El mulato
  1. 452 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Como suele ocurrir con algunas de las novelas fundamentales del continente americano, "El mulato", un verdadero clásico de la narrativa brasileña, rompe los moldes europeos en los que se basa y consigue un tejido extraño, nuevo, engañosamente ingenuo, donde el naturalismo se libera de toda ortodoxia para dejarse conteminar por el dinamismo y la sorpresa del folletín romántico, la novela de aventuras o de misterio. Una combinación feliz y excéntrica que los lectores no podemos dejar de celebrar. Cumpliendo a cabalidad la máxima borgiana de que los libros se corrigen solos con el paso de los años, "El mulato" demuestra que su arsenal de clichés, sus estrafalarios personajes y todo el color local de sus descripciones están en realidad al servicio de una trama delirante que acaba configurando una lúcida parábola política y un alegato feroz contra las escuelas sociales del colonialismo y la educación clerical.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El mulato de Aluísio Azevedo, Juan Sebastián Cárdenas en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Crítica literaria europea. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788491140023

1

ERA UN día sofocante y tedioso. La pobre ciudad de São Luís do Maranhão parecía entumecida por el calor. A duras penas se podía salir a la calle: las piedras escaldaban, los ventanales y faroles al sol eran como enormes diamantes, las paredes tenían reverberaciones de plata pulida, las hojas de los árboles ni se movían, las carrozas de agua pasaban a cada instante estremeciendo las construcciones y los aguadores, en mangas de camisa, con los pantalones remangados, invadían sin ceremonia alguna las casas para llenar bañeras y vasijas. En ciertos puntos no había ni un alma en la calle. Todo estaba concentrado, adormecido. Sólo los negros hacían las compras para la cena o se buscaban la vida.
La Plaza Alegría presentaba un aire fúnebre. De un rancho miserable con las puertas y ventanas abiertas de par en par brotaba el gemido de las escarpias oxidadas de una hamaca, mientras una voz de mujer, tísica y aflautada, cantaba en falsete la “gentil Carolina era bela”. Al otro lado de la plaza, una negra vieja, delante de un inmenso tablón de madera, sucio, seboso, lleno de sangre y cubierto por una nube de moscas, pregonaba en un tono muy arrastrado y melancólico: “¡Hígado, riñones y corazón!”. Era una vendedora de sebo.
Los niños desnudos, con las piernitas arqueadas por la costumbre de cabalgar las cinturas maternas, las cabezas enrojecidas por el sol, la piel curtida, las barriguitas amarillentas e infladas, corrían y daban gritos de júbilo elevando sus cometas. Uno que otro blanco movido por la necesidad de salir atravesaba la calle, sudoroso, rojo y acalorado, a la sombra de un enorme paraguas. Los perros, echados en las aceras, lanzaban aullidos que parecían gemidos humanos y con un movimiento irascible mordían el aire queriendo atrapar los mosquitos. Allá, por los lados de São Pantaleão, se escuchaba pregonar: “¡Arroz de Venecia! ¡Mangos! ¡Mocajubas!”. Por las esquinas, en las tiendas vacías, se fermentaba un olor amargo a jabón de tierra y aguardiente. El tendero, sentado en el balcón, se entregaba a la pereza melancólica, acariciando su inmenso pie descalzo. Toda la ciudad se llenaba con el ruido monótono e invariable de las sirenas que venía de la playa de Santo Antônio, señal de que los pescadores volvían del mar. Hacia allá se dirigían las pescaderas, presurosas y diligentes, casi todas negras muy gordas, la batea en la cabeza, contoneando sus amplias caderas y sus tetas opulentas.
Praia Grande y la calle Estrela contrastaban todavía con el resto de la ciudad, porque aquella era justamente la hora de mayor movimiento comercial. En todas las direcciones se cruzaban los hombres sofocados. Se cruzaban los negros en carreta y los vendedores que hacían su trabajo en la calle. Proliferaban los chaquetones de mezclilla parda, con grandes manchas de sudor en omóplatos y axilas. A plena luz del sol, los comerciantes de esclavos examinaban a los hombres y niños que estaban allí a la venta; les revisaban los dientes, los pies y las ingles. Les hacían una pregunta tras otra, los golpeaban con el mango del paraguas en los hombros y los muslos para comprobar el vigor de su musculatura, como si estuvieran comprando caballos. En la Casa de la Plaza, bajo los almendros, en los portales de los almacenes, entre pilas de cajas con cebollas y patatas portuguesas, se discutía el cambio, el valor del algodón, el impuesto al azúcar, la tarifa de los géneros nacionales; corpulentos agentes resolvían negocios, hacían transacciones, perdían, ganaban, trataban de engañarse unos a otros con toda su maña de negociantes, hablando en una jerga que sólo ellos entendían, intercambiando bromas pesadas, si bien, en un derroche de amistad y camaradería, los rematadores cantaban en voz alta el precio de las mercaderías con una afectada apertura de vocales. Decían: “mil-rais”, en lugar de mil réis. A la puerta de las casas de subasta se aglomeraban los que querían comprar o los simples curiosos. Un caliente y grosero bullicio de feria flotaba en el aire.
El rematador guiñaba los ojos de un modo bastante expresivo. Empuñando el martillo con aire trágico, erguía el brazo para enseñar una copa de cachaça o, cómicamente acurrucado, hacía tambalear los bultos de harina o maíz. Y cuando llegaba el momento de dar por cerrado un trato, repetía a gritos el precio muchas veces y daba un ruidoso golpe con el martillo, arrastrando la voz en un tono cantarín y estridente.
Por la plaza se veían pasear los imponentes y monstruosos vientres de los capitalistas; se veían cabezas de color escarlata o ya sin pelo, goteando sudor por debajo del sombrero; risitas de protección, bocas sin bigote dilatadas por el calor, ágiles y sudorosas piernas enfundadas en los pantalones de mezclilla de Hamburgo. Y toda esa actividad, siendo como era un tanto fingida, parecía general y contagiosa. Incluso los ricos ociosos que iban allí sólo para tener algo que hacer en el día, los vendedores que mataban el tiempo y hasta los vagabundos desempleados, aparentaban diligencia y prisa.
El porche del rico Manuel Pescada, un porche amplio y sin cielorraso que cubriera las ripias y travesaños que soportaban el tejado, tenía un aspecto más o menos pintoresco, con su hermosa vista sobre el río Bacanga y sus celosías pintadas de verde-parís. Todo el porche se abría hacia un patio estrecho y largo, donde, a la caída del sol, languidecían dos pitangueros y se paseaba solemne un pavo real.
Las paredes, cubiertas de azulejos portugueses y rematadas en lo alto con papel pintado, mostraban en sus repetidas escenas de caza algunos puntos ya sin tinta y manchas blanquecinas que hacían pensar en parches de un pantalón raído.
Al lado, imponente junto a la mesa del comedor, seerguía un viejo mueble de jacarandá pulido, muy bien conservado, con los vidrios impecables para exhibir las platas y porcelanas de gusto moderno. En una esquina, olvidada en su caja de pino barnizado, dormía una máquina de costura Wilson, de las primeras que llegaron al Maranhão. En los intervalos de las puertas, simétricamente dispuestos, había cuatro estudios de Julien que representaban las estaciones del año en litografías. Frente al platero, un reloj balanceaba melancólicamente su péndulo del tamaño de un plato y marcaba las dos. Las dos de la tarde.
No obstante, la vajilla usada en el almuerzo aún estaba sobre la mesa. Una botella blanca con restos de vino de Lisboa hacía destellar la claridad reverberante que venía del patio. En una jaula colgada entre las ventanas de aquel lado gorjeaba un tordo.
Daba pereza estar allí. La corriente del Bacanga refrescaba el aire del porche y daba al ambiente un tono adormilado y apacible. Había una quietud propia de los días inútiles, una voluntad laxa de cerrar los ojos y estirar las piernas. Allá, en la margen opuesta del río, la silenciosa vegetación del Ángel de la guarda estaba provocando buenas siestas en el prado, bajo los mangos. Los árboles parecían extender los brazos, ofreciendo a la gente el sosegado frescor de sus sombras.
–Entonces, Ana Rosa, ¿qué me respondes?...– dijo Manuel estirándose aún más en su silla, presidiendo la mesa, frente a su hija. Sabes bien que no quiero contrariarte…deseo este matrimonio, deseo…pero, en primer lugar, conviene saber si él es de tu agrado. Vamos…¡habla!
Ana Rosa no contestó y continuó embelesada, haciendo girar bajo la punta de sus dedos rosados las migajas de pan que iba encontrando sobre el mantel.
Manuel Pedro da Silva, más conocido como Manuel Pescada, era un portugués de unos cincuenta años, fuerte, rozagante y trabajador. Tenía fama de buen negociante y de simpatizante del Brasil. Le gustaba leer en sus horas de descanso, estaba suscrito a los diarios serios de la provincia y recibía algunos periódicos de Lisboa. De pequeño le habían hecho memorizar varios fragmentos de Camões y tampoco le habían ocultado el nombre de otros poetas. Apreciaba con fanatismo al Marqués de Pombal, de quien conocía muchas anécdotas y cuya firma conservaba en su gabinete –un lugar al que él le sacaba mucho menos provecho que su hija, una fanática de las novelas–.
Manuel Pedro estaba casado con una señora de Alcântara llamada Mariana, muy virtuosa y, como la mayor parte de las maranhenses, estricta en asuntos religiosos. Al morir, la señora dejó un legado de seis esclavos a Nuestra Señora del Carmo.
Aquella época fue muy triste tanto para el viudo como para la hija huérfana, la pobre, justo cuando más necesitaba del amparo materno. Entonces vivían en Caminho Grande, en una casita rústica adonde se habían refugiado en busca de aires más benignos para las dolencias de Mariana. Manuel, sin embargo, que entonces ya era negociante y tenía su almacén en Praia Grande, se mudó después con la pequeña a la planta alta de la calle Estrela, en cuyas tiendas prosperaba, hacía diez años, en el comercio de paños al por mayor.
Para no quedarse sólo con la hija “que ya se hacía mujer”, invitó a su suegra doña Maria Bárbara a abandonar la finca en que vivía y mudarse con él y la nieta. “¡La niña necesitaba de alguien que la guiara, que la condujera! Y si hubiera tenido que meter en casa a una preceptora –¡Dios me guarde!–, ¿qué no habrían dicho por ahí?... ¡En el Maranhão se dice de todo! ¡Lo mejor era que doña Maria Bárbara se decidiera de una vez a dejar el campo y se mudara a la calle Estrela! No habría nada de qué arrepentirse… estaría ahí como en su propia casa: ¡un buen cuarto, buena mesa y absoluta libertad!”.
La vieja aceptó y se mudó a la casa del yerno, llevando a cuestas sus cincuenta y tantos años, con un batallón de sirvientes, sus criadas y con todos los corotos que aún conservaba del tiempo de su difunto marido. Al poco tiempo el buen portugués estaba arrepentido de haber dado aquel paso: pese a ser muy piadosa, pese a no salir del cuarto sin estar bien peinada, sin que le faltara ninguna de las cintas de seda negra con las que enmarcaba con extravagancia su rostro arrugado y macilento, pese a su gran fervor por la iglesia y pese a todas las misas que se tragaba al día, doña Maria Bárbara, pese a todo ello, resultó ser una “mala señora de la casa”.
¡Era una furia! ¡Una víbora! Golpeaba a los esclavos por hábito y por gusto, sólo hablaba a gritos y cuando se ponía a reñir —¡Dios nos ampare!—, ¡incomodaba a todo el vecindario! ¡Insoportable!
Maria Bárbara tenía el auténtico tipo de las viejas maranhenses criadas en la hacienda. Hablaba mucho de sus abuelos, casi todos portugueses, y era muy orgullosa, llena de escrúpulos de sangre. Cuando hablaba de los negros les decía “los sucios” y cuando se refería a un mulato decía “el animal”. Siempre fue así, y ninguna tan devota como ella: en Alcântara tuvo una capilla en honor a Santa Bárbara y obligaba a todos sus esclavos a rezar en ella cada noche, en coro, con los brazos abiertos, a veces encadenados. Recordaba entre grandes suspiros a su marido “el señor João Hipólito”, un portugués fino, de ojos azules y cabellos dorados.
Este João Hipólito fue un brasileño adoptivo que alcanzó cierta posición en la Secretaría del gobierno de la provincia. Murió con el rango de coronel.
Maria Bárbara sentía una profunda admiración hacia los portugueses, les dedicaba un entusiasmo sin límites y los prefería en todo a los brasileños. Cuando Manuel Pedro, que entonces era apenas un principiante en el comercio de la capital, pidió la mano de su hija, la señora dijo: “¡Bien! ¡Al menos estoy segura de que es blanco!”.
Pero Pescada no comprendió a su esposa ni fue amado por ella. La virtud, o tal vez fuera simplemente la maternidad, apenas consiguió hacer de Mariana una compañera fiel. La esposa vivió exclusivamente para la hija. Y es que la desgraciada, desde los quince años, hallándose aún en el irresponsable arrebato del primer amor, había elegido al hombre a quien entregaría su alma por el resto de su vida. Ese hombre, que hoy forma parte de la historia del Maranhão, era el agitador José Candido de Moraes e Silva, conocido con el apodo de Farol. Hizo todo lo posible para casarse con él, pero todos sus esfuerzos fueron en vano, no sólo por obra de las persecuciones políticas que atribularon la corta existencia de aquella fenomenal criatura desde su juventud, sino también por la inflexible oposición que semejante idea encontró en la propia familia de la muchacha, cuyo destino quedó, pues, ligado a la suerte del desventurado maranhense. ¿Quién diría que aquella pobre moza, nacida y criada en los sertones del Norte, sentiría, como cualquier hija de las grandes capitales, la mágica influencia que los hombres superiores ejercen sobre el espíritu femenino? Lo amó sin saber por qué. Sintió la fuerza dominante de su mirada, los ímpetus revolucionarios de su carácter americano, el heroísmo patriótico de su individualidad tan superior al medio en que floreció. La conmovieron las frases apasionadas y vibrantes de indignación con que éste fulminaba a los explotadores de su patria estremecida y a los enemigos de la integridad nacional. Y todo eso, sin que ella misma fuera capaz de explicarlo, la hizo apasionar por aquel bello y temerario mozo con todo el ardor de su primer deseo de mujer.
Cuando en la calle Remédios, que en aquel entonces era todavía un arrabal, el desdichado héroe, con poco más de veinticinco años, sucumbió al yugo de su propio talento y de su honra política, oculto, forajido, lleno de desdicha, odiado por unos como un asesino y adorado por otros como un dios, la pobre señora se dejó poseer por una gran tristeza que acabó por convertirla en una mujer débil y enferma, fea y cada vez más melancólica, hasta que murió silenciosamente pocos años después que su amado.
Ana Rosa no llegó a conocer a Farol, pero la madre, muy en secreto, le enseñó a comprender y respetar la memoria del talentoso revolucionario, cuyo nombre de guerra aún despertaba entre los portugueses la antigua rabia del motín del 7 de agosto de 1831: “Hija mía”, le dijo la infeliz ya en vísperas de su muerte, “no permitas nunca que te casen sin que ames de veras al hombre destinado a ti como marido. ¡No te cases por casarte! ¡Recuerda que el matrimonio debe ser siempre la consecuencia de dos inclinaciones irresistibles! La gente debe casarse porque ama y no amar porque ya se casó. ¡Si haces lo que te digo serás feliz!”. Finalmente le hizo prometer que, si algún día intentaban obligarla a aceptar una orden en contra de sus deseos, se rebelaría contra todo para evitar semejante desgracia, especialmente si ya estuviera enamorada de otro, y que en tal caso, fuese quien fuese este hombre, cometería los mayores sacrificios, que arriesgaría la propia vida por él, pues en eso consistía precisamente la verdadera honestidad de una moza.
Y esos fueron los consejos que Mariana le dio a su hija. Ana Rosa era aún muy pequeña, así que ni supo comprenderlos ni tenía edad para intentar hacerlo. Sin embargo, tan ligados estaban a la muerte de su madre que el recuerdo no le venía a la memoria sin las palabras de la moribunda.
Manuel Pedro, pese a su bondad, era uno de esos hombres más que ajenos a las sutilezas de los sentimientos. Para otra mujer habría sido un excelente esposo, pero no para Mariana, cuya sensibilidad romántica, lejos de conmoverlo, era no pocas veces un motivo de fastidio. Al enviudar no sintió, a despecho de su bondad natural, más que cierto disgusto por la ausencia de una compañera a la que ya se había acostumbrado. Con todo, no pensó en volver a casarse, convencido como estaba de que el afecto de la hija le alcanzaría de sobra para amenizar sus arduas jornadas de trabajo, y que con el auxilio inmediato de la suegra le bastaría para garantizar la decencia de su casa y el buen manejo de los gastos domésticos.
Ana Rosa, pues, creció entre los desvelos insuficientes de su padre y el mal genio de su abuela. Aún así, además de haber memorizado la gramática del Sotero dos Reis, leía uno que otro libro, tenía rudimentos de francés y tocaba cancioncillas sentimentales a la guitarra y al piano. No era tonta. Tenía la intuición perfecta de la virtud, un trato agradable y a veces lamentaba no ser más instruida. Era diestra con la aguja, bordaba como pocas y tenía una gargantita de contralto que daba gusto oírla.
Tanto es así que, de pequeña, había servido varias veces como ángel de la Verónica en las procesiones de la cuaresma. Y los canónigos de la catedral elogiaban el metal de su voz y le daban grandes cucuruchos de almendras de Mendubim, muy engalanados con su tosca y característica pintura facial hecha de goma arábiga y tintes de botica. En esas ocasiones ella se sentía radiante, con las mejillas rojas de carmín, la cabeza cubierta de rizos artificiales y el vestido amplio y corto como de bailarina. Y muy oronda, ufanándose de su guirnalda de oro y plata y de sus trémulas alas de cartón y gasa, caminaba triunfante y feliz por el pasillo que formaban las hermandades religiosas, atada a su padre por un pañuelo que representaba las promesas hechas por la madre o la abuela en tiempos de enfermedad en la familia.
Y así fue creciendo, siempre hermosa. De Mariana tenía los ojos negros y los cabellos castaños, mientras que del padre había heredado la firmeza corporal y unos dientes fuertes. Con la cercanía de la pubertad se insinuaron los caprichos románticos y las fantasías poéticas: le gustaban los paseos a la luz de la luna, las serenatas. Junto a su cuarto, mandó arreglar un gabinete de estudio con una pequeña biblioteca de poetas y novelistas. Tenía una figura en biscuit de Pablo y Virginia sobre la estantería y, escondido tras el espejo, el retrato de Farol que heredara de su madre.
Leyó con entusiasmo Graziella de Lamartine. Lloró mucho con esa lectura y desde entonces, todas las noches antes de dormirse, procuraba instintivamente imitar la sonrisa inocente que la procitana ofreciera a su amante. Era buena con los pobres, adoraba los pajaritos y no podía ver que alguien matara frente a ella ni siquiera una mariposa. Era un poco supersticiosa: no le gustaba ver chinelas bajo la hamaca y sólo se cortaba el pelo durante el cuarto creciente de la luna. “No es que crea en esas cosas”, se justificaba ella, “pero lo hago porque otros lo hacen…”. Hacía mucho tiempo que, sobre la cómoda, tenía una estampa litográfica y colorida de Nuestra Señora de los Remedios ante la cual rezaba todas las noches antes de dormir. Nada le parecía mejor y más agradable que un paseo por Cutim, de modo que cuando supo que se proyectaba la construcción de una línea de tranvías para esa zona sintió una satisfacción violenta y nerviosa.
Una vez cumplidos los quince años, ella comenzó poco a poco a descubrir extraños cambios. Percibió, sintió que una transformación importante se llevaba a cabo en su espíritu y su cuerpo: la sobresaltaban terrores infundados, l...

Índice

  1. Introducción
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. 6
  8. 7
  9. 8
  10. 9
  11. 10
  12. 11
  13. 12
  14. 13
  15. 14
  16. 15
  17. 16
  18. 17
  19. 18
  20. 19