Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)
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Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)

Marcelo Sain

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Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)

Marcelo Sain

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Si la inseguridad es el fantasma –o el hecho– más temido, y constantemente acapara la atención de los medios, ¿cómo podríamos no verla? Sin embargo, esa extrema visibilidad es engañosa. Como uno de los máximos expertos en temas de seguridad, Marcelo Sain sostiene que la cuestión está mal planteada por los gobernantes, los periodistas especializados y la academia, y que esto alimenta lugares comunes y mitos inútiles. Pese al consenso extendido sobre la complicidad de la policía con el crimen organizado, nos dejamos llevar por los oportunistas que claman por más uniformados, patrulleros, motos, helicópteros, videocámaras y armamento letal, cuando no por una reforma de las normas penales. Pero es sabido que sólo se trata de fuegos de artificio que preservan el statu quo y los negocios y que, a lo sumo, tranquilizan por un rato.Sistematizando información sobre casos de violencia o denuncias resonantes, Sain va más allá de la crónica policial y traza un panorama preciso y claro del problema. Interroga la evidencia que aportan los expedientes judiciales a partir de hipótesis implacables. En la Argentina, no hay emprendimiento criminal de cierta envergadura que no cuente con el aval de la policía, en la cual los gobiernos delegan la gestión de la inseguridad. Por efecto de un doble pacto –delincuentes y policías en función de la recaudación, policías y políticos en pos de una gobernabilidad tranquila–, el Estado regula el delito, integrando una verdadera asociación ilícita que no sólo libera zonas, sino que apoya a ciertas bandas en detrimento de otras, eliminando competidores, sembrando pistas falsas y desviando investigaciones, condicionando a jueces y fiscales.Este libro llega al fondo de un tema que parece omnipresente pero que se encuentra extrañamente soterrado. Y propone vías realistas y factibles para desarmar los circuitos de estatalidad ilegal que hoy prosperan, a fin de que el crimen, en el mejor de los casos, se "privatice" y se fragmente.

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1. Estado y crimen organizado: notas conceptuales
Existen diversas y numerosas experiencias históricas que, en el nuestro y en la mayoría de los países del mundo, dan cuenta de la permanente articulación de relaciones entre policías y delincuentes. En ciertas ocasiones, el vínculo consiste en el intercambio de protección a cambio de información, dinero o algún otro beneficio material. Estas prácticas corruptas pueden estar más o menos expandidas en ciertas instituciones policiales, o en algunas de sus dependencias o secciones; pueden estar acotadas a acciones de carácter individual, o a grupos internos localizados. Tal conjunto de vinculaciones adquiere cierta relevancia y una serie de especificidades cuando se trata de modalidades propias de la criminalidad organizada abocada al gerenciamiento de mercados ilegales en los cuales se proveen bienes y servicios a partir de sustancias, mercancías o personas. El narcotráfico, que es aquí nuestro objeto primordial de interés, constituye la modalidad más relevante y de mayor envergadura del crimen organizado estructurado en torno a mercados ilegales.
Carlos Flores Pérez sostiene que, más allá de la diversidad de enfoques teóricos y esquemas conceptuales, la relación con el Estado y sus autoridades resulta uno de los factores constitutivos del crimen organizado, que describe como
un sistema de relaciones sociopolíticas perdurables, caracterizadas por el establecimiento de redes clientelares de cooperación entre criminales profesionales y funcionarios públicos; y que persigue el propósito de obtener ganancias económicas mediante el desarrollo de diversas actividades ilícitas, apoyadas, en última instancia, por el uso de la violencia.
Además, destaca que en esas relaciones
el patrón y el cliente pueden ser indistintamente funcionarios o criminales, de acuerdo con las condiciones sociopolíticas que imperen en el medio en el cual se desarrolla el vínculo y pueden articularse por medio de una amplia variedad de estructuras organizativas en mayor o menor grado jerarquizadas (Flores Pérez, 2009: 88).
En suma, para este estudioso, la cobertura política es necesaria para la configuración y el desarrollo de la criminalidad organizada, lo que, entre otras condiciones, deriva de la temporalidad y la espacialidad de sus emprendimientos ilegales de carácter preminentemente económico, lo que resume en tres sentencias. Primero, hablar de “crimen organizado” implica una perdurabilidad que sólo es posible si media la protección de la autoridad política que permite a los grupos organizarse y escapar de las sanciones legales. Segundo, cuanto más poderosa y amplia es la organización criminal, más necesita relacionarse con la autoridad política, ya sea en su conjunto o fragmentada. La excepción sería el caso en que un Estado pierde por completo el control de una zona geográfica, que pasa a manos de los delincuentes. Y tercero, la organización criminal no persigue un fin político sino uno exclusivamente económico, por lo que no le interesa confrontar con el Estado; “le es más rentable la cooperación que la confrontación” (2009: 89-90).
La evidencia de que el crimen organizado entraña algún grado de protección de la autoridad convierte en ficción el recurrente postulado de que este es ajeno y extraño al Estado (el cual siempre se presenta como “legal”, nunca connivente con el delito y, menos aún, estructurante de ilícitos). Dicha ficción da lugar a un conjunto de falacias ampliamente difundidas en el ambiente político y periodístico local. Estas permiten comprender los diferentes relatos oficiales y mediáticos que, a modo de supuestos, se reiteran de manera cotidiana: entre ellos, que el ambiente público siempre es hostil a las organizaciones criminales; que los funcionarios en su conjunto, exceptuadas las “manzanas podridas”, son ajenos a las actividades ilícitas que se encargan de perseguir; que los casos documentados de vinculación entre organizaciones criminales y funcionarios públicos, no importa su nivel jerárquico, son producto de iniciativas individuales y no obedecen a prácticas institucionalizadas ampliamente arraigadas y difundidas; que, en todo caso, son los criminales quienes corrompen a los funcionarios. A todo esto se agrega la persistente tendencia a presentar el crimen organizado como integrado por agrupaciones étnicamente circunscritas, extranjeras, con nulo o escaso contacto y cobijo de las estructuras políticas y socioeconómicas de las sociedades en que se insertan (Flores Pérez, 2009: 105).
Estas consideraciones son útiles para abordar los casos aquí analizados, que se relacionan con el narcotráfico. En la provincia de Buenos Aires, las ficciones y falacias mencionadas resultan cada vez menos eficaces para su propósito de encubrimiento.
¿Gobernabilidad pactada?
En nuestro país, la mayoría de los vínculos articulados entre policías y criminales se inscribe en un conjunto de prácticas institucionalizadas mediante las cuales el Estado “regula” el delito. No se trata sólo de una componenda policial-criminal sino de una forma de gobernabilidad política de la seguridad y, específicamente, de una forma de gestión y control de la criminalidad compleja que ha implicado la intervención de un actor dominante en la trama: los gobiernos políticos. Esa forma de gobernabilidad y gestión se ha materializado en un pacto de doble vía. Por un lado, un pacto político-policial, que implicó la delegación del gobierno de la seguridad pública, por parte de las sucesivas autoridades gubernamentales, a las cúpulas policiales (Sain, 2015c: cap. 2). Por otro lado, un pacto policial-criminal concretado en el control de los delitos –en especial, los de criminalidad compleja–, que queda en manos de la policía, en cuanto regula y, a menudo, participa en la trama.[4]
Todo esto ha dado lugar a la conformación de una institucionalidad estatal ilegal que ha adquirido un papel relevante en cierto control (irregular) del crimen y en la apropiación de una porción de los fondos generados por la actividad delictiva manipulada policialmente. Así, la regulación del emprendimiento criminal implica, a la vez, una estrategia de control delictivo a través de la participación en el negocio criminal y un modo de apropiación de una parte de las ganancias generadas por esos negocios, regenteados en definitiva por el Estado.
Por eso, el pacto policial-criminal supone dos aspectos fundamentales de la relación entre la policía y los grupos delictivos. En principio, supone la habilitación policial al crimen, marco en que la policía consiente, tolera o directamente autoriza el desarrollo de ciertas actividades criminales estableciendo sus modalidades, espacialidades y temporalidades; es decir, fijando el quantum criminal. Como anticipamos, además de habilitar el crimen, es un actor que cumple un doble rol en el emprendimiento delictivo: el de regulador y el de socio. En los dos casos, se trata de una modalidad de control ilegal del crimen. Del lado delictivo, se asume el compromiso de efectuar ilícitos dentro de los parámetros impuestos por la policía, lo que supone una adaptación a esos designios. El otro factor implica la estructuración de un dispositivo de financiamiento de la policía mediante la apropiación de dinero proveniente de delitos tanto protegidos como regulados por miembros de la institución. El compromiso consiste en la producción y transferencia a la policía de una porción de esos fondos, conforme a los términos de reparto negociados.
Sin embargo, lo que importa al gobierno político es una sola cuestión: que la gestión del crimen –legal e ilegal– efectuada por la policía oculte la problemática delictiva y, en caso de no lograrse, que esta no genere ningún tipo de escándalo político. ¿A qué se debe esta preocupación? En términos de John Thompson (2001: 32), los escándalos implican transgresiones que son conocidas por terceros y revisten una gravedad tal que provocan una respuesta pública. Se trata de la vulneración de valores o códigos morales, pero además entrañan un componente de secreto u ocultación, lo que conduce a la desaprobación de aquellos que, ajenos a los hechos, pueden sentirse ofendidos y, por ende, expresar su desaprobación en denuncias públicas. En los casos que nos ocupan, es cuestión de construir una clandestinidad eficaz que impida que los hechos de la inseguridad escalen a estrépito público o –de quebrarse esa clandestinidad– que evite la escandalización de lo que salió a la luz; o bien, en su defecto, que el escándalo se vea atenuado. El objetivo final de la política es uno solo: la gobernabilidad pactada debe ser tranquila, sin crisis ni trances problemáticos o desestabilizantes para la gestión de turno.
Narcotráfico, mercado ilegal y violencia en la provincia de Buenos Aires
La transformación del fenómeno criminal ligado al narcotráfico es notoria en la provincia de Buenos Aires. Y, como se dijo, el crecimiento y la diversificación del mercado ilegal de drogas en el distrito fue concomitante con el incremento de la violencia entre las bandas criminales, cada vez más robustas en términos financieros y organizativos. Enrique Font da cuenta de esas contiendas para el caso de Rosario; pero su descripción se adecua a la situación en la provincia de Buenos Aires.
El negocio de la droga se ha extendido de tal manera que ha provocado una saturación de los territorios y se ha vuelto más difícil de controlar. Pero esa expansión tiene límites porque no hay clientes para todos y la capacidad territorial es limitada. Por eso se producen fricciones que se dirimen de manera violenta, armada, con homicidios. […] Se nota una mayor accesibilidad al negocio y, si antes eran dos o tres personas las que controlaban el tráfico de drogas en la ciudad, lo que era más fácil de controlar desde el Estado, hoy son muchos[,] en un territorio limitado y con clientes limitados, por lo que las disputas por esos espacios crecen y se dirimen violentamente y con muertes. […] Crecen los asesinatos por enfrentamientos en los que aparecen, como víctimas o victimarios, personas ligadas a economías delictivas, principalmente al tema de las drogas (Font, 2011).
Como destaca el Barómetro del Narcotráfico y las Adicciones en la Argentina (en adelante “Barómetro”) de la Universidad Católica Argentina, el tráfico de drogas ilegales deteriora el espacio público, sobre todo en los barrios más vulnerables.
Las personas que habitan en estos territorios son gravemente perjudicadas por la expansión del narcotráfico. […] Existe mayor exposición al tráfico y a las adicciones con consecuencias negativas para la salud individual y para el bienestar de los grupos familiares afectados. Al mismo tiempo, los residentes […] tienen mayores posibilidades de ser víctimas de hechos violentos producto de organizaciones delictivas. […] Cabe destacar que el establecimiento de redes de comercio ilegal contribuye a la construcción de territorios estigmatizados [y entonces] sus habitantes […] tienden a ser objeto de la violencia estatal que se manifiesta en abusos y arbitrariedad por parte de las fuerzas de seguridad (Barómetro, 2015: 8).
Esa es también la consideración que realiza el sacerdote José María Di Paola, conocido como “Padre Pepe”, quien señaló que el narcotráfico crece sin pausa en las villas porteñas y del Conurbano, y reclamó una presencia mucho más inteligente del Estado.
En las villas ha crecido en los últimos años el consumo pero más, y sin control, el narcotráfico. La Argentina lamentablemente ha pasado a ser un país donde se ha asentado el narcodelito, y eso genera un drama muy grande en la vida de la gente. […] Hay realidades de las villas que son lacerantes. Las barriadas sufren narcotráficos, o narcomenudeo, sufren la violencia, el desamparo mucho más que en otros lugares. Y muchas veces se los presenta al revés, como lugares por donde no hay que pasar. Los primeros que sufren la violencia son los vecinos de los barrios más pobres.[5]
Ahora bien, el accionar y cierto dominio narco en algunos suburbios populares de las grandes urbes conviven con numerosas modalidades de participación social de los órganos públicos, así como con la intervención activa de diferentes dependencias policiales. No hay ausencia de Estado, sino una suerte de connivencia entre actores estatales y delincuentes, que es a veces conflictiva y otras hasta cooperativa y convergente, lo cual, en todo caso, demuestra la existencia de un activo Estado ilegal.
Enrique Desmond Arias, al analizar el narcotráfico desplegado en las favelas de Río de Janeiro, destaca que en esos espacios existe una compleja y permanente interacción entre los grupos de traficantes, los dirigentes sociales (o “líderes cívicos”) y los funcionarios estatales que realizan allí labores de gestión social, así como el trabajo de “aplicación de la ley” (los policías). Estas interacciones indican, en su opinión, que los conflictos y las divisiones entre estos actores no pueden ser entendidos “simplemente como enfrentamientos entre el Estado y los criminales”.
El problema no es el Estado fallido, sino […] las formas de compromiso entre los actores estatales y los criminales [narcotraficantes], y la forma en que estas conexiones conducen al despliegue del poder del Estado, de tal manera que socavan el estado de derecho y establece un orden separado, localizado (Desmond Arias, 2006a: 324).
Como resultado de esta componenda, “el poder de los narcotraficantes […] no proviene de la ausencia del Estado, sino […] de la forma en que el Estado está presente” (Desmond Arias, 2006b: 192). Dicha situación no excluye la violencia como una modalidad de relacionamiento: en numerosas experiencias históricas, la fuerte presencia de narcos en los barrios populares ha sido concomitante con hechos de violencia que, de alguna manera y en diferentes coyunturas, han signado la vida cotidiana de esos lugares.
Por cierto, como afirma Bergman (2016), “la violencia puede escalar cuando no hay instancias arbitrales de poder […] que controlen el mercado de la droga”. Para el caso argentino, este estudioso atribuye ese papel arbitral a las “bandas organizadas” u “organizaciones más o menos hegemónicas que controlan el tráfico”: cuando los grupos narcos incurren en una “pugna” entre ellos, como en Rosario, los niveles de violencia se incrementan, dice Bergman (2016: 51).
Sin embargo, para que ello ocurra, las organizaciones de narcos deberían tener un protagonismo regulador y dominante no sólo sobre otros grupos delictivos competidores, sino aun sobre el sistema policial, y no parece haber en nuestro país actores criminales con esa capacidad. En la Argentina, y en especial en la provincia de Buenos Aires, el papel gerencial y arbitral en los mercados internos de drogas ilegales lo ejerce la policía; en ese contexto, el aumento de la violencia por el control de los espacios relevantes para las actividades de organizaciones o facciones criminales sólo se da cuando se quiebra el dominio territorial y la regulación criminal de la policía.
Los tres casos que analizaremos a continuación dan cuenta de lo expuesto. Dos de ellos, “Candela” y “Santiso”, ocurrieron en el municipio de San Martín y el tercero, “Bressi”, si bien tiene una envergadura mayor, también ha estado relacionado, entre otras localidades, con San Martín, sede de procesos que parecen replicarse en todo el ámbito de la provincia.
San Martín, zona caliente
Situado en la región norte del primer cinturón del Gran Buenos Aires, el municipio de San Martín abarca 55,75 km2 y está integrado por veintisiete localidades. Limita con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Capital Federal) ...

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