
- 104 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Maldita Lengua
Descripción del libro
"¡Ándele ya, vicioso lector! ¡Déjese de preámbulos y sumérjase de una vez en Maldita lengua que no se arrepentirá! Mire que algunos placeres son tanto más genuinos e intensos cuanto inesperados. No sé qué me ha cautivado más, si la melancolía o la ironía, la ligereza o la profundidad, la ficción o la erudición de estos catorce capítulos aparentemente volanderos (escritos al vuelo de una memoria, quiero decir, como todas, caprichosa), pero obstinadamente implacables. No hay asunto en ellos cuya gravedad no sea extrema, actual y perenne. Maldita lengua: hablamos necesariamente de conflictos. Les dejo a solas con el minotauro"
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Información
ARCHIVO
«La condición del archivo es la constitución de un instante y de un lugar de autoridad»: esta era la cita, en francés, a la que don Ignacio Merlina y Rapaport tenía que encontrarle paragón castizo. Y es que de un súbito recibió varias encomiendas por equivalentes a los usos de la voz archive en inglés y francés según la usanza de filósofos y críticos del mundo. La palabrita poco a poco se multiplicaba entre las sesudas teorías en inglés y era poco cool no incluir voz castellana en el asunto. «Quién lo iba a decir —pensó don Ignacio—; háseme vuelto la cabeza nalga: ahora resulta que una glosa tan anodina (‘archivo’) da pie a cosas pesadas, enfermedades (‘le mal d’archive’), fiebres (‘archive fever’) y fobias palabrosas (archivo cual metáfora del poder máximo, sinónimo de todo lo dicho, lo por decir, lo decible e indecible o trasunto de la mera posibilidad de decir). ¿Qué les habrá hecho la monda palabrita a los profesores? Porque los archivistas ya tienen feina y consuelo con su patrón, San Benito».
Don Ignacio revisó con cuidado los múltiples pedidos que «archivaba» en su tarjetero bajo el rubro «El coñazo del archivo». Y cayó en la cuenta de que ninguno de los pedidos venía de procedencia natural, es decir, de historiadores, que son al archivo lo que el agave al tequila. «El burro no pide orejas», pensó. Pero, era claro, en varias disciplinas la palabra «archivo» había desbordado su propia epidermis semántica. Ya no era aquel latinismo prestado del griego («según la Real Academia, arjeîon: residencia de los magistrados»); ya no era simplemente el nombre de un «conjunto ordenado de documentos» o el «lugar donde se custodian» o la «acción y efecto de archivar».
La palabra, en fin, había virado en megametáfora, o eso creía don Ignacio: «Así, cual sustantivos simples pero de incontrolable tonelaje metafórico (‘noche’, ‘sangre’, ‘corazón’ o ‘luna’)». Don Ignacio no daba crédito: «Mira que hacer tanto barullo con una palabreja de notario, con algo tan de burócrata gonzalitos y de historiador coñazo».
De los varios pedidos, don Ignacio dedujo que «archivo» habíase vuelto metáfora de varias cosas: el poder para seleccionar lo que se preserva, el poder para decidir el orden de lo guardado, por tanto sinónimo de la exclusión deliberada de otros recuerdos, otras cosas no guardadas; también, símil de sistema, de reglas más o menos heredadas y aceptadas para hacer de lo archivado algo legible en el presente. Es decir, venía a ser el poder de decretar qué es decible, qué indecible. De las múltiples citas en inglés, francés e italiano, don Ignacio dedujo esto poco y, también, un claro tono peyorativo: «Ahora la palabra archivo es insulto, cosa fea y deleznable». No creo que nunca en castellano archivero, archivo o archivar hubieran tenido un sabor agradable; «archivo invoca aburrimiento», pero la palabra no daba, creía don Ignacio, para decir «escolta tú, gordo, gilipollas… ¡archivo!».
Entre las nuevas connotaciones del término, a más de maldad, don Ignacio intuyó algo así como optimismo («logofilia, eso mismo, logofilia: alguien controla lo decible porque el poder está secretamente “archivado” en el lenguaje») disfrazado de pesimismo («logofobia: hay que huir del lenguaje, eso sí, no con el silencio sino con palabras y más palabras»). El optimismo es tal, pensaba don Ignacio, que hay que dotar a la idea de «poder» de coherencia y clara dirección, para eso, para ser poder («mucho presumir»). Así, «archivo resulta, primero, una voluntad y, después, coherente, por ello ordena, manda, archiva, cataloga, establece las leyes de memoria y de olvido. ¡Vaya confusión!».
Para don Ignacio el asunto parecía seguir esta lógica: archivo, lo que cualquier hijo de vecino llama archivo, es un edificio, un depósito de documentos, en el que unos mandamases imponen un orden, un esto se guarda y esto no. Archivo que deviene archivito si visto como anécdota del archivote, el lenguaje, que es mayor y más poderoso que el edificio de marras. Pero don Ignacio creía que al respecto del lenguaje «es difícil señalar quién es el alguien o el algo que impone el orden y la coherencia». Y se escribía a sí mismo:
En blanco y negro: en el archivito, una convención burocrática, un orden, clasifica las posibles evidencias que prueban o niegan un argumento histórico (esto pasó o esto no pasó). Ese orden es la forma accesible, si mandamás, de una masa amorfa de información que de otra manera sería inaccesible. El orden es una dictadura, sí, pero ¿alguien cree que en un archivo algo es visible sin alguna traza de guía? Ahora bien, es el archivote (todo lo dicho y sabido y recordado, cuyo apersonamiento mayor es el lenguaje) lo que establece la lógica para leerlo todo. Sin embargo, precisar ese criterio, señalar a su dueño o dueños, es una fantasía tan grande como la de poder existir fuera del lenguaje, del archivote, cual vivir libertos de las caóticas cadenas del lenguaje en una inconjeturable oralidad.
Al final de sus notas, don Ignacio escribió: «La metástasis semántica de la palabra ‘archivo’ no es una liberación sublime conquistada desde fuera de los confines de los archivos; es la simple prueba del poder de seducción, que no de coherencia, del archivote, el lenguaje». A diferencia del filósofo o del crítico literario, pensaba don Ignacio, el archivista de guantes y batín sabe al archivo, cualquiera, un orden aparente que esconde un sinnúmero de consecuencias inesperadas e indeseadas. «¿Quién controla el acaso, la buena o mala suerte de hallar o no algo impensado, un acaso intrínseco al archivo?». Para don Ignacio los documentos llevaban a historias insólitas e incontrolables; relatos que no pudo siquiera sospechar el poder que ordenó el archivo.
Con todo, decía don Ignacio, «la feina es la feina». Había que ganarse el pan. Así, comenzó por enviar chocarreras citas de Tirso de Molina. En inglés, escribió a sus clientes: «In the matter you want to make use of the world ‘archive’ —as a summary of everything and nothing, as a supreme will and no will—, the term has been wonderfully expressed in Spanish by an old poet who, in describing an old and garrulous women, said (please notice the underlined words from which, in due time, you may also want to extract a lot of rhetorical juice in your insightful academic prose):
Epílogo de los tiempos,
almacén de las arrugas,
archivo de las edades
y taller de las astucias.
Por alargar su secreta burla —y dado que le pagaban por cita—, don Ignacio también envió referencia a un cursi y desconocido escritor mexicano que, explicó don Ignacio a sus clientes, «was not Homer but had a very telling name: “the Messenger”, Telésforo Ruiz. In describing Mexico City’s central plaza, Telésforo wrote the poem “Las acabadas en al”, which nicely serves your intentions to prove that ‘archive’ is a word that cozily resides in the vicinity of power»:
El palacio nacional,
antes virreinal,
y el congreso federal,
comisaria general,
la sala presidencial,
tesorería general,
y el archivo general.
Ya entrado en gastos, don Ignacio incluyó en la remesa algo de La musa callejera de Guillermo Prieto:
Hoy que el alma es contrabando
e impera lo positivo
no queda sino el archivo
para el que está viejetando.
También envió una cita más enigmática, «nadie la entenderá, pero veamos qué hacen con ella». Narró a sus clientes el origen y peripecias del moro Abenámar en el romancero español; les dijo que lo del buen moro era, con un poco de Gramsci y otra miqueta de Raimon, «testimonio auténtico de gent que anomenen classes subalternes»: «¿Qué más “otredad” que un moro de la morería cuyos cantares vienen de la tradición oral?». (No les dijo, claro, que los romances habían sido recolecta...
Índice
- INVITACIÓN A LEER MALDITA LENGUA
- PREÁMBULO
- ERUDICIÓN
- ESCRIBIR
- OPINADOR
- NEOLIBERAL
- PALABROTAS (I)
- PALABROTAS (II)
- CATALUÑA
- ARCHIVO
- IDENTIDAD
- VOCACIÓN
- BREVEDAD
- VANIDAD
- PALABREAR