Capítulo 1
Preliminares teóricos
1.1. La interpretación de las obras de arte y el papel de los críticos
Un punto de partida adecuado para la comprensión de las variaciones en el desarrollo histórico de la crítica de arte, cuando se estudia desde la filosofía, es afirmar que el proceso de interpretación de las obras de arte producidas por un pintor, siempre está sujeto a las condiciones de su lectura. En efecto, son los distintos tipos de receptores quienes apropian la obra y la remiten al flujo organizador externo de la “historia del arte” y, de la misma manera, la integran significativa o emotivamente en sus mundos de vida. Esta es una postura de base de múltiples teorías estéticas modernas, incluida la estética de la recepción.
El hecho de que haya interpretación de las obras de arte supone que hay en ellas un algo que puede ser interpretado. Esto es, que hay componentes significativos, junto con los meramente sensorio-expresivos, que podemos adjuntar en la conformación de una experiencia estética compleja (Gombrich, 1995: 32 ss.; Berger, 1964: 120 ss.; Pächt, 1993: 53-55; Eco, 1970: 43 ss.). Los problemas surgen en el nivel de la comunicación del sentido percibido en la obra, en el alumbramiento de la verdad que se manifiesta en las obras de arte (Gadamer, 1996: 111-122; 1991: 122 ss.; Heidegger, 1985: 92 ss.) como textos plásticos que exigen lecturas “plásticas” (Berger, 1961: 23 ss.). En este sentido, se afirma continuamente que las artes visuales poseen un “lenguaje” cuya descodificación por parte del receptor supone tanto la comparación con experiencias visuales cotidianas, cuanto la presencia del ingenio creativo y la imaginación que permiten sobrepasar las variaciones en las imágenes plásticas; estas variaciones las diferencian de los objetos reales sin impedir, sin embargo, su “lectura”.
En la pintura tradicional, bien sea el seguimiento de principios aprendidos en una academia o en el taller de un maestro, o bien las alteraciones en el material visual cotidiano presentes en la representación pictórica, son entendidos como el tipo particular del lenguaje del creador. La continua aparición, en obras sucesivas, de rasgos similares en la forma o en el empleo de ciertas combinaciones del color, determinan el estilo propio del artista, que puede leerse como su ser partícipe de una escuela específica, o también como los rasgos de un lenguaje que lo diferencia de los demás artistas y sus cargas idiosincrásicas.
La construcción de las interpretaciones válidas de las obras de arte debe suponer que los elementos de sentido presentes en ellas como representaciones de su propio lenguaje son accesibles a través de las calificaciones del valor o calidad plástica, así como del desentrañamiento y completación del sentido por parte del lector (Eco, 1992). El lector, entendido en el marco filosófico de la estética de la recepción, es quien realiza y articula el carácter abierto de la obra (Stierle, citado en Mayoral, 1987). Es en este sentido que las obras de arte no agotan su valencia ontológica en su mero aspecto cósico, sino que requieren la experiencia que las constituye en objetos estéticos, artísticos o artesanales.
Las obras de arte se integran, como ofertas de sentido, a los mundos de vida de los sujetos que las contemplan y las entienden, así como al conjunto de percepciones de lo artístico que las comunidades institucionalizan por medio de los espacios dedicados al arte, las profesiones enlazadas y el conjunto de discursos sobre él. Este encuentro con los intérpretes posibles es también en Gadamer la piedra de toque, ahora entendida como el lugar de aparición de la verdad presente en la obra:
En el caso de las obras de arte, su sentido no puede determinarse como algo que se encuentra en la obra en cuanto tal o que bien remite puramente a la experiencia subjetiva, y de alguna manera inaccesible, del creador; el sentido se localiza esencialmente, en el encuentro de la obra con el espectador, con el intérprete, es decir, con la multitud de intérpretes actuales y posibles de una obra. En el “acontecer” de la experiencia hermenéutica emerge la verdad del arte, y se abre paso la comprensión general de aquella verdad propia de la situación humana, su historicidad y su lingüisticidad. (Ramírez, 2004: 7)
Esta bipolaridad es constitutiva de la obra de arte y de su experiencia. En principio, desde el punto de vista de los receptores parece haber dos momentos: por una parte, el aspecto totalmente subjetivo de la aisthesis, y por otra parte, el aspecto universalizable –en principio– de la puesta en público de los juicios acerca de la obra. Como en cualquier juicio, puede esperarse que el juicio estético transmita sentido con respecto a su objeto: la obra misma, y que este sentido pueda ser asimilado en actos concretos de comunicación, lingüísticamente mediados. Podemos, en principio, dejar el asunto de la radical subjetividad de la aisthesis a una fenomenología de la experiencia estética (Dufrenne, 1973) y ocuparnos de algunos aspectos relacionados con el asunto de la puesta en público de los juicios acerca de la obra.
Un primer aspecto es el del problema de la universalidad del juicio ante una obra. ¿Es la expresión “X es bello”, donde X es una obra de arte, universalizable por medio del lenguaje, o es tan solo una expresión particular de un agente receptor? La respuesta a la pregunta diferencia a las estéticas subjetivas de las estéticas objetivas y nos remite al problema del gusto, típico de los orígenes de la modernidad estética.
En el siglo del gusto, Kant intentó explicar la universalidad de los juicios estéticos recurriendo a la “universal comunicabilidad” que reposa en los receptores, en cuanto sensus communis. Esta versión, en el fondo, apuntaba al hecho de que los juicios acerca del arte se producen y circulan en el ámbito de lo social, su universalidad es presentada en la “deducción”, con base en la condición cuasiética de tomar el lugar del otro (esto es lo que sucede en los parágrafos 31 a 39 de la Crítica de la facultad de juzgar). Esta es una de las opciones ensayadas en la época.
Hume, por su parte, en La norma del gusto identificó como origen de los juicios de gusto la tendencia lingüística a emplear términos de alabanza o de desagrado. Su tesis es que resulta plausible suponer la existencia de una norma del gusto vinculante que reposa en dos fuentes posibles (Shelley, 1994): por una parte, en el veredicto de los jueces entrenados y socialmente aceptados, y por otra, en un conjunto de reglas, extractadas también del entrenamiento y la experiencia, con base en las cuales se formulan nuestras afirmaciones acerca de la belleza de las obras de arte.
Estas dos tendencias, divergentes en cuanto al origen de los juicios, son concordantes en la afirmación de una cierta “corrección” criteriológica. Esta es patrimonio del buen crítico de arte, al que se refieren tanto Kant como Hume, calificándolo como caso límite del juicio bien construido. Recuérdese que el siglo del gusto ha sido también denominado siglo de la crítica. La institución crítica de arte surge en esta época junto a actividades que hoy juzgamos diversas, pero que originalmente cabían bajo el techo verbal “crítica”, como la historia, la teoría, la filosofía y la crítica de arte.
En épocas más recientes la definición del arte ha privilegiado el énfasis en lo social y en lo institucional. La experiencia y la calificación de las obras de arte aparecen mediadas por instancias institucionales (el museo, los salones, los críticos, los teóricos, la “historia del arte”) que expresan, en medio de sus mutuas discrepancias, la posibilidad de entender las obras como “textos” que pueden ser leídos, discutidos en foro público, clasificados e indexados de acuerdo con los criterios epocalmente variantes del estado de las teorías. El recurso kantiano al sensus communis, en consecuencia, es desplazado por la pragmática de los discursos institucionalmente gestados y por los mecanismos de poder que los acompañan en la forma de instituciones patrocinadoras del arte.
Esta situación conduciría a una lectura institucional del arte como la planteada por Dickie, en la cual los objetos que llamamos obras de arte pueden ser mencionados así debido a declaraciones previas de su estatuto de “artisticidad” por instancias mediadoras del tipo museo, galería, etcétera. La función que las instituciones operan sobre la existencia, flujo y circulación de las obras de arte, al parecer, caracteriza también al concepto mismo de arte. Esto no obsta para afirmar el carácter expresivo de las obras de arte y la posibilidad de que su experiencia incluya también componentes cognitivos.
En ambas situaciones históricas, el siglo XVIII como origen de algunas prácticas y el periodo más reciente en el que asistimos a una consolidación institucional del arte, la existencia de juicios estéticos plantea los siguientes problemas: la constitución subjetiva del juicio, la expresión en principio universalizable del juicio y el paso de constitución a expresión merced al recurso lingüístico, que transforma la experiencia de la obra en enunciados proferidos acerca de su valor. Estos tres procesos tienen consecuencias para una definición del arte.
Este último elemento –la definición del arte– puede ser aislado del experimento que se propone en este escrito, especialmente en el capítulo final, si se acepta de entrada que, pese a la multitud de intentos de definición (Tatarkiewickz, 1995, 39-78; Davies, 1991: 1-3 ss.), es plausible renunciar a las definiciones sustancialistas del arte (Gombrich, 1995: 15).
En lo sucesivo se empleará una definición estipulativa o “de izquierda a derecha” del arte, definición que es funcional al interés de este escrito. Se supondrá en lo siguiente que “arte” es un término indefinible en las condiciones actuales de la experiencia estética y se entenderá por “arte” (siguiendo a Gombrich) “lo que hizo Santa María”, esto es: una X que hace que a los objetos en dos dimensiones que fueron producidos por él los llamemos obras de arte (en un sentido general, sin afirmar que son “grandes” o “pequeñas” obras de arte). En consecuencia, la versión funcional del arte a partir de la cual se leerán las obras de Santa María, es una perspectiva débil de la versión del tipo Token-Type, en la cual las obras del pintor son “Tokens” de una actividad socialmente aceptada como el “Type” (la actividad “arte”).
A lo largo de este escrito se mencionan algunas características de las condiciones que modificaron la recepción de la obra de un artista (Andrés de Santa María) en el discurso de los diferentes tipos de lectores: desde el “primer público”, a lo largo de un periodo de tiempo determinado (1899-1910), hasta las lecturas más recientes de los críticos como lectores informados. Parte de este intento consiste en presentar las características generales de los enunciados que los críticos profirieron acerca de la obra, con el fin de identificar las posibles razones de las divergencias y de los desarrollos de los enunciados críticos como modificaciones externamente rastreables de la situación hermenéutica y de la situación histórica.
La obra de Santa María posee una historia de los efectos. A lo largo de estos cien años se han producido grupos de enunciados valorativos e interpretativos diferentes con respecto a su producción pictórica, enunciados que están mediados por los elementos de la experiencia estética indicados anteriormente (junto con los problemas concomitantes de base subjetiva-base objetiva-comunicación). Se puede reconstruir una “secuencia” de los enunciados si establecemos de antemano criterios de comparación que permitan referir los enunciados a su condición de origen, que será entendida como “situación hermenéutica” (Gadamer, 1991: 331 ss.). Esto supone escoger entre los enunciados de los receptores un cierto tipo particular de enunciados, que es el conjunto de enunciados de los críticos de arte.
Se trata entonces de mostrar algunas de las condiciones en que se formularon enunciados acerca de las obras y establecer las relaciones entre esas condiciones, en cuanto condiciones hermenéuticas, y sus productos en cuanto juicios acerca de las obras. Si el supuesto de este trabajo, supuesto compartido por cualquier tipo de estética de la recepción, es que las lecturas de las obras de artes visuales tienen en las obras el polo “texto” y en el receptor el polo “lector”, es conveniente indicar el tipo de lector que representa el crítico de arte.
Por otra parte, se puede defender que nuestro empleo de algunos conceptos de la estética de la recepción es adecuado; la transposición del lenguaje de una teoría pensada para el ámbito de la literatura al ámbito de las artes plásticas es plausible, no solo si se acepta que se puede hablar en ambos casos de “lectura” de obras. Una variedad de aires de familia hace factible la asimilación en el procedimiento: obras de arte plásticas y literarias tienen una lectura temporal, poseen ritmo, estructuras de construcción, armonía, forma, núcleos y ejes de tensión que deben ser interpretados por el lector (o receptor) para tener una adecuada lectura y actualización de los potenciales de sentido que la obra ofrece. Además, se han hecho aplicaciones de la estética de la recepción a textos no literarios, como el caso de textos puramente administrativos. Jameson (2004) explica cómo el desvelamiento de la catástrofe financiera de la empresa Enron supuso una lectura inadecuada de un texto escrito por el CEO de la compañía, cuyo lector real no actualizó críticamente, como hubiera hecho en el caso de actuar como lector implícito. En el campo de la música, arte que se ejecuta en el tiempo, así como la lectura de libros o la contemplación de obras plásticas, Hoyt (1985) ha empleado la teoría de la implicación-realización y de la lectura-respuesta, propuestas en la estética de la recepción, para mejorar la comprensión de las interpretaciones de materiales musicales diversos. Nuestra aplicación a los escritos acerca de un pintor es solo otra ampliación del espectro aplicatorio del punto de vista filosófico. Dicho esto, haremos una primera presentación de la función del crítico de arte y su relación con el desarrollo del contexto del arte colombiano en el periodo de tránsito entre el siglo XIX y el XX. Volveremos sobre el punto en los capítulos siguientes.
1.2. El crítico de arte como lector, algunas notas sobre el siglo XIX
En el ámbito de las obras de arte figurativas, la transposición del contenido de la obra a lenguaje narrativo puede resultar imprecisa, metafórica y desajustada con respecto a aquello que la obra de arte expresa por medios plásticos. Como sabemos, si exceptuamos el caso de inserción de textos en las obras, a partir de los carteles y las vanguardias históricas de principios del XX, será en el campo del arte conceptual que se intente borrar la diferencia entre representación y palabra (hecho adecuadamente representado en nuestro medio por “Bodegón” de Bernardo Salcedo). Esta “reflexión” del artista en la obra, sin embargo, no suprime el hecho de que la obra de arte se expresa de manera originalmente no lingüística, como sí lo es la mediación pública en la cual los espectadores hablan acerca de la obra, en la que los críticos interpretan el significado del objeto plástico. Al ser la crítica de arte un relato históricamente variable acerca de la obra de arte (que incluso opera como un sucedáneo lingüístico de esta), la existencia de la crítica como actividad ha sacado a la luz una serie de tensiones que veremos a continuación. Encontramos mutatis mutandis las mismas dificultades que anteriormente se han mencionado con respecto al juicio estético. Ubicadas en este nivel, se trata un grupo de conflictos, señalados así por Calabrese (1993: 9):
a) existe un conflicto entre la crítica de arte como discurso evaluador de la obra de arte y la crítica de arte como discurso descriptivo de la misma;
b) existe un conflicto a propósito de la base objetiva o subjetiva del discurso crítico-artístico;
c) existe un conflicto sobre la pertinencia de los métodos en la crítica de arte; y,
d) por fin, son conflictivas las relaciones entre crítica e historia (o, respectivamente, crítica como contemporaneidad entre producción e interpretación de la obra y crítica como historia de sus distintas interpretaciones y descripciones).
La primera tensión discurso evaluador/discurso descriptivo se refiere a la historia de la crítica de arte como actividad. En el origen de la crítica encontramos la defensa de grados máximos de subjetividad (Baudelaire) y tendencias hacia grados mínimos de subjetividad que pueden operar bien sea como descripción desapasionada de las obras de arte presentes en una exposición o evento, o como descripción a partir de teorías estéticas que se aceptan previamente (ejemplos recientes serían Greenberg, Hughes, Danto). Esta tensión nos refiere inmediatamente a la siguiente: “existe un conflicto a propósito de la base objetiva o subjetiva del discurso crítico-artístico”, que está presente incluso en condiciones en las cuales no se ha establecido plenamente una tradición de lectores de obras de arte. Este es el caso de la crítica de arte en Colombia a finales del siglo XIX.
La condición inicial de la crítica de arte en Colombia, desde este punto de vista, es la de la construcción, a partir de cero, de una actividad en periódicos y revistas que busca describir antes que interpretar el arte. Las interpretaciones irán apareciendo paulatinamente, en la medida en que se operen novedades en la producción plástica. Esto lo veremos con Andrés de Santa María. En todo caso, el horizonte de expectativas del primer grupo de críticos colombianos se encuentra previamente determinado por la suma subjetiva de su “gusto” peculiar y la suma objetiva de sus “saberes”, rastreables como fuentes de su interpretación y reconstruibles desde un punto de vista externo. Esta actividad en Colombia –y ello no debe olvidarse– se encuentra en manos de literatos, lo que constituye una constante en el origen y los primeros desarrollos de la crítica como institución en Colombia y en Europa en los siglos XVIII y XIX.
El estado de la “historia del arte” actúa también como condición de los juicios del crítico, tanto de su posibilidad como de la riqueza del lenguaje empleado. Se trata en este caso de una tensión desatendida en Calabrese (debido en general al hecho de que la historia del arte es historia del arte europeo. La tradición es allí el punto de partida), pero que es una tensión fundamental en la consideración de los lectores de arte en Colombia en el XIX. En efecto, si atendemos a la “proposición crítica” de Marta Traba (1965), la historia del arte co...