Cartografías del pensamiento
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Cartografías del pensamiento

Ensayos de filosofía popular

Alejandro León Cannock

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Ensayos de filosofía popular

Alejandro León Cannock

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¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Qué relación mantenemos con las diferentes manifestaciones del poder? ¿De qué manera están determinados nuestros deseos? ¿Existe alguna relación entre viajar y pensar? ¿Cómo debemos educar a las futuras generaciones? ¿Realmente somos libres? Estas son algunas de las preguntas que a lo largo de la historia han ocupado el tiempo de reflexión de los más importantes filósofos. Pero, ¿tienen algo que ver con nosotros? Un prejuicio muy difundido señala que la filosofía es una disciplina excesivamente teórica y que, por ello, está completamente desconectada de los problemas comunes que preocupan a los seres humanos en su vida cotidiana. Esta imagen la ha ubicado, sobre todo hoy en día, en una posición extremadamente marginal, no solo al momento de señalar las profesiones más prestigiosas sino, incluso, al interior mismo del ámbito académico. No obstante, si pensamos detenidamente en aquellas preguntas, veremos que también son asuntos que nos inquietan a todos, independientemente de nuestra edad, nacionalidad, creencias, intereses y anhelos. ¿Quién no se ha preguntado más de una vez por el amor, la libertad, el poder, la educación, el tiempo, la identidad, etcétera? Cartografías del pensamiento. Ensayos de filosofía popular es un intento de poner al alcance del gran público una herramienta de reflexión que no abandone la profundidad del pensamiento filosófico pero que, al mismo tiempo, tenga la capacidad de hablarle directa y significativamente a todo aquel que ponga interés en estos temas, los cuales son, en definitiva, aquellos que nos preocupan a todos en tanto seres humanos. Es, por ello, un libro de filosofía pero para no filósofos.

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Información

SEGUNDA PARTE

Ética y pedagogía

Caminos de libertad.
La educación como tarea ético-política69

VIDA Y PROFESIÓN: LA DIFICULTAD DE SER MAESTRO
Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en escribir un ensayo sobre la educación es que yo también soy un maestro y que, por ello, es también un texto dirigido hacia mí mismo. Esta es mi primera idea, mi punto de partida; pero, al mismo tiempo, mi primera barrera, pues lo más complicado es aquello que nos involucra, aquello que muestra el reverso de nuestra piel. Sin embargo, justamente por ello, son lo más importante, lo que le otorga plenitud y densidad a nuestra existencia, haciendo de ella algo más que un simple pasaje. Asumo, entonces, desde mi posición de profesor universitario con más de 10 años transitando las aulas, el reto que me presentaron un grupo de colegas al invitarme a escribir esta carta a los maestros.
Como preámbulo, creo que es necesario deshacernos de un cliché, ideológico incluso, que perjudica, a mi juicio, nuestra manera de entender la naturaleza del trabajo. Me refiero a la clásica separación entre vida profesional y vida privada. Esta distinción ha generado una percepción del trabajo como un espacio de sacrificio, mientras que la vida no laboral se define como el espacio apropiado para la realización de nuestros deseos y pasiones. Pienso, por el contrario, que es clave para alcanzar un desempeño laboral cargado de sentido y que no sea experimentado como una forma de enajenación, que todos los profesionales se reconozcan a sí mismos como siendo ellos mismos, esencialmente, su profesión. Me explico: cuando uno está íntimamente comprometido con lo que hace, con aquello a lo que dedica su tiempo, sus alegrías y sus penas, entonces la brecha entre vida y profesión (asuntos del hogar/ asuntos del trabajo) se torna artificial y carente de sentido. Por ejemplo, yo no soy, por un lado, Alejandro en sí mismo y, por el otro, Alejandro el profesor de Filosofía. Esta sería una visión ciertamente esquizoide de mí mismo. Por el contrario, si asumimos que todas nuestras opciones nos definen, que nuestra historia nos produce, entonces no hay más yo que aquel que resulta de, y a la vez unifica a, nuestras múltiples pertenencias, dentro de las cuales hay algunas especialmente relevantes. En nuestro caso −yo que les escribo, y ustedes que me leen−, formamos parte de una comunidad específica que trasciende lo meramente laboral, y que se inscribe por ello en un particular modo de ser en el mundo: ser maestros. Somos maestros al levantarnos, mientras transitamos el día y evidentemente al empezar a soñar. Educar no es, pues, una tarea exterior; es una expresión íntima de nuestro ser.
Tomando como punto de partida esta esencial unidad, ¿qué caracteriza y qué define singularmente a esta manera de ubicarnos ante la realidad −frente a la sociedad y sus problemas, y frente a los seres humanos con los que compartimos anhelos y expectativas− a la que llamamos ser maestro? Construir una respuesta a esta cuestión, al menos indirecta, es el objetivo final de este ensayo. Pero, como les decía líneas arriba, esta es una pregunta difícil, porque no implica únicamente definir de manera abstracta e intelectual −como quien recurre a un diccionario, a un manual o a una enciclopedia− en qué consiste nuestra profesión, sino también, y principalmente, involucra ponernos en evidencia a nosotros mismos, quienes nos dedicamos y vivimos esta profesión diariamente, para proponer así una respuesta que emerja de nuestra experimentación concreta del aula, una respuesta entonces vital. Por ello, preguntar ahora qué significa ser maestro es una manera oblicua de preguntarme quién soy yo, y de reenviarles la pregunta a ustedes, maestros lectores.
Sigo entonces penetrando en la cuestión, en mí, en ustedes. Son más de 10 años de mi vida dedicados a la enseñanza; 10 años en los que paulatina y aparentemente he dejado de ser aprendiz y he empezado a ocupar, cada vez con mayor compromiso, el rol de educador. ¿Qué he aprendido en todo este tiempo acerca de la educación, es decir, de la formación de otros? Aunque parezca increíble, e inclusive contradictorio, cada año que pasa siento que poseo menos certezas, menos verdades, menos autoridad inclusive. Parafraseando el bello subtítulo de Diario Educar. Tribulaciones de un maestro desarmado, del gran educador Constantino Carvallo70 −fundador y director del colegio Los Reyes Rojos−, debo confesar que cada año que pasa me siento un maestro más desarmado. Y no por desidia o desinterés, sino porque poco a poco he comenzado a verme a mí mismo más pequeño y frágil frente a la inmensa tarea que representa preocuparse por la formación del mundo interior de nuestros jóvenes, en otras palabras, por el futuro de nuestro país. Me siento en la posición del joven Alcibíades, quien aspiraba ansiosamente gobernar su polis,pero que, a juicio de Sócrates, aún no estaba preparado, pues no podía ocuparse de la inmensa y crucial tarea de proteger a sus conciudadanos y a la ciudad si antes no se había cuidado a sí mismo71. O como también sostiene cierta sabiduría popular: si quieres iniciar la maravillosa, pero muy delicada tarea de criar a un hijo, antes debes poder proteger a un animal o a una planta; pero, para poder hacer esto, primero debes tener la capacidad de cuidar lo más próximo e íntimo que posees: a ti mismo. Ante esto, imaginen la incertidumbre que me embarga cada día antes de cruzar el umbral de mi aula, antes de emitir la primera frase frente a decenas de oídos que ávidos esperan encontrar sentido en ellas −como yo y cada uno de ustedes también lo hicimos, aunque lo hayamos olvidado−. A pesar de esta gran dificultad, no me paralizo, pues sobre la educación hay mucho que decir (y hacer).
EDUCAR NO ES INFORMAR: HACIA LA CREACIÓN DE UTOPÍAS Y VISIONES DE MUNDO
Les propongo, entonces −reflexionando sobre mi propia experiencia, sobre mis debilidades y fortalezas−, un punto de partida en torno al significado de ser maestro: educar a otros requiere necesariamente ubicarnos dentro del proceso (intersubjetivo) de enseñanza/aprendizaje, pues ambas tareas son las dos caras de una misma realidad dialéctica. Por ello, los maestros no debemos pensarnos como simples facilitadores o agentes externos que desde su sabiduría trascendente le dictan al ignorante aprendiz aquellos dogmas sagrados que debe conocer; enseñar no debe confundirse con adoctrinar, actividad dogmática que muy probablemente vaya en contra de la auténtica educación. ¿Qué nos queda entonces si nos asumimos como maestros desarmados, si rechazamos abiertamente la doctrina? En una dirección muy diferente de aquella que ve en el profesor al «policía del saber», los maestros tendrían que bajar al llano para devenir cómplices e intercesores de los alumnos, orientándose principalmente a generar resonancias e impactos movilizadores para que los aprendices puedan imaginar nuevas posibilidades de vida, es decir, formas alternativas de existencia que colaboren con su florecimiento. Debemos nosotros los maestros, dentro y fuera del aula, valiéndonos de nuestras experiencias, ayudar a crear utopías: representaciones de un futuro anhelado, pero inscritas en el presente como detonadores imaginarios del cambio. Es esta nuestra mayor responsabilidad, y de acá que no debamos pensar nunca la educación sin la ética y sin la política. ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo ayudarlos a ver, imaginar y crear la utopía? Esta es la clave, proponer formas de hacerlo es nuestro mayor reto. Y el más urgente, sobre todo en un país como el nuestro, que pide a gritos una profunda reforma de las subjetividades y de los vínculos que sostienen el tejido social.
Desde esta perspectiva ético-política de la pedagogía, esta no se identifica con la facilitación de información por parte del profesor, y con la adquisición de la misma por parte de los alumnos. Pues si fuera así, la relación entre ambos sería meramente accidental, artificial y externa, y pronto el profesor podría ser reemplazado por una máquina o una computadora (¡por Wikipedia!). De ser así, no existiría un vínculo espiritual, afectivo y moral entre los agentes de la educación; sin embargo, como bien sabemos quienes estamos insertos en esta grata pero difícil empresa, la auténtica educación pasa por tocar el alma del alumno, no por llenar su cabeza con ideas. Por ello, es una tarea tan delicada, en la que inclusive se juega la vida −no la biológica, sí la espiritual− del aprendiz. Constatar que muchas veces confundimos educar con informar (con producir especialistas) es uno de los motivos centrales que me hacen sentir desarmado, pero al mismo tiempo es lo que me brinda las fuerzas para continuar, pues saber que en el aula tenemos la posibilidad concreta de lograr que algo suceda con nuestros alumnos en el intercambio (¡una revolución interior!), me llena de esperanzas para imaginar otro futuro (¡una utopía!).
Sin embargo, no siempre entendí la educación de esta manera. Cuando empecé a enseñar como jefe de prácticas de cursos de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú, sin duda sentía la inseguridad propia de quien inicia una nueva tarea, pero al mismo tiempo estaba muy confiado de mi saber, del conjunto de conocimientos que poseía y que debía, clase a clase, transmitirle a mis alumnos. Seguridad que había adquirido en la Facultad de Filosofía de dicha universidad, donde desgraciadamente se comprende la educación a partir de la adoración del concepto y la teoría; donde, en contra de lo que estoy proponiéndoles ahora, aprender es saber mucho sobre un tema; donde se sacraliza la interioridad del libro y se rechaza la exterioridad de la experiencia. Por ello, tal vez, los filósofos seamos vistos como individuos desconectados de la realidad; y la filosofía, como una disciplina inútil e impotente. Han pasado varios años desde aquel inicio, y actualmente, luego de haber continuado con otros estudios, seguramente sé mucho más de lo que sabía en aquel entonces. No solo porque el tiempo me ha permitido leer más, estudiar, especializarme y compartir con otros profesionales, sino también porque los años me han permitido volver una y otra vez sobre los mismos temas, para repensarlos desde diferentes perspectivas. Y creo que esto es muy valioso. Indudablemente. Sin embargo, en vez de sentirme más confiado, más seguro, más decidido... me ocurre todo lo contrario −y esto a primera vista es claramente paradójico−. Hoy en día tengo más dudas que hace unos años acerca de mi saber, de mis verdades y de la información que poseo; por ello, desconfío más de mí mismo como transmisor de conocimientos, como maestro.
Sin embargo, esto no me detiene, pues la pérdida de confianza en mi conocimiento se ha visto suplida por una nueva confianza. Mi seguridad ahora ya no se sostiene, como sucedió inicialmente, en mis pequeñas verdades enciclopédicas, inclusive ahora, en algunos momentos de sentimientos extremos, siento que estas son prácticamente irrelevantes. Sé que esta posición es radical, pero expresarla así me sirve para marcar una distancia reflexiva que considero útil al momento de develar los engranajes que mueven, o los hilos que gobiernan, la puesta en escena de nuestra labor como educadores. Entonces, si no es el saber que detento como autoridad el fundamento de mi relación pedagógica y de mi confianza, ¿en qué se sostiene? Como sostuve líneas arriba, en mi capacidad de volverme parte de la manada, lobo entre los lobos, cómplice o intercesor, y a partir de ahí, en la posibilidad de compartir con ellos mi visión de mundo.
Así, pues, los años que he pasado dentro de las aulas −no solo como profesor, sino también como alumno− me han llevado a pensar y creer que lo más importante en esta tarea es transmitirles a quienes comparten con nosotros ese espacio-tiempo complejo que es el aula, que existen muchísimas, indefinidas, múltiples maneras de percibir, sentir, pensar y actuar en el mundo; en pocas palabras, que la vida (y nosotros como parte de ella) es, como propone el existencialismo humanista de Jean Paul Sartre, siempre un proyecto abierto que se caracteriza fundamentalmente por su plasticidad, es decir, por la capacidad que tiene de ser de otra manera. En pocas palabras, que la vida es libertad72. Es a esto a lo que me refiero cuando les digo que la tarea del maestro es compartir su visión de mundo (y nunca cómo debería ser el mundo). El maestro es por ello un vidente o un brujo. No porque posea una visión más verdadera, correcta, adecuada o debida de la realidad. Simplemente, porque el tiempo, la experiencia y el intercambio le han permitido desarrollar una sensibilidad que le permite ver el mundo como un signo lleno de significaciones, plegadas, ocultas, encriptadas, que a su vez exigen de nosotros, aprendices o pensadores, que las descifremos, interpretemos, como los egiptólogos frente a sus jeroglíficos73. Alcanzar esta videncia, es lo que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche decía que nos transformaría radicalmente, haciendo de nosotros superhombres, individuos con una alto grado de sensibilidad que, habiéndose reapropiado de su libertad, son capaces de otorgarle sentido y valor a la existencia desde múltiples perspectivas74.
Llego en este momento a una segunda parada en mi camino, a una conclusión intermedia. El aula, convertida en un laboratorio de experimentación, debería entenderse entonces más que como un espacio de transmisión de verdades, como un tiempo de liberación de subjetividades, cuerpos y mentes. Hacer de nuestros alumnos superhombres, amantes de la pluralidad de visiones, es ayudarlos a desarrollar virtudes fundamentales para sostener una convivencia libertaria en un mundo globalizado, heterogéneo y conflictivo como el que nos ha tocado vivir: tolerancia, reconocimiento y empatía. Solo aquel que acepta que existen otras maneras de comprender, valorar y otorgarle sentido al mundo, además de la propia, puede compartir y abrir su existencia a los otros que no son parte del nos(otros). Además, solo aquel que acepta el perspectivismo es capaz de generar ese espacio (imaginario, pero con efectos reales; presente, pero orientado al futuro) del que les hablaba líneas arriba: la utopía. Compartir nuestra visión de mundo no es más que empujar a los otros a pensar de otra manera, es decir, a ir hacia su libertad.
NECEDAD Y DESIDIA, ENEMIGOS DE LA LIBERTAD
Pero claro, no debemos ser ingenuos, esta tarea no es simple. Es más, lo que he señalado como esencial del quehacer pedagógico es muy complejo de alcanzar y me animaría a afirmar que generalmente no ocurre. Dos enemigos aparecen imponentes frente a quienes nos encontramos comprometidos en esta empresa, ya seamos maestros o alumnos. Dos enemigos que operan socialmente; pero que, sobre todo −y es esto lo que los hace tan poderosos− lo hacen desde lo más íntimo de nuestra propia subjetividad. Me refiero a la necedad y a la desidia. La necedad consiste principalmente en desplegar un pensamiento cerrado o total, esto es, un pensar que asume una única manera de aproximarse al mundo como la idónea. Desde el lenguaje ordinario decimos de estas personas que son cuadriculadas. La tendencia hacia la necedad está presente en todas las personas e instituciones, pues están atravesadas, consciente o inconscientemente, por un marcado deseo de poder. Todos estamos formados por múltiples microfascismos. Y esto lo podemos corroborar en nuestra propia experiencia: un padre autoritario, una madre castrante, un hermano abusivo, una pareja dominante, un amigo manipulador, un jefe prepotente, etcétera. Incluso, en nuestra propia autorelación, algunos aspectos de nuestra personalidad buscan imponerse a los demás: por ejemplo, muchas veces estamos autoobligados a rechazar ciertas tendencias afectivas en pro de una conducta más racional. Todo esto no es sino expresión, como decía el filósofo francés Gilles Deleuze, del pequeño tirano que llevamos dentro75. Pero hay más, la tiranía de la necedad aparece bajo dos máscaras perversas que buscan legitimarla: el dogmatismo y el sentido común.
Por un lado, el dogmatismo alude básicamente a un conjunto de verdades que se espera sean asumidas por el aprendiz simplemente porque así lo sostiene alguna autoridad, ya sea un individuo, una institución o una tradición. En la escuela y en la universidad, pero también fuera de ellas, esta forma de necedad o tiranía es muchas veces abrumadora. Existe determinada verdad o valor que se debe defender y promover porque la ciencia lo ha establecido, o porque la Iglesia lo postula, o porque tal autoridad lo sostuvo, o porque en aquel famoso libro se dice eso. En estos casos, lo que se espera del proceso de enseñanza/aprendizaje es que el alumno adecúe su pensamiento y su conducta a esa verdad o ese valor postulados desde la trascendencia del dogmatismo. Así, quien lo hace estará por el buen camino; quien se resiste, por el contrario, se desviará hacia el sendero equivocado.
Por su parte, el sentido común opera con la misma lógica que el dogmatismo. Su diferencia específica radica en que quien se erige como autoridad para postular y defender una particular manera de ser en el mundo como la ideal, como la que debe seguirse, no es una institución específica (ciencia, religión, sistema educativo, etcétera), sino el erróneamente promovido sentido común. ¿Qué es en sentido estricto el sentido común? Es simple y llanamente la opinión de la mayoría, lo políticamente correcto, lo que se asume como dado sin cuestionamiento ni crítica de por medio. En pocas palabras, el fácil «así son las cosas». El sentido común es, desde esta perspectiva, el más poderoso reproductor de prejuicios, clichés, modas y estigmas; y, generalmente, son los medios de comunicación, el marketingy la publicidad los encargados de normalizarlos al esparcirlos indiscriminadamente por todo el espacio social, formateando con ello las conciencias y los cuerpos del ciudadano que, acríticamente, bebe diariamente altas dosis de estas formas de necedad.
La necedad es, entonces, bajo cualquiera de sus rostros, una forma de reprimir o eliminar las singularidades diferenciales en beneficio de una universalidad homogeneizante. Universalidad que, evidentemente, se defiende y justifica no porque sea valiosa o verdadera en sí, sino porque representa los intereses de algún grupo de poder. Frente a esto, uno de los retos fundamentales a los que nos enfrentamos los educadores −y los ciudadanos en general− es al creciente aumento de necedad a nuestro alrededor. Por ello, el aula, la relación con cada alumno y la relación con uno mismo debe ser una trinchera de resistencia frente al dogmatismo y al sentido común. De acá que el acto concreto de enseñar debamos repensarlo y redefinirlo como una máquina de guerra para derrocar a los micro- (y macro-) fascismos que continuamente se levantan sobre (en) nosotros. Debemos, entonces, estar alertas constantemente, sobre todo de nosotros mismos, para no convertirnos, por descuido o delirio, en sacerdotes que dogmatizan en el aula o en marketeros que reproducen clichés al servicio del mercado. Y recordemos siempre nuestra propia historia para tener ...

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