El camino que va a la ciudad y otros relatos
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El camino que va a la ciudad y otros relatos

Natalia Ginzburg, Andrés Barba

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El camino que va a la ciudad y otros relatos

Natalia Ginzburg, Andrés Barba

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Delia vive con sus padres y sus cuatro hermanos en una minúscula casa de campo en la Italia de los años cuarenta. A sus dieciséis años, anhela dejar atrás la monotonía del hogar, que delata incluso la triste letanía del gramófono de la familia, en el que suena siempre la misma canción. Así pues, la muchacha decide seguir los pasos de su hermana mayor y tomar el único camino que le permitirá marchar a la ciudad y cambiar de vida: el matrimonio. "El camino que va a la ciudad"—publicada en 1942 bajo el pseudónimo de Alessandra Tornimparte—es la primera novela de Natalia Ginzburg, un texto de juventud en el que sin embargo ya se advierte el incomparable talento de la autora y que hoy presentamos acompañado de los relatos "Una ausencia", "Una casa en la playa" y "Mi marido", tan evocadores y certeros como las obras más conocidas de la narradora nata que fue Ginzburg desde sus primeros textos."Ginzburg recrea los sentimientos y las relaciones, las simpatías y antipatías, los amores y odios de todas las familias, tan predecibles y caprichosos, pero también, una generación tras otra, la singularidad de los hijos".Italo Calvino"Leer a Natalia Ginzburg te cambia la vida".Elena Medel"Uno de los libros más hermosos de Natalia Ginzburg".Cesare Garboli"Ginzburg trata otra vez la asfixia social femenina".Laura Fernández, "Vanity Fair"

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2019
ISBN
9788417346805

EL CAMINO QUE VA A LA CIUDAD

Las fatigas de los necios serán su tormento, porque desconocen el camino que va a la ciudad.
El Nini vivía con nosotros desde que era pequeño. Era hijo de un primo de mi padre. Sus padres habían muerto y habría tenido que vivir con el abuelo, pero el abuelo le pegaba con una escoba y él se escapaba y venía con nosotros. Al final el abuelo murió, y le dijeron que podía quedarse en nuestra casa.
Sin contar al Nini éramos cinco hermanos. La mayor era mi hermana Azalea, que se había casado y vivía en la ciudad. Yo era la segunda, y después venían Giovanni, Gabriele y Vittorio. Se suele decir que una casa en la que hay muchos hijos es una casa alegre, pero a mí no me parecía que hubiera nada de alegre en nuestra casa. Yo tenía intención de casarme pronto y de marcharme como había hecho Azalea. Azalea se había casado a los diecisiete años. Yo tenía dieciséis, pero todavía no me había pedido matrimonio nadie. También Giovanni y el Nini se querían marchar. Los únicos que todavía estaban contentos eran los pequeños.
Nuestra casa era una casa roja con un emparrado en la fachada. Colgábamos la ropa en la barandilla de la escalera porque éramos demasiados y no había armarios para todos. «Fuera de aquí, fuera de aquí—decía mi madre cuando sacaba a las gallinas de la cocina—, fuera, fuera…». El gramófono sonaba todo el día, y como sólo teníamos un disco, la canción era siempre la misma, y decía:
Manos aterciopeladaaas,
manos perfumadaaas,
es tal mi embriagueeeeez
que ni explicármelo sééé…
Aquella canción, cuyas palabras tenían una cadencia tan extraña, nos gustaba mucho, y la repetíamos desde que nos levantábamos hasta que nos íbamos a la cama. La habitación de Giovanni y el Nini estaba junto a la mía, y por las mañanas me despertaban dando tres golpes a la pared; yo me vestía a toda prisa y salíamos corriendo a la ciudad. Era más de una hora de camino. Cuando llegábamos a la ciudad nos separábamos como si fuésemos tres desconocidos. Yo buscaba a una amiga y paseaba con ella bajo los soportales. De vez en cuando me cruzaba con Azalea, cuya nariz roja se intuía tras la redecilla de su sombrero, y ella no me saludaba porque yo no llevaba sombrero.
Comía pan y naranjas en la orilla del río con mi amiga o iba a casa de Azalea. Casi siempre me la encontraba en la cama leyendo novelas, o fumando, o discutiendo por teléfono con su amante porque estaba celosa sin que le preocupara que la oyeran los niños. Después llegaba el marido y también discutía con él. El marido ya era bastante viejo, y llevaba barba y gafas. A ella le prestaba poca atención, leía el periódico suspirando y rascándose la cabeza. «Que Dios me ayude», decía de cuando en cuando para sí. Ottavia, la criada de catorce años, que lucía una enorme trenza negra despeinada y llevaba al niño pequeño agarrado al cuello, decía desde la puerta: «La señora está servida». Azalea se ponía las medias, bostezaba, se miraba las piernas durante un buen rato y nos sentábamos todos a la mesa. Cuando sonaba el teléfono Azalea se ruborizaba, jugaba con la servilleta y se oía la voz de Ottavia desde la otra habitación: «La señora está ocupada, llamará luego». Después de comer, el marido salía de nuevo y Azalea se metía en la cama y se dormía enseguida. Su rostro se volvía entonces cariñoso y tranquilo. Mientras tanto sonaba el teléfono, se daban portazos, los niños gritaban, pero Azalea seguía dormida, respirando profundamente. Ottavia recogía la mesa y me preguntaba asustada qué iba a ocurrir si «el señor» se enteraba, pero luego me decía en voz baja con una sonrisa amarga que al fin y al cabo también «el señor» se veía con alguien. Entonces me iba. Esperaba que atardeciera en un banco del parque. Tocaba la orquesta del café y yo me dedicaba a mirar con mi amiga los vestidos de las mujeres que pasaban, y veía pasar también al Nini y a Giovanni, pero no nos decíamos nada. Me reencontraba con ellos fuera de la ciudad, en el camino polvoriento, mientras las casas se iluminaban a nuestras espaldas y la orquesta del café comenzaba a sonar con más fuerza y alegría. Caminábamos por la campiña, junto al río y los árboles. Llegábamos a casa. Yo odiaba nuestra casa. Odiaba la sopa de verduras amarga que nos ponía mi madre todas las noches, y odiaba a mi madre. Me habría avergonzado de ella si la me la hubiese encontrado en la ciudad. Pero no iba a la ciudad desde hacía años, parecía una campesina. Tenía el pelo canoso y despeinado, y le faltaban los dientes de delante. «Pareces una bruja, mamá—le decía Azalea cuando venía a casa—. ¿Por qué no te haces una dentadura postiza?». Luego se sentaba en el sofá rojo del comedor, se quitaba los zapatos y decía: «Café». Se bebía a toda prisa el café que le llevaba mi madre, dormitaba un poco y se marchaba. Mi madre decía que los hijos eran como el veneno y que no habría que traerlos jamás al mundo. Se pasaba los días maldiciendo a sus hijos uno a uno. Cuando mi madre era joven, un jefe de registro se enamoró de ella y se la llevó a Milán. Mi madre estuvo fuera unos días, pero después regresó. Repetía siempre aquella historia, pero decía que se había ido porque estaba cansada de los hijos y que lo del jefe de registro se lo habían inventado los del pueblo. «No tendría que haber vuelto jamás», decía mi madre secándose las lágrimas de la cara con la punta de los dedos. Mi madre no hacía más que hablar, pero yo no respondía. Nadie le respondía. Sólo el Nini le respondía de vez en cuando. Aunque nos habíamos criado juntos, no se parecía a nosotros. Y aunque éramos primos, teníamos rostros muy distintos. El suyo era pálido, no se ponía moreno ni al rayo del sol, y un mechón le caía sobre los ojos. En los bolsillos llevaba siempre periódicos y leía todo el tiempo, hasta cuando comía y Giovanni le tiraba el libro para hacerlo rabiar. Él lo recogía y seguía leyendo tranquilamente, pasándose los dedos por el flequillo. Mientras tanto, el gramófono repetía:
Manos aterciopeladaaas,
manos perfumadaaas…
Los pequeños hacían el payaso, peleaban, y venía mi madre a darles una bofetada; luego la tomaba conmigo porque estaba sentada en el sofá en vez de ayudarla con los platos. Mi padre decía que había que educarme mejor. Mi madre se ponía a lloriquear y decía que ella era el último mono, y mi padre cogía el sombrero del perchero y se marchaba. Mi padre era electricista y fotógrafo, y quería que Giovanni aprendiera también el oficio de electricista. Pero Giovanni no iba nunca cuando lo llamaban. Nunca era dinero suficiente, y mi padre siempre estaba cansado y de mal humor. Pasaba un rato por casa y se iba enseguida porque, decía, aquello era un manicomio. Pero decía que no teníamos la culpa de haber salido tan malos. Que la culpa era suya y de mi madre. Mi padre aún parecía joven y mi madre estaba celosa. Se lavaba bien antes de vestirse y se ponía brillantina en el pelo. No me avergonzaba de él si me lo encontraba en la ciudad. También el Nini le cogió gusto a lavarse, y le robaba la brillantina a mi padre. Pero no servía de nada, el flequillo le seguía bailando frente a los ojos.
Una vez Giovanni me dijo:
—El Nini bebe aguardiente.
Yo lo miré asombrada.
—¿Aguardiente? ¿A menudo?
—Cuando puede—dijo él—, siempre que puede. Hasta se ha traído una botella a casa. La tiene escondida, pero yo la he encontrado y me ha dejado probar. Está bueno—dijo.
—El Nini bebe aguardiente—me repetí yo, asombrada.
Fui a ver a Azalea. La encontré sola en casa. Estaba sentada en la mesa de la cocina comiendo una ensalada de tomate con vinagre.
—El Nini bebe aguardiente—dije.
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—Alguna cosa habrá que hacer para no aburrirse—dijo.
—Sí, nos aburrimos. ¿Por qué nos aburrimos de esta manera?—pregunté.
—Porque la vida es absurda—dijo apartando el plato—. ¿Qué le vamos a hacer? Una se aburre enseguida de todo.
—Pero ¿por qué nos aburrimos siempre tanto?—le dije al Nini esa noche, cuando volvíamos a casa.
—¿Quién se aburre? Yo no me aburro ni lo más mínimo—dijo riendo y agarrándome del brazo—. ¿Así que te aburres? ¿Y por qué? Si es todo estupendo.
—¿El qué es estupendo?—pregunté.
—Todo—me dijo—, todo. A mí me gusta todo lo que veo. Antes me ha gustado dar un paseo por la ciudad, ahora camino por la campiña y también me gusta.
Giovanni caminaba unos pasos por delante de nosotros. Se detuvo y dijo:
—Ahora está trabajando en una fábrica.
—Estoy aprendiendo a ser tornero fresador—dijo el Nini—, así tendré dinero. Sin dinero no puedo vivir. Lo paso mal. Me basta con llevar cinco liras en el bolsillo para sentirme un poco más alegre. Y si uno quiere dinero, tiene que robarlo o que ganárselo. En casa nunca nos lo han explicado bien. Siempre se están quejando de nosotros, pero para pasar el rato. Nadie me ha dicho nunca: «Anda, cállate ya». Es lo que tendrían que haber hecho.
—Si me hubiesen dicho «Anda, cállate ya», los habría echado a patadas de casa—dijo Giovanni.
En el camino nos encontramos con el hijo del doctor, que volvía de cazar con el perro. Había cazado siete u ocho codornices y me quiso regalar dos. Era un joven robusto con un gran bigote negro que estudiaba medicina en la universidad. Él y el Nini se pusieron a discutir, y Giovanni me dijo luego:
—El Nini vale mil veces más que el hijo del doctor. El Nini no es como los demás, aunque no haya estudiado.
Pero yo estaba contenta porque Giulio me había regalado las codornices, me había mirado y me había dicho que un día teníamos que dar un paseo juntos por la ciudad.
Acababa de llegar el verano y empecé a pensar en los arreglos que tenía que hacer a todos mis vestidos. Le dije a mi madre que me hacía falta tela azul celeste, y ella me preguntó si creía que era millonaria, pero yo le contesté que también necesitaba unas sandalias con cuña de corcho y que no podía pasar sin ellas, y le dije: «Me cago en la madre que te parió». Me dio un bofetón y me pasé un día entero llorando en mi cuarto. El dinero se lo pedí a Azalea, que, en vez de dármelo, me mandó al número veinte de via Genova a preguntar si Alberto estaba en casa. Me dijeron que no, regresé a casa de Azalea, se lo dije y me dio el dinero. Durante unos días me encerré en mi habitación para coser el vestido, ya casi ni me acordaba de cómo era la ciudad. Terminé el vestido, me lo puse y salí a pasear. El hijo del doctor se acercó enseguida, me compró unas pastas y nos fuimos a comerlas a los pinos. Me preguntó qué había estado haciendo todo ese tiempo encerrada en casa y le contesté que no me gustaba que se metieran en mis asuntos. Entonces me pidió que no fuera tan mala. Luego intentó besarme y yo me escapé.
Me pasaba la mañana tumbada en el salón de casa para que el sol me broncease las piernas. Tenía las sandalias con cuña de corcho y tenía el vestido, y también un bolso de paja trenzada que me había regalado Azalea por haber llevado una carta al número veinte de via Genova. Tenía morenas las piernas, la cara y los brazos. Vinieron a decirle a mi madre que Giulio, el hijo del doctor, se había enamorado de mí y que su madre le había armado un gran escándalo. De pronto, mi madre se puso muy alegre y cariñosa, y todas las mañanas me llevaba una yema de huevo batida porque decía que me notaba un poco extraña. La mujer del doctor estaba en la ventana con la criada, y cuando me veía pasar cerraba la ventana ruidosamente como si hubiese visto una serpiente. Giulio esbozaba una sonrisa y seguía charlando mientras paseábamos. Yo no oía lo que me decía, pero pensaba que aquel joven robusto de bigote negro, que llevaba unas botas altas y que llamaba a su perro con un silbido, no tardaría en convertirse en mi novio y que muchas chicas del pueblo iban a llorar de rabia.
Azalea quiere que vayas—me dijo Giovanni.
Hacía mucho tiempo que no iba a la ciudad. Fui con mi vestido celeste y mis sandalias con cuña de corcho, el bolso y las gafas de sol. En casa de Azalea estaba todo en desorden, nadie había hecho la cama y Ottavia, con los niños pegados a la falda, lloriqueaba apoyada en la pared.
—La ha dejado—me dijo—, se va a casar.
Azalea estaba sentada en la cama con la combinación, y la mirada fija y brillante. Tenía un montón de cartas en el regazo.
—Se va a casar en septiembre—me dijo.
—Hay que esconder todo esto antes de que llegue el señor—dijo Ottavia recogiendo las cartas.
—No, hay que quemarlas—dijo Azalea—. Quémalas. No quiero verlas más. No quiero verle la cara nunca más. Esa cara de estúpido, de malvado—dijo agarrando el retrato sonriente de un oficial. Luego se puso a llorar y a gritar golpeándose la frente contra la cabecera de la cama.
—Ahora le van a dar los temblores—me dijo Ottavia—, a mi madre también le pasaba de vez en cuando. Hay que mojarle el vientre con agua fría.
Azalea no nos dejó que le mojáramos el vientre, dijo que quería estar sola y que llamásemos a su marido porque debía confesárselo todo. Fue difícil persuadir a Azalea de que no llamara a nadie. Quemamos las cartas en el horno mientras Ottavia me leía algunos fragmentos antes de tirarlas al fuego y los niños hacían bailar el papel quemado por toda la habitación. Cuando regresó el marido de Azalea, le dije que Azalea no se encontraba bien y tenía fiebre, y entonces él se marchó a buscar a un médico.
Cuando regresé a casa ya era de noche, y mi ...

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