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ZAFARRANCHO EN QUAI DES ORFÈVRES
A partir de las tres y media, Maigret empezó a levantar la vista de vez en cuando para mirar la hora. A las cuatro menos diez rubricó la última hoja que acababa de anotar, echó la silla para atrás, se enjugó la frente y dudó entre las cinco pipas depositadas en el cenicero que se había fumado sin tomarse la molestia de vaciarlas después. Acababa de pulsar un timbre con el pie debajo de la mesa, y estaban llamando a la puerta. Secándose la frente con el pañuelo desplegado, gruñó:
—¡Adelante!
Era el inspector Janvier. Al igual que el comisario, se había quitado la chaqueta, pero se había dejado la corbata, mientras que Maigret había prescindido de la suya.
—Di que pasen esto a máquina. Que me lo traigan para firmarlo en cuanto lo tengan. Quiero que Coméliau lo reciba esta misma tarde.
Era el 4 de agosto. Las ventanas estaban abiertas pero no refrescaba porque dejaban entrar un aire caliente que parecía emanar del asfalto reblandecido, de las piedras ardientes y del mismo Sena, que en cualquier momento empezaría a humear y borbotear como el agua hirviente al fuego.
En el pont Saint-Michel, los taxis y los autobuses no iban tan deprisa como de costumbre, parecían arrastrarse; no sólo los policías judiciales iban en mangas de camisa, también los hombres en las aceras llevaban las americanas colgadas del brazo, y hacía un momento que Maigret había visto a algunos en pantalón corto, como si estuvieran en la playa.
En París no debía de quedar más que una cuarta parte de la población, y seguramente todos pensaban con la misma nostalgia en los otros parisinos, que a esa misma hora tenían la suerte de estar jugando con las olas o pescando a la sombra en algún río apacible.
—¿Han llegado los de enfrente?
— Aún no los he visto. Lapointe está vigilando.
Maigret se levantó como si hacerlo requiriese un gran esfuerzo, escogió una pipa, la vació, comenzó a llenarla, se dirigió por fin hacia una ventana y se quedó de pie, buscando con la mirada cierto café restaurante del quai des Grands-Augustins. La fachada estaba pintada de amarillo. Había que bajar dos escalones y seguro que dentro se estaba casi tan fresco como en una bodega. El mostrador todavía era un verdadero mostrador antiguo de estaño, había una pizarra en la pared donde figuraba el menú escrito con tiza y el interior siempre olía a calvados.
¡Hasta algunas cajas de los vendedores de libros usados en los muelles estaban cerradas con candados!
Permaneció inmóvil cuatro o cinco minutos, aspirando su pipa, vio pararse un taxi no lejos del pequeño restaurante, bajaron tres hombres y se dirigieron hacia los escalones. La más familiar de las tres siluetas era la de Lognon, el inspector del distrito XVIII, que de lejos aún parecía más bajo y delgado, a quien Maigret veía por primera vez tocado con sombrero de paja.
¿Qué beberían los tres hombres? Cerveza, seguro.
Maigret empujó la puerta del despacho de los inspectores, donde reinaba el mismo ambiente perezoso que en el resto de la ciudad.
—¿El Barón está en el pasillo?
—Desde hace media hora, jefe.
—¿No hay más periodistas?
—Acaba de llegar Rougin.
—¿Fotógrafos?
—Sólo uno.
También el largo pasillo de la Policía Judicial estaba casi vacío, con no más de dos o tres personas esperando delante de la puerta de unos colegas de Maigret. A petición de éste, Bodard, de la Sección Financiera, había citado para las cuatro al hombre del que hablaban todos los días los periódicos, un tal Max Bernat, que dos semanas antes era un desconocido y de repente se había convertido en protagonista del último escándalo financiero en el que había miles de millones en juego.
Maigret no tenía nada que ver con Bernat. En el estado actual de la investigación, Bodard no tenía nada que preguntarle. Pero como Bodard había anunciado descuidadamente que ese día vería al estafador a las cuatro, en el pasillo había por lo menos dos periodistas de la sección de sucesos y un fotógrafo. No se moverían de allí hasta el final del interrogatorio. Y si se extendía el rumor de que Max Bernat estaba en la sede de la Policía Judicial en quai des Orfèvres, tal vez incluso llegase alguno más.
Desde el despacho de los inspectores, a las cuatro en punto se oyó el ligero barullo que anunciaba la llegada del estafador, a quien traían desde la Santé.
Maigret esperó unos diez minutos más, dando vueltas, fumando en pipa, secándose el sudor de vez en cuando, echando una ojeada al pequeño restaurante al otro lado del Sena, y finalmente chasqueó dos dedos y le ordenó a Janvier:
—¡Ya!
Janvier descolgó un teléfono y llamó al restaurante. Allí Lognon debía de estar vigilando junto a la cabina y debió de decirle al patrón:
—Seguro que es para mí. Estoy esperando una llamada.
Todo salía según lo previsto. Maigret, un poco agobiado, un poco inquieto, volvió a su despacho y allí, antes de sentarse, se sirvió un vaso de agua en el lavamanos de esmalte.
Diez minutos más tarde tenía lugar en el pasillo una escena habitual. Lognon y otro inspector del distrito XVIII, un corso apellidado Alfonsi, subían lentamente la escalera y, entre los dos, un hombre que parecía sentirse incómodo y se tapaba la cara con el sombrero.
Al Barón y a su colega Jean Rougin, que estaban de pie delante de la puerta del comisario Bodard, les bastó una ojeada para comprender la situación y se apresuraron mientras el fotógrafo ya preparaba la cámara.
—¿Quién es?
Conocían a Lognon. Conocían al personal de la policía casi tan bien como al de su propio periódico. Si dos inspectores que no pertenecían a la Policía Judicial sino a la comisaría de Montmartre traían a la sede de quai des Orfèvres a un individuo que se tapaba la cara antes incluso de ver a los periodistas, eso quería decir una sola cosa.
—¿Es para Maigret?
Lognon no respondió, se dirigió hacia la puerta del comisario y llamó discretamente. La puerta se abrió. Los tres individuos desaparecieron en el interior. La puerta volvió a cerrarse.
El Barón y Jean Rougin se miraron como quien acaba de descubrir un secreto de Estado, pero como sabían que estaban pensando lo mismo no sintieron la necesidad de hacer ningún comentario.
—¿Es buena la foto?—le preguntó Rougin al fotógrafo.
—Si no fuera porque se tapa la cara…
—Algo es algo. Mándala enseguida al periódico y vuelve aquí a esperar. No se puede prever cuándo saldrán.
Alfonsi salió casi inmediatamente.
—¿Quién es?—le preguntaron.
El inspector pareció sentirse incómodo.
—No puedo decir nada.
—¿Por qué?
—Son órdenes.
—¿De dónde viene? ¿Dónde lo habéis atrapado?
—Preguntad al comisario Maigret.
—¿Es un testigo?
—No lo sé.
—¿Otro...