla), mientras que los términos pares serían el predicado (lo que se dice del sujeto); en lógica moderna es un poco lo que se llama un recorrido de significación, esto es, la clase referencial de objetos en el interior de la cual la confrontación de ciertos caracteres no es absurda: pues, según la verdad momentánea de la máxima, la oposición de la buena y de la mala fortuna sólo es válida en referencia a las virtudes. De esta manera el término impar ocupa un lugar suficientemente excéntrico como para que la estructura de la máxima sea en definitiva siempre par –es decir, binaria–, puesto que siendo pares, los términos de la relación pueden siempre ser distribuidos en dos grupos opuestos.
Este carácter obstinadamente dual de la estructura es importante pues preside la relación que une sus términos; esta relación es tributaria de la fuerza, de la rareza y de la paridad de los tiempos que encadena. Cuando un lenguaje –y es el caso de la máxima– propone algunos términos de sentido fuerte, esencial, ocurre fatalmente que la relación es reabsorbida por ellos: cuanto más fuertes sean los sustantivos, la relación tiende más a la inmovilidad. Es que, en efecto, si se presentan dos objetos fuertes (entendidos aquí como objetos psicológicos), por ejemplo la sinceridad y la simulación, la relación que se instaura espontáneamente entre ellos tiende siempre a ser una relación inmóvil de manifestación, es decir de equivalencia: la sinceridad equivale (o no equivale) a la simulación: la fuerza misma de los términos, su soledad, su brillo, no permiten otro tipo de relación aunque existan variaciones terminológicas. En suma, se trata, por el estado mismo de la estructura, de una relación de esencia, no de hecho; de identidad, no de transformación; efectivamente, en la máxima el lenguaje tiene siempre una actividad definicional y no una actividad transitiva; una colección de máximas es siempre más o menos (y esto es flagrante en La Rochefoucauld) un diccionario, no un libro de recetas: esclarece el ser de ciertas conductas, no sus modos o sus técnicas. Esta relación de equivalencia es de un tipo bastante arcaico: definir las cosas (con la ayuda de una relación inmóvil) es siempre en mayor o menor grado sacralizarlas, y la máxima, a despecho de su proyecto racionalista, no deja de contribuir a ello.
La máxima por lo tanto está en general sometida a una relación de equivalencia: un término vale (o no vale) el otro. El estado más elemental de esta relación es puramente comparativo: la máxima confronta dos objetos, por ejemplo, la fuerza y la voluntad y se contenta con presentar su relación cuantitativa: “Tenemos más fuerza que voluntad”; este movimiento es el origen de un número importante de máximas. Es posible encontrar aquí los tres grados de la comparación: más que, tanto como, menos que, pero como la máxima sirve sobre todo a un proyecto de denuncia, es evidente que son los comparativos críticos los que abundan: la máxima nos dice que hay en tal virtud más pasión que la esperada: ése es su propósito habitual. Si se acepta por un instante psicoanalizar la estructura encontraremos que este propósito se funda por entero en una imaginación del acto de pesar; el autor, como un dios, sopesa los objetos y nos dice la verdad de su sobrepeso; en efecto, pesar es una actividad divina, así lo testimonia toda una iconografía de antigua data. Pero La Rochefoucauld no es un dios; su pensamiento, proveniente de un movimiento racionalista, permanece profano: nunca pesa una Falta singular y metafísica sino solamente faltas plurales y temporales. Es un químico, no un sacerdote (aunque sabemos que en nuestra imaginación colectiva el tema divino y el tema científico tienen un contacto estrecho).
Por encima del estado comparativo tenemos el segundo estado de la relación de equivalencia: la identidad; es sin duda un estado mejor cerrado, podría decirse, más maduro, pues aquí no se contenta con presentar y confrontar dos objetos para inferir una relación groseramente cuantitativa; deja de definirse la relación en cantidad para hacerlo en esencia, se propone que esto es esto otro por su sustancia y para la eternidad, que “la moderación es temor”, que “el amor propio es un adulador”, que “el deseo es una pasión”, etc. Éstos son ejemplos de identidades simples, unidas, dispuestas como la dirección regular de las esencias en el mundo de la verdad inmóvil. Pero a veces la equivalencia es más enfática: “No damos (a las personas más poderosas que nosotros) por el bien que queremos hacerles sino por el bien que queremos recibir”; se refuerza así la proposición positiva (el bien que queremos recibir) por la representación misma de su contrario (el bien que queremos hacer); éste es el movimiento, opuesto y convergente a la vez, que encontramos en máximas aparentemente poco igualitarias: “Los hombres no vivirían largo tiempo en sociedad si no se engañasen mutuamente”, lo que propiamente quiere decir: los hombres se engañan mutuamente, porque si no lo hicieran no podrían vivir en sociedad.
Pero la relación más significativa, a tal punto que podría presentarse como el modelo mismo de la máxima según La Rochefoucauld, es la relación de identidad deceptiva, cuya expresión corriente es la cópula restrictiva: no es más que. “La clemencia de los príncipes a menudo no es más que una política para ganarse la adhesión de los pueblos”, o “la constancia de los sabios no es más que el arte de encerrar su inquietud en el corazón”. Los ejemplos son abundantes y claros; aquí podemos reconocer fácilmente lo que hoy llamaríamos una relación desmitificante, pues el autor reduce la apariencia (la clemencia, la constancia) a su realidad (una política, un arte). La expresión no es más que es, en definitiva, la fórmula clave de la máxima pues no se trata de un simple develamiento (lo que indica a veces la expresión en efecto en el sentido de en realidad); este develamiento es casi siempre reductor, no explica sino que define lo más (la apariencia) por lo menos (lo real).2 Uno se siente tentado de hacer de esta relación deceptiva (puesto que desengaña la apariencia de una realidad siempre menos gloriosa), la expresión lógica de lo que se ha llamado el pesimismo de La Rochefoucauld; sin duda la restricción, sobre todo si parte de las virtudes para concluir en los riesgos y las pasiones, no es eufórica: es en apariencia un movimiento avaro, opresor, que mezquina la generosidad y la diversidad del mundo; pero este pesimismo es ambiguo pues también es el fruto de una avidez, si no de explicación, al menos de explicitación; es indudable que participa de cierta desilusión conforme a la situación aristocrática del hombre de las máximas, aunque también de un movimiento positivo de racionalización, de integración de elementos dispares: la visión de La Rochefoucauld no es dialéctica y, por esto, es desesperada, pero siendo racionalista, como toda filosofía de la claridad, es por eso progresiva; parafraseando a La Rochefoucauld se podría decir, bajo la forma restrictiva que tanto le gustaba: el pensamiento de La Rochefoucauld no es más que un racionalismo incompleto.

Una vez descriptos los términos y la relación de la máxima, ¿se ha agotado su forma? De ninguna manera. Creo que es un error suponer que una obra comprende sólo dos estratos: forma y contenido; la forma en sí misma puede comportar varios niveles: la estructura, como se ha visto, es uno de ellos, pero se ha visto también que para alcanzar esta estructura era necesario de alguna manera separar la máxima de su letra, forzar su terminología, el dato inmediato de la frase, aceptar ciertas sustituciones, ciertas simplificaciones. Ahora es necesario volver al nivel más superficial, pues la estructura de la máxima, por formal que sea, está a su vez vestida de una forma sutil y centellante que construye su brillo y su placer (hay un placer de la máxima); esta vestimenta brillante y dura es la agudeza. Si leo: “Es una especie de coquetería hacer evidente que uno no cae nunca en la coquetería”, percibo aquí una intención estética en la frase misma y veo que ésta consiste en emplear la palabra coquetería en dos direcciones diferentes, desenganchando, por decirlo así, una de la otra de manera tal que no ser coqueto se vuelve a su turno una coquetería; estoy frente a una verdadera construcción verbal: la agudeza (que encontramos también en los versos). ¿Qué es una agudeza? Es, si se quiere, la máxima constituida en espectáculo y, como todo espectáculo, tiende a proporcionar un placer (herencia de toda una tradición preciosista cuya historia está por hacerse); pero lo más interesante es que, también como todo espectáculo, pero con muchísimo más ingenio, puesto que se trata de lenguaje y no de espacio, la agudeza es una forma de ruptura: tiende siempre a cerrar el pensamiento mediante un adorno brillante en ese frágil momento en el que el verbo se calla tocando a la vez el silencio y la aprobación.
La agudeza está ubicada casi siempre al final de la máxima. A menudo, como todo buen artista, La Rochefoucauld la prepara. La máxima comienza como un discurso ordinario (no es todavía una máxima) y luego la agudeza se concentra, estalla y cierra la verdad. Este pasaje del discurso a la agudeza está habitualmente señalado por una modesta conjunción: y; esta y, operando en forma contraria a su forma ordinaria, no agrega nada, abre, es el telón que descorre y muestra la escena de las palabras: “La felicidad está en el gusto y no en las cosas; y es para tener lo que se desea que se ama y no para tener lo que los otros encuentran deseable”: todo el final, con s...

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