Malas palabras
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Malas palabras

Jorge Cuesta y la revista Examen

Guillermo Sheridan

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Jorge Cuesta y la revista Examen

Guillermo Sheridan

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Cuando a fines de 1932 circulaba el número dos de Examen. Revista Mexicana de Literatura, la prensa derechista lanzó una denuncia judicial contra su director, Jorge Cuesta, y contra sus colaboradores: el filósofo Samuel Ramos y los escritores Rubén Salazar Mallén, José Gorostiza, Carlos Pellicer y Xavier Villaurrutia, todos ellos empleados de la Secretaría de Educación Pública dirigida por Narciso Bassols.Sobre ese ataque ultramontano al secretario se montaba además una generalizada incomodidad con los ensayos de Ramos sobre "La psicología del mexicano" que publicaba Examen, y con el trabajo crítico y creativo de Cuesta y los Contemporáneos. Sus adversarios leyeron en Cariátide, novela de Rubén Salazar Mallén que la revista entregaba mensualmente, la oportunidad para censurarlos: figuraban en ella dieciocho malas palabras que cometían el delito de "ultraje a la moral pública". Durante varios meses, Cuesta y sus amigos vivirían asediados por la prensa reaccionaria lo mismo que por la oficial; por los comunistas lo mismo que por los sombríos Comités de Salud Pública de la Revolución.Malas palabras es la historia del caso Examen, pero es también un ensayo sobre el lenguaje, sobre el conflicto entre la moral y la literatura, y entre el poder y las letras, así como la historia del rencor entre el liberal Cuesta y el ideólogo Bassols. El libro recoge y analiza los documentos y debates que el juicio generó en la prensa, en los juzgados, en los epistolarios de algunos protagonistas y, desde luego, en la propia revista Examen. Una revista de mínimo tiraje que, entre órdenes de aprehensión, jueces y amparos, se convirtió en emblema de la libertad de expresión en un momento especialmente confuso de la Revolución mexicana.

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Información

LA CONSIGNACIÓN DE LA REVISTA EXAMEN

ANTECEDENTES

Mi estudio Los Contemporáneos ayer, sobre los primeros años de ese grupo de escritores, terminaba con un epílogo dedicado a Jorge Cuesta (1903-1942) en el que se hacía referencia a Examen, Revista Mexicana de Literatura (1932) y el problema judicial en que metió a su director y a varios de sus colaboradores y amigos, miembros del grupo de los Contemporáneos.
Cuando circulaba el segundo número de la revista, en octubre de 1932, el periódico Excélsior vio en ella una invitación para lanzarse contra Narciso Bassols, titular de la Secretaría de Educación Pública (SEP). La revista había publicado “Psicoanálisis del mexicano” de Samuel Ramos, oficial mayor de Bassols, un ensayo que, al parecer del periódico, ofendía al pueblo. Esta “ofensa” –compartida por la izquierda y, sobre todo, por el “jefe máximo de la Revolución” Plutarco Elías Calles– sería la verdadera razón del ataque (se verá esto con mayor detalle en la parte dedicada a Ramos en este estudio). Sin embargo, a Excélsior le resultó más práctico y mucho más redituable para efecto del escándalo, atacar por el lado de los “ultrajes a la moral pública” que le ofrecieron las páginas de la novela Cariátide,* escrita por Rubén Salazar Mallén, que Examen entregaba mensualmente, y que empleaba lo que al diario le pareció un “lenguaje procaz”, una “cínica expresión” y “un desacato a los más rudimentarios principios del decoro”. Excélsior convirtió entonces su editorial en una denuncia motivada, según su redactor anónimo, por “la necesidad de acudir en defensa de la moral y la decencia”. Esta denuncia (que tenía carácter legal) acusaba a la revista de “inmoral” e “inmunda”, exigía a la policía que la confiscase “en bien de la moral de la juventud” y hacía responsables del delito a su director y a todos sus colaboradores, algunos de ellos empleados de la SEP.
Es menester señalar de una vez que el artículo 200 del Código Penal (sobre los “ultrajes a la moral pública”) se ha esgrimido en muy contadas ocasiones en México, país adecuadamente hipócrita en asuntos sexuales y su mercadeo, en el que el rigor amenazante de las leyes para ese tipo de cuestiones acostumbraba (como aún lo hace) solapar sus violaciones con la habitual mezcla de gazmoñería pública y tolerancia privada. En todo caso, la denuncia se traducirá en la desaparición de la revista y en varios meses de tribulaciones judiciales para su director. El caso de Examen aporta una versión mexicana de las tensiones entre moral, literatura y sociedad que marcan a la modernidad desde los juicios –ambos de 1857; ambos por ofensas à la moral publique– contra Charles Baudelaire por Les fleurs du mal y contra Gustave Flaubert por Madame Bovary. Se trata de tensiones que se prolongarán, en las primeras décadas del siglo XX, con las obras de André Gide, Oscar Wilde, D.H. Lawrence o James Joyce. Este trabajo aspira a comentar la forma en que la “moral pública”, su definición y su vigilancia a manos del Estado, se comporta ante la creación literaria y discute su libertad para expresar modos de ser, actuar, pensar (y “hablar”) en el México posterior al triunfo de la Revolución. El caso de Examen tiene relieve, además, en otros ámbitos. Ilustra las complejidades del comercio entre la Revolución mexicana, la literatura y los intelectuales; es un episodio pertinente para la crónica de la moral y el lenguaje en México; y es un resquicio más a través del cual se atisba la enrevesada política (y no sólo la cultural) en las postrimerías del maximato.
Aparte de las circunstancias políticas, y de la oculta censura a Samuel Ramos, la consignación de Examen significó también un ataque a la libertad de expresión en nombre (para los conservadores) de “la decencia”; en nombre (para los comunistas) del rechazo a que escritores no sancionados por su ortodoxia osasen referirse a la lucha de clases; en nombre (para los escritores revolucionarios nacionalistas) de la denigración del “pueblo mexicano”, cuya representación aspiraban legitimar; y en nombre (para algunos políticos del Partido Nacional Revolucionario) de la vigilancia de la moral revolucionaria.

El grupo

Dentro del grupo de los Contemporáneos –al que, dicho sea de paso, se sumó poco y tarde– Cuesta había sido una presencia borrosa. En 1928, cuando firma la Antología de la poesía mexicana moderna, no faltó quien declarase su inexistencia ni quien lo degradase en la escala biológica: alguien lo acusó de ser chivo expiatorio; otro (Abreu Gómez) lo llamó “el perro de presa del grupo al que pertenecía; era una debilidad suya de la cual no pocos abusaron con mala fe”.1 Hasta la polémica de 19322 y hasta que comienza a editar Examen, el sinuoso Cuesta se empecina en conservarse al margen. Publica poco, escribe muy lentamente su trabucada poesía, no frecuenta los mentideros literarios y parece prepararse para la agitada vida pública que comenzará con su revista.
Más que la Antología de la poesía mexicana moderna (1928)3 la revista Examen muestra la vertiente del quehacer público más combativo de Cuesta como miembro del grupo. El último número de la revista Contemporáneos había aparecido en diciembre de 1931, cuando ya eran evidentes cierto desgano, el castigo de la rutina y la ausencia del vigor y el rigor de sus primeros tiempos (había nacido en junio de 1928). De hecho, conscientes de su debilidad, apenas a un año de haber aparecido Contemporáneos, José Gorostiza, Villaurrutia, Owen y Enrique González Rojo le insistían a su director, Bernardo Ortiz de Montellano, que había llegado la hora de cerrarla. Cuesta había colaborado con algunos ensayos, pero deja de hacerlo luego de que Ortiz de Montellano –hombre no especialmente brillante– le pide que “corrija en su forma” un enérgico comentario contra La rebelión de las masas de Ortega y Gasset (en el número 33, febrero de 1931). Cuesta se negó a corregir (nada lo desesperaba tanto como el reproche de “oscuridad” –escribe Villaurrutia– “acaso porque él sabía que a pensamientos complicados difícilmente corresponde una expresión sencilla”),4 y no publicó más ensayos, aunque sí algunos poemas. La negativa era interesante: el contenido del ensayo “tiene que ver con mi arbitrio y mi deseo de perfección”, contesta, y su forma obedece a “mi naturaleza, que está de por medio”.5 Que a partir de ese desencuentro Cuesta haya pensado en hacer su propia revista es una conjetura que fortalecería su interés por conservar activo a su grupo de amigos. La decisión de crear una revista en la que nadie podría reprocharle su arbitrio ni su estilo, podría tener una explicación agregada: en 1932 Cuesta tiene 28 años de edad, cinco años menos, en promedio, que Ortiz de Montellano, Jaime Torres Bodet y Enrique González Rojo, fundadores y primeros responsables de Contemporáneos. Era su turno para crear una revista que se alejara del eclecticismo de la época y que exigiera nuevas responsabilidades al ya maltrecho esprit de corps del grupo. Lo hizo con dinero propio, de Samuel Ramos y de Villaurrutia, sus amigos más cercanos, pero sin subordinarles su autoridad. De los Contemporáneos fundacionales colaboran en Examen sólo José Gorostiza y Carlos Pellicer, siempre reticente a ser agrupado. También participan Villaurrutia y Novo, los Contemporáneos de segunda promoción. Por otro lado, Cuesta suma tres colaboradores que no pertenecen, sino tangencialmente, al grupo: Samuel Ramos, Rubén Salazar Mallén y Luis Cardoza y Aragón, quien recién acababa de instalarse en México.
Así pues, Examen suele considerarse, como escribe Octavio Paz la “última empresa común” del grupo, la “más lúcida y rigurosa”.6 Algo relevante, sobre todo si se considera que Contemporáneos publicó cuarenta y tres números y Examen sólo tres. Ese par de adjetivos, lucidez y rigor, son como el blasón de Cuesta. No se trata sólo de dos juicios, sino de dos programas: lucidez para entender, rigor para exponer. Contemporáneos fue la revista más duradera, pero la menos estricta, sin el sentido de la aventura de Ulises (la que Villaurrutia y Salvador Novo dirigen en 1928) y sin el riesgo intelectual de Examen. Ulises es la más little review, juvenil, avezada, irreverente; Examen es la más analítica. Novo y Villaurrutia se divertían con el juguete Ulises; Cuesta entiende Examen como un instrumento crítico, como una continuación de las discusiones con sus amigos o consigo mismo. Ulises se dispersa desde su nombre; Contemporáneos expande una agencia de difusión cultural y un aula. Examen se reconcentra en el estudio de sus objetos. Ulises curiosea; Contemporáneos patrocina; Examen analiza.
Para 1932, el grupo de los Contemporáneos se ha desbaratado a causa de la diplomacia –que ha alejado a varios de sus miembros: Torres Bodet, Owen, González Rojo– o de las discordias internas provocadas, a veces, por la metódica adversidad que padecen desde 1925 a manos de los nacionalistas revolucionarios. En 1932, Villaurrutia se alegra de constatar en el panorama la presencia de una nueva generación: la de Octavio Paz en su revista Barandal. No sin solemnidad, como un abuelo prematuro, Villaurrutia cree que la hemeroteca de su grupo entrega la estafeta a los poetas muchachos. La madurez de los Contemporáneos –que recapitula diez años de trabajo– inaugura también una nueva actitud intelectual. La infancia de La Falange (1922) y la adolescencia de Ulises terminan en Contemporáneos: la madurez corresponde a Examen, que se propuso desde el principio como una revista de élite y, a diferencia de Contemporáneos, no se procuró publicidad ni trató de circular más que resignadamente. Las grescas de 1925 y de 1932 ya habían dejado en claro lo que sólo Cuesta se atreve a decir: el espíritu de los Contemporáneos es el de unos forajidos recluidos en un lazareto: una condición y un sitio que le parecen los mejores, la prueba de que su proyecto es el adecuado. Poco antes de la aparición de Examen se había suicidado Carlos Díaz Dufoo Jr., el dramaturgo que tanto colaboró en Contemporáneos. En su “In Memoriam”, en Examen, Julio Torri reivindicó en él al intelectual que entrega su vida “al noble ejemplo de amor exclusivo por la belleza y el altivo desdén por todo lo que es ajeno a la vida intelectual”. Dufoo, decía Torri, sufría “este medio hostil y poco propicio a las manifestaciones de la cultura”, tenía la “hiperestesia del elegido” y, por si fuera poco, “pertenecía a la mejor clase de escritores, los impopulares, los que superan a una época mediocre, contra la que reaccionan violentamente antes de remontarse a las esferas superiores del espíritu”. Esta declaración orgullosa no deja de apuntar a una conciencia de la que Cuesta y el grupo se sentían próximos (si bien ya no utilizaban esa retórica modernista): la de que escribían en un país en el que los tirajes de sus libros rara vez pasaban de los 500 ejemplares. La denuncia que lanzará Excélsior afirma que la revista daña la moralidad del pueblo; Cuesta contesta que Examen tira mil ejemplares de los cuales circulan, si acaso, cuatrocientos. La prueba de un propósito riesgoso: la negativa a ser un espejo de la colectividad.

Cuesta

Desde la aparición de la Antología de la poesía mexicana moderna en 1928, y luego durante la polémica nacionalista de 1932, Cuesta asumirá la responsabilidad del debate público con un inflexible sentido de la responsabilidad intelectual. Resumo un comentario sobre su persona que ya he publicado antes: interesado en nadar contra la corriente en una cultura propensa a la molicie, al acriticismo y al consecuente uso interesado de la actividad intelectual, Cuesta era un heterodoxo regido por una inteligencia batalladora y adversa a cualquier concesión. Dice Cardoza que “su perspicacia hería su orfandad desmesurada. Vivió la agonía de entender y no aceptar; de no aceptar sin entender… su cultura fue el infierno de comprender y de crear o no esa cultura elaborada con tesón y tedio”.7 El retrato colectivo coincide en presentar a un hombre cortés, amable y modesto, celoso de su independencia. Abreu Gómez, a quien Cuesta testereó sin indulgencia durante sus polémicas, escribe que la intimidad de su adversario “estaba siempre oculta bajo la nublazón brillante de su inteligencia”.8 Y su inteligencia, que era un mito ya en sus años, aparece siempre como un añadido fáustico, el punto de luz del carácter en el retrato. Se le recuerda como un contrincante preciso, dueño de una memoria perfecta, que pasaba velozmente cualquier idea por el cedazo de una lógica inmisericorde, antes de refutarla o enriquecerla. Novo, ese monumento a la duplicidad, lo desdeña, ya muerto, pero preserva su ambigüedad: “Cuesta era un muchacho genial, un desequilibrado, o dueño de un equilibrio tan propio que hacía perder el suyo a quien lo oía.”9 El mejor retrato es el de Octavio Paz, su discípulo. Un día de 1934 lo abordó –con insolencia confesa– en la preparatoria de San Ildefonso, a la que Cuesta acude a observar de cerca el problema universitario sobre el que está escribiendo. Paz evoca al hombre “alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide”, ese hombre sólo diez años mayor que, sin hacer caso a la soberbia del joven de veintiuno, lo invita a comer:

Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. En su trato conmigo fue siempre atento, generoso y hasta indulgente. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes con una suerte de fatalidad invencible, como si fuesen algo pensado no por sino a través de él. He conocido a personas muy inteligentes y casi todas ellas se servían de su inteligencia para esto o aquello (por ejemplo el escritor español José Bergamín) pero Jorge Cuesta era un servidor de su inteligencia. Mejor dicho: de la inteligencia.10

Y agrega poco después:

Jorge Cuesta estaba poseído por un dios temible, la inteligencia. Pero inteligencia es una palabra que no designa realmente a la potencia que lo devoraba. La inteligencia está cerca del instinto y no había nada instintivo en Jorge Cuesta. El verdadero nombre de esa divinidad sin rostro es Razón. La gran tentadora: sólo la Razón endiosa.

No había para él debate secundario. Una vez provocada, su inteligencia se apasionaba tanto con su objeto como con el deleite de someterlo a escrutinio intelectual y moral. Paz opina que su inteligencia llegó a ...

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