La física cuántica
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La física cuántica

Todo sobre la teoría capaz de explicar por qué los gatos pueden estar vivos y muertos a la vez

Juan Pablo Paz

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La física cuántica

Todo sobre la teoría capaz de explicar por qué los gatos pueden estar vivos y muertos a la vez

Juan Pablo Paz

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La física cuántica es uno de los mayores logros de la ciencia del siglo XX. Lejos de la mística o el esoterismo, esta teoría que nació para poder explicar el comportamiento de la luz ha sido comprobada una y otra vez en algunos de los experimentos más bellos de las ciencias naturales. Sin las ideas de la cuántica no habría computadoras, reproductores de DVD, transistores o aparatos para medir qué le pasa a nuestro cerebro cuando está pensando.Como toda la ciencia, la física cuántica nos ayuda a entender de qué estamos hechos, y ha sido de lo más exitosa en esta misión. Claro que en el camino nos ha enfrentado con paradojas, electrones que se escapan cuando los miramos, gatos imaginarios que pueden estar vivos y muertos al mismo tiempo, casamientos irrompibles entre pedacitos de materia que están dispersos por el mundo y, quizá, la teletransportación (sin hacernos ilusiones porque, como casi todo lo que esta teoría explica, se reduce al mundo de lo infinitamente pequeño).Cien años después de que sus creadores la presentaran y demostraran, seguimos teniendo un profundo desconocimiento de esta teoría fundamental. Es hora, entonces, de que alguien nos explique de una vez por todas de qué se trata la física cuántica. En este libro Juan Pablo Paz, uno de los científicos argentinos más reconocidos en el mundo, viene a guiarnos por un universo fascinante, que a veces atenta contra el sentido común, pero que siempre nos desafía a entender la naturaleza, por extraña que pueda resultar.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876297349
1. Ni ondas ni partículas: partondas y ondículas
¿De qué estamos hechos? ¿Cómo están compuestos los objetos que tocamos, el aire que respiramos y la luz que nos ilumina? La ciencia ofrece un camino para responder estas preguntas: consiste en realizar experimentos y formular teorías que los expliquen y que, a su vez, predigan los resultados de nuevos experimentos. Al girar esa rueda, las teorías científicas son sometidas a pruebas en el laboratorio y se suceden. Alguna de ellas entra en crisis cuando predice incorrectamente el resultado de cierto experimento crucial. En ese caso, tras debates calientes y no sin resistencia, la teoría es reemplazada por otra.
La historia de la mecánica cuántica está muy relacionada con el intento por responder las preguntas que mencionamos antes. Hasta fines del siglo XIX se pensaba que el universo estaba compuesto por partículas y ondas. Las partículas eran pequeños corpúsculos de materia que se movían continuamente, combinándose para formar átomos y moléculas. Las ondas, en cambio, eran entes deslocalizados, olas que transmitían energía. La luz era, según la ciencia de la época, una onda: transmitía energía a las partículas, las que, al moverse, generaban luz.
Tal visión del mundo entró en crisis a partir de los resultados de experimentos que exploraron la interacción entre la luz y la materia. Estos estudios mostraron que las cosas que imaginábamos como partículas podían, en realidad, comportarse como ondas. A la vez, en algunas ocasiones, las ondas –como la luz– se comportaban como si estuvieran compuestas por una lluvia de partículas. Poco a poco, luego de un turbulento período que comenzó en 1898 y culminó en 1927, quedó claro que esos conceptos, partícula y onda, no eran útiles para describir el mundo microscópico. La teoría que logró explicar todos los resultados experimentales y que demostró tener un fabuloso poder predictivo es –ya lo adivinaron– la mecánica cuántica. De acuerdo con ella, los objetos que componen el universo tienen un comportamiento dual: no son ondas ni partículas, sino algo diferente, que en algunas ocasiones se manifiesta de una forma y, en otras, adopta otra personalidad.
En lo que sigue, presentaremos a los personajes de la historia de la mecánica cuántica. Los primeros del elenco serán los átomos. Después, aparecerá en escena la luz. Presentaremos a los protagonistas y, luego, deconstruiremos sus personalidades para mostrar que no son lo que aparentaban.
Partículas: los átomos
La idea del átomo nació hace más de dos mil años en Grecia, como fruto del razonamiento puro, inspirado en la contemplación de la naturaleza. Hoy diríamos que no había evidencia empírica en favor de los átomos. Demócrito fue uno de quienes se preguntaron qué sucedería si tomáramos un trozo de papel, por ejemplo, y lo dividiéramos una y otra vez en mitades. Primero, tendríamos dos partes idénticas; luego, cuatro; después, ocho, y así sucesivamente. ¿Sería posible dividir el papel ad infinitum? Los partidarios de la teoría atómica postulaban que no. Por el contrario, pensaban que, al dividir el papel una y otra vez, en algún momento nos encontraríamos con un límite, con una unidad indivisible: el átomo. Esta idea era también necesaria para entender la manera en la que la naturaleza se transforma: el paso del tiempo hace que toda flor se marchite y pierda su belleza, pero la naturaleza permite que crezcan nuevas flores, tan bellas como las anteriores. Para que los ciclos naturales se repitan uno tras otro deberían existir unidades que no pudiesen degradarse, que no pudieran decaer en algo todavía más elemental. Esas unidades, indivisibles y eternas, son los átomos, que se combinan continuamente y dan lugar, según Demócrito, a todo lo que nos maravilla cada día.
Su origen, ligado a la filosofía, mantuvo a los átomos lejos de la ciencia experimental durante muchos siglos. La evidencia empírica en su favor comenzó a aparecer a fines del siglo XVIII, de la mano de la química, una disciplina que estaba en pleno desarrollo. Para ese entonces se había logrado separar todas las sustancias conocidas en componentes elementales: los elementos químicos. Hoy se conoce un centenar de elementos estables, que se combinan para formar todas las sustancias que nos rodean. ¿Cómo se combinan los elementos? Lavoisier, Proust y Dalton, entre otros, descubrieron leyes sencillas para entenderlo. La más famosa de ellas es la ley de las proporciones múltiples, que descubrió John Dalton y que se aplica siempre que dos elementos (A y B) se combinen de varias maneras para dar lugar a más de una sustancia. En sus experimentos, Dalton usaba una cantidad fija de una sustancia: por ejemplo, un gramo del elemento A; luego, medía la masa del elemento B que necesitaba invertir para obtener cada uno de los compuestos posibles (a los que llamamos S1, S2, etc.). Es decir: Dalton medía la masa m1 necesaria para obtener S1, la masa m2 necesaria para obtener S2, etc. (siempre utilizando 1 g del elemento A).
Dalton descubrió que la relación entre las masas m1 y m2 coincidía siempre con la relación entre dos números enteros; por ejemplo, el carbono (C) y el oxígeno (O) se combinan para formar al menos dos sustancias: el monóxido y el dióxido de carbono, que se encuentran en la naturaleza y tienen propiedades muy distintas (el monóxido de carbono es tóxico). Para formar monóxido de carbono necesitamos m1 = 1,33 g de oxígeno por cada gramo de carbono; en cambio, para formar dióxido de carbono necesitamos m2 = 2,66 g de oxígeno por cada gramo de carbono. Notablemente, el cociente entre m2 y m1 es m2/m1 = 2,66/1,33 = 2. Dalton mostró que esto no es una coincidencia, sino que se cumple siempre para cualquier reacción química entre cualquier par de elementos A y B.
Si existieran los átomos, sería fácil comprender el motivo por el que la masa de oxígeno necesaria para formar dióxido es el doble de la necesaria para formar monóxido de carbono: ¡en una sustancia hay un átomo de oxígeno por cada átomo de carbono, mientras que en la otra hay dos! (por eso, sus fórmulas químicas son, respectivamente, CO y CO2). La ley de Dalton fue un indicio a favor de los átomos. Poco a poco quedó claro que la hipótesis atómica permitía explicar todos los experimentos químicos a partir de leyes simples.
Pese a la evidencia acumulada, que provenía no sólo de la química, sino también de la termodinámica, la existencia de átomos fue controvertida durante todo el siglo XIX. Las discusiones terminaron en 1905, cuando el joven Albert Einstein encontró un argumento que convenció a los más escépticos. Einstein demostró que la existencia de átomos y moléculas tiene consecuencias sobre el movimiento de objetos suficientemente grandes como para ser observados con una lupa. En efecto, Einstein mostró que el movimiento sostenido y abrupto de las partículas de polvo sumergidas en un líquido se origina por el continuo choque con las moléculas del líquido. Si bien las moléculas son mucho más pequeñas y livianas que cualquier grano de polvo, son tantas y tan movedizas (chocan más de 100 billones de veces por segundo) que su efecto se acumula. Este movimiento errático había sido observado un siglo antes por el botánico Robert Brown, quien lo descubrió mirando en un microscopio el comportamiento de granos de polen suspendidos en agua. Einstein demostró que la teoría atómica permitía predecir propiedades simples de este movimiento, como, por ejemplo, que la distancia a la que se alejan las partículas de su posición inicial aumenta como la raíz cuadrada del tiempo transcurrido. Pudo predecir, además, cómo depende el ritmo de alejamiento del tamaño de las moléculas, de su número y de la temperatura del líquido. Las predicciones de Einstein fueron confirmadas con rapidez por experimentos realizados en París por Jean Perrin, quien recibió el Premio Nobel por ellos. Einstein mostró que, a partir del estudio del movimiento de las partículas de polvo descubierto por el botánico Brown, es posible calcular la cantidad de átomos que hay en cierto volumen; por ejemplo, en un cubo de 28 cm de lado lleno de agua hay, según Einstein, alrededor de 0,6 billón de billones de átomos (un número gigantesco: un 6 seguido por ¡23 ceros!). De manera notable, un par de décadas antes, Amedeo Avogadro, un famoso químico partidario de la teoría atómica, había estimado ese número sobre la base de evidencia completamente independiente. El hecho de que el número de Avogadro coincidiera con el estimado por Einstein fue una evidencia contundente a favor de la teoría atómica.
El trabajo de Einstein terminó de consolidar la teoría atómica. Notablemente, en 1905, Einstein publicó, además de su estudio sobre el movimiento browniano, otros dos trabajos. En uno de ellos expuso la teoría de la relatividad, que cambió nuestra visión del tiempo y el espacio; en el otro, que le valió el Premio Nobel, presentó su mayor contribución al desarrollo de la mecánica cuántica al encontrar una explicación del efecto fotoeléctrico basada en la existencia de los fotones (sobre los que hablaremos más adelante). Que una misma persona haya demostrado, en el mismo año, la existencia de los átomos, la de los fotones y la relatividad del espacio y el tiempo es casi inconcebible. Ante tan gigantesco genio no podemos más que sentirnos admirados y pequeños. Aunque no tan pequeños como los átomos.
Los átomos por dentro
Los átomos que surgieron de los estudios científicos resultaron ser muy distintos a los concebidos por los griegos; por ejemplo, el descubrimiento de la radioactividad mostró que los átomos podían cambiar y transformarse unos en otros: el radio (Ra), un elemento químico descubierto por Pierre y Marie Curie en 1898, naturalmente emite partículas de diverso tipo y se transforma en radón (Rd) y, en menor proporción, en otros elementos (los productos emitidos en esa transformación pueden dañar tejidos vivos). La conclusión es obvia: como los átomos se dividen, deben estar formados por componentes todavía más elementales.
Los electrones son uno de esos componentes. Fueron descubiertos por J. J. Thomson en 1897, quien demostró que están presentes en todos los átomos, que son muy livianos y que tienen carga eléctrica. Poco después, quedó claro que estas diminutas partículas son las responsables de la conducción eléctrica: los materiales conductores están formados por átomos a los que resulta muy fácil arrancarles un electrón.
Los átomos son eléctricamente neutros. Por eso, si en su interior hay partículas con carga negativa, como el electrón, tiene que haber otras con carga positiva. ¿Cómo están distribuidas las cargas dentro del átomo? Ernest Rutherford descubrió en 1911 que las cargas positivas se ubican en una región muy pequeña, que concentra casi toda la masa del átomo. El tamaño de esta región, a la que llamamos “núcleo”, es la décima parte de un billonésimo de centímetro (un número con 12 ceros después de la coma decimal; o sea, los núcleos atómicos más pequeños miden aproximadamente 0,0000000000001 cm). Como los electrones están distribuidos a una distancia del núcleo semejante a 5000 veces el tamaño de este, entre el núcleo y los electrones hay una enorme zona vacía.
Rutherford pudo ver el interior del átomo con un método que se sigue usando para estudiar la estructura interna de otros sistemas: bombardeó con partículas cargadas un conjunto de átomos que formaban una delgada lámina de oro. Su método se basaba en una idea simple: estudiando la forma en la que las partículas se desvían, es posible inferir la estructura de los objetos (los átomos) contra los que ellas chocan. En efecto, si las cargas en el interior del átomo estuvieran mezcladas de manera difusa, en el experimento se debería observar que todas las partículas incidentes se desvían un poco. En cambio, Rutherford y sus estudiantes observaron un resultado muy diferente: la mayoría de las partículas atravesaba la lámina sin desviarse, mientras que sólo una de cada 10 000 sufría una desviación muy grande, casi como si hubiera rebotado contra un objeto compacto. Ese comportamiento sólo podía explicarse aceptando que la mayor parte del átomo está vacía y que toda la carga positiva está concentrada en pequeños núcleos que contienen casi toda la masa del átomo.
En grandes aceleradores, los físicos siguen haciendo chocar partículas para, al analizar cómo se desvían los fragmentos, estudiar su estructura y sus interacciones. En el LHC, núcleos de hidrógeno chocan entre sí y también con elementos pesados, como el plomo. Antes de esto son acelerados hasta llegar a velocidades cercanas a la de la luz.
Estos grandes instrumentos usan el método de Rutherford, pero, además, aprovechan un efecto predicho por la famosa fórmula de Einstein E = mc2: logran que parte de la energía almacenada en el movimiento de las partículas incidentes se transforme en materia. Lograr esto no es sencillo: para crear un gramo de materia necesitamos toda la energía producida por la central de Atucha II durante casi treinta y un días. En números concretos, 1 g de materia equivale a una energía de 1014 Joules (1 Joule es la energía almacenada en el movimiento de un objeto cuya masa es de 2 kg y su velocidad es de 1 metro por segundo). Por eso, para producir nuevas partículas es necesario alcanzar energías enormes. Hacer chocar objetos para analizar las propiedades de los fragmentos es un método conceptualmente simple que permitió develar grandes misterios de la estructura de la materia.
El código de barras de los átomos
A partir del descubrimiento del núcleo, el átomo parecía ser algo así como un pequeño sistema solar con el núcleo en el centro y los electrones a su alrededor. Poco después quedó claro que esta imagen, atractiva por su simplicidad, era imposible de aceptar. Cuando una partícula cargada se mueve aceleradamente, tal como lo hace el electrón en el átomo, tiende a perder de manera irremediable su energía y su movimiento propende a frenarse. El motivo es simple: el movimiento de esa partícula tendería, después de cierto tiempo, a generar movimiento en cualquier otra carga que se encontrara en su entorno. Los físicos describimos este fenómeno diciendo que, al acelerarse, la primera partícula irradia una onda electromagnética que transporta energía de manera similar a como lo hace una ola en el agua; por consiguiente, los electrones que se moviesen alrededor del núcleo irradiarían con rapidez toda su energía y caerían sobre este. De acuerdo con la teoría electromagnética de Maxwell, ¡esto ocurriría en un tiempo menor que la millonésima parte de 1 ms! La estabilidad del átomo era un misterio. Y también lo eran las extrañas propiedades de la luz emitida o absorbida por los átomos.
Un átomo puede absorber y emitir energía en forma de luz. Al inyectar energía, podemos lograr que los electrones la absorban y luego vuelvan a emitirla en forma de luz. Por eso, analizando la absorción y la emisión de luz exploramos cuáles son los cambios energéticos del electrón en el átomo. El experimento típico que permite estudiar la luz emitida o absorbida por los átomos consiste en colocar un elemento gaseoso en un tubo de vidrio y luego generar una descarga eléctrica en su interior, tal como ocurre en los tubos que usamos para iluminación. La luz emitida se puede hacer incidir sobre un prisma, que la desvía de acuerdo con su color, tal como ocurre cuando se forma un arco iris. Haciendo estos experimentos se descubrió algo notable: cada átomo tiene un código de barras, una huella digital que lo caracteriza; ¡cada elemento sólo emite luz de ciertos colores! Si la proyectamos sobre una pared, observamos líneas luminosas que tienen colores muy definidos. El resto de la pared permanece oscura.
La imagen de esas líneas se denomina “espectro” y es el “código de barras” que identifica a los átomos. Por ese motivo, el espectro de la luz que llega de las estrellas nos sirve para estudiar su composición.
¿Por qué un átomo sólo emite luz de ciertos colores? Para responder esta pregunta, en 1913 Niels Bohr derrumbó el dogma clásico y dio uno de los primeros pasos en la construcción de la mecánica cuántica. Según Bohr, el motivo por el cual un átomo emite luz de ciertos colores es que sólo ciertos cambios energéticos son posibles para el electrón. En el átomo –decía Bohr–, la energía del electrón solamente puede tomar ciertos valores. Y esos valores surgen de una fórmula que el propio Bohr sacó de su galera y que sirvió para explicar las propiedades del espectro del hidrógeno, el átomo más sencillo que existe, formado por un protón y un electrón, lo cual fue un enorme triunfo.
Pero el modelo de Bohr condujo a formular nuevas preguntas: el electrón sólo puede recorrer ciertas órbitas, aquellas con la energía adecuada, pero ¿cómo hace para pasar de una a otra? ¿Cuál es el camino que sigue? ¿Hay otros caminos además de los permitidos por Bohr? Estas preguntas sólo tuvieron respuesta cuando, casi veinte años después, se formuló la mecánica cuántica, que abandonó también la idea original de Bohr. Según la cuántica, el electrón no recorre una órbita, no ocupa un lugar en cada instante. El electrón, en el átomo, está en muchos lugares a la vez, no es un objeto localizado; no es una partícula, sino una partonda. Antes de intentar explicar qué es eso debemos hablar un poco sobre las ondas y la naturaleza de la luz.
Ondas: la luz
Los griegos también especularon sobre la naturaleza de la luz. Algunos pensaban, erróneamente, que los ojos del observador emitían corpúsculos que iluminaban los objetos. Quienes leyeron las historietas de Superman recordarán que este superhéroe tenía visión de rayos X, que funcionaba de forma similar a la imaginada por los griegos: de sus ojos salía un haz que iluminaba los objetos y per...

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