1. Nosotros, los victorianos
Durante mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen victoriano.
Una inmensa gazmoñería figuraría en el blasón de nuestra sexualidad contenida, muda,
hipócrita.
Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza.
Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia,
y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito.
Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con
los del siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, transgresiones
visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados
vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos
se pavoneaban.
A ese tiempo luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches
monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada.
Se muda de lugar. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la
seriedad de la función reproductora. En torno al sexo se establece el silencio.
La pareja, legítima y procreadora, impone su ley. Se impone como modelo, hace valer
la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar —reservándose el principio
del secreto—. Tanto en el espacio social como en el corazón de cada hogar existe
un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los
padres. Al resto sólo le queda esfumarse; la conveniencia de las actitudes esquiva
los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el estéril, si
insiste y se muestra demasiado, vira hacia lo anormal: recibirá este estatuto y
deberá pagar las correspondientes sanciones.
Lo que no apunta a la procreación o está transfigurado por ella ya no tiene sitio
ni ley. No puede expresarse. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al
silencio. No sólo no existe sino que no debe existir y se lo hará desaparecer a la
menor manifestación —actos o palabras—. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen
de sexo: razón para prohibírselo, razón para impedirles que hablen de él, razón
para cerrar los ojos y taparse los oídos en todos los casos en que lo manifiesten,
razón para imponer un celoso silencio general. Tal sería lo propio de la represión
y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la simple ley penal: funciona
como una condena de desaparición, pero también como orden de silencio, afirmación
de inexistencia y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso nada hay que
decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica renqueante, la hipocresía
de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si
verdaderamente hay que dejar un espacio a las sexualidades ilegítimas, que se vayan
con su escándalo a otra parte: allí donde se las puede reinscribir, si no en los
circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio
serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra
y su histérica —esos “otros victorianos”, diría Stephen Marcus— parecen haber hecho
pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se
contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados entonces en sordina, se intercambian
al precio fuerte. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formas de lo
real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos,
cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple
decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.
¿Estaríamos ya liberados de esos dos largos siglos donde la historia de la sexualidad
debería leerse en primer término como la crónica de una represión creciente? Muy
poco, se nos sigue diciendo. Quizá gracias a Freud. Pero con qué circunspección,
qué prudencia médica, qué garantía científica de inocuidad, y cuántas precauciones
para mantenerlo todo, sin temor de “desbordamiento”, en el espacio más seguro y
discreto, entre el diván y el discurso: un cuchicheo en un lecho que produce ganancias.
¿Y podría ser de otro modo? Se nos explica que si a partir de la edad clásica la
represión ha sido, por cierto, el modo fundamental de relación entre poder, saber
y sexualidad, no es posible liberarse más que pagando un precio considerable: haría
falta nada menos que una transgresión de las leyes, una anulación de las prohibiciones,
una irrupción de la palabra, una restitución del placer a lo real y toda una nueva
economía en los mecanismos del poder, pues el menor fragmento de verdad está sujeto
a condición política. Efectos tales no pueden pues ser esperados de una simple práctica
médica ni de un discurso teórico, aunque fuese riguroso. Así, se denuncian el conformismo
de Freud, las funciones de normalización del psicoanálisis, tanta timidez bajo los
arrebatos de Reich, y todos los efectos de integración asegurados por la “ciencia”
del sexo o las prácticas, apenas sospechosas, de la sexología.
Se mantiene este discurso sobre la moderna represión del sexo. Sin duda porque es
fácil de mantener. Lo protege una seria garantía histórica y política; al hacer que
nazca la edad de la represión en el siglo XVII, después de centenas de años de aire
libre y libre expresión, se lo hace coincidir con el desarrollo del capitalismo:
formaría parte del orden burgués. La pequeña crónica del sexo y de sus vejaciones
se traspone de inmediato en la historia ceremoniosa de los modos de producción;
su futilidad se desvanece. Del hecho mismo parte un principio de explicación: si
el sexo es reprimido con tanto rigor, se debe a que es incompatible con una dedicación
general e intensiva al trabajo; en la época en que se explotaba sistemáticamente
la fuerza de trabajo, ¿se podía tolerar que fuera a dispersarse en los placeres,
salvo aquellos, reducidos a un mínimo, que le permitiesen reproducirse? El sexo
y sus efectos quizá no sean fáciles de descifrar; su represión, en cambio, así restituida,
es fácilmente analizable. Y la causa del sexo —de su libertad, pero también del conocimiento
que de él se adquiere y del derecho que se tiene a hablar de él— con toda legitimidad
se encuentra enlazada con el honor de una causa política: también el sexo se inscribe
en el porvenir. Quizá un espíritu suspicaz se preguntaría si tantas precauciones
para dar a la historia del sexo un padrinazgo tan considerable no llevan todavía
la huella de los viejos pudores: como si fueran necesarias nada menos que esas correlaciones
valorizantes para que ese discurso pudiera ser pronunciado o recibido.
Pero tal vez hay otra razón que torna tan gratificante para nosotros el formular
en términos de represión las relaciones del sexo y el poder: lo que podría llamarse
el beneficio del locutor. Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición,
a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su
represión, posee como un aire de transgresión deliberada. Quien usa ese lenguaje
hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa,
aunque sea poco, la libertad futura. De ahí esa solemnidad con la que hoy se habla
del sexo. Cuando tenían que evocarlo, los primeros demógrafos y los psiquiatras del
siglo XIX estimaban que debían hacerse perdonar por retener la atención de sus lectores
en temas tan bajos y fútiles. Después de decenas de años, nosotros no hablamos del
sexo sin adoptar una cierta pose: conciencia de desafiar el orden establecido, tono
de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en
llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar. Algo de la revuelta,
de la libertad prometida y de la próxima época de otra ley se filtran fácilmente
en ese discurso sobre la opresión del sexo. En él se encuentran reactivadas viejas
funciones tradicionales de la profecía. El buen sexo queda para el mañana. Es porque
se afirma esa represión por lo que aún se puede hacer coexistir, discretamente,
lo que el miedo al ridículo o la amargura de la historia impiden relacionar a la
mayoría de nosotros: la revolución y la felicidad; o la revolución y otro cuerpo
más nuevo, más bello; o incluso la revolución y el placer. Hablar contra los poderes,
decir la verdad y prometer el goce; ligar entre sí la iluminación, la liberación
y multiplicadas voluptuosidades; erigir un discurso donde se unen el ardor del saber,
la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las delicias: he ahí indudablemente
lo que sostiene en nosotros ese encarnizamiento en hablar del sexo en términos
de represión; he ahí lo que quizá también explica el valor mercantil atribuido no
sólo a todo lo que del sexo se dice, sino al simple hecho de prestar oídos a aquellos
que quieren eliminar sus efectos. Después de todo, somos la única civilización en
la que ciertos encargados reciben retribución para escuchar a cada cual hacer confidencias
sobre su sexo: como si el deseo de hablar de él y el interés que se espera hubiesen
desbordado ampliamente las posibilidades de la escucha, algunos han puesto sus orejas
en alquiler.
Pero más que esa incidencia económica, me parece esencial la existencia en nuestra
época de un discurso en el que el sexo, la revelación de la verdad, el derrumbamiento
de la ley del mundo, el anuncio de un nuevo día y la promesa de cierta felicidad
están imbricados entre sí. Hoy es el sexo lo que sirve de soporte a esa antigua forma,
tan familiar e importante en Occidente, de la predicación. Una gran prédica sexual
—que ha tenido sus teólogos sutiles y sus voces populares— ha recorrido nuestras
sociedades desde hace algunas decenas de años; ha fustigado el antiguo orden, denunciado
las hipocresías, cantado el derecho de lo inmediato y de lo real; ha hecho soñar
con otra ciudad. Pensemos en los franciscanos. Y preguntémonos cómo ha podido suceder
que el lirismo y la religiosidad que acompañaron mucho tiempo al proyecto revolucionario,
en las sociedades industriales y occidentales hayan derivado, en buena parte al
menos, hacia el sexo.
La idea del sexo reprimido no es, pues, sólo una cuestión de teoría. La afirmación
de una sexualidad que nunca habría sido sometida con tanto rigor como en la edad
de la hipócrita burguesía, atareada y contable, va aparejada al énfasis de un discurso
destinado a decir la verdad sobre el sexo, a modificar su economía en lo real, a
subvertir la ley que lo rige, a cambiar su porvenir. El enunciado de la opresión
y la forma de la predicación se remiten el uno a la otra; recíprocamente se refuerzan.
Decir que el sexo no está reprimido o decir más bien que la relación del sexo con
el poder no es de represión corre el riesgo de no ser sino una paradoja estéril.
No consistiría únicamente en chocar con una tesis aceptada. Consistiría en ir contra
toda la economía, todos los “intereses” discursivos que la sustentan.
En este punto desearía situar la serie de análisis históricos de los cuales este
libro es, a la vez, la introducción y un primer acercamiento: localización de algunos
puntos históricamente significativos y esbozo de algunos problemas teóricos. Se
trata, en suma, de interrogar el caso de una sociedad que desde hace más de un siglo
se fustiga ruidosamente por su hipocresía, habla con prolijidad de su propio silencio,
se encarniza en detallar lo que no dice, denuncia los poderes que ejerce y promete
liberarse de las leyes que la han hecho funcionar. Desearía presentar el panorama
no sólo de esos discursos, sino de la voluntad que los mueve y de la intención estratégica
que los sostiene. La pregunta que querría formular no es: ¿por qué estamos reprimidos?,
sino: ¿por qué decimos con tanta pasión, tanto rencor contra nuestro pasado más
próximo, contra nuestro presente y contra nosotros mismos, que estamos reprimidos?
¿Mediante qué espiral hemos llegado a afirmar que el sexo es negado, a mostrar ostensiblemente
que lo ocultamos, a decir que lo silenciamos, y todo esto formulándolo con palabras
explícitas, intentando que se lo vea en su más desnuda realidad, afirmándolo en la
positividad de su poder y de sus efectos? Con toda seguridad es legítimo preguntarse
por qué, durante tanto tiempo, se ha asociado sexo con pecado (pero habría que ver
cómo se realizó esa asociación y cuidarse de decir global y apresuradamente que
el sexo estaba “condenado”), aunque habría que preguntarse también la razón de que
hoy nos culpabilicemos tanto por haberlo convertido antaño en un pecado. ¿Por qué
caminos hemos llegado a estar “en falta” respecto de nuestro propio sexo? ¿Cómo hemos
llegado a ser una civilización lo bastante singular como para decirse que ella misma,
durante mucho tiempo y aún hoy, ha “pecado” contra el sexo por abuso de poder? ¿Cómo
ha ocurrido ese desplazamiento que, pretendiendo liberarnos de la naturaleza pecadora
del sexo, nos abruma con una gran culpa histórica que habría consistido precisamente
en imaginar esa naturaleza culpable y en extraer de tal creencia efectos desastrosos?
Se me dirá que, actualmente, si hay tantas personas que señalan esa represión, ocurre
así porque es históricamente evidente. Y que si hablan de ella con tanta abundancia
y desde hace tanto tiempo, se debe a que la represión está profundamente anclada,
que posee raíces y razones sólidas, que pesa sobre el sexo de manera tan rigurosa
que una única denuncia no podría liberarnos; el trabajo sólo puede ser largo. Tanto
más largo sin duda cuanto que lo propio del poder —y especialmente de un poder como
el que funciona en nuestra sociedad— es ser represivo y reprimir con particular
atención las energías inútiles, la intensidad de los placeres y las conductas irregulares.
Era pues de esperar que los efectos de liberación respecto de ese poder represivo
se manifestasen con lentitud; la empresa de hablar libremente del sexo y de aceptarlo
en su realidad es tan ajena al hilo de una historia ya milenaria, es además tan hostil
a los mecanismos intrínsecos del poder, que no puede sino atascarse mucho tiempo
antes de tener éxito en su tarea.
Ahora bien, frente a lo que yo llamaría esta “hipótesis represiva”, pueden enarbolarse
tres dudas considerables. Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una
evidencia histórica? Lo que a primera vista se manifiesta —y que por consiguiente
autoriza a formular una hipótesis inicial— ¿es la acentuación o quizá la instauración,
a partir del siglo XVII, de un régimen de represión sobre el sexo? Pregunta propiamente
histórica. Segunda duda: la mecánica del poder, y en particular la que está en juego
en una sociedad como la nuestra, ¿pertenece en lo esencial al orden de la represión?
¿La prohibición, la censura, la denegación son las formas según las cuales el poder
se ejerce de un modo general, tal vez, en toda sociedad y seguramente en la nuestra?
Pregunta histórico-teórica. Por último, tercera duda: el discurso crítico que se
dirige a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo de poder que hasta
entonces había funcionado sin discusión o bien forma parte de la misma red histórica
de lo que denuncia (y sin duda disfraza) llamándolo “represión”? ¿Hay una ruptura
histórica entre la edad de la represión y el análisis crítico de la represión? Pregunta
histórico-política. Al introducir estas tres dudas, no se trata sólo de plantear
contrahipótesis, simétricas e inversas respecto de las primeras; no se trata de
decir: la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en las sociedades capitalistas
y burguesas, ha gozado por el contrario de un régimen de constante libertad; no
se trata de decir: en sociedades como las nuestras el poder es más tolerante que
represivo, la crítica dirigida contra la represión, aunque adopte aires de ruptura,
forma parte de un proceso mucho más antiguo que ella misma, y según el sentido en
que se lea el proceso aparecerá como un nuevo episodio en la atenuación de las prohibiciones
o como una forma más astuta o más discreta del poder.
Las dudas que quisiera oponer a la hipótesis represiva se proponen menos mostrar
que ésta es falsa, que inscribirla en una economía general de los discursos sobre
el sexo en el interior de las sociedades modernas a partir del siglo XVII. ¿Por qué
se ha hablado de la sexualidad, qué se ha dicho? ¿Cuáles eran los efectos de poder
inducidos por lo que de ella se decía? ¿Qué lazos existían entre esos discursos,
esos efectos de poder y los placeres que se encontraban investidos por ellos? ¿Qué
saber se formaba a partir de ahí? En suma, se trata de determinar, en su funcionamiento
y razones de ser, el régimen de poder-saber-placer que sostiene en nosotros al discurso
sobre la sexualidad humana. De ahí que el punto esencial (al menos en primera instancia)
no sea saber si al sexo se le dice sí o no, si se formulan prohibiciones o autorizaciones,
si se afirma su importancia o si se niegan sus efectos, si se castigan o no las
palabras que lo designan; el punto esencial es tomar en consideración el hecho de
que se habla de él, quiénes lo hacen, los lugares y puntos de vista desde donde se
habla, las instituciones que a tal cosa incitan y que almacenan y difunden lo que
se dice, en una palabra, el “hecho discursivo” global, la “puesta en discurso” del
sexo. De ahí también que el punto importante será saber en qué formas, a través de
qué canales, deslizándose a lo largo de qué discursos llega el poder hasta las
conductas más tenues y más individuales, qué caminos le permiten alcanzar las formas
infrecuentes o apenas perceptibles del deseo, cómo infiltra y controla el placer
cotidiano —todo ello con efectos que pueden ser de rechazo, de bloqueo, de descalificación,
pero también de incitación, de intensificación, en suma: las “técnicas polimorfas
del poder”—. De ahí, por último, que el punto importante no será tanto determinar
si esas producciones discursivas y esos efectos de poder conducen a formular la
verdad del sexo o, por el contrario, mentiras destinadas a ocultarla, cuanto delimitar
y aprehender la “voluntad de saber” que al mismo tiempo les sirve de soporte y de
instrumento.
Entendámonos: no pretendo afirmar que el sexo no haya sido prohibido o tachado o
enmascarado o ignorado desde la edad clásica; tampoco afirmo que lo haya sido desde
ese momento menos que antes. No digo que la prohibición del sexo sea un engaño,
sino que lo es trocarla en el elemento fundamental y constituyente a partir del
cual se podría escribir la historia de lo que ha sido dicho a propósito del sexo
en la época moderna. Todos esos elementos negativos —prohibiciones, rechazos, censuras,
denegaciones— que la hipótesis represiva reagrupa en un gran mecanismo central destinado
a decir no, sin duda sólo son piezas que tienen un papel local y táctico que desempeñar
en una puesta en discurso, en una técnica de poder, en una voluntad de saber que
están lejos de reducirse a dichos elementos.
En suma, desearía desprender el análisis de los privilegios que de ordinario se otorgan
a la economía de escasez y a los principios de rarefacción, para buscar en cambio
las instancias de producción discursiva (que ciertamente también manejan silencios),
de producción de poder (cuya función es a veces prohibir), de las producciones de
saber (que a menudo hacen circular errores o ignorancias sistemáticos); desearía
hacer la historia de esas instancias y sus transformaciones. Pero una primera aproximación,
realizada desde este punto de vista, parece indicar que desde finales del siglo XVI
la “puesta en discurso” del sexo, lejos de sufrir un proceso de restricción, ha estado
por el contrario sometida a un mecanismo de incitación creciente; que las técnicas
de poder ejercidas sobre el sexo no han obedecido a un principio de selección rigurosa
sino, en cambio, de diseminación e implantación de sexualidades polimorfas, y que
la voluntad de saber no se ha detenido ante un tabú intocable sino que se ha encarnizado
—a través, sin duda, de numerosos errores— en constituir una ciencia de la sexualidad.
Son estos movimientos los que querría (pasando de alguna manera por detrás de la
hipótesis represiva y de los hechos de prohibición o exclusión que invoca) hacer
aparecer ahora de modo esquemático a partir de algunos hechos históricos que tienen
valor de hitos.