
- 300 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Mazunte
Descripción del libro
Julio Flores debe volver a Costa Rica después de diez años en el extranjero. Su hermana ha desaparecido y se presume muerta en un naufragio cerca de la costa de Mazunte, México. Un año después, Julio decide viajar a este sitio para realizar su propia búsqueda. La novela intercala dos historias y dos tiempos; dos mundos que empiezan a cuestionar la diferenciación nítida entre sueño y realidad, entre el presente y los inciertos depósitos de la memoria. Novela de regreso, de búsqueda y de lucha contra el olvido, Mazunte aspira a esa utopía imposible que llevamos en el inconsciente: la vida que queremos, que quisimos, pero que se desmorona ante lo que ya hemos escogido.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Mazunte de Daniel Quirós en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalVIII
El día después de llegar a San José cumplí treinta y seis años. Solo mi madre se acordó. Hizo un pastel de chocolate que comimos en silencio durante la cena. Dos días después, me despidieron del trabajo. Mi jefe llamó desde Estados Unidos. Dijo que la crisis había afectado seriamente el presupuesto de la compañía y se veían forzados a tomar medidas drásticas. Se disculpó por tener que darme esa noticia en un momento tan inoportuno –realmente usó esa palabra: “ino-portuno”–; luego agradeció mis catorce años de servicio a la compañía y aseguró que podía contar con él para una carta de recomendación intachable.
Una hablada de mierda, en verdad, porque no tenía que eliminar mi puesto. Solo hasta después llegué a descubrir que había utilizado mi ausencia como una excusa para despedirme. Se sentía amenazado o algo así. Por lo menos eso fue lo que me dijo uno de los colegas en la sección, tal vez mi único amigo, con el que a través de los años había compartido tragos erráticos y hasta alguna cita doble con mujeres que a ninguno de los dos nos convenían.
Igual la noticia me sorprendió. Pensé que estaba a salvo. Ya habían pasado unos años desde lo peor de la crisis y el despido progresivo de gran parte del personal de nivel bajo. Supuestamente, las posiciones más altas iban a sobrevivir. Este mismo colega me lo había asegurado. Tenía contactos en el alto
mando que le habían confiado particularidades de la estrategia de despidos de la compañía. De hecho, el jefe nuevo había sido contratado exclusivamente para eso: para despedir a todo el mundo. El jefe viejo, con el que tenía una relación de años, me aseguró que todo estaría bien antes de irse. Había luchado por mí, por la sección, pero al final le llegó el ultimátum: tomar otra posición en Miami o perder el puesto. Se tuvo que ir.
mando que le habían confiado particularidades de la estrategia de despidos de la compañía. De hecho, el jefe nuevo había sido contratado exclusivamente para eso: para despedir a todo el mundo. El jefe viejo, con el que tenía una relación de años, me aseguró que todo estaría bien antes de irse. Había luchado por mí, por la sección, pero al final le llegó el ultimátum: tomar otra posición en Miami o perder el puesto. Se tuvo que ir.
Después nadie contó con la ambición de este jefe nuevo, con su paranoia. Antes de que la oficina central lo enviara –o más bien lo impusiera–, el sustituto natural para reemplazar a mi jefe había sido yo. Todos lo sabían. Este jefe nuevo lo sabía más que nadie. Yo de idiota hasta lo había tratado de impresionar. Y claro, lo había logrado; tanto que me había enviado solito al matadero. El viaje a Costa Rica había sido su oportunidad perfecta para eliminar la competencia. Cortar y capar, como decía mi colega.
Inicialmente, no le dije nada a mis padres. No quería preocuparlos. Ambos habían vuelto a sumirse en un lenguaje propio, construido de silencios y miradas furtivas. En relación con Mariana, no querían hablar del todo. Para ellos era como si mi hermana estuviera aún de viaje, a punto de regresar con fotografías y recuerditos cursis. Mientras tanto ellos iban al trabajo y hacían sus mandados, tomaban su cafecito con repostería de Musmanni por las tardes. En la noche, mi madre se ponía a tejer y mi padre a leer algún libro. Después veían Telenoticias y programas doblados con voces alucinantes. Al día siguiente, despertaban y hacían lo mismo, convencidos de que Mariana llegaría en cualquier momento a quebrarles el encanto, como en los cuentos de hadas.
Por mi parte, pensé en volver a Los Ángeles inmediatamente. Antes contacté a varios colegas y me di cuenta de que la cosa estaba bien fea por allá. Decidí quedarme unos días. El paquete de indemnización era bastante sustancial, lo cual, junto a mis inversiones y ahorros, me permitiría un largo tiempo de tranquilidad económica. Además, aún había que lidiar con varios hilos sueltos relacionados con la herencia de mi hermana; vender el condominio y sacar sus cosas de ahí. Como mis padres no iban a levantar un dedo, era mejor deshacerse de todo eso cuanto antes; así no tendría que volver después.
Sin embargo, las cosas se fueron atrasando. Por las mañanas me levantaba con la intención de ir al condominio, pero no me alcanzaban las horas del día. Desayunaba y tomaba café mientras leía La Nación, el Wall Street Journal y el LA Times en línea. Empezaba con el envío de solicitudes de trabajo y respondía correos de clientes que ahora debía referir a mis excolegas. Sin darme cuenta, era el mediodía y debía ir a comer a algún lado; si no, Luisa –la señora nica que venía a hacer la limpieza dos veces por semana– me preparaba algo. Durante las tardes seguía con lo de las solicitudes –en sí, un trabajo a tiempo completo–, hacía mandados o me reunía con el abogado. Ya para ese entonces, mis padres llegaban y tomábamos café en la cocina. Por las noches me servía los whiskies de siempre junto a ellos en la sala. Veíamos las noticias o comíamos algo frente a la televisión, contentos con dejar que el raspar de los tenedores y cuchillos sustituyera las palabras que cada uno albergaba por dentro como pájaros enjaulados.
A la semana y media, por fin logré contactarme con Alejandro. Nos habíamos estado enviando correos electrónicos y mensajes por Facebook, sin poder concretar. Horarios incompatibles, reuniones y citas. Lo típico. La noche anterior habíamos quedado de hablar en la mañana, así que marqué el número de su celular mientras leía los periódicos. Sonó un par de veces antes de que apareciera su voz al otro lado de la línea, como de algún lugar olvidado del tiempo.
—Julio… Puta, mae, tanto tiempo. Qué bueno oír de vos. ¿Cómo vas?
—Ahí vamos, Ale. Más o menos, para serte sincero. No te había contado, pero me botaron de la compañía.
—¿En serio? Es que la cosa está feísima por allá…
—Sí, todo mundo anda igual o peor. He estado buscando bretes por ahí, pero los que tenían puestos cerraron el chinamo. Otros ni me responden. Creo que voy a tener que aguantar un rato, ver cómo se van acomodando las cosas. Mientras tanto, decidí quedarme unos días por acá; así de una vez salgo de estas broncas con lo de mi hermana.
—Diay sí, mae… Por cierto, qué duro lo de tu hermana. No sé ni qué decirte. Lo siento muchísimo. He estado queriendo invitarte, mandarte algo. Pero el trabajo ha estado de locos, vos sabés cómo es eso.
—Claro, mae, tranquilo… ¿Y vos no sabés de algo por aquí? ¿Algún brete?
—Ay, mae… Pues ahorita no, para serte sincero. Pero sé de una posibilidad que está creciendo por ahí. Voy a investigarla un poco y te digo cómo pinta la cosa. Si en serio te interesa, podría echarte una mano con eso. No sería ahorita, pero en unos meses. ¿Te pensás venir para acá, entonces?
—No sé, mae. Si hubiera algo tal vez. Todo depende de las posibilidades. Allá todo está bien jodido.
—Pues sería bueno tenerte otra vez por acá, compa… Mirá, estoy con algo ahorita. ¿Por qué no nos vemos para el almuerzo? ¿Andás en carro?
—No. Mis tatas se lo llevan por la mañanas. Vuelven hasta la noche.
—Iría por vos, mae, pero hoy me queda fatal. Pedíte un taxi y llegás aquí al Fórum. ¿Qué tal por ahí de la una?
Cerca del mediodía, caminé hasta el bulevar de Pavas para buscar un taxi. El día seguía despejado y el reflejo del sol parecía hervir sobre las aceras. Frente al bulevar, los buses soltaban largas nubes de esmog al aire. Recogían sus pasajeros; dejaban otros. Detrás de sus ventanas polvorientas, podían verse las personas de pie o esperando sobre los asientos, la mirada perdida en algún punto indefinido del horizonte. Varios de ellos se limpiaban el cuello con pañuelos; otros se abanicaban los rostros con periódicos viejos, derrotados por el bochorno que parecía colgarse del interior de las cosas.
Crucé el bulevar y me puse a esperar frente al Palí. Mi madre me contó que lo habían asaltado hacía un mes. Varios hombres entraron con pistolas en mano cerca de las tres de la tarde. Recogieron las carteras de los clientes y después saquearon todas las cajas. El OIJ había investigado el asunto, pero no se había arrestado a nadie.
A los pocos minutos paró un taxi. Venía con las ventanas abiertas, así que de una vez supe que no tenía chance de aire acondicionado.
—¿Dónde lo llevo, jefe?
—Al Fórum en Lindora, por favor.
—¿Por la pista?
—Sí, gracias.
Pasamos frente a la Iglesia de Loreto. La iglesia de la abuela, como le decía Mariana. Cuando éramos adolescentes, mamá nos hacía acompañarla hasta el lugar cuando nos venía a visitar. Tomábamos el bus de Pavas o simplemente caminábamos en las mañanas sin lluvia. Mariana y yo la esperábamos afuera, fumando cigarrillos mientras nos
resguardábamos del sol bajo el alero de la entrada. Qué aburrimiento, Julio. Adentro la abuela se arrodillaba frente al reclinatorio de madera. Bajaba la cabeza con el rosario entre las manos, se persignaba y se persignaba otra vez, como conjurando la magia del mundo. Al terminar, se dirigía al confesionario a un lado del altar. Nosotros nos preguntábamos qué pecados podría haber cometido esa señora.
resguardábamos del sol bajo el alero de la entrada. Qué aburrimiento, Julio. Adentro la abuela se arrodillaba frente al reclinatorio de madera. Bajaba la cabeza con el rosario entre las manos, se persignaba y se persignaba otra vez, como conjurando la magia del mundo. Al terminar, se dirigía al confesionario a un lado del altar. Nosotros nos preguntábamos qué pecados podría haber cometido esa señora.
El edificio de la Embajada Americana ocupaba casi toda la cuadra siguiente. El lugar estaba rodeado de rejas negras, con cámaras de seguridad en las esquinas. Una fila inmensa se derramaba sobre la acera. Las personas esperaban pasar por una máquina de Rayos-X y dos guardas que abrían los bultos y las carteras. Hacía años yo había esperado en la misma fila.
Arriba en el bulevar se había abierto un centro comercial nuevo, otro Spoon e incontables franquicias de comida rápida. Cerca del edificio del AyA entramos a la pista. La habían ampliado. El puente sobre el río Tiribí ahora tenía tres carriles. Más adelante, vi que también habían agrandado el peaje, que ahora tenía más de diez casetillas de cobro.
—Está muy bien la pista –le comenté al taxista–. No la había visto. Hace tiempo que no vengo al país.
—Sí, está bien, jefe, pero viera las presas. Además, está muy caro el peaje. ¿Se imagina tener que pagar eso todos los días? La concesión de la carretera se la dieron a una compañía española. Alguna gente estaba medio indignada por eso, pero ya ve, pasaron unos meses y todo el mundo se olvidó del asunto. Entonces vive afuera… Viera que yo tengo un primo por el lado de Washington. También maneja un taxi. No le va mal. A cada rato me dice que me vaya para allá, pero qué va, yo soy muy alérgico al frío. Imagínese que en el invierno uno se tiene que levantar de madrugada para raspar el hielo de los parabrisas. ¡No sea bárbaro!
Pasamos por Multiplaza y luego descendimos la cuesta hacia Santa Ana. Frente al Outlet de Levi’s nos topamos con una gran presa.
—¿Habrá un accidente?
—No, jefe, cuál accidente. Esta es la presa de los almuerzos. La gente de las compañías sale a comer a esta hora. Esto no es nada: el otro día la presa llegaba hasta la cima del cerro, por donde están esos condominios nuevos.
Fuimos entrando lentamente a la calle de Lindora. Caos vial. Hacia el norte, se veía una fila eterna de restaurantes, compañías transnacionales y centros comerciales.
—¿A cuál Fórum es que va, jefe?
—¿Cómo?
—Ya van por el Fórum II, jefe, me imagino que no había tantos cuando usted se fue.
—Pues al primero, el original.
Bajé frente a la casetilla de entrada y le pagué al taxista. Tuve que esperar unos minutos mientras el guarda revisaba mi cédula y llamaba al banco de Alejandro. Por un momento, casi pude sentir la picazón de mi traje quince años atrás. Recordé mi primer día de trabajo, los años. ¿El tiempo había pasado mucho o demasiado poco? Difícil de saber. Era como si luchara contra una versión alterna de mí mismo, un tipo de película en blanco y negro de lo que pudo haber sido. Hasta empecé a imaginarme en esa película, vestido con sombrero y una gabardina larga, mientras se acercaba una mujer que solo podía imaginar como Ingrid Bergman: ¿no sientes que ya hemos vivido este momento?
Desde que llegué al Juan Santamaría había sido así: las cosas a la vez familiares y totalmente enajenantes. Primero ese aeropuerto nuevo, que hacía parecer al país algo que no era: un lugar limpio, hasta moderno. La luz entraba por los ventanales e iluminaba salas rigurosamente asépticas, aclimatadas, donde turistas en chancletas revisaban sus correos en los celulares. La mayoría parecía gringos o europeos, con esa piel asquerosamente blanca quemada en parches rojos gracias a las aplicaciones inconsistentes de bloqueador. Por un momento, sentí un impulso de ir hasta ellos, de acercarme mientras comían su Papa John’s o Burger King y decirles: esto no es así. Un sentimiento extraño, en verdad, porque al final de cuentas yo acaso sabía qué putas pasaba en el país. Acaso me importaba. Mientras tanto, los turistas continuaban en la tienda de Britt, sus manos llenas de cafés cubiertos con chocolate y camisetas que decían “Pura vida” en letras coloridas.
En Migración tuve que esperar cerca de un grupo de estudiantes cristianos. Todos llevaban una camiseta celeste con una cruz blanca en el centro; abajo, varios dibujos de martillos y casas. Obviamente vendrían a traerle “progreso” al país, construirles sus casitas a los pobres para después volver santificados a sus suburbios gringos. Cuando varios de ellos empezaron a hacer bromas típicas de l...
Índice
- Cubierta
- Inicio
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- XIV
- XV
- XVI
- XVII
- Epílogo
- Créditos
- Libros recomendados