Dios dentro de un coche
También hubo sitio para Dios en el coche. Annette nos había expuesto con sencillez su planteamiento: le resultaba imposible creer en un ser providente y misericordioso después de haber visto todos aquellos horrores, especialmente el sufrimiento de los niños. Fue casi la única vez que se le torció el gesto en las tres horas de conversación. Sin embargo, no había rabia o rencor en su descreimiento. Era solo su modo de afrontar un misterio. Lo contaba con dolor, con pena.
Mientras seguíamos avanzado hacia Carcasona, tratamos de formularnos las preguntas que ella se habría hecho, intentamos imaginar sus dudas, su desazón, su impotencia, su abandono, quisimos asomarnos también nosotros a ese misterio, poner en tela de juicio nuestros pensamientos. Y convinimos que solo desde su perspectiva podríamos valorar adecuadamente lo que nos había contado. Pero su perspectiva es intransferible: es imposible hacerse cargo de lo que ella vio y de lo que ella padeció, menos aún en la confortable penumbra de un coche apenas aliviada por las luces de diseño del salpicadero.
En La tregua, el segundo de sus libros sobre Auschwitz, Primo Levi menciona a Hurbinek, un niño de tres años con el que coincidió fugazmente en la enfermería cuando el campo fue liberado por los rusos. Debía de estar en un estado de postración casi total, con muy pocas posibilidades de sobrevivir. Seguramente había nacido en el propio campo. No tenía ningún familiar. «Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías», escribió Primo Levi. A partir de esa referencia, el escritor español Adolfo García Ortega –luego director editorial de Seix Barral y ahora asesor de Planeta– trató de imaginar la historia de Hurbinek: quiénes eran sus padres, cómo se conocieron, cuándo los deportaron, en qué momento nació, cómo lo escondió su madre de los kapos. Su magnífica novela (El comprador de aniversarios) es una suma de hipótesis, posibilidades y conjeturas, pero contiene mucha y muy buena documentación sobre la vida Auschwitz y sobre las barbaridades que los nazis hicieron con los niños judíos.
Hay un pasaje del libro de García Ortega que puede servir para acercarse al dolor y a la pena inconmensurables de Annette: «Supe que en un pueblo del este de Polonia, Piaski, se metió a los niños desnudos en jaulas que luego se enterraron con ellos vivos. Supe que en una calle de Lublin un niño fue arrojado a la calzada por su madre desde un camión para que se salvara. Un soldado alemán lo recogió por una pierna y lo lanzó con fuerza a las ruedas de otro camión que pasaba. El niño murió atropellado ante los ojos de su madre. Supe que a muchos niños se les abría la cabeza contra piedras y árboles. Era una práctica habitual y ahorraba munición y esfuerzos aleatorios. Supe que en ciertos pueblos de Ucrania, como espectáculo de las Waffen SS, a las que pertenecía Mengele, se hacía una gran hoguera donde arrojaban a las llamas a los niños vivos delante de sus padres. En una de esas hogueras, entre espantosos gritos, un niño salió con fuego en el pelo y las manos. Le obligaron a volver a la hoguera a empellones con un tridente. Supe que a muchos niños de Gorlize, en Galitzia, se les aplastaba la cabeza directamente a golpes con las culatas de los fusiles, mientras quienes lo hacían proferían gritos a cual más alto, en una competición deportiva entre soldados. Lo hacían con tal fuerza, que el cerebro salpicaba por todas partes. Supe que se golpeaba a los niños con los puños hasta que perdían el conocimiento. Supe que en Cracovia a algunos padres se les daba a elegir entre estrangular ellos mismos a sus hijos o dejar que fueran ensartados por bayonetas. La mayoría se vio obligada a matar a sus hijos con sus propias manos». Y aún sigue algunos párrafos más. Los casos que cita son reales. Según nos explicó en un correo electrónico, casi todos proceden de La destrucción de los judíos en Europa, de Raul Hilberg, y de El libro negro, de Ilia Erhenburg y Vasili Grossman.
El planteamiento de Annette lo comparten otros supervivientes de Auschwitz. Ya de vuelta en Pamplona leímos a grandes rasgos la historia de Elie Wiesel, húngaro de nacimiento, que llegó prisionero a Birkenau el 16 de mayo de 1944 con toda su familia. Elie tenía 16 años. Sus padres y su hermana Judith murieron en el campo. Él fue trasladado a Buchenwald, liberado por las fuerzas aliadas el 11 de abril de 1945. Después de la guerra recogió sus vivencias en la Trilogía de la noche. En 1986 le dieron el Premio Nobel de la Paz. Murió en Nueva York el 2 de julio de 2016, con 87 años.
En La noche, que apareció en 1956, Elie Wiesel cuenta la siguiente historia:
Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chaval delante de miles de espectadores no era un asunto sin importancia. El jefe del campo leyó el veredicto.
Todas las miradas estaban puestas sobre el niño.
Estaba lívido, casi tranquilo, mordisqueándose los labios.
La sombra de la horca le recubría.
El jefe del campo se negó en esta ocasión a hacer de verdugo.
Le sustituyeron tres SS.
Los tres condenados subieron a la vez a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos.
–¡Viva la libertad! –gritaron los dos adultos.
El pequeño se calló.
–¿Dónde está el buen Dios, dónde? –preguntó alguien detrás de mí.
A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Un silencio absoluto descendió sobre todo el campo. El sol se ponía en el horizonte.
–¡Descubríos! –rugió el jefe del campo.
Su voz sonó ronca. Nosotros llorábamos.
–¡Cubríos!
Después comenzó el desfile.
Los dos adultos habían dejado de vivir. Su lengua pendía, hinchada, azulada.
Pero la tercera cuerda no estaba inmóvil; de tan ligero que era, el niño seguía vivo...
Permaneció así más de media hora, luchando entre la vida y la muerte, agonizando bajo nuestra mirada.
Y tuvimos que mirarle a la cara.
Cuando pasé frente a él seguía todavía vivo. Su lengua seguía roja, y su mirada no se había extinguido.
Escuché al mismo hombre detrás de mí:
–¿Dónde está Dios?
Y en mi interior escuche una voz que respondía:
–¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca...
«¿Dónde está Dios?»: es una pregunta inevitable. Casi nos pareció natural escucharla en labios de Annette. En el coche, mientras íbamos hacia Niza, alguien recordó que también Benedicto XVI se sintió hondamente interpelado cuando visitó Auschwitz en mayo de 2006. Incluso buscamos a través del móvil alguna crónica de su visita. «En un lugar como este –dijo el entonces Papa–, las palabras fallan; al final, solo puede haber un silencio seco, un silencio que en sí mismo es un grito de corazón a Dios: ¿Por qué, Señor, permaneciste en silencio? ¿Cómo pudiste tolerar esto?». Sin embargo, Joseph Ratzinger recordó a continuación: «No podemos ver claramente el plan misterioso de Dios, solo vemos hechos aislados, y nos equivocaríamos al ponernos como jueces de Dios y la historia».
La periodista pamplonesa Ana Cristóbal, a quien contamos nuestra entrevista con Annette cuando aún no se habían disipado las emociones del viaje a Niza, nos hizo llegar la carta que Elie Wiesel escribió a Dios al final de su vida. El texto nos impresionó mucho. Está fechado «en la víspera de Rosh-Ha Shaná», la fiesta del año nuevo judío. Dice así:
Señor del Universo, vamos a reconciliarnos. Es hora. ¿Cuánto tiempo más podemos seguir peleados? Más de 50 años han pasado desde que la pesadilla acabó. Muchas cosas buenas y menos buenas les han pasado a los que sobrevivieron. Aprendieron a construir sobre ruinas, a recrear la vida familiar. Nacieron hijos y se fundaron amistades. Aprendieron a tener fe en lo que les rodeaba, incluso en los hombres y mujeres contemporáneos. Nadie es tan capaz de sentir agradecimiento como ellos. Están agradecidos a cualquiera que esté dispuesto a oír sus historias y convertirse en su aliado en la batalla contra la apatía y el olvido. Para ellos, cada momento es una gracia.
Ay, no olvidan a los asesinos y sus cómplices, ni deben. Tampoco debes olvidar Tú, Señor del Universo. Pero ellos ya no sospechan de todas las personas que pasan a su lado. Tampoco ven una daga en cada mano. ¿Significa esto que las heridas han sanado en su alma? Nunca sanarán. Mientras la chispa de las llamas de Auschwitz y Treblinka ilumine su memoria, mi gozo estará incompleto. ¿Y mi fe en ti, Señor del Universo? Ahora sé que estaba allí. Ahora comprendo que nunca la perdí, ni siquiera en ese lugar, durante las horas más oscuras de mi vida. No sé por qué seguía susurrando mis oraciones diarias, y las que se dicen en Shabbat, y para los días de Fiesta, pero rezaba, a menudo con mi padre y en la noche de Rosh-Ha-Shanáh, con más de cien de presos en Auschwitz. ¿Era porque las oraciones quedaron como un eslabón que me unía al mundo desaparecido de mi infancia? Pero mi fe ya no era pura. ¿Cómo podía serlo? Estaba lleno de angustia en lugar de fervor, de perplejidad más que de piedad. En el reino de la eterna noche, en los días del pavor, que son los días del juicio, mis oraciones tradicionales estuvieron dirigi...