Mitologías
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Roland Barthes

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Roland Barthes

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Nuestra vida cotidiana se alimenta de mitos: el automóvil, la publicidad, el turismo, el deporte. Aislados de la actualidad en la que emergen, aparecen como lo que son: la ideología de la cultura de masas moderna. Preocupado por develar el sentido de esos mitos profanos y su extendida credibilidad, Roland Barthes desnuda la espesa capa de significaciones que envuelve a los objetos de nuestra vida diaria, y expone en detalle el proceso de mistificación por el cual la cultura burguesa es transformada en naturaleza universal.Aguda revisión de los lugares comunes de la sociedad de masas y primer desmontaje semiológico de su lenguaje, Mitologías inauguró una práctica intelectual. Barthes articula con armonía el conocimiento erudito y la elegancia de la escritura en un texto que escapa a la forma académica y asume un carácter profundamente político. Por su claridad estilística y la potencia de sus análisis constituye una excelente introducción a la semiótica.Escritos mes a mes, estos ensayos no aspiran a un desarrollo orgánico: su nexo es de insistencia, de repetición. Aunque no sé si las cosas repetidas gustan -como dice el proverbio-, creo que, por lo menos, significan. Y lo que he buscado en todo esto son significaciones. ¿Son mis significaciones? Dicho de otra manera, ¿existe una mitología del mitólogo? Sin duda, y el lector verá claramente cuál es mi apuesta.Roland Barthes

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Información

Año
2014
ISBN
9786070305252

I. MITOLOGÍAS


EL MUNDO DEL CATCH

…La verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida.
BAUDELAIRE




La virtud del catch consiste en ser un espectáculo excesivo. En él encontramos un énfasis semejante al que tenían, seguramente, los teatros antiguos. Además, el catch es un espectáculo al aire libre, pues lo que constituye lo esencial del circo o de la arena no es el cielo (valor romántico reservado a las fiestas mundanas), sino el carácter compacto y vertical de la superficie luminosa; desde el fondo de las salas parisienses más turbias, el catch participa de la naturaleza de los grandes espectáculos solares, teatro griego y corrida de toros: aquí y allá, una luz sin sombra elabora una emoción sin repliegue.
Hay personas que creen que el catch es un deporte innoble. El catch no es un deporte, es un espectáculo; y no es más innoble asistir a una representación del dolor en el catch, que a los sufrimientos de Arnolfo o de Andrómaca. Por supuesto existe un falso catch que se representa costosamente con las apariencias inútiles de un deporte regular; esto no ofrece ningún interés. El auténtico catch, llamado impropiamente catch de aficionados, se representa en salas de segunda categoría donde el público espontáneamente se pone de acuerdo con la naturaleza espectacular del combate, como el público de un cine de barrio. Aquellas personas se indignan porque el catch es un deporte falseado (cosa que, por otra parte, debería liberarlo de su ignominia). Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve.
Ese público sabe distinguir muy bien el catch del boxeo; sabe que el boxeo es un deporte jansenista, fundado en la demostración de una superioridad; se puede apostar por el resultado de un combate de boxeo; en el catch, no tendría ningún sentido. El combate de boxeo es una historia que se construye ante los ojos del espectador: en el catch, por el contrario, lo inteligible es cada momento y no la continuidad. El espectador no se interesa por el ascenso hacia el triunfo; espera la imagen momentánea de determinadas pasiones. El catch exige, pues, una lectura inmediata de sentidos yuxtapuestos, sin que sea necesario vincularlos. El proceso racional del combate no interesa al aficionado del catch; por el contrario, el boxeo siempre implica una ciencia del futuro. Dicho de otra manera, el catch es una suma de espectáculos, ninguno de los cuales está en función del otro: cada momento impone el conocimiento total de una pasión que surge directa y sola, sin extenderse nunca hacia el coronamiento de un resultado.
La función del luchador de catch no consiste en ganar, sino, en realizar exactamente los gestos que se espera de él. Se dice que el judo contiene una parte secreta de simbolismo; aun dentro de la eficiencia, se trata de gestos retenidos, precisos pero cortos, dibujados con justeza pero con trazo sin volumen. El catch, por el contrario, propone gestos excesivos, explotados hasta el paroxismo de su significación. En el judo, un hombre que cae trata de no permanecer en tierra, nada sobre sí mismo, se sustrae, evita la derrota o, si es evidente, sale inmediatamente del juego; en el catch, si un hombre cae se queda exageradamente ahí, llena hasta el extremo la vista de los espectadores con el espectáculo intolerable de su impotencia.
Esta función enfática es igual a la del teatro antiguo, en el cual la fuerza, la lengua y los accesorios (máscaras y coturnos) concurrían a la explicación exageradamente visible de una Necesidad. El gesto del luchador de catch vencido, al significar al mundo una derrota, que lejos de disimular, acentúa y sostiene a la manera de un calderón, corresponde a la máscara antigua encargada de significar el tono trágico del espectáculo. En el catch, como en los antiguos teatros, no se tiene vergüenza del propio dolor, se sabe llorar, se tiene gusto por las lágrimas.
Cada signo del catch está dotado de una claridad total, ya que es necesario comprender todo sobre la marcha. No bien los adversarios están sobre el ring, el público es ganado por la evidencia de los papeles. Como en el teatro, cada tipo físico expresa hasta el exceso el lugar asignado al combatiente. Thauvin, cincuentón, obeso y desvencijado, cuyo horrible aspecto asexuado siempre inspira sobrenombres femeninos, ostenta en su carnosidad los caracteres de lo innoble, pues su papel consiste en representar lo que, en el concepto clásico del canalla (concepto-clave de todo combate de catch), se presenta como orgánicamente repugnante. La náusea inspirada en forma voluntaria por Thauvin va muy lejos dentro del orden de los signos: no sólo se sirve de la fealdad para significar la bajeza, sino que esa fealdad está concentrada en una cualidad particularmente repulsiva de la materia: el agobio desvaído de una carne muerta (el público llama a Thauvin “el bofe”), de modo que la condena apasionada de la multitud no se desprende del juicio, sino que se eleva de la zona más profunda de su sentimiento. Uno se impregnará, frenéticamente, con una imagen posterior de Thauvin totalmente acorde a su presencia física inicial: sus actos responderán muy bien a la viscosidad esencial de su personaje.
El cuerpo del luchador, pues, es la primera clave del combate. Desde el principio sé que todos los actos de Thauvin, sus tradiciones, sus crueldades y sus cobardías, no decepcionarán la primera imagen que él ofrece de lo innoble; puedo confiar en que llevará a cabo inteligentemente y al máximo todos los gestos de cierta bajeza informe y que de esta manera ofrecerá sin retaceos la imagen más repugnante de villano: el canalla insaciable. Los luchadores de catch tienen un físico tan concluyente como los personajes de la Comedia italiana, que pregonan de antemano, con su traje y sus actitudes, el contenido futuro de su papel. De la misma manera que Pantalón nunca puede ser más que un cornudo ridículo, Arlequín un criado astuto y el Doctor un pedante imbécil, Thauvin siempre será el traidor innoble, Reinières (rubio grande de cuerpo muelle y cabellos ensortijados), la imagen turbadora de la pasividad, Mazaud (gallito arrogante), la de la fatuidad grotesca y Orsano (petimetre afeminado que aparece desde el primer instante con una bata azul y rosa), la doblemente picante de una puerca vengativa (porque no creo que el público del Eliseo-Montmartre, siguiendo a Littré, tome la palabra en su posibilidad masculina).*
El físico de los luchadores de catch, por lo tanto, instituye un signo de base que contiene en germen todo el combate. Pero ese germen prolifera porque a cada momento del combate, en cada situación nueva, el cuerpo del luchador lanza al público el divertimiento maravilloso de un humor que, con toda naturalidad, se une al gesto. Las diferentes líneas de significación se esclarecen unas a otras y forman el más inteligible de los espectáculos. El catch es como una escritura diacrítica: por encima de la significación fundamental de su cuerpo, el luchador de catch dispone de explicaciones episódicas pero siempre oportunas, que ayudan permanentemente a la lectura del combate por medio de gestos, actitudes y mímicas, que llevan la intención al máximo de evidencia. A veces el luchador triunfa y muestra un rictus innoble mientras tiene al buen deportista bajo sus rodillas; otras, dirige a la multitud una sonrisa de suficiencia, anunciadora de la próxima venganza; en algunas ocasiones, caído, descarga con sus brazos fuertes golpes sobre el suelo para significar a todos la naturaleza intolerable de su situación; en otras, por fin, arma un conjunto complicado de signos destinados a hacer comprender que él encarna con legítimo derecho la imagen siempre divertida del personaje de mal genio que sin cesar inventa situaciones en torno a su descontento.
Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, a esta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma. Nadie le pide al catch más verdad que al teatro. En uno y en otro lo que se espera es la mostración inteligible de situaciones morales que normalmente se mantienen secretas. Este vaciamiento de la interioridad en provecho de sus signos exteriores, este agotamiento del contenido por la forma, es el principio mismo del arte clásico triunfante. El catch es una pantomima inmediata, infinitamente más eficaz que la pantomima teatral, pues el gesto del luchador de catch no precisa de ninguna imaginación, de ningún decorado, de ninguna transferencia —dicho en una palabra— para parecer auténtico.
Cada momento del catch es, pues, como un álgebra que devela, instantáneamente, la conexión de una causa con su efecto manifiesto. Por cierto, entre los aficionados al catch existe una suerte de placer intelectual en ver funcionar tan perfectamente la mecánica moral: ciertos luchadores, grandes comediantes, divierten igual que un personaje de Molière, porque logran imponer una lectura inmediata de su interioridad: un luchador de carácter arrogante y ridículo (de la misma manera que se dice que Harpagón es un carácter), Armand siempre alegra a la sala con el rigor matemático de sus transcripciones cuando lleva el dibujo de sus gestos al extremo de su significación y cuando da a su combate el arrebato y la precisión de una gran disputa escolástica, en la que está en juego, a la vez, el triunfo del orgullo y la inquietud formal por la verdad.
Lo que se libra al público es el gran espectáculo del dolor, de la derrota y de la justicia. El catch presenta el dolor del hombre con la amplificación de las máscaras trágicas: el luchador que sufre bajo el efecto de una toma considerada cruel (un brazo torcido, una pierna acuñada) ofrece la imagen desbordada del sufrimiento; como una Pietà primitiva, se deja mirar el rostro exageradamente deformado por una aflicción intolerable. Es comprensible que en el catch el pudor esté desplazado, pues es un sentimiento contrario a la ostentación voluntaria del espectáculo, a esa exposición del dolor que es la finalidad misma del combate. Todos los actos generadores de sufrimiento son particularmente espectaculares, como el gesto de un prestidigitador que muestra bien en alto sus cartas. No se comprendería un dolor que apareciera sin causa inteligible; un gesto secreto marcadamente cruel transgrediría las leyes no escritas del catch y no tendría ninguna eficacia sociológica, como un gesto loco o parásito. Por el contrario, el sufrimiento aparece infligido con amplitud y convicción, pues hace falta que todo el mundo no sólo verifique que el hombre sufre, sino también, y sobre todo, que comprenda por qué sufre. Lo que los luchadores de catch llaman una toma, es decir una figura cualquiera que permita inmovilizar indefinidamente al adversario y mantenerlo a su merced, tiene por función, precisamente, preparar de manera convencional, y por lo tanto inteligible, el espectáculo del sufrimiento, instalar metódicamente las condiciones del sufrimiento: la inercia del vencido permite al vencedor (momentáneo) establecerse en su crueldad y trasmitir al público esa pereza aterradora del torturador seguro de los gestos que seguirán: hacer hociquear brutalmente a un adversario impotente o lastimar su columna vertebral con golpes potentes y regulares, mostrar, al menos, la apariencia visual de estos gestos. El catch es el único deporte que ofrece una imagen tan exterior de la tortura. Pero aun en estas circunstancias, lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real del combatiente, se complace en la perfección de una iconografía. El catch no es un espectáculo sádico: es, solamente, un espectáculo inteligible.
Hay otra figura más espectacular aún que la toma: la mangonada, esa gran cachetada con el antebrazo, ese puñetazo larvado con que se deshace el pecho del adversario, en medio de un ruido fláccido y del agobio exagerado del cuerpo vencido. En la mangonada, la catástrofe llega a su máxima evidencia, a tal punto que el gesto no aparece más que como un símbolo; se ha ido demasiado lejos, se han trasgredido las reglas morales del catch, donde todo signo debe resultar absolutamente claro, pero no debe transparentar su intención de claridad; entonces el público grita “¡Tongo!”, no porque deplore la ausencia de un sufrimiento real, sino porque condena el artificio: como en el teatro, se puede salir del juego tanto por exceso de sinceridad como por exceso de afectación.

Ya hemos dicho todo lo que los luchadores de catch aprovechan de un estilo físico, compuesto y explotado para desarrollar ante los ojos del público la imagen total de la derrota. La molicie de los grandes cuerpos blancos que se desmoronan de golpe o se desploman entre las cuerdas dando brazadas, la inercia de los luchadores macizos devueltos lastimosamente por todas las superficies elásticas del ring, nada puede significar más clara y apasionadamente el abatimiento ejemplar del vencido. Sin posibilidad de reaccionar, la carne del luchador no es más que una masa inmunda desparramada por tierra y que provoca cualquier encarnizamiento y todas las burlas, se produce un paroxismo de significación a la antigua, que recuerda el alarde de intenciones de los triunfos latinos. En otras ocasiones, también es una figura antigua la que surge del acoplamiento de los luchadores: la del suplicante, del hombre rendido incondicionalmente, quebrado, de rodillas, los brazos alzados por encima de la cabeza y lentamente abatido por la tensión vertical del vencedor. En el catch, al revés del judo, la derrota no es un signo convencional que se abandona apenas adquirido; no es un resultado, sino, por lo contrario, algo que permanece, que se expone; retoma los antiguos mitos del sufrimiento y de la humillación públicas: la cruz y la picota. El luchador de catch está como crucificado a plena luz, a los ojos de todos. Escuché decir de un luchador extendido en la lona: “Está muerto en cruz, el pequeño Jesús, allí”, y esta expresión irónica descubría las raíces profundas de un espectáculo que lleva a cabo los gestos de las purificaciones más antiguas.
Pero el catch se ocupa, fundamentalmente, de escenificar un concepto puramente moral: la justicia. En el catch es esencial la idea de “saldar cuentas”; el “Hazlo sufrir” de la multitud significa, ante todo, “Haz que las pague”. Se trata, por supuesto, de una justicia inmanente. Cuanto más baja es la acción del “canalla”, más se alegra el público por el golpe que se aplica con justicia: si el traidor —un cobarde naturalmente— se refugia detrás de las cuerdas y subraya su falta con una mímica descarada, es despiadadamente atrapado allí mismo y la multitud celebra al ver la regla violada en provecho de un castigo merecido. Los luchadores de catch saben muy bien halagar el poder de indignación del público proponiéndole el límite del concepto de justicia, esa zona extrema del enfrentamiento donde basta con salirse apenas de la regla para abrir las puertas de un mundo desenfrenado. Para un aficionado al catch, nada es más hermoso que el furor vengativo de un combatiente traicionado que se lanza con pasión, no sobre un adversario feliz sino sobre la imagen viva de la deslealtad. Naturalmente, lo que importa es el movimiento de la justicia, más que su contenido: el catch es, sobre todo, una serie cuantitativa de compensaciones (ojo por ojo, diente por diente). Esto explica que los vuelcos de situaciones posean, a los ojos de los amantes del catch, una suerte de belleza moral: los cambios bruscos son gozados como un acertado episodio novelesco y cuanto mayor es el contraste entre el éxito de un golpe y el cambio de la suerte, la caída de la fortuna de un combatiente está más próxima y el minidrama es juzgado más satisfactoriamente. La justicia es el cuerpo de una transgresión posible; porque existe una ley, adquiere todo su valor el espectáculo de las pasiones que la desbordan.
Se comprende entonces por qué de cada cinco combates de catch, no más de uno es formal. En este caso, es preciso insistir, la formalidad es una manera o un género, como en el teatro: la regla no constituye de ningún modo una constricción real, sino la apariencia convencional de la formalidad. En la práctica un combate formal es sólo un combate exageradamente cortés: los combatientes ponen dedicación y no furia al enfrentarse, saben controlar sus pasiones, no se encarnizan con el vencido, cesan de combatir no bien se les ordena y se saludan al rematar un episodio particularmente arduo durante el cual, sin embargo, no dejaron de ser leales entre sí. Por supuesto, todas esas acciones corteses son señaladas al público con los gestos más convencionales de la lealtad: apretarse la mano, alzar los brazos, alejarse ostensiblemente de una toma estéril que empañaría la perfección del combate.
A la inversa, la deslealtad se muestra por sus signos excesivos: dar un violento puntapié al vencido, refugiarse detrás de las cuerdas invocando ostensiblemente un derecho puramente formal, rehusar apretar la mano a su contrincante antes y después del combate, aprovechar la pausa oficial para volverse a traición contra la espalda del adversario, darle un golpe prohibido fuera de la mirada del árbitro (golpe que, evidentemente, tiene valor y utilidad porque la mitad de la sala lo puede ver e indignarse). Siendo el mal el clima natural del catch, el combate formal adquiere valor de excepción; el usuario se asombra y lo saluda al pasar como un retorno anacrónico y un poco sentimental a la tradición deportiva (“¡qué sorprendentemente formales que son!”); de repente se siente conmovido ante la bondad general del mundo, pero se moriría de aburrimiento y de indiferencia si los luchadores no retornasen rápidamente a la orgía de los malos sentimientos, los únicos que constituyen al buen catch.
Extrapolado, el catch formal sólo podría conducir al boxeo o al judo; el catch verdadero, en cambio, sustenta su originalidad en todos los excesos que lo hacen un espectáculo y no un deporte. El final de un combate de boxeo o de un encuentro de judo es seco como la conclusión de una demostración. El ritmo del catch resulta totalmente diferente, pues su sentido natural es el de la amplificación retórica: el énfasis de las pasiones, la renovación de los paroxismos, la exasperación de las réplicas, no pueden desembocar normalmente sino en la más barroca de las confusiones. Algunos combates, y de los más logrados, se coronan con un batifondo final, suerte de batahola desenfrenada donde reglamentos, leyes del género, censura arbitral y límites del ring son abolidos, arrebatados en un desorden triunfante que desborda la sala y arrastra en la confusión a los luchadores, a los segundos, al árbitro y a los espectadores.

Ya se ha señalado que en los Estados Unidos el catch representa una suerte de combate mitológico entre el bien y el mal (de naturaleza parapolítica, dado que el mal luchador siempre se considera que es un rojo). El catch engloba una heroización totalmente distinta, de orden ético y no político. Lo que busca el público aquí es la construcción progresiva de una imagen eminentemente moral: la del canalla perfecto. Se va al catch para asistir a las aventuras renovadas de una gran primera figura, personaje único, permanente y multiforme como Guignol o Scapin, creador de imágenes inesperadas y a la vez, siempre fiel a su papel. El canalla se muestra como un carácter de Molière o un retrato de La Bruyère, es decir como una entidad clásica, como una esencia, cuyos actos no son sino epifenómenos significativos dispuestos dentro del tiempo. Este carácter estilizado no pertenece a ninguna nación ni a ningún partido, y si el luchador se llama Kuzchenko (apodado Bigote a causa de Stalin), Yerpazian, Gaspardi, Jo Vignola o Nollières, el usuario no le supone otra patria que la de la “formalidad”.
¿Qué es, entonces, un canall...

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