
- 88 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Evguénie Sokolov
Descripción del libro
"Fue nuestro Baudelaire, nuestro Apollinaire... Elevó la canción a la categoría de arte", dijo en su entierro François Miterrand, y la comparación con los malditos le siente bien a Serge Gainsbourg. Autor de algunas de las más bellas canciones del siglo XX, también escribió una novela única, disparatada, cínica y filosófica, un homenaje a la pintura y la escatología en el París de los años sesenta. En palabras de John Zorn: "Nunca ha leído nada igual. 'Evguénie Sokolov' le dará escalofríos. Le dará risa. Es probable que también le dé asco. La visión de Gainsbourg es única: auténtica y convulsiva. Pero no olvide taparse la nariz."
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Información
Evguénie Sokolov Cuento parabólico
Cae la máscara, queda el hombre, y el héroe desaparece...
DE MI vida, sobre esta cama de hospital que sobrevuelan las moscas de la mierda, la mía, me vienen imágenes, a veces precisas, con frecuencia confusas, out of focus, dicen los fotógrafos, que puestas a continuación unas de otras compondrían una película a la vez grotesca y atroz, en tanto tendría la singularidad de no emitir por la banda sonora paralela en el celuloide a las perforaciones longitudinales más que deflagraciones de gases intestinales.
Si me atengo a mi vacilante memoria, me temo que desde mi más tierna infancia tuve el don natural, qué digo, el inicuo infortunio de ventearme sin parar, pero, como era de natural a la vez púdico e hipócrita, y seguramente esperaba al momento propicio para exhalar sin testigos ni vergüenza aquellos suspiros parasitarios, nadie en mi entorno descubrió jamás mi cruel anomalía. Supongo que, a través de las relajaciones solapadas de mi esfínter anal, hidrógeno, gas carbónico, nitrógeno y metano eran expulsados al aire libre de váteres y plazoletas, y con certeza en aquella época podía detener a voluntad los vapores nocivos mediante la sola contracción de la ampolla rectal.
Hoy, encamado, en ansiosa espera del tercer intento de electrocoagulación, miro cómo hinchan las sábanas mis impetuosas e infectas ventosidades, sobre las que hace ya tanto tiempo, ay, que he perdido el control, y, mientras pulverizo ineficaces desodorantes, reconstruyo la traza de un destino miserable y nauseabundo.
Mis primeros balbuceos de bebé emitidos por vía anal no inquietaron en absoluto a mi ama de cría, una lechera de pechos de luxe a cuyos ojos echaba sistemáticamente, arrastradas por mis aires colados, las nebulosidades talcosas con que ella me espolvoreaba las nalgas1, porque, mientras peía, no dejaba de estru jar una rata de juguete con una sonrisa estupefacta.
Siguió un desfile de niñeras, como un baile de alta costura. Una me enseñó de paso el alfabeto cirílico, ésta los puntos de musgo y de jersey, aquélla a tocar el armonio de fuelle, sin que ninguna resistiese más de tres meses el hedor que desprendía el mío.
En el colegio, en las placas turcas de puertas batientes, para las que sólo el maestro tenía llave, como si lo que dejaba en ellas fuera más precioso, el miedo me anudaba la garganta, y mi ano empezaba a emitir sus ruidos parasitarios, un jaleo que podía percibirse incluso bajo el cobertizo del patio, por mucho que al lado los demás, por la forma perentoria en que usaban el papel de periódico, no tuvieran ningún problema en dejar adivinar sus asuntos secretos.
Ignorando a los que jugaban a las tabas, a las canicas y a la peonza, actividades todas ellas que piden esa posición en cuclillas tan favorable a la expulsión de gases, también el escondite, en el que indefectiblemente los pedos traicionaban mi presencia, y la pídola, en la que se me hinchaban los bombachos a cada salto, desaparecía en el transiberiano, cuya utópica locomotora dominaba, y con pasitos de retrasado mental hacía que franquease viaductos oscilantes y sondeaba túneles sin fin subrayados con chuuchuus y prrrts oleíferos, regates hasta tal punto cautivadores que a veces me cargaban los calzoncillos de sinapismos a la mostaza.
Pronto di muestras de una muy clara inclinación por el dibujo, pero la espontaneidad de mis bosquejos y la ingenua frescura de mis acuarelas fueron inmediatamente moderadas por los pedagogos, que se burlaban de mis globos cúbicos, conejos ajedrezados, cerdos azules y otros fantasmas embrionarios, y, como tenía que someterme, me vengaba en la piscina soltando junto a ellos unas burbujas irisadas que subían borboteando a la superficie antes de estallar en el aire puro y liberar sus gases contestatarios.
En el dormitorio común, el problema estaba en dar curso a mis ventosidades sin despertar a nadie, pero la primera noche, después de dos o tres pedorreras perdidas en unas quintas de tos fingida, hallé la solución instintivamente, un dedo introducido con delicadeza en el esfínter, y los gases deflagraron sin causar alarma, y de día, mientras recorría a Catulo sin prestar atención, Quid dicam gelli quare rosea ista labella2, no me privaba de ventearme en sordina mirando con insistencia a mis vecinos inmediatos, y tal era la flema que gastaba, que las sospechas nunca se dirigieron a mí en relación con el perfume, y, cuando era llamado al encerado, podía ocurrir que el profesor castigase a toda la clase, habiendo intentado en vano saber quién tiraba bombas fétidas.
Mis vacaciones transcurrían en fallidas evasiones solitarias a los arenales nórdicos, frente a horizontes inaccesibles hacia los que, temblando ante las ráfagas crepusculares, soltaba como un meteorólogo globos sonda salidos de mi antifonario, y el viento se llevaba mis fumarolas y disolvía aquellos fuegos fatuos de todos los diablos en torbellinos fascinantes y mágicos.
Fui expulsado del colegio por indisciplina, y llevado por mis ventosidades entré en la escuela de Bellas Artes, donde, aunque mediocre en matemáticas, opté sin convicción por los estudios de arquitectura.
Allí tuve que dominarme, puesto que las clases eran mixtas. Aprendí así a controlarme un poco, aunque no me curé; ya que el taller estaba situado en el sexto piso de un anexo de la escuela, me obligué a tirar uno de mis petardos en cada escalón, y pude contenerme un tiempo, que me vio pasar, siempre con mis gases, de la trigonometría a la pintura.
Empecé por el carboncillo, y al alba planté el trípode de mi caballete junto al Perseo de Cellini, fascinado como estaba por la garganta seccionada de la Medusa, y en aquellas galerías a menudo desiertas en las que el eco me devolvía mis escapes, que corrían entre bronces y yesos y reverberaban con estruendo bajo las vidrieras, me sentí bastante feliz. Pronto hube de pasar a los modelos vivos, y con una mirada fría de la que aún estaba excluida toda satisfacción animal descubrí el desnudo femenino. Por culpa de aquellos montones de carne blanda, de aquellos cuerpos inflados o huesudos, de aquellos pubis parduscos, pelirrojos o ala de cuervo de los que a veces salía, por el ángulo agudo del triángulo isósceles, el hilo de un tampón periódico, nació en mí una misoginia furiosa que ya no me abandonó, en tanto mi mano idealizaba todo aquello en bosquejos acerados y coléricos que rubricaba, de vuelta en casa, con chorros de esperma, autógrafos agotadores que me llevaron instintivamente a una prostituta de extrarradio, Rose, Agathe, Angélique3, un nombre de planta, piedra o flor, poco importa, que se metió mi verga en la boca mientras yo me tiraba un pedo de los que dicen con premio que la pobre recibió con la cabeza bajo la sábana, como esos vahos que se usan habitualmente para despejar las vías respiratorias, y hete aquí que resbala lentamente sobre el linóleo, cloroformizada.
Muy pronto adquirí un gran dominio que no igualaba el de mis pedos, pero hasta tal punto me apasionaban mis estudios, que apretaba los dientes y las nalgas, y unos escalofríos me recorrían la nuca, antes de decidirme a salir del taller precipitadamente para ir a los pasillos helados a expulsar racimos enteros de mis gases inoportunos y estruendosos.
Juzgaba a mis correctores con secreto desdén a pesar del renombre que habían adquirido con sus propias obras, al no apreciar ni el neoclasicismo de unos ni el modernismo retrógrado de otros, ni la obligación en que estaba de llamarlos Señor, como un criado4, y hasta mucho más tarde no les agradecí el haberme iniciado en tan noble arte.
En aquella época, para afianzar mi juicio, elegí como lugar de reflexión los museos, donde, evitando a grandes zancadas la Gioconda5, cuyo inmundo rictus me hacía presagiar que, por no sé qué brujería, se había olido6 mi dolencia, si se me permite la expresión, iba a recogerme ante el Sebastián de Mantegna, y allí esperaba a que los guardias se hubiesen alejado para poner en marcha el ciclomotor, y, mientras me vaciaba de gases lejos de tumultos mecánicos, admiraba el rigor del dibujo, el ritmo de las columnas y las flechas, y la angélica dulzura del colorido, que ayudaba a dar al ajusticiado un aire de agonía extática.
Hasta entonces había podido guardar, sin demasiada dificultad, distancias misantrópicas respecto de mis semejantes, pero por desgracia me llegó el momento de enrolarme en el ejército. Pasé ruidosamente la revisión médica, en la que mi dolencia, que los médicos tomaron por insubordinación, me valió ser destinado inmediatamente a un campamento disciplinario, y allí, en la promiscuidad de los dormitorios de tropa, aprendí a tasar la infinita tosquedad de los hombres, que, en cuanto se encuentran desocupados y a puerta cerrada, hacen asunto de honor de la emisión por todos sus orificios naturales, también me refiero a los poros, de los olores más repugnantes. Mis gases militares sumieron a mis compañeros en trances de alegría, y, con ayuda de la mala nutrición de aquellos pobres diablos, carne en lata, corned beef y judías, rápidamente el estado de ánimo se volvió competitivo, bum, gritaban algunos soltando lastre, la mierda no anda lejos, y el aire, irrespirable.
Declarado campeón en todas las categorías, me apodaron Enterrador, Bombarda, Cañonero, Artificiero, Artillero, Peleón, Bomba de gas, Bazooka, Gran Berta, Cohete, Borrasca, Susurro, Anestesista, Soplete, Escape, Oloroso, Cabra, Mofeta, Grisú, Gasógeno, Eolio, Locusta, Borgia, Céfiro, Violeta, Ventosidades, Mister Pum, Recluta Pedo, Orquesta Pedorreta, Gasoducto, Camping Gas, TNT, Viento del culo, Gasoil, Perlita, seguro que me olvido alguno, y con el solo objetivo de tener una habitación propia, al borde de la asfixia, pedí audiencia al coronel, que, superando su aversión a mis orígenes eslavos, debido a mis estudios secundarios, me concedió el privilegio de seguir el curso de los A.O.R., alumnos oficiales de reserva, del que salí subteniente, rango que perdí ocho días ...
Índice
- COPYRIGHT
- PRÓLOGO
- EVGUÉNIE SOKOLOV