La tormenta de nieve
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La tormenta de nieve

  1. 88 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La tormenta de nieve

Descripción del libro

En un momento de notable crisis espiritual, Tolstói, basándose en la experiencia real de un viaje que emprendiera dos años antes, escribe "La tormenta de nieve" (1856).Con una muy fuerte carga metafísica, nos describe, al amparo de las condiciones externas, un sueño y la presencia de la muerte, el punto de inflexión entre el conformismo y el coraje. Memorable y entrañablemente poética, esta narración a medio camino entre la alegoría y el diario nos habla de la toma de conciencia de uno mismo y de sus retos."Una novela corta de gran carga poética".Ángel Vivas, El Mundo"De esta narración convulsa se desprende un hálito, una fuerza que producirá grandes obras".El Placer de la Lectura

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2011
ISBN del libro electrónico
9788492649709
Categoría
Literatura

VI

Las imágenes y los recuerdos se intercambiaban en mi imaginación con una rapidez creciente.
«Ese campesino, el consejero, el que no ha dejado de gritar desde el segundo trineo, ¿cómo será? Seguramente pelirrojo, robusto, de piernas cortas—pienso—como Fiódor Filípich, nuestro viejo lacayo, el que servía en el comedor». Y en ese momento veo la escalera de la casa grande y a cinco criados que, sobre unos trapos y dando unos pesados pasos, transportan el piano desde una de las alas de nuestra residencia; veo a Fiódor Filípich, con las mangas de su librea de nanquín remangadas, llevando un pedal; lo veo adelantarse, abrir los pestillos, tirar del pomo de una puerta, empujar otra, meterse entre las piernas, molestar a todo el mundo y gritar incesantemente con voz preocupada:
—¡Eh, los de delante, los de delante, más hacia vosotros! Así, así, con la cola hacia arriba, arriba digo, ¡que pase por la puerta! Así, muy bien.
—Pero por favor, Fiódor Filípich, déjenos a nosotros—observa tímido el jardinero, pegado al barandal, rojo a más no poder por el esfuerzo y sosteniendo con el último aliento uno de los extremos del piano.
Pero Fiódor Filípich no se amilana.
«Pero ¿qué significa esto?—reflexionaba yo—, ¿pensará que es útil o indispensable para lo que se está realizando, o simplemente está contento de que Dios le haya dado esa seguridad en sí mismo, esa contundente elocuencia y así, con toda alegría, la despilfarra? Ha de ser eso». Y, por alguna razón, de pronto se me aparece el estanque, los agotados siervos con el agua hasta las rodillas arrastrando una red, y de nuevo Fiódor Filípich con una regadera en la mano, gritándoles a todos, corriendo por la orilla y sólo muy de vez en cuando acercándose al agua para, protegiendo con la mano a unos cuantos peces dorados, vaciar el agua turbia y llenarla de nuevo de agua clara. Es un mediodía del mes de julio. Me dirijo a algún lado andando sobre la hierba recién segada del jardín, bajo los ardientes y directos rayos del sol. Soy todavía muy joven, siento que me falta algo, tengo ganas de algo. Voy al estanque, mi lugar preferido, entre el parterre donde crece el escaramujo y el paseo de abedules, y me acuesto a dormir. Recuerdo la sensación con la que yo, todavía echado, miro a través de los tallos rojos y espinosos del escaramujo aquella tierra negra y reseca, granulada, y el translúcido espejo vivamente azulado del estanque. Era una sensación como de una ingenua vanidad y tristeza al mismo tiempo. Todo a mi alrededor era tan hermoso y aquella belleza tenía un poder tan intenso en mí, que tuve la impresión de ser también yo bueno, y si algo me dolía, era que nadie me admirara. Hace calor. Intento dormir, para consolarme; pero las moscas, las insufribles moscas, ni siquiera aquí me dejan en paz, revolotean a mi alrededor y, obstinadas, desagradables, como si de pequeñas semillitas se tratara, me saltan de la frente a las manos. Una abeja zumba en mi cercanía, en el momento de mayor bochorno; mariposas de alas amarillas, como desfallecidas, van de tallo en tallo. Levanto la vista; me duelen los ojos: el brillo del sol llega con demasiada intensidad a través de la clara hojarasca rizada del abedul que, allá, en lo alto, por encima de mí, mece con suavidad sus ramas, y tengo la impresión de que el calor ha aumentado. Me tapo la cara con un pañuelo; me cuesta trabajo respirar y las moscas parecen pegárseme a las manos, de las que brota la transpiración. En lo más espeso del escaramujo se resguardan los gorriones. Uno de ellos, a algo más de la mitad de distancia de mí, salta al suelo, un par de veces finge picotear enérgicamente la tierra y luego, gorjeando alegremente y haciendo crujir unas varitas, levanta el vuelo y abandona el parterre; otro también se posa en el suelo de un brinquito, levanta la cola, mira a un lado y a otro y, como una flecha, gorjeando, emprende el vuelo en pos del primero. En el estanque, la lavandera golpea la ropa mojada con una pala, y esos golpes resuenan y se propagan en un registro bajo a todo lo largo del estanque. Se oyen las risas, el parloteo y el chapoteo de los bañistas. Una ráfaga de viento silba entre las copas de los abedules, lejos todavía de mí; luego, más cerca, la oigo mover la hierba, las hojas del parterre donde está el escaramujo se balancean y tiemblan en sus ramas; y, levantando el extremo de mi pañuelo y haciéndome cosquillas en el rostro sudado, llega hasta mí una ligerísima corriente de aire fresco. Por la abertura del pañuelo levantado se cuela una mosca que, asustada, se agita al borde de mi boca húmeda. Una rama seca se me incrusta en la espalda. No, no puedo seguir acostado, debo ir a bañarme. Pero he aquí que, al lado mismo del parterre, oigo de pronto unos pasos presurosos y una asustada voz femenina:
—¡Dios mío! ¡Pero qué barbaridad! ¡Y no hay un solo hombre cerca!
—¿Qué ocurre? ¿Qué?—pregunto, saliendo al sol, al encuentro de aquella mujer que servía en casa y que, lamentándose, ha pasado corriendo frente a mí sin detenerse. Mira a un lado y al otro, agita los brazos y sigue su carrera. Pero he aquí que Matriona, una anciana de ciento cinco años, que sujeta con una mano la pañoleta que lleva puesta y que insiste en resbalársele de la cabeza, corre hacia el estanque dando unos saltitos pequeños y arrastrando el pie que lleva enfundado en un calcetín de lana. Dos niñas corren cogidas de la mano y un chiquillo de unos diez años, vestido con la levita de su padre, aferrándose a la falda de cáñamo de una de ellas, se apresura detrás.
—¿Qué ha sucedido?—les pregunto.
—Un campesino, se ha ahogado.
—¿Dónde?
—En el estanque.
—¿Quién era? ¿De los nuestros?
—No, uno que pasaba por aquí.
El cochero Iván, deslizando sus grandes botas sobre la hierba segada, y el gordo intendente Yákov, respirando con dificultad, corren hacia el estanque, y yo corro tras ellos.
Recuerdo una sensación que me decía: «Lánzate y saca al campesino, sálvalo, y todos te admirarán», que era precisamente lo que yo quería.
—¿Dónde está? ¿Dónde?—pregunto al corrillo de criados que se había reunido en la orilla.
—Allá, en lo más hondo, cerca de la otra orilla, casi junto a la caseta de baños—dice la lavandera poniendo la ropa aún mojada en los dos cubos que, atados a una vara, transportará a hombros—. Yo lo veía como zambullirse, pero luego aparecía otra vez y volvía a zambullirse, y otra vez aparecía, hasta que de pronto gritó: «¡Me estoy ahogando, buena gente!» y se fue para abajo de nuevo, y ya sólo salían burbujas. Ahí me di cuenta de que el campesino de veras se estaba ahogando. Y entonces grité: «¡Buena gente, un campesino se ahoga!».
Y la lavandera, tras echarse a hombros su carga, se alejó del estanque contoneándose por el camino.
—¡Vaya, qué fastidio!—dice Yákov Ivanov, el intendente, con una voz desesperada—, ahora empezarán los quebraderos de cabeza con el juzgado local, no nos libraremos.
Un campesino que lleva una hoz se abre paso entre la multitud de mujeres, niños y ancianos agolpados en el borde y, tras colgar su hoz en la rama de un sauce, se quita lentamente los zapatos.
—¿Dónde está? ¿Dónde se ha hundido?—sigo preguntando, deseoso de lanzarme hacia allá y hacer algo absolutamente extraordinario.
Pero me señalan la lisa ...

Índice

  1. LA TORMENTA DE NIEVE
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. X
  12. XI
  13. ©