La vida en el archivo
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La vida en el archivo

Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia

Lila Caimari

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Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia

Lila Caimari

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Cuando una historiadora o un historiador publica una obra, tendemos a imaginarla como resultado de operaciones analíticas que incluyen la lectura de bibliografía, la puesta a prueba de avances parciales en congresos de expertos (que permiten refinar las hipótesis o el método) y laboriosos procesos de escritura y reescritura. Pero también podemos preguntarnos por una zona de su oficio que el libro terminado no suele dejar a la vista: los meses (o años) pasados en bibliotecas, hemerotecas, reparticiones públicas que guardan fondos documentales, materiales en variable estado de conservación que hablan los lenguajes del pasado.La vida en el archivo confirma que esa faceta más primaria, azarosa y "sucia" del trabajo del investigador se juega en el contacto físico y virtual con libros, revistas, diarios, formularios de otras épocas. Esa tarea artesanal está hecha de tanteos y aproximaciones (¿dónde conseguir los números que faltan de ese magazine policial?, ¿y si finalmente hay que comprarlos por Mercado Libre?), imprescindibles estrategias de acceso (¿cómo ganarse el favor del archivero para que el material siga ahí, a mano, mañana?), padecimientos cotidianos (¿y si esa colección por la que tanto se luchó permanece "muda" y resulta que se perdió un tiempo precioso?, ¿podremos descifrar los trazos casi ilegibles en esas cartas que parecían decisivas?).Estas páginas registran –entre la crónica, el ensayo y el diario personal– una experiencia hecha de rutinas, pequeñas o grandes frustraciones y peripecias deliciosas, que a veces llevan a momentos de "iluminación súbita", como los llama Carlo Ginzburg. Con humor, con destreza de narradora que comenta sólo lo que conoce muy a fondo, Lila Caimari capta esa etapa de la investigación en que "la" obra no existe todavía, muchos rumbos son posibles y todo parece inestable. Construye así un libro inspirador, heterodoxo, capaz de revelarnos la parte menos conocida de la labor académica e intelectual.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876297325
Categoría
Historia
Categoría
Historiografía
1. Entre el panóptico y el pantano
Avatares de una historia de la prisión argentina
Me gustaría poder decir que la investigación sobre la historia de la prisión argentina, que ocupó varios años de mi vida y culminó en un libro de escala desmesurada, nació de la reflexión sistemática sobre los problemas planteados por la bibliografía más sofisticada acerca del tema. Pero lo cierto es más bien lo contrario. Es el fruto, lejano y apenas reconocible, de un hallazgo casual ocurrido durante una errática experiencia de archivo. Acababa de terminar mi tesis de doctorado –un trabajo de historia política sobre las relaciones entre el peronismo y la Iglesia–, y luego de cinco años de ponderar las inflexiones discursivas de Perón, Evita, ciertos obispos y unos cuantos militantes de la Acción Católica, estaba decidida a virar hacia la historia social. Como quería seguir escribiendo sobre mi sociedad de origen pero vivía en los Estados Unidos, la forma que adquiriera esta decisión dependería en buena medida de las fuentes disponibles.
Así pues, comienzo a revisar, sin rumbo muy preciso, la documentación sobre el siglo XX argentino que ofrece el catálogo de la New York Public Library. Allí me llama la atención un título: el Boletín del Patronato de Recluidas y Liberadas. Lo solicito. Son seis tomos que dan cuenta de la experiencia de un grupo de jóvenes abogadas porteñas de los años treinta. A lo largo de dos décadas, descubro, estas impetuosas profesionales habían intentado desafiar el poder de la congregación religiosa que controlaba el sistema carcelario femenino, y habían fracasado. Dedicaré esta intervención a examinar los caminos por los cuales esa curiosidad heurística se transformó en investigación de largo aliento: cómo una pequeña historia de abogadas, monjas y penadas devino en una gran historia del castigo en la Argentina.
Puerta de entrada: breve historia de una cárcel de mujeres
Acaso la primera aclaración que corresponde, y no solamente para explicar esa distintiva anécdota de archivo con la que elijo iniciar este texto, es que mi disciplina de origen es la historia, aunque aquí se trate de contar la reconstrucción del pasado de un objeto que ha sido mucho más el territorio de la sociología que de la historia. Pero lo cierto es que las implicancias de esta interdisciplinariedad, que retrospectivamente juzgo decisivas, ni siquiera se insinuaron en lo inmediato. El sintético artículo sobre la cárcel femenina con el que inicié ese camino tenía en germen varias investigaciones posibles, y la cuestión del castigo era sólo una de ellas. Después de varios años de trabajo sobre la Iglesia y el catolicismo, por ejemplo, era casi natural imaginar un recorte que volviera, esta vez desde un mirador establecido en la historia social, al gran tema de la secularización –es decir, a una reconstrucción del largo y complejo camino de separación de las esferas de la Iglesia y el Estado–. Esto inscribiría el caso de la “cárcel eclesiástica” en una familia de problemas que la emparentaba con la historia de instituciones de la educación, la salud, la infancia y el matrimonio. El conocimiento previo de los laberintos conceptuales y dilemas históricos de la secularización era una ventaja, pero también un problema, ya que se interponía en mi decisión de renovar radicalmente el espectro temático de mi trabajo. (Esta decisión era escasamente práctica desde el punto de vista del uso de mi limitado capital de expertise, pero cumplía con una condición más importante a la luz de mi experiencia de tesis: iniciar un proyecto de largo alcance requería un caudal de curiosidad intelectual que sólo podía nacer ante un objeto nuevo.) Y luego, no estaba segura de querer encuadrar mi pesquisa en una problemática que requiriera tanta reconstrucción institucional; intuía un horizonte de más y más estudios de caso, y un archivo de memorias ministeriales y presupuestos, con escasos intersticios para introducir actores sociales por fuera de este registro.
Una alternativa de investigación que me interesaba más conducía a los estudios de género, a una genealogía de las concepciones del castigo que tomara como eje la pregunta sobre la extraordinaria diferencia entre las políticas punitivas destinadas a los hombres y las destinadas a las mujeres. De hecho, ese fue el marco de los primeros pasos de la investigación. Porque lo interesante del caso que rescaté en aquella venerable sala de lectura no fue solamente que las cárceles femeninas de todo el país (y de otras sociedades latinoamericanas, según me enteré luego) hubiesen sido entregadas al control de una congregación religiosa, y que se hubiesen mantenido en esa esfera por casi un siglo (y que ese siglo fuese el XX), sino que dicha operación hubiese coincidido con una espectacular renovación institucional y científica de las concepciones del castigo masculino.
Inicio una reconstrucción de los rasgos más generales del caso. Hago averiguaciones sobre la Congregación del Buen Pastor, elaboro cuadros estadísticos del perfil socioeconómico de las reclusas, encuentro estudios sobre prácticas punitivas comparables en otras sociedades, me hago de los textos doctrinarios fundamentales sobre delito femenino, leo ensayos de criminología crítica contemporánea que incorporan la variable de género… Incluso consigo un contacto que me permitirá ingresar en los archivos centrales de la congregación, en Córdoba –una perspectiva que anticipo con deleite–. Todos estos frentes avanzan como avanza una investigación de este tipo, espasmódica y simultáneamente. Pero cada pieza va encontrando su sitio, y las líneas generales de un argumento comienzan a distinguirse con bastante rapidez. La delegación del sistema carcelario femenino en manos de una congregación francesa había sido, en realidad, el punto de intersección de varias lógicas superpuestas. Esa anacrónica expresión de continuidad de las nociones católicas de culpa y castigo había nacido más por omisión que por políticas deliberadas. A fines del siglo XIX, las prioridades de construcción estatal estaban en otras esferas, como asimismo las conveniencias presupuestarias. Este vacío coincidía con un momento de expansión del clero regular europeo en América Latina, y con una concepción de la construcción estatal que, a pesar del sesgo discursivo secularizador y hasta anticlerical de la clase dirigente, había reclutado personal eclesiástico para cubrir muchos espacios vacantes en la educación, la salud y la asistencia social.
Todo esto implicaba, naturalmente, un consenso según el cual el tratamiento del delito femenino podía mantenerse en la esfera tradicional de la culpa y el perdón. Los datos estadísticos dibujaban un perfil de población carcelaria estable –mujeres pobres, en su mayoría acusadas de infracciones contra la propiedad–. Más importante: también decían que en esa institución las reclusas (con y sin condena) habían convivido con una enorme población flotante de menores huérfanas. La cárcel también había funcionado como asilo y semillero de empleadas domésticas manejado por la Sociedad de Beneficencia. Para aumentar el efecto de este hallazgo, decidí presentar el caso en oposición a la vistosa reforma de las prisiones masculinas, con sus penitenciarías radiales y sus laboratorios criminológicos. Decisión crucial, aunque no lo sabía aún, porque lo que comenzó como un desvío limitado y muy instrumental terminó transformándose en el centro del trabajo, y esto ocurrió (o más bien, fue ocurriendo) sin que mediara una decisión tajante. Lo cierto es que cuando vi que mi détour se extendía de manera alarmante, decidí cerrar el artículo que lo había iniciado y publicarlo por separado para poder continuar el camino con más libertad.[1] En algún momento de ese camino, procedí a reorganizar las preguntas.
Reconstruyo retrospectivamente los componentes de ese proceso, que comienza con los signos de cierto agotamiento del rumbo inicial. La rapidez con la que se habían resuelto los planteos sobre la cárcel religiosa me había dejado una paradójica insatisfacción (ahora conozco mejor esa sensación, que he vuelto a experimentar: es la que produce una investigación que confirma las intuiciones iniciales con excesiva docilidad). Lo cierto es que, una vez pasada la fascinación almodovariana y saciados mis ímpetus de denuncia, me costaba encontrar preguntas historiográficamente rendidoras para continuar el camino. Entretanto, comenzaba a reconstruir los trazos de la reforma carcelaria masculina, que resultaba ser muy diferente de lo que había previsto. Lo poco que se había escrito sobre ella estaba basado en el caso de la Penitenciaría Nacional. La bibliografía representaba dos vertientes contrastantes del (escuálido) campo de saber sobre el pasado de la prisión argentina: un archiminucioso trabajo escrito por un miembro retirado del Servicio Penitenciario (desprovisto de preguntas, pero atiborrado de datos útiles) y algunos artículos académicos matrizados en el repertorio de conceptos y lenguajes de Michel Foucault. Para celebrarla o para denunciarla, todos hablaban de la modernización punitiva. Los trabajos introducían además el concepto de control social, que emparentaba a la prisión con otras instituciones –escuelas, hospitales– y la conceptualizaban como una pieza en un archipélago institucional que multiplicaba al infinito las instancias de vigilancia estatal de los sujetos.
Foucault, o las trampas de la fe
Como estudiante de Humanidades formada en los ochenta, había leído a Foucault en mis años de facultad. Guardo una memoria apegada del baqueteado ejemplar (una traducción publicada en la colección negra “Criminología crítica” de Siglo XXI).[2] También recuerdo el efecto electrizante de la descripción de la prisión-panóptico, esa sobrecogedora maquinaria diseñada sobre la noción del poder de la mirada (o del efecto de mirada) que inyecta la ilusión de vigilancia permanente. En aquel momento Foucault era un autor sagrado, el santo y seña de los que pensábamos que la dominación social era el gran tema de la historia (que éramos casi todos). Pero lo mismo puede decirse sobre la recepción de este autor en otras comarcas, y este rasgo no alcanza a explicar la intensidad de aquellas adhesiones. La veneración con la que Foucault era leído, citado y divulgado excedía su papel de relevo de los teóricos marxistas, que en la Argentina –como en tantas otras sociedades latinoamericanas donde el marxismo había sustentado las agendas políticas de los intelectuales de izquierda– comenzaban a ser abandonados silenciosamente.[3] El contexto de lectura agregaba un plus interpretativo de altísimo voltaje. El “panóptico de Foucault” (así se nombraba lo que era, en realidad, una descripción virtuosa del invento de Jeremy Bentham) resonaba con las historias de los peores abusos de la dictadura militar, por entonces en plena retirada. En retrospectiva, veo que la minuciosa crónica del suplicio corporal del regicida Damiens, que inauguraba ese libro tan poblado de efectos narrativos, se adaptaba mucho mejor que el panóptico a las descripciones de los suplicios en los campos de concentración del régimen militar, que se insinuaban siniestramente en las conversaciones de la transición democrática. En cualquier caso, ¿cómo no ver en Vigilar y castigar una metáfora de los horrores que por entonces empezaban a ponerse en palabras públicas? Ningún libro combinaba mejor la habilidad teórica y el refinamiento estético con las urgencias del contexto. Su magnetismo era irresistible.
De la mano de mi flamante proyecto, vuelvo a ese libro una década más tarde. Esta vez dispongo del texto original en francés, en una elegante edición de Gallimard desprovista de las connotaciones familiares y emotivas de aquel ejemplar inicial. Lo leo lápiz en mano y con un espíritu diferente, y no sólo porque mi reencuentro transcurre en plena democracia y a miles de kilómetros de las convulsiones políticas argentinas. Es un acercamiento profesional, pautado por ese tipo de lectura mucho más instrumental –más alerta, pero a veces también más pobre y selectiva– a la que sometemos a los libros de los que esperamos ideas para el trabajo que tenemos en marcha. Mi preocupación inicial es previsible: ¿cómo traducir esas figuraciones deslumbrantes a un estudio de prácticas concretas, en instituciones tan lejanas en el tiempo y el espacio? Me cuesta resignarme a un puro ejercicio de degradación, a ser artífice del descenso de las acrobacias apolíneas de la gran teoría al fango de la empiria. Tampoco me interesa convertir mi trabajo en un rosario de confirmaciones de las hipótesis de otro autor, por más brillante y consagrado que sea. Y me cuesta encontrar ejemplos satisfactorios de la resolución de este dilema. El irreverente Foucault ha tenido una descendencia curiosamente sumisa, y el modelo de relación con su autoridad intelectual que se ha establecido en los estudios de caso que voy leyendo me resulta por momentos incómodamente acrítico.
Todas estas reflexiones surgen, evidentemente, de una relectura menos sacralizadora de los viejos textos sagrados, y atribuyo este efecto desencantador al desorden mismo de la investigación que me ha traído de vuelta a sus páginas. A esas alturas, he pasado demasiado tiempo en los archivos penitenciarios (y en los archivos en general) para omitir contradicciones flagrantes de la evidencia y renunciar a algunas preguntas que brotan del más prosaico sentido común historiográfico (me referiré a ellas más abajo). Por lo demás, la vuelta a Foucault me ha planteado una paradoja inesperada: encuentro sus herramientas más apropiadas para trabajar temas que en los años ochenta eran menos canónicamente “foucaultianos” (el poder de la ciencia, la producción de verdad jurídica, la racionalidad policial de control de la ciudad) que al análisis de la prisión. Una vez establecido el estatus de tecnología del poder y maquinaria del control social, ¿cuál es el lugar de Foucault en la interpretación de las rústicas cárceles femeninas (o masculinas) que estoy rastreando? ¿Y no hay algo tautológico en este supuesto desenmascaramiento? El control social es una categoría muy amplia, tan amplia que puede extenderse a los rincones más insospechados de la sociedad moderna. Su interés reside, precisamente, en esa capacidad de detección de las dinámicas de poder en lo más inofensivo –el modesto estetoscopio, el familiar pupitre de una escuela–. Pero en mi caso, se trata de estudiar una institución cuya función explícita (reglamentaria) es precisamente ejercer poder, desde arriba hacia abajo, de dominadores a dominados. ¿En qué consiste mi descubrimiento si someto esta evidencia a la grilla foucaultiana? Sin duda, el desenmascaramiento de lo obvio no constituye una agenda de investigación.
Estas objeciones no implicaban un abandono, sino una reformulación: quedaba reconstruir las técnicas de dominación en el interior de la institución, y aprovechar así las intuiciones foucaultianas sobre el poder de la mirada. Podía examinar los proyectos de medicalización del tratamiento de penados, establecer la naturaleza del vínculo con el ascenso del poder médico en las instituciones del Estado. Claro que Foucault seguía siendo un autor fundamental, pero sus preguntas se adaptaban a una zona específica de mis pesquisas: la que conectaba la prisión con la ciencia.
Misceláneas criminológicas
Hacia allí se orienta mi trabajo de archivo, que de este modo sigue siendo funcional al proyecto de contrastar cárceles femeninas y masculinas, un objetivo que no he perdido de vista. En mis esporádicas visitas a las hemerotecas argentinas, reviso periódicos criminológicos y revistas médicas. Encuentro material rico y abundantísimo: revistas científicas editadas por médicos y psiquiatras asociados al Estado, repletas de propuestas institucionales y estudios de caso basados en la observación de reclusos de la Penitenciaría Nacional. Allí está la prueba palmaria de la asociación entre ciencia y poder, con su exhibición de dispositivos de exclusión social, tecnologías de disciplinamiento y detalles sobre las modalidades de inserción en las instituciones del Estado en formación. También encuentro los rastros de las múltiples conexiones internacionales de los criminólogos argentinos, y del potencial de racismo antiinmigratorio de sus teorías. Es materia prima densa y seductora. Su locuacidad en relación con los engranajes del poder permite un alineamiento en el marco de la bibliografía de la historia crítica de la ciencia, ese género foucaultiano entonces en plena expansión en la academia norteamericana. Con su desinhibida retórica del poder científico, su vocación por la modernidad tecnológica y su ostensible influencia sobre las élites estatales, la criminología tiene mucho que ofrecer a una legión de investigadores que se reconocen en esa tradición.
Comienzo a escribir sobre la criminología argentina, un rumbo estimulado por varias invitaciones a reuniones académic...

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