El espejo de la historia
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El espejo de la historia

Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas

Tulio Halperin Donghi

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El espejo de la historia

Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas

Tulio Halperin Donghi

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En la obra de Tulio Halperin Donghi, El espejo de la historia ocupa un lugar central. Este brillante conjunto de ensayos escritos entre 1976 y 1986 presenta los frutos de una exploración que sitúa la experiencia histórica argentina en un marco latinoamericano.Hasta entonces, el esfuerzo por concebir a la Argentina como parte de América Latina era inusual en la cultura de una nación que, precisamente, se enorgullecía de sus diferencias con las demás naciones del continente. Fueron las peculiares circunstancias de esos años dramáticos, en los que la violencia y el terrorismo de Estado asolaron el Cono Sur, las que desmintieron esa confianza ciega en la excepcionalidad argentina.Escrito bajo el impacto de esa recaída en la barbarie, este libro nos ofrece una poderosa evidencia del encuentro de nuestro país con su "destino sudamericano", desplegando nuevas maneras de pensar aspectos significativos de la política y la cultura de la región. En sus páginas, el lector se encontrará con una admirable reflexión sobre la dictadura como régimen político, sobre las características y la trayectoria del liberalismo, y con un célebre ensayo sobre la figura y las transformaciones del intelectual latinoamericano. El libro también se interna en la relación entre literatura, ciencias sociales y política, y aborda tópicos más específicamente argentinos, como la manera en que fue pensada la inmigración a lo largo de más de un siglo.El espejo de la historia significó un viraje en la trayectoria de Halperin Donghi y un testimonio formidable de su propia "poética" o modo de concebir –y escribir– la historia. Con una introducción de Roy Hora que reconstruye las premisas con que fue pensada la obra y sus principales hallazgos, esta nueva edición vuelve a poner a disposición de los lectores uno de los libros fundamentales del mayor historiador argentino de nuestro tiempo.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876297684
1. En el trasfondo de la novela de dictadores
La dictadura hispanoamericana como problema histórico
La aparición casi simultánea de textos narrativos centrados en dictadores y dictaduras, tratados ambos desde perspectivas tan variadas como la decididamente mítica de García Márquez, la histórico-cultural de Carpentier o la que se esfuerza, con Vargas Llosa, por alcanzar una imagen global de la sociedad es sin duda un hecho expresivo de un momento muy peculiar en la vida hispanoamericana. Es bueno recordar, sin embargo, que el interés por incorporar ese tema enorme a nuestra narrativa no nace sólo con él; desde la Amalia de Mármol hasta El Señor Presidente de Asturias (y sin olvidar el demasiado frecuentemente olvidado Tirano Banderas, que sólo formalmente se justifica excluir de la serie), los ejemplos se suceden a lo largo del tiempo; de este modo, la literatura refleja una perplejidad que no le es exclusiva. El origen de esta no tiene nada de misterioso: ella surge del conflicto no resuelto entre una vocación liberal-constitucionalista en torno a la cual se dio hasta ayer un consenso muy vasto, y un curso histórico que se obstina en decepcionarla.
Que ese consenso ha sido muy amplio no tiene duda, y entre las voces del coro que lo celebra no fueron las menos vehementes las de los beneficiarios más directos de esa constante decepción. En el siglo XIX no era difícil entender que gobernantes a quienes sus enemigos llamaban no sin motivo tiranos quisiesen ser los más entusiastas defensores de ese ideal, que por ejemplo Juan Manuel de Rosas, en un Buenos Aires que su capricho ha hecho pintar todo de un color, impetrase de su legislatura que no le impusiese una reelección en el mando que supondría no sólo consumar el sacrificio de su salud, ya avanzado hasta un punto que ha “oprimido los afectos y quebrantado su corazón”, sino el de sus convicciones, que le enseñan que “la inamovilidad de la persona en el mando supremo no es un principio”:[1] el liberalismo constitucional seguía, al cabo, siendo la única ideología legitimante de la que disponían Estados que debían su existencia misma a la ruptura con el antiguo orden defendido en Europa por el legitimismo.
Hoy, como es sabido, la situación es distinta: el liberalismo constitucional, o –para usar la fórmula ahora preferida– la democracia representativa, está lejos de ofrecer el único modelo político disponible. Tanto el ejemplo del fascismo entre las dos guerras mundiales como el de las democracias populares –y de las experiencias políticas que han ganado brillo fugaz en el Tercer Mundo– a partir del fin de la segunda atrajeron la atención de nuestros dirigentes de más clara vocación dictatorial: a fines de la década del treinta tanto el mariscal Benavides en el Perú como el presidente Vargas en el Brasil se inspiraron en la crítica fascista del electoralismo democrático, para justificar su ruptura con el constitucionalismo heredado de un pasado que, por otra parte, lo había respetado bastante mal en los hechos; años más tarde el general Perón iba a combinar más de un motivo mussoliniano con ecos de la revolución cultural china; todos ellos, sin embargo, alternaban estos escarceos ideológicos con invocaciones a lo que coincidían en llamar la “normalidad” política, que seguía siendo la que se atenía a las pautas fijadas por el liberalismo constitucional (sólo recientemente el movimiento político que se reconoce en la memoria de Perón, en una “solemne advertencia” al gobierno militar argentino, le hacía saber que el precio de la paz era la aplicación leal de la Constitución; desde luego de la Constitución de 1853, sólo muy limitadamente reformada en 1949 por el régimen peronista, y aceptada sin esas reformas por ese segundo peronismo que en 1973 se había proclamado más hondamente revolucionario que nunca).
Dicho de otra manera: en Hispanoamérica la dictadura personal ha venido siendo a la vez la forma de gobierno más frecuentemente practicada y la más radicalmente desprovista de toda legitimidad. Puesto que así están las cosas, no es sorprendente que la exploración de las raíces históricas de la dictadura hispanoamericana haya sido tan a menudo emprendida sobre la clave de un conflicto entre el vicio y la virtud, como la búsqueda de las raíces para tendencias que parecen imposibles de desarraigar del pecaminoso sujeto.
La aparente imposibilidad de superar ese conflicto incita a escapar de él recusando los términos mismos del dilema en que este encierra a la experiencia histórica hispanoamericana. Bastará para ello denunciar la vanidad intrínseca de toda tentativa de encuadrar esa experiencia en un marco ideológico y normativo con el cual parece incompatible, para concluir que si Hispanoamérica no puede ser lo que querría ser, debe aprender a querer ser lo que puede ser. En su forma más simple (y, que yo sepa, unánimemente rechazada pese a esa tentadora simplicidad) esa solución concluiría que, puesto que Hispanoamérica tiene que vivir con dictaduras, debe aprender a gustar de ellas. Más frecuentemente que esa solución tan poco atractiva, suele escucharse otra que sugiere que sería posible encerrar a la experiencia política de la Hispanoamérica independiente en un marco institucional más decoroso (y menos duro para los gobernados), si se buscase emplear para ello los materiales acumulados en la experiencia que plasmó la sociedad latinoamericana. La acción de la España imperial dejó un legado que sería vano repudiar en un intento igualmente vano de edificar sobre esa tabula rasa una nueva sociedad; la futilidad de esa tentativa, intuitivamente evidente para cualquier observador dotado de sentido común, es confirmada por el fracaso de los intentos de llevarla adelante bajo el signo del liberalismo constitucionalista.
En un libro[2] destinado a despertar amplio eco de consenso, y controversia, Claudio Véliz ha vuelto a proponer la adopción de esa perspectiva. La tradición colonial no puede, a su juicio, ser tenida por puramente negativa; debe ser comprendida y aquilatada porque sólo a partir de ella puede construirse una alternativa viable al primitivismo y crueldad en el ejercicio del poder que llegaron a dominar en países antes orgullosos de poseer una cultura política rica y refinada. Para ello el México de hoy ofrece a su juicio un modelo válido; en él se reconoce de inmediato la vigencia de un estilo de vida pública que integra los legados de la Nueva España con los de un sistema institucional heredado del liberalismo ochocentista, bajo la égida de un movimiento de masas que responde, en cambio, a las exigencias de nuestro siglo.
Pero la invocación del modelo mexicano, lejos de fortalecer el argumento de Véliz, viene a subrayar uno de sus aspectos problemáticos. Porque si México ha logrado escapar hasta hoy del ciclo de crisis político-sociales seguidas de recaídas en la barbarie, que ha afligido a más de uno de sus vecinos del Sur, no es porque se haya esforzado en poner la herencia colonial en la base del orden actual. Sin duda cualquier espectador del México de hoy coincide con Véliz en reconocer en él a cada paso la huella poderosa de la Nueva España; pero, a la vez, según recordaba recientemente Octavio Paz,[3] la memoria de esa Nueva España es para la actual conciencia mexicana una memoria reprimida, y el orden que hoy domina en México la ignora minuciosamente para exaltar, en cambio, una continuidad mítica con el pasado prehispánico.
Esa situación paradójica no tiene por cierto nada de excepcional: desde que Tocqueville observó que la Revolución, creyendo abolir el Antiguo Régimen, significó el triunfo final de las tendencias que por siglos este había buscado impulsar, se han venido acumulando los ejemplos de movimientos políticos que definen programáticamente su relación con el pasado del modo menos lúcido, sin que esa ceguera al parecer invencible reste nada a la eficacia práctica de su acción.
El ejemplo mexicano sugiere también que el problema no ha de encontrarse necesariamente donde Véliz lo busca. El mismo observador que habrá reconocido la presencia de la Nueva España en la textura de la vida colectiva del México de hoy no necesitará sino recorrer el centro de la capital mexicana para reconocer también, pese a las ciegas destrucciones de la primera centuria independiente, la huella monumental de esa verdadera capital imperial que deslumbró a Humboldt, y que no tuvo en verdad par en Hispanoamérica. La presencia de la Nueva España en el México de hoy puede quizá deberse, más que a ningún esfuerzo por valorizar su legado, a que allí la impronta del Antiguo Régimen fue lo bastante vigorosa para sobrevivir a un siglo de tormentas y proporcionar, cada vez que retorna la calma, los esquemas básicos sobre los cuales reorganiza su vida un México que ingratamente repudia esa tradición de la que vive.
Dicho de otro modo, la superioridad de México se debe menos a la imaginaria lucidez con que habría sabido utilizar el legado hispánico para construir un orden adecuado a las necesidades del presente, que a la riqueza allá excepcional de ese legado mismo. Este aspecto del problema, que no interesa demasiado a Véliz, interesó en cambio a menudo a quienes, a partir de la crisis de independencia, buscaron apreciar hasta qué punto lo que había sobrevivido del antiguo orden podía contribuir a la consolidación del nuevo. Ellos advertían muy bien que –al margen del juicio que les mereciesen las aspiraciones del poder español y el sistema de valoraciones en ellas implícito– la significación póstuma de la experiencia acumulada en el marco de la colonia dependía en buena medida de la eficacia con que esas aspiraciones hubiesen sido realizadas, y esta, siempre aproximativa, era por añadidura extremadamente variable según épocas y regiones. Así, desde muy pronto, a la denuncia de una España guiada en su acción imperial por aspiraciones puntualmente opuestas al sentido mismo en que avanzaba la historia moderna, vino paradójicamente a sumarse otra que le reprochaba no haberlas sabido encarnar en la realidad colonial.
Si no puede decirse que Véliz ignore del todo este aspecto del problema, el título mismo que ha dado a su obra anticipa su decisión de relegarlo resueltamente a un segundo plano. La herencia colonial se resume para él en un centralismo del cual proporciona, si no una definición explícita, sí una descripción lo bastante rica para reconocer en él una suerte de variante hispánica, más lastrada que otras de residuos arcaicos, del absolutismo de la temprana modernidad.
Ahora bien, el absolutismo fue, más que un régimen de contornos definidos en que toda autoridad emanaba de la de un soberano-legislador, una meta hacia la cual orientaban su esfuerzo de reorganización monarquías cuya estructura originaria estaba muy alejada de ese ideal, y cuya marcha hacia él, siempre contrastada, estaba destinada a no completarse nunca (¿es necesario recordar de nuevo que en Francia sólo la Revolución llevó a término la centralización del Estado, y que en Prusia y Austria otros procesos paralelos iban a ser coronados sólo luego de 1848?).
El absolutismo del Estado absoluto se presenta entonces como uno de los términos de una polaridad; el otro está dado por esa concepción más tradicional de la potestad regia que Max Weber describió, después de otros, bajo el término de patrimonialismo, en la cual el poder público es visto como parte del patrimonio del soberano, y –aunque eminente sobre todos– coexiste con poderes también públicos, incorporados a otros patrimonios de linajes o corporaciones. La gradual mediatización (y en el límite eliminación) de esas potestades rivales no elimina todos los obstáculos en el avance del absolutismo; esta se acompaña de un perverso resurgimiento de las concepciones patrimonialistas aun entre los agentes de ese avance de la corona hacia la supremacía. El ejemplo quizá más clamoroso es el de la clase togada en Francia, cuyo ascenso comienza bajo el signo del servicio a la corona y culmina cuando, transformada en nobleza de toga, ofrece a la resistencia nobiliaria a ese avance a la vez el apoyo institucional de los Parlamentos y el soporte ideológico de la obra de Montesquieu.
Véliz nos recuerda –con razón– que en Castilla el primer linaje de obstáculos pesó menos que en Francia, y que en las Indias el monopolio del poder público por el soberano conoció sólo excepciones limitadísimas y de alcances insignificantes; menos le interesa en cambio explorar cuál fue la gravitación del segundo. De nuevo no ignora que esta fue enorme (nadie que haya hecho estudios secundarios en Hispanoamérica hubiera podido evitar ser abundantemente ilustrado sobre el punto), y si prefiere no subrayarlo es sin duda porque no cree que sea ese el elemento del legado colonial más útil para fundar un orden político a la vez estable y tolerable en la desventurada Hispanoamérica de fines del siglo XX. Es una decisión razonable, si la exploración del pasado está orientada a recoger de él los elementos que el arte combinatorio de un estudioso de ciencias sociales de nuestros días se propone articular en un programa de convivencia luego de los derrumbes que ha vivido Hispanoamérica (y con particular dureza su Chile) en décadas recientes. No en cambio si de lo que se trata es de apreciar qué significó ese legado cuando era algo más que un repertorio de motivos ideológicos a la espera de ser devueltos a la vida; cuando, en 1825 o 1850, ofrecía aún el cauce en que las vidas de tantos hispanoamericanos habían aprendido a ser vividas.
En esa interminable y desconsolada posguerra, quienes adoptaron posiciones cercanas en espíritu a las que hoy propone Véliz descubrieron que el orden colonial (al cual, pese a que seguían detestándolo, se resignaban a recurrir en su desesperación para buscar en él un ancla de salvación en medio de la tormenta que no cesaba) era demasiado endeble para cumplir esa tarea enorme; sospechaban que lo había sido ya antes de recibir el golpe de gracia del movimiento emancipador. Esa iba a ser, en efecto, la conclusión del último –y más desesperado– Bolívar. Para salvar su proyecto republicano, este se ha avenido a incluir en él un creciente componente aristocrático (y aun, pese a su inagotable horror por la monarquía, mitigados ecos de la solución monárquica); espera así ganar la adhesión de esa élite de origen colonial cuya gravitación decisiva al frente de las nuevas repúblicas busca promover. El desengaño es cruel: ese grupo le vuelve la espalda para seguir a quienes se mantienen más apegados a la prédica liberal-democrática de la Revolución, y es esa alianza monstruosa de aristócratas y demagogos la que termina de convencer a Bolívar de que Hispanoamérica es radicalmente irredimible. En todo caso, esa experiencia muestra más allá de toda duda que no era entonces redimible a partir de las soluciones que ayer atrajeron a Bolívar, tan cercanas a las que hoy vuelven a ser propuestas por Véliz.
¿Ello es así porque todo eco ideológico del antiguo orden ha muerto para una clase patricia de pronto atraída por las más descabelladas aventuras de ideas? Quizá más bien porque lo que esa clase recuerda con nostalgia del antiguo orden es la presencia de un poder político más dispuesto a transacciones, en último término más manipulable, que el de los Libertadores, y porque encuentra en el liberalismo democrático una expresión ideológica adecuada a los nuevos tiempos de esa nostalgia pasatista. En suma, porque recuerda un Antiguo Régimen bastante distinto del que Véliz nos muestra fundado bajo el signo del centralismo y consolidado por tres siglos de triunfos cada vez más aplastantes de ese ideal fundacional, y más parecido en cambio al que los historiadores tratan hoy laboriosamente de reconstruir.
Esos historiadores han ido desde luego más allá de evocar el “obedezco pero no cumplo” acerca del cual todos hemos oído algo en la escuela secundaria, más allá, en otras palabras, de reconocer la extrema dificultad de organizar un sistema imperial centralizado, desde Madrid a Potosí y Filipinas, con los recursos técnicos y económicos de la España del Siglo de Oro. Hace ya más de diez años que –en páginas destinadas a alcanzar larga influencia– J. L. Phelan[4] señalaba cómo, sin renunciar explícitamente a esa aspiración centralizadora, la corona castellana maduró un arte de gobierno capaz de utilizar en su provecho su propia debilidad, para tallarse una posición eminente en la pirámide de poder sin necesidad de custodiarla mediante una burocracia numerosa (y por lo tanto costosa), ni de defenderla mediante un aparato militar igualmente oneroso (hasta fines del siglo XVIII, salvo en sus puertos fortificados, las Indias no tuvieron, propiamente hablando, ejército, y –contra lo que se creía hasta ayer– no parece que su tardía introducción haya aportado cambios fundamentales en este aspecto).
Este aparato poco costoso sólo era capaz de asegurar un poder aproximativo. Las tentativas de controlar desde el centro a servidores remotos, que –si se acepta el objetivo ostensible de imponer el centralismo– parecen otros tantos capítulos de una historia de fracasos reiterados y rutinarios, tienen sin embargo una función central en el mantenimiento del sistema imperial. La corona se resigna a que sus servidores establezcan alianzas y complicidades con las distintas cliques en que se divide la élite local, y reproduzcan en el marco de una estructura administrativa nominalmente sometida a los impulsos de la cúspide metropolitana los clivajes internos de esa élite; la vigilancia constantemente ejercida desde lo alto no aspira sino a asegurar la perpetuación del equilibrio existente mediante un siempre recomenzado acto de arbitraje entre esos fragmentos rivales de un poder nominalmente unificado en la obediencia unánime al soberano.
Esos modestos objetivos seguirán siendo perfectamente adecuados mientras el objetivo de la corona y la metrópoli se reduzca a la captación del excedente minero de las Indias. Desde mediados del siglo XVIII, la España borbónica desarrolla ambiciones más vastas, y las reformas que se agolpan hacia 1780 las reflejan muy bien. Ahora no se trata tan sólo de establecer una verdadera administración imperial, sino de transformar la base misma de la economía y la sociedad en las colonias para hacer posibles lazos económicos más complejos entre estas y la metrópoli. Mientras el segundo propósito fracasa en verdad antes de ser intentado, el primero alcanza sólo éxito limitadísimo: el resultado más tangible de las reformas administrativas es la suba del gravamen fiscal, que sólo se logra al precio de asegurar a las cliques locales que la reforma había aspirado a marginar una parte satisfactoria del acrecido botín.
Esa experiencia de tres siglos ha de dejar una huella vigorosa en la Hispanoamérica independiente. En su legado anotemos en primer lugar la distancia extrema –y por todos advertida– entre el esquema organizativo del Estado español en Indias (y más aun los ideales que lo legitiman) y el modo en que efectivamente ese Estado funciona. Se advierte en este aspecto una continuidad –que Véliz no registra– entre el centralismo monárquico y el constitucionalismo liberal: si regímenes como los de Porfirio Díaz, Justo Rufino Barrios o Cipriano Castro podían definirse como liberales, sin provocar universal escándalo, era en parte porque sus resignados súbditos habían tenido ya ocasión de descubrir a través de una larga experiencia histórica la distancia que va de lo vivo a lo pintado.
Hay otro aporte sin duda aun más importante: es la inveterada tendencia de la élite, que de hecho detenta fragmentos importantes del poder público, a tratar con el Estado como con el polo externo. Establece con él una relación insalvablemente ambivalente; esta ha tenido amplia oportunidad de consolidarse en el marco de un orden colonial que sobrevivió gracias al recíproco parasitismo de un Estado que –antes que encarar la creación de un verdadero aparato administrativo controlado y pagado desde la cumbre– prefiere poner a su servicio el influjo de quienes dominan la sociedad colonial, y de esos servidores nominalmente gratuitos, que de sus servicios derivan no sólo una legitimación de su influjo, sino nuevas posibilidades de extraer de él ventajas que acrecientan a la vez su poder y sus lucros. Esa relación no impide que esos servidores de la monarquía sigan siendo, en el lenguaje de Hobbes, gusanos en el vientre del Leviatán, pero lo son de modo muy peculiar: llenos de apetitos e iniciativas, participan enérgicamente del botín colonial, seguros de que el gigante de cuya sustancia se nutren no podría sobrevivir sin ellos y debe tolerarles por lo tanto exorbitantes márgenes de libertad (y arbitrariedad) que el esquema institucional se niega a reconocer como legítimos.
Esa situación tiene aspectos que llevan a evocar algunos del orden feudal, aunque –como verazmente señala Véliz y sin duda quienes usan el término tampoco ignoran– el feudalismo en sentido jurídico fue siempre desconocido en Hispanoamérica. Esta no conoció banalidades ni obligaciones serviles nacidas de un vinculo señorial; conoció en cambio el repartimiento de trabajo y de efectos; conoció...

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