El mundo de ayer
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El mundo de ayer

Memorias de un europeo

Stefan Zweig, Joan Fontcuberta Gel, Agata Orzeszek

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Memorias de un europeo

Stefan Zweig, Joan Fontcuberta Gel, Agata Orzeszek

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'El mundo de ayer' es uno de los más conmovedores y atractivos testimonios de nuestro pasado reciente, escrito además con mano maestra por un europeo empapado de civilización y nostalgia por un mundo, el suyo, que se iba desintegrando a pasos agigantados. Escritor extraordinariamente popular y testigo de excepción de los cambios que convulsionaron la Europa del siglo XX entre las dos guerras mundiales, Zweig recuerda, desposeído y en tierra extraña-en unas circunstancias personales de insospechado dramatismo-, los momentos fundamentales de su vida, paralela en mucho a la desmembración de aquella Europa central que se quería más libre y segura, al abrigo de la locura y la tormenta. El resultado es un libro capital, uno de los mejores de Zweig y referencia inexcusable para entender los desvaríos de un siglo devastador."Gran radiografía de la cultura europea moderna."Rafael Argullol, El País"El libro prende y no suelta, quizá porque uno lo asume como la memoria de nuestro pasado cercano exprimida por la sensibilidad de un gran escritor que lo vivió con absoluta intensidad."Robert Saladrigas, La Vanguardia

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2011
ISBN
9788492649693

LA AGONÍA
DE LA PAZ

El sol de Roma se ha puesto. Nuestro día murió. Nubes, rocío y peligros se acercan; hemos cumplido nuestra labor.
SHAKESPEARE, Julio César
Así como en su momento Sorrento no significó un exilio para Gorki, tampoco lo fue Inglaterra para mí durante los primeros meses. Austria siguió existiendo después de aquella—así llamada—«revolución» y de la tentativa inmediatamente posterior de los nacionalsocialistas de apoderarse del país mediante un golpe de mano y el asesinato de Dollfuss. La agonía de mi patria habría de durar todavía cuatro años. Podía volver a mi casa en aquel momento, no estaba desterrado, aún no era un proscrito. Nadie había tocado mis libros de la casa de Salzburgo, todavía tenía el pasaporte austríaco, la patria seguía siendo mi patria y yo, ciudadano suyo con todos los derechos. No había empezado aún esa espantosa condición de apátrida, imposible de explicar a quien no la haya padecido en carne propia, esa enervante sensación de tambalearse suspendido en el vacío con los ojos abiertos y de saber que dondequiera que uno eche raíces puede ser rechazado en cualquier momento. Me encontraba tan sólo al comienzo del periplo y, sin embargo, todo fue muy diferente cuando, a finales de febrero de 1934, bajé del tren en Victoria Station; se ve diferente una ciudad si uno ha decidido quedarse en ella o si sólo la visita como turista. No sabía cuánto tiempo viviría en Londres. Me importaba una sola cosa: poder volver a mi trabajo, defender mi libertad interior y exterior. No me compré ninguna casa, porque toda propiedad significa una atadura, sino que alquilé un pisito, lo bastante grande como para colocar una mesa escritorio y guardar en dos armarios empotrados los pocos libros de los que no estaba dispuesto a desprenderme. En realidad, con eso tenía todo lo que un trabajador intelectual necesita. No había espacio para la vida social, es cierto, pero yo prefería vivir en un marco limitado y, a cambio de ello, poder viajar libremente de vez en cuando; sin saberlo, mi vida ya había enfilado el camino de la provisionalidad y abandonado la permanencia en un mismo lugar.
La primera tarde—ya anochecía y los contornos de las paredes se desdibujaban en el crepúsculo—entré en la pequeña vivienda, ya por fin preparada, y me asusté, porque en aquel momento tuve la impresión de entrar en aquel otro pequeño alojamiento que había preparado en Viena, con las mismas pequeñas habitaciones, los mismos libros que me saludaban desde la pared y los alucinados ojos del Rey Juan de Blake, que me acompañaba a todas partes. Necesité de veras un rato para reponerme, pues durante años no había vuelto a recordar aquel domicilio. ¿Era un símbolo de que mi vida—tan dilatada ya—se retraía hacia el pasado y yo me convertía en una sombra de mí mismo? Cuando, veinte años atrás, escogí aquel piso de Viena, también era un comienzo. No había escrito nada todavía o, al menos, nada importante; mis libros, mi nombre, todavía no existían en mi país. Ahora, por una curiosa similitud, mis libros habían vuelto a desaparecer de la lengua en que habían sido escritos y todo lo nuevo que escribía era desconocido para Alemania. Los amigos estaban lejos, el viejo círculo se había roto, la casa había desaparecido junto con sus colecciones y cuadros; exactamente igual que antaño, me volvía a encontrar rodeado de extraños. Todo lo que había intentado, hecho, aprendido y vivido entretanto parecía como si se lo hubiera llevado el viento; a los cincuenta años y pico me encontraba otra vez al principio, volvía a ser un estudiante que se sentaba ante su escritorio y por la mañana trotaba hacia la biblioteca, bien que ya no tan crédulo, no tan entusiasta, con un reflejo gris en el pelo y un atisbo de desánimo en el alma cansada.
Me cuesta decidirme a contar muchas cosas de aquellos años de 1934 a 1940 pasados en Inglaterra, porque me estoy acercando a la época actual y todos la hemos vivido casi de la misma forma, con el mismo desasosiego avivado por la radio y los periódicos, con las mismas esperanzas y angustias. Hoy todos recordamos con poco orgullo la ceguera política de aquellos años y vemos con horror hasta dónde nos ha conducido; quien quisiera explicarlo, tendría que acusar, ¡y quién de nosotros tendría derecho a hacerlo! Además, mi vida en Inglaterra fue muy reservada. Aun sabiéndome lo bastante necio como para no poder superar un obstáculo tan superfluo, viví todos aquellos años de semiexilio y exilio desconectado de toda vida social franca y abierta, llevado por el error de considerar que en un país extranjero no me estaba permitido participar en debates sobre la época. Si en Austria no había podido hacer nada contra la insensatez de los círculos dirigentes, ¿qué podía intentar allí, donde me sentía huésped de aquella buena isla, sabiendo (gracias a un mejor y más exacto conocimiento que ya teníamos de ella) que si señalaba los peligros con los que Hitler amenazaba al mundo se lo tomarían como una opinión personal interesada? Era francamente difícil a veces morderse la lengua ante errores notorios. Era doloroso ver cómo una propaganda magistralmente escenificada abusaba precisamente de la suprema virtud de Inglaterra, la lealtad, la sincera voluntad de dar crédito a cualquiera desde el principio y sin pedirle pruebas. Una y otra vez se pretendía hacer creer que Hitler sólo quería atraer a los alemanes de los territorios fronterizos, que luego se daría por satisfecho y, en agradecimiento, exterminaría al bolchevismo; este anzuelo funcionó a la perfección. A Hitler le bastaba mencionar la palabra «paz» en un discurso para que los periódicos olvidaran con júbilo y pasión todas las infamias cometidas y dejaran de preguntar por qué Alemania se estaba armando con tanto frenesí. Los turistas que regresaban de Berlín, donde, con toda previsión, se les había guiado y halagado, elogiaban el orden que allí reinaba y a su nuevo amo; poco a poco fueron surgiendo voces en Inglaterra que empezaban a justificar en parte sus «reivindicaciones» de una Gran Alemania; nadie comprendía que Austria era la piedra angular del edificio y que, tan pronto como la hicieran saltar, Europa se derrumbaría. Pero yo percibía la ingenuidad y la noble buena fe con las que los ingleses y sus dirigentes se dejaban seducir; me daba cuenta de ello con los ojos ardientes de quien en su país había visto de cerca las caras de las tropas de asalto y les había oído cantar: «Hoy Alemania es nuestra, mañana lo será el mundo entero.» Cuanto más se acentuaba la tensión política, más me apartaba de las conversaciones en torno a ella y de cualquier actividad pública. Inglaterra es el único país del viejo mundo donde no he publicado ningún artículo relacionado con temas contemporáneos, donde nunca he hablado por la radio ni he participado en debates públicos; he vivido allí, en mi pequeño domicilio, en mayor anonimato que treinta años antes cuando era estudiante en Viena. Por lo tanto, no soy un testigo válido con derecho a hablar de Inglaterra y menos aún si, como tuve que confesar más tarde, antes de la guerra no había llegado a descubrir la fuerza profunda de Inglaterra, retenida en sí misma, que se revela sólo en los momentos de extremo peligro.
Tampoco vi a muchos escritores. Precisamente a los dos con los que acabé trabando amistad, John Drinwater y Hugh Walpole, se los llevó una muerte prematura, y no trataba mucho con los más jóvenes porque, a causa de la sensación de inseguridad del foreigner, que me agobiaba funestamente, evitaba clubes, cenas y actos públicos. Sin embargo, en una ocasión tuve el placer especial y realmente inolvidable de ver a los dos cerebros más agudos, Bernard Shaw y H. G. Wells, en una discusión, muy cargada por debajo, pero caballerosa y brillante por fuera. Fue durante un lunch con pocas personas en casa de Shaw y yo me hallaba en la situación—en parte atractiva y en parte desagradable—de no estar al tanto de lo que provocaba la tensión subterránea que se percibía como una corriente eléctrica entre los dos patriarcas, ya desde el momento en que se saludaron con una familiaridad ligeramente impregnada de ironía. Debía existir entre ellos una divergencia de opinión en cuestiones de principios que se había dirimido poco antes o se había de dirimir durante aquel almuerzo. Estas dos grandes figuras, cada una de ellas una gloria de Inglaterra, habían luchado codo a codo, hacía medio siglo y en el círculo de la Sociedad Fabiana, a favor del socialismo, por aquella época un movimiento también joven todavía. Desde entonces esas dos personalidades tan definidas habían evolucionado por caminos cada vez más divergentes: Wells, perseverando en su idealismo activo y trabajando incansablemente en su visión del futuro de la humanidad; Shaw, en cambio, observando tanto el futuro como el presente cada vez con más ironía y escepticismo, para así poner a prueba su juego mental, hecho de reflexión y divertimiento. También físicamente se habían convertido con los años en dos figuras completamente opuestas. Shaw, el increíblemente vigoroso octogenario que en las comidas sólo mordisqueaba nueces y fruta, alto, delgado, siempre tenso, siempre con una estrepitosa carcajada en sus labios fácilmente comunicativos y más enamorado que nunca de los fuegos artificiales de sus paradojas; Wells, el septuagenario con más gusto por la vida y con una vida más holgada que nunca, bajo de estatura, mofletudo e implacablemente serio tras su ocasional hilaridad. Shaw, brillante en su agresividad, rápido y ligero a la hora de cambiar los puntos de ataque; Wells, con una defensa tácticamente fuerte, imperturbable como siempre en su fe y sus convicciones. En seguida tuve la impresión de que Wells no había acudido a una simple sobremesa para conversar con amigos, sino a una especie de exposición de principios. Y precisamente porque yo no estaba informado de los motivos ocultos de aquel conflicto de ideas, percibí con más intensidad la atmósfera que se respiraba. En cada gesto, cada mirada y cada palabra de ambos llameaban unas ganas de pelea a menudo traviesas, pero en el fondo también serias; era como si dos esgrimidores, antes de atacarse de veras, ensayaran su agilidad con pequeñas estocadas exploratorias. Shaw poseía un intelecto más rápido. Bajo sus espesas cejas sus ojos centelleaban cada vez que daba una respuesta o atajaba otra; su gusto por las agudezas, sus juegos de palabras, que había perfeccionado durante sesenta años hasta convertirlos en un virtuosismo sin igual, los superó hasta llegar a una especie de petulancia. A ratos, la blanca y espesa barba le temblaba de espontáneas risas llenas de furia contenida, y la cabeza, un poco ladeada, parecía seguir con la mirada la trayectoria de las saetas que disparaba para ver si daban en el blanco. Wells, con sus mofletes colorados y sus ojos tranquilos y tapados, era más mordaz y directo; también su inteligencia trabajaba con una rapidez extraordinaria, pero sin tantos malabarismos, ya que él prefería las estocadas directas, lanzadas con desenvoltura y naturalidad. Era un relampagueo tan intenso y rápido—parada y estocada, estocada y parada, siempre con apariencia de jocosidad—que el espectador no se cansaba de admirar el juego de floretes, el centelleo y las fintas. Pero tras aquel diálogo rápido, mantenido constantemente en un nivel de lo más alto, aparecía una especie de enfurecimiento intelectual que se disciplinaba con nobleza, a la manera inglesa, adoptando las formas dialécticas más corteses. Había—y eso hacía tanto más interesante la discusión—formalidad en el juego y juego en la formalidad, era una brava confrontación entre dos caracteres diametralmente opuestos, que sólo en apariencia se inflamaba por razones objetivas, pero que en realidad se basaba en causas y motivos ocultos que yo desconocía. Sea como fuere, vi a los dos mejores hombres de Inglaterra en uno de sus mejores momentos, y la continuación de esa polémica, publicada en las semanas siguientes en la Nation, no me proporcionó ni la centésima parte del placer que experimenté durante aquel fogoso diálogo, porque tras los argumentos, convertidos ya en abstractos, ya no se revelaba lo bastante el hombre vivo ni la esencia propiamente dicha del debate. Pocas veces he disfrutado tanto con la fosforescencia producida por la fricción de dos espíritus ni he visto el arte del diálogo ejercido con tanto virtuosismo en una comedia teatral, ni antes ni después, como en aquella ocasión en la que alcanzó la perfección en sus formas más nobles, sin proponérselo y sin teatralidad.
Viví aquellos años en Inglaterra sólo físicamente, no con toda el alma. Y fue precisamente la inquietud por Europa, esa dolorosa inquietud que nos destrozaba los nervios, lo que, en los años entre la toma del poder por Hitler y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, me movió a viajar a menudo e incluso a cruzar el océano por dos veces. Quizá me empujaba a ello el presentimiento de que era necesario almacenar, para tiempos más tenebrosos, todas las impresiones y experiencias que el corazón pudiera contener, mientras el mundo permaneciera abierto y los barcos pudieran recorrer en paz su ruta a través de los mares; quizá también me empujaba el afán de saber que, mientras la desconfianza y la discordia destruían nuestro mundo, en alguna parte se estaba construyendo otro; quizá también una intuición, muy vaga todavía, me decía que nuestro futuro, y también el mío, se encontraba lejos de Europa. Un ciclo de conferencias a lo largo y ancho de los Estados Unidos me ofreció la grata oportunidad de ver este inmenso país en toda su diversidad y, a la vez, unidad, de este a oeste y de norte a sur. Pero quizá fue todavía más fuerte la impresión que me causo América del Sur, adonde acepté viajar de buen grado a raíz de una invitación al congreso del PEN Club Internacional; nada me pareció tan importante en aquel momento como reforzar la idea de la solidaridad espiritual por encima de países y lenguas. Las últimas horas pasadas en Europa antes de aquel viaje me exhortaron a ponerme en camino con un nuevo y serio aviso. En aquel verano de 1936 había estallado la guerra civil española, la cual, vista superficialmente, sólo era una disensión interna en el seno de ese bello y trágico país, pero que, en realidad, era ya una maniobra preparada por las dos potencias ideológicas con vistas a su futuro choque. Había salido yo de Southampton en un barco inglés con la idea de que el vapor evitaría la primera escala, en Vigo, para eludir la zona en conflicto. Sin embargo, y para mi sorpresa, entramos en ese puerto e incluso se nos permitió a los pasajeros bajar a tierra durante unas horas. Vigo se encontraba entonces en poder de los franquistas y lejos del escenario de la guerra propiamente dicha. No obstante, en aquellas pocas horas pude ver cosas que me dieron motivos justificados para reflexiones abrumadoras. Delante del ayuntamiento, donde ondeaba la bandera de Franco, estaban de pie y formados en fila unos jóvenes, en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas campesinas, traídos seguramente de los pueblos vecinos. De momento no comprendí para qué los querían. ¿Eran obreros reclutados para un servicio de urgencia? ¿Eran parados a los que allí daban de comer? Pero al cabo de un cuarto de hora, los vi salir del ayuntamiento completamente transformados. Llevaban uniformes nuevos y relucientes, fusiles y bayonetas; bajo la vigilancia de unos oficiales fueron cargados en automóviles igualmente nuevos y relucientes y salieron como un rayo de la ciudad. Me estremecí. ¿Dónde lo había visto antes? ¡Primero en Italia y luego en Alemania! Tanto en un lugar como en otro habían aparecido de repente estos uniformes nuevos e inmaculados, los flamantes automóviles y las ametralladoras. Y una vez más me pregunté: ¿quién proporciona y paga esos uniformes nuevos? ¿Quién organiza a esos pobres jóvenes anémicos? ¿Quién los empuja a luchar contra el poder establecido, contra el parlamento elegido, contra los representantes legítimos de su propio pueblo? Yo sabía que el tesoro público estaba en manos del gobierno legítimo, como también los depósitos de armas. Por consiguiente, esas armas y esos automóviles tenían que haber sido suministrados desde el extranjero y sin duda habían cruzado la frontera desde la vecina Portugal. Pero, ¿quién los había suministrado?¿Quién los había pagado? Era un poder nuevo que quería el dominio, el mismo poder que actuaba aquí y allá, un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo. Eran grupos secretos, escondidos en sus despachos y consorcios, que cínicamente se aprovechaban del idealismo ingenuo de los jóvenes para sus ambiciones de poder y sus negocios. Era una voluntad de imponer la fuerza que, con una técnica nueva y más sutil, quería extender por nuestra infausta Europa la vieja barbarie de la guerra. Una sola impresión óptica, sensorial, siempre causa más impacto en el alma que mil opúsculos y artículos de periódico. Y en el momento en que vi cómo instigadores ocultos proveían de armas a aquellos muchachos jóvenes e inocentes y los lanzaban contra muchachos también jóvenes e inocentes de su propia patria, tuve el presentimiento de lo que nos esperaba, de lo que amenazaba a Europa. Cuando, al cabo de unas horas de parada, el barco desatracó de nuevo, corrí a mi camarote. Me resultaba demasiado doloroso seguir viendo ese hermoso país que había caído víctima de una horrible desolación por culpa de otros; Europa me parecía condenada a muerte por su propia locura, Europa, nuestra santa patria, cuna y partenón de nuestra civilización occidental.
Tanto más plácida se ofreció después Argentina a la mirada. Volvía a ser España, su vieja cultura, protegida y preservada en una nueva tierra, más vasta, todavía no abonada con sangre, todavía no emponzoñada con odio. Había abundancia e incluso exceso de alimentos, de riqueza, había espacio infinito y, con él, comida para el futuro. Se apoderó de mí una inmensa alegría y una especie de nueva confianza. ¿No habían emigrado las culturas de un país a otro desde hacía miles de años? ¿No se salvaban siempre las semillas, aunque el árbol cayera bajo el hacha, y con ellas también las nuevas flores y los frutos? Lo que las generaciones anteriores y contemporáneas habían logrado nunca se perdería del todo. Sólo hacía falta aprender a pensar a partir de dimensiones más grandes, a contar con lapsos de tiempo más amplios. Deberíamos empezar a pensar, me decía a mí mismo, ya no sólo a la europea, sino mirando más allá de Europa; no deberíamos enterrarnos en un pasado moribundo, sino participar en su renacimiento. Y es que, por la cordialidad con la que toda la población de esta nueva ciudad de millones de habitantes ha participado en nuestro congreso, he visto que allí no éramos unos extraños, que todavía estaba viva, vigente y eficaz la fe en la unidad espiritual, a la cual hemos dedicado los mejores años de nuestra vida, y que en la época de las nuevas velocidades, ya ni el océano nos separaba. Una nueva misión sustituía a la vieja: construir la comunidad que soñábamos en unas dimensiones más grandes y en uniones más osadas. Si, después de la última mirada a la inminente guerra, había dado a Europa por perdida, ahora, allí, bajo la Cruz del Sur, de nuevo empezaba a creer y a tener esperanza.
Una impresión no menos imponente, una promesa no menor, supuso para mí Brasil, este país generosamente dotado por la naturaleza de la ciudad más bella del mundo, este país con un espacio inmenso que ni los ferrocarriles ni las carreteras, ni siquiera los aviones, podían recorrer todavía de cabo a rabo. Aquí el pasado se ha conservado con más esmero que en la misma Europa; aquí, el embrutecimiento que trajo consigo la Primera Guerra Mundial no ha penetrado todavía en las costumbres, en el espíritu de las naciones; aquí los hombres viven más pacífica y educadamente que entre nosotros, menos hostil que entre nosotros es el trato entre las diferentes razas; aquí el hombre no ha sido separado del hombre por absurdas teorías de sangre, raza y origen; se tenía el singular presentimiento de que aquí todavía se podía vivir en paz; aquí el espacio, por cuya mínima partícula luchaban los estados de Europa y lloriqueaban los políticos, estaba preparado, en una abundancia inconmensurable, para recibir el futuro; aquí la tierra esperaba todavía al hombre para que la utilizara y la llenara con su presencia; aquí se podía continuar y desarrollar en nuevas y grandiosas formas la civilización que Europa había creado. Con ojos felices ante las mil formas de la belleza de aquella nueva naturaleza, vi el futuro.
Pero viajar e irme lejos, hasta otros mundos y otras estrellas, no quería decir huir de Europa ni de la aflicción por Europa. Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica—gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas—le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo. Por más que me alejara de Europa, su destino me acompañaba. Desembarcando de noche en Pernambuco, con la Cruz del Sur sobre mi cabeza y rodeado de gentes de piel oscura en la calle, vi en un periódico la noticia del bombardeo de Barcelona y del fusilamiento de un amigo español en cuya compañía había pasado unas agr...

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