Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas
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Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas

  1. 272 páginas
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Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas

Descripción del libro

El presente libro, más que una mera recopilación de artículos, es el resultado de una cuidada selección de los textos que Quim Monzó escribió entre los años 2001 y 2004-antes y después de la guerra de Irak-que conforma un libro coherente y unitario, una crítica lúcida y despiadada de la triste, y quién sabe si irremediable, llegada al poder del imperio de la plastilina. "Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas" es una jocosa denuncia de la incongruencia del gremio político, de la superchería y la impostación de una buena parte de la vida pública, y del dominio de las poses."Las etiquetas de cuentista o articulista se difuminan para convertirse todo en pura literatura."Magí Camps, La Vanguardia"Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas es uno de los pocos libros de columnas que sí tiene sentido editar en forma de libro."Álvaro Cortina, El Mundo"Sus artículos demuestran que el humor es una de las mejores armas para abordar los temas más variopintos y que todo –o casi- puede ser analizado desde la ironía".Mauricio Bach, La Vanguardia

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2011
ISBN del libro electrónico
9788492649952

2003

EN EL HOTEL

En el hotel—cualquier hotel—uno de los momentos más desconcertantes es el de meterte en la cama. Quitas la colcha, la dejas en una butaca o en el armario y, entonces, al volver a la cama y levantar la manta y la sábana de encima para meterte dentro, junto con esas dos piezas salta también la sábana bajera. A veces, los laterales del colchón quedan a la vista. No hay más remedio que deshacerla, ni que sea parcialmente, para hacerla tal como debiera haberla hecho, de entrada, la persona encargada. Y ¿cómo debería haber hecho la cama de hotel la persona encargada? Pues de forma parecida a como hacemos nosotros la cama en casa. Primero, la sábana bajera, bien sujeta bajo el colchón, tanto por la parte de arriba como por la de abajo, y evidentemente también por los lados. Sólo entonces procedemos a colocar la sábana de encima y, si es necesario, la manta, de forma que una buena porción de ambas piezas quede firmemente asegurada bajo el colchón en la parte de abajo, la de los pies.
Y si eso tan simple lo sabemos nosotros, que no somos profesionales del arte de hacer la cama, ¿cómo los hoteles las hacen metiendo las dos sábanas a la vez, y la de encima también por los laterales, con lo que, al levantarla, indefectiblemente salta también la bajera? Para ganar tiempo, es evidente. La prisa de las camareras es comprensible, si sabemos lo basuras que son muchos contratos laborales y la cantidad de habitaciones que tienen que hacer en un tiempo limitado. Con esa presión, es lógico que metan las dos sábanas a la vez y salgan disparadas hacia la habitación de al lado. Pero no es lógico que los hoteles no pongan remedio. Que les paguen mejor y les exijan menos. No estamos hablando sólo de pensiones sencillas. Incluso en hoteles con más estrellas que la pechera de un militar—hoteles en los que en la mesita encuentras bombones, una cesta rebosante de frutas, una botella de champán y una tarjeta deseándote feliz estancia—, al levantar la sábana superior para meterte dentro, salta la inferior y, para no encontrarte a media noche durmiendo directamente sobre el colchón, debes deshacer la cama y ponerte a hacerla bien hecha. No es un problema de la hostelería local. Pasa en medio mundo y parte del otro.
Si no piensa dormir en ella, nadie prepara tu cama con el amor con la que la preparas tú. Nadie deja el embozo a la medida que tú prefieres, nadie se asegura de que los trozos de sábana encimera y de manta que quedan bajo el colchón sean suficientemente largos para que, con las vueltas y revueltas que das a lo largo de la noche, no salten y quedes con los pies al aire. Pero, que no sean capaces ni de poner primero una sábana y después la otra… Es como si lo hiciesen adrede. Hay un refrán catalán que parece a posta para la situación: «Si vols estar ben servit, fes-te tu mateix el llit». Carlos Segarra, el líder de Los Rebeldes, lo tradujo en una ocasión como «Si quieres dormir bien, hazte tú mismo la cama». Siendo músico y, como tal, habituado a pernoctar hoy en un hotel y mañana en otro, seguro que sabía hasta qué punto esa máxima es dramáticamente inapelable.

A LAS PRUEBAS
ME REMITO

Una de estas noches entre Año Nuevo y Reyes, en un informativo el locutor explicaba los detalles de un trapicheo. Y, para precisar con exactitud su montante, dijo: «El coste final asciende a 80.000 euros, más de trece millones de las antiguas pesetas».
¡«De las antiguas pesetas»! El corazón me dio un brinco. Que el locutor hablase de antiguas pesetas significaba que han puesto nuevas en circulación. Recordé lo sucedido en Francia muchas décadas atrás, cuando los francos nuevos sucedieron a los antiguos, e intenté deducir cuál debía de ser el cambio entre esas antiguas pesetas y las nuevas que, sin yo saberlo, ya debían de haber empezado a circular. ¿Diez pesetas antiguas debían equivaler a una nueva? ¿O cien? ¿O, para complicar las cosas, habrían recurrido a un cambio más enrevesado? Y entonces, al ir serenando poco a poco mi excitación ante tal scoop, calibré que mi deducción era absurda. Con lo que les ha costado lanzar el euro, no se van a meter ahora a lanzar nuevas pesetas. Y concluí que, tras un año con el doble etiquetado, han acabado por tomarle gusto y ahora van a por nota: ya no nos recuerdan el precio en pesetas del 2001 (vaya vulgaridad) sino en pesetas de épocas anteriores. Quizá cuando hablan de antiguas pesetas (lo he vuelto a oír en más de una ocasión) se refieren a las de la República, esas que tenían la cabeza de una mujer en un lado y un racimo de uvas en el otro, y que de niños guardábamos en la cajita de las monedas viejas o extranjeras para, algunas tardes de aquella era sin televisión, contemplarlas e imaginar cómo podría ser nuestra vida sin Franco. ¿O quizá cuando los locutores hablan de antiguas pesetas van aún más atrás y se refieren a las de Alfonso XIII? Puede que incluso se refieran a las de 1870, aquellas de plata, con una señora con un castillo por corona y la inscripción: «Ley 900 milésimas. 40 piezas en kilog.».
Fue bastante después, ya en la cama, cuando me di cuenta de mi error: había buscado lógica y coherencia en la voz que, desde el televisor, me leía noticias redactadas con urgencia. Recordé lo sucedido hace una década con el sintagma las repúblicas bálticas. Durante años, después de que la Unión Soviética se desgajase, Estonia, Letonia y Lituania arrastraron la cruz de ser siempre, en los noticiarios radiofónicos y televisivos, «las repúblicas bálticas», como si ninguna de las tres fuese capaz de tener entidad propia. Y como si Polonia, Alemania o Finlandia no fuesen también repúblicas y también bálticas. Lo mejor fue cuando (tras ese primer montón de años yendo indefectiblemente juntas, como las Tres Mellizas o los Tres Sudamericanos), influenciados por lo que sucedía en los Balcanes (por la cantinela de «las antiguas repúblicas yugoslavas» y «las ex repúblicas yugoslavas»), algunos locutores llegaron a hablar de «las antiguas repúblicas bálticas» y «las ex repúblicas bálticas», como si ya no fuesen ni repúblicas ni bálticas. O como si, trastornados por su frenética repetición del cliché, hubiesen acabado por creer que «repúblicas bálticas» significaba algo así como «repúblicas soviéticas del mar Báltico».
Para mí que estos que hablan de «antiguas pesetas» han estudiado en las facultades de periodismo donde ahora enseñan aquéllos.

«NIL ADMIRARI»

La edición francesa de la prestigiosa revista Marie Claire anuncia en portada una encuesta con el título «¿Qué novela ha cambiado tu vida?». Dentro, un lector contesta que Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal. Otro, que Los cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont (que no es novela, por cierto). Otro aún, que Mr. Vértigo, de Paul Auster…
Se han rezado tantos responsos por los libros que sorprende que aún se considere posible que la lectura de uno pueda cambiar la vida de alguien. Vaya presunción trasnochada. Con las otras artes, pocos pretenden algo similar. Nadie confiesa que su vida se vio cambiada (lo que se dice cambiada) por la visión de la escultura que Lawrence Weiner ha situado con total impunidad en la avenida Mistral de Barcelona. Significativamente, la única persona que me contó que la asistencia a una obra de teatro alteró el curso de su vida está en el Instituto del Teatro: «De niña, mis padres me llevaron a ver Antaviana y allí, de repente, decidí ser actriz…». En el caso del cine la cosa se complica, al ser la literatura una de sus fuentes habituales de inspiración:
—A mí, Crónicas marcianas me ha cambiado la vida.
—Supongo que te refieres al libro, no al programa de Sardà.
—No. Me refiero a la película, aquella con Rock Hudson. Me he comprado el deuvedé y, chico, mi vida ya no es la misma.
También dicen que viajar te cambia mucho. La simple contemplación de una ciudad puede alterar a un individuo hasta enfermarlo, como le sucedió a Stendhal en Florencia. ¿E India? India es un caso aparte. India ha cambiado a mucha más gente que ningún otro lugar del mundo, a excepción de Nueva York, la Patagonia, Roma, París, Londres, Samarcanda, Jerusalén, Vladivostok, Tirol, Marrakech y el centro penitenciario de Can Brians. La semana pasada, Victoria Abril explicaba en Salsa rosa que conocer India le hizo ver las cosas de otra manera, algo similar a lo que en su momento, años atrás, declaró Nacho Cano. De la música, en cambio, pocas veces se oye que haya modificado una vida. Lo máximo que se oye es: «Escucha, está sonando nuestra canción…». Aunque las de los Beatles causaron gran impacto en la mente de Mark David Chapman, éste no llevaba ninguno de sus discos encima cuando mató a John Lennon, cambiando así de forma tajante su propia vida y, sobre todo, la de su ídolo. Lo que Chapman llevaba encima era una novela: El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
Con lo que, mediante fina pirueta, volvemos a los libros, motivo de la encuesta de Marie Claire. La ficción ¿puede influir en las vidas humanas hasta transformarlas? Ah, amigo… El duque de Feria ¿leyó Lolita de Vladimir Nabokov? A Andrés Rabadán, «el asesino de la ballesta», ¿le contaron de niño las aventuras de Guillermo Tell? Ay, qué fácil es satisfacerse creyendo que una lectura marca el rumbo de tu existencia. Y, en cambio, para novelas que marquen, nada como una de Salman Rushdie. La novela Los versos satánicos sí que transformó su vida. Junto con Tohti Tunyaz, condenado a prisión en China por un libro que no ha escrito, Rushdie es de las pocas personas en el mundo que de verdad podrían responder a la encuesta de Marie Claire y decir, sin hipérboles de por medio, que una novela cambió realmente su vida.

EL JUEGO
DEL CADUCADO

El objetivo es simple: conseguir en un día el máximo de productos alimenticios caducados. Antes del inicio de la partida, los participantes (pueden ser dos, pero también tres, cuatro, cinco…) deciden si juegan en un barrio determinado o en la ciudad entera. Tras ese pacto salen, cada uno por su lado, en busca de tiendas de comestibles: charcuterías, almacenes de ultramarinos, supermercados… Cada jugador repasa los estantes (si se trata de autoservicios) o pide al dependiente. No es un juego complicado. Aun siendo claramente minoritaria, la cantidad de productos caducados que hay en las tiendas es digna de consideración, sobre todo en aquellas que poco a poco languidecen antes de que el polvo y la progresiva ausencia de clientes las lleven a cerrar. Hay colmados de barrio que atesoran auténticas antigüedades, dignas de museo. Pero también en los supermercados se pueden conseguir maravillas. Es cierto que resulta difícil encontrar latas de atún caducadas, porque se venden mucho, pero no es extraño que a veces lo estén los botes de chucrut, las latas de verdura para paella o las salsas de soja importadas de Indonesia.
Es comprensible la emoción de este juego. Alargar la mano, coger el paquete, el bote o la botella, buscar la fecha de caducidad… En general, sobreviene la decepción: la mayoría de las veces no están caducados, o lo están por unos días o unas semanas. Pero ¿cómo describir la satisfacción que se experimenta cuando la caducidad es ya cuestión de meses? El júbilo invade al jugador, que sabe que esa pieza será decisoria cuando se reúna con los otros jugadores para presentar sus trofeos, junto al correspondiente ticket de compra que certifica que han sido comprados ese día y no llevan meses guardados en casa. La partida acaba siempre al anochecer, cuando cierran las tiendas. Los jugadores se reúnen alrededor de una mesa y cada uno muestra sus hallazgos. El vencedor es, en principio, aquel que ha conseguido más caducados. Pero como, claro está, no es lo mismo un producto que caducó hace unos días que otro que lo hizo semanas o meses atrás, se aplica un baremo de puntos gracias al cual, tras unas cuantas sumas, queda claro el vencedor.
Es un juego que agudiza la capacidad de observación y, al caminar durante horas, facilita la circulación sanguínea. Lo único que requiere es tiempo libre y amigos que sean aficionados. Si se dispone de ambas cosas, oportunidades de lucimiento no faltan. Estos últimos días, sin ni siquiera jugar, me he encontrado con algunas perlas. En el Caprabo de la avenida Mistral encontré queso de Holanda, marca Frico, caducado en febrero de 2002. ¡Once meses de caducidad! No está mal. Cuando se lo hice notar a la dependienta, ésta, admirada, lo volvió a colocar en la nevera mostrador, a la espera del siguiente cliente. Lo mismo me sucedió en la charcutería La Moreneta (en Tamarit chaflán Rocafort), también con quesos de esa misma marca Frico. En esta ocasión, habían caducado hacía cuatro meses. Y el viernes pasado, en Casa Petit (Urgell chaflán Tamarit), detecté un par de botes de mostaza Colman’s caducados en julio de 2001. ¡Hace año y medio! Los dependientes los devolvieron a su estante con el respeto y la veneración que lo añejo merece. Lástima que ese día no jugase al caducado, porque con una pieza así ganaba de calle.

ESPERANDO
EL EMBARQUE

En el aeropuerto Tegel, de Berlín, facturo la maleta, enfilo la puerta indicada y, como soy el segundo de la cola, enseguida introduzco la mochila en el escáner y paso por el arco detector de metales. No suena ningún pitido. Un policía con perilla me pasa un detector manual por la camisa, los pantalones y las botas. Y, para asegurarse de que no llevo nada metido ahí, roza con sus dedos la zona baja del pantalón. Tras lo cual, con un gesto amable, me invita a seguir mi camino y se dirige al siguiente pasajero. Con otro detector manual en la mano, una policía pelirroja de ojos aturrullantes charla con el encargado del escáner.
La sala de espera es pequeña. Me siento cerca de la puerta de embarque. Desde aquí veo cómo los viajeros que hacían cola detrás de mí pasan ahora por el mismo proceso por el que he pasado yo. El bolso, la mochila o la chaqueta por el escáner, y ellos, uno tras otro, a través del arco detector de metales. Tras el cual un policía les pasa el detector manual, al que añade la mano en la parte baja de los pantalones. Me doy cuenta de que si eres hombre te revisa un policía. Si eres mujer, una policía. Nunca me había fijado. Quizá porque, en otros aeropuertos, sólo pasas por el arco. Y, en los que además pasas por detectores manuales, nunca había dispuesto de una perspectiva tan buena, ni de tiempo para fijarme en los detalles.
¿Es correcto ese proceder? Me refiero al hecho de que a los hombres los cacheen hombres y a las mujeres las cacheen mujeres. ¿Y si el cacheado es gay? ¿Y si lo es su cacheador? ¿Y si es lesbiana la cacheada? ¿O su cacheadora? La decisión de que sean policías masculinos los que repasen a los viajeros y policías femeninas las que repasen a las viajeras parte de un presupuesto pudoroso y caduco: que los hombres se sentirán violentos o excitados si los cachean mujeres (y no si los cachean hombres) y que las mujeres se sentirán excitadas o violentas si quienes las cachean son hombres (y no si son mujeres). Puede que eso sea así en un tanto por ciento de la población. Y en siglos pasados ésa era la única posibilidad permitida por las leyes, que perseguían a los que se desviaban del recto camino. Pero a estas alturas de la historia queda claro que, para otro tanto por ciento de la población, las cosas son diferentes. Que hay hombres que se sienten violentos o excitados si los que les cachean son hombres, y mujeres que se sienten violentas o excitadas si las que las cachean son mujeres. Entonces, ¿por qué siguen con la cancioncilla de «los chicos con los chicos, las chicas con las chicas»? Las barreras han caído hasta en terrenos más ínt...

Índice

  1. ESPLENDOR Y GLORIA DE LA INTERNACIONAL PAPANATAS
  2. 2001
  3. 2002
  4. 2003
  5. 2004
  6. ©