Los escombros del progreso
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Los escombros del progreso

Ciudades perdidas, estaciones abandonadas y deforestación sojera en el norte argentino

  1. 352 páginas
  2. Spanish
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Los escombros del progreso

Ciudades perdidas, estaciones abandonadas y deforestación sojera en el norte argentino

Descripción del libro

En las páginas de este libro hay restos de iglesias, ciudades y fuertes españoles cubiertos de vegetación, fosas comunes, barcos de vapor encallados para siempre, estaciones de tren abandonadas, pueblos fantasmas, bosques y hogares campesinos destruidos por topadoras para plantar soja. Es el entorno del trabajo de campo prolongado, exhaustivo y original que Gastón R. Gordillo realizó entre criollos e indígenas que viven al pie de los Andes en Salta y en la llanura chaqueña, una zona cuya historia, desde la conquista y hasta las últimas décadas, ha estado marcada por sucesivas violencias: la del imperio español, la del Estado argentino, la insurgencia de los grupos indígenas en defensa de sus territorios y el auge y la caída de distintos proyectos de modernización.Enlazando la antropología con la filosofía, la historia y la geografía, el autor -doctor en Antropología y profesor de la Universidad de British Columbia, en Canadá- construye un relato atrapante en el que analiza cómo los habitantes de esa región interpretan y se relacionan con los escombros que deja el progreso. Detecta con agudeza que esas ruinas, lejos de percibirse como restos de un pasado muerto, tienen para los pobladores de esas zonas el poder de afectar a los vivos en el presente, como sitios donde buscar materiales de construcción y tesoros escondidos, sedes de encuentros festivos y religiosos, espacios habitados por maldiciones y fantasmas. Estas percepciones contrastan con los intentos de académicos, funcionarios y miembros de las élites locales de fetichizar las ruinas y de esa manera silenciar algunas memorias incómodas de violencia y destrucción.Además de resultar un excelente estudio de caso para los interesados en el método etnográfico (tanto en su realización como en su escritura), este libro es la puerta de entrada a un mundo fascinante e ignorado, que despertará seguramente el interés de investigadores de diversas disciplinas humanas y sociales.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789876298414
Parte IV
Los rastros de la violencia
Lo sensible no son únicamente las cosas, sino también todo lo que en ellas se dibuja, incluso en lo hueco, todo lo que en ellas deja su rastro, todo lo que figura en ellas, incluso a título de separación como una cierta ausencia.
Maurice Merleau-Ponty, Signos
Objetos brillantes
Lo negativo se convierte en el trueno y el rayo de un poder de afirmar.
Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía
En mis conversaciones e interacciones con personas criollas en el sudeste de Salta, hubo varios momentos en que su forma de referirse a lugares circundantes resonaba con lo que había observado y oído entre gente toba y wichí que vive a cientos de kilómetros de distancia, en el corazón del Chaco. A pesar de las diferencias culturales que los separan, la gente tanto criolla como aborigen hacía referencia a luces misteriosas que aparecen en el monte. Estas luces marcan para ellos la ubicación de objetos encantados, por lo general tesoros o restos humanos enterrados. “La luz mala” es el término más común para referirse a estas luces en las zonas rurales del norte argentino; esta es una luminosidad que marca un lugar cargado negativamente y experimentado a través de una sensibilidad espacial que es producto de siglos de interacciones entre personas mestizas e indígenas.
El uso que hace Bryant (2014) del término “objetos brillantes” para referirse a objetos que ejercen influencia sobre otros objetos puede analizarse no sólo como una alegoría sino también como una expresión inmanente de su poder afectivo y gravitacional. En el Chaco y al pie de los Andes, esta luminosidad corresponde a objetos ocultos como tesoros enterrados y restos humanos, cuya opacidad cotidiana es perforada por “la luz mala” para marcar la sedimentación espacial y cultural de un legado histórico de violencia, cuyos restos materiales atraen y al mismo tiempo repelen a los vivos.
Los niveles masivos de violencia que el Estado necesitó desplegar para destruir el vórtice insurgente de la máquina de guerra en el Gran Chaco se han vuelto parte de la espacialidad material y afectiva de la geografía de la región. Muchos de los nódulos de escombros que he analizado en capítulos anteriores, desde las ruinas de Piquete de Anta hasta el detrito fantasmal de los barcos en el Bermejo, están entrelazados con los escombros de la violencia estatal que creó esos lugares y objetos. En casi todos los lugares donde estuve encontré rastros de violencia que a menudo emergían de maneras tangenciales y sutiles y adoptaban las más diversas expresiones: desde las ruinas de fuertes españoles cubiertas de vegetación hasta el detrito microscópico de aldeas indígenas que habían sido el hogar de personas masacradas. Pero hubo un tipo particular de rastro de violencia que interconectaba a esos lugares y objetos en las percepciones regionales, debido a su poder de afectar a los vivos: las fosas comunes. En The Funeral Casino [El casino funerario] (2002), Alan Klima nos permite dejar atrás las abstracciones incorpóreas que en las humanidades a menudo se asocian con “la violencia” ya que nos obliga a confrontar los restos más tangibles y afectivamente cargados de la destrucción corporal: los cadáveres. En el Chaco y al pie de los Andes, la violencia que en una época envolvió a la región dejó un reguero de cadáveres que fueron reducidos por el paso del tiempo a huesos y cráneos. En las zonas rurales, mucha gente me contó historias sobre los “hueseríos” generados por las masacres de indios. En algunos lugares, las fosas comunes de las que me hablaban formaban montículos visibles de varios metros de altura. En otras zonas, las historias sobre fosas comunes adoptaban un tono más espectral, ya que la gente decía que “había oído” hablar de ellas pero que no sabía exactamente dónde estaban. No todos estos huesos eran marcados por una luz mala. Pero todos eran objetos brillantes en tanto puntos de referencia afectivamente cargados: nódulos de escombros orgánicos que generaban un campo de gravedad a su alrededor.
Pero el magnetismo ejercido en las zonas rurales por el detrito de las fosas comunes y de los fuertes erigidos por el colonialismo español quedaba a menudo eclipsado por la presencia mucho más visible de marcadores de violencia de una naturaleza diferente: monumentos y ruinas donde funcionarios, políticos y sacerdotes de la Iglesia Católica organizaron ceremonias que legitiman o silencian la violencia estatal en la conquista del Chaco. En esta cuarta parte examinaré cómo estos escombros, monumentos y ceremonias de conmemoración forman una constelación tensa y en disputa, que afecta las percepciones locales de la violencia que transformó a la región en territorio argentino. Estas tensiones implican esfuerzos para aumentar o disminuir la luminosidad afectiva de estos múltiples rastros de violencia, y también debates sobre cómo evocar el fantasma de los indígenas en las estructuras de sentimiento regionales.
El hecho de que, en el Chaco, los objetos cargados afectivamente por la violencia que les dio origen puedan generar una luz vista como mala señala la existencia de una afinidad conceptual entre la luminosidad y la negatividad. Pero un objeto que brilla es al mismo tiempo una presencia positiva que se afirma en el espacio. El concepto de brillo, por lo tanto, nos permite explorar ciertas convergencias notables entre la obra de Benjamin y Adorno sobre la negatividad y la de Deleuze, el defensor más famoso de la afirmación en la filosofía. En este interludio analizaré con más detalle lo que ya he sugerido como parte de mi argumento: la generatividad afirmativa de la negatividad.
En algunos ámbitos de las humanidades, la reciente popularidad de Deleuze ha llevado a rechazar la dialéctica con el argumento de que se basaría en una negatividad abstracta, reactiva y positivista y que pasaría por alto el poder afirmativo de la vida. A su vez, muchos autores que no renuncian al poder crítico de la negatividad han criticado el vitalismo deleuziano por verlo muy cercano a la positividad y los flujos afirmativos de deseo cultivados por el capitalismo.[102] Pero para superar la falsa dicotomía entre negatividad y afirmación es necesario debatir transversalmente estas posiciones a través de las constelaciones compartidas, aunque de manera divergente, por Adorno y Deleuze.
El hecho de que en Dialéctica negativa Adorno apunte a desmantelar la positividad de lo dado, a las cosas tal como son, significa que la negatividad es para él una crítica implacable: la disolución de cualquier fantasía reificada de una totalidad completa y sin fisuras; la destrucción de lo que meramente es, alimentando el vértigo y la desestabilización de los posicionamientos fijos; una forma de pensar que opera mediante una “lógica de la desintegración” de las formas objetivadas y por lo tanto del formalismo lógico y la teleología de la dialéctica hegeliana. Adorno critica la ideología de los objetos positivos porque esta positividad naturaliza el statu quo, borrando sus contradicciones, rupturas y grietas. Por ello, “lo serio de una negación tenaz es que no se presta a sancionar lo existente” (Adorno, 1992: 159). La negatividad celebrada por Adorno, en otras palabras, tiene muy poco en común con el resentimiento de la “mentalidad de esclavo” despreciada por Nietzsche y por Deleuze o con las “pasiones tristes” sobre las que advertía Spinoza, en tanto acciones guiadas por un miedo reactivo. Estas son formas de negatividad reactivas y temerosas: negaciones reaccionarias.
La negatividad de Adorno es famosa por su hostilidad a cualquier tipo de gesto afirmativo, en parte porque, como escribe Susan Buck-Morss, Adorno “veía la negatividad crítica como una fuerza creativa en sí misma” (1977: 36). Sin embargo, Adorno nunca expresó cómo sería esa fuerza creadora de la negatividad. Eso lo llevó a un callejón sin salida: una crítica sin un proyecto positivo (Buck-Morss, 1977: 190; Coole, 2000: 6). Para él, esto no era una abstracción sino una disposición corporal y política. En enero de 1969, como parte de las protestas políticas que sacudían a Europa poco después del Mayo Francés, los estudiantes tomaron el Instituto de Frankfurt. Adorno respondió llamando a la policía, que arrestó a 76 personas (Leslie, 1999). A Adorno le disgustaba esa afirmación revolucionaria por parte de jóvenes que de hecho estaban haciendo lo que él les había enseñado a hacer: negar lo dado. Este famoso gesto reactivo de Adorno, pocos meses antes de su muerte, revela los límites políticos de una negatividad sin dimensiones afirmativas, aislada dentro de un proyecto abstracto y elitista: la triste negatividad del profesor que llama a la policía. Como sugieren John Holloway, Fernando Matamoros y Sergio Tischler (2009: 3), el rescate de la fuerza política de las ideas de Adorno debe hacerse en contra de este tipo de gestos.
Por eso, el desafío más importante que enfrenta la filosofía de la negatividad –como lo admiten de diferentes maneras Buck-Morss, Coole, Noys y Žižek– es dar cuenta de la fuerza positiva de la negatividad. Y esto no puede hacerse sin un diálogo crítico con la tradición spinozista-deleuziana que nos permita aprender de ella. Vale la pena señalar que los libros Dialéctica negativa, de Adorno, y Diferencia y repetición, de Deleuze, son ambos ataques frontales (desde ángulos diferentes) a la idea de “identidad”, es decir, a la fantasía de que pueda existir una correspondencia unívoca entre objeto y representación. Y Deleuze, tanto como Adorno, rechaza la visión conservadora de la positividad como aceptación de lo dado. “La afirmación concebida como aceptación, como afirmación de lo que es, como veracidad de lo verdadero o positividad de lo real, es una falsa afirmación. Es el sí del asno” (1986: 257). Inspirado por Spinoza y Nietzsche, lo positivo es para Deleuze voluntad de poder, una fuerza afirmativa y creadora de vida que es crítica de lo dado. Por eso, aunque rechaza a Hegel, Deleuze suele reconocer (contra sí mismo) el poder de la negatividad en la afirmación. Este gesto es claro en el libro al que tituló –con Félix Guattari– como una negación: El Anti-Edipo. Allí escribieron que el esquizoanálisis, su proyecto para superar el psicoanálisis, tiene un “momento negativo” fundamental: “Destruir, destruir: la tarea del esquizoanálisis pasa por la destrucción […] Destruir Edipo, la ilusión del yo, el fantoche del superyó, la culpabilidad, la ley, la castración” (Deleuze y Guattari, 1974: 321). El Anti-Edipo no será un libro hegeliano, pero no está lejos de seguir lo que Adorno llamó la lógica de la desintegración, codificada en este caso positivamente como la celebración de las “máquinas deseantes”.
El ataque más frontal de Deleuze contra la dialéctica, Nietzsche y la filosofía, es también un libro que admite que la negatividad, como la afirmación, es una fuerza. Y sostiene que estas fuerzas negativas pueden transformarse en activas a través de la “transmutación”. Es de notar que Deleuze utiliza una frase que evoca luminosidad para articular esta transmutación destructiva-creadora: “Lo negativo se convierte en el trueno y el rayo de un poder de afirmar” (1986: 245). La autodestrucción es lo que para Deleuze mejor encarna esta transmutación relampagueante, una negación en la que la voluntad de la nada “se convierte y pasa al lado de la afirmación” (1986: 244-245). Y es aquí donde se manifiesta la hostilidad de Deleuze hacia lo negativo, pues la fuerza positiva de la negatividad debe ser codificada y disuelta por la afirmación al servicio de un “excedente de vida”: “La afirmación es la única que subsiste en tanto poder independiente; lo negativo emana de ella como un rayo, pero al mismo tiempo se reabsorbe en ella, desaparece en ella como un fuego soluble” (1986: 246, el destacado me pertenece). La negatividad brota como un “rayo” y un “fuego soluble”. No hay ninguna superación dialéctica ni restos negativos conservados bajo una nueva forma. No hay escombros donde persista la negatividad, que congelen la fuerza potencialmente disruptiva de las constelaciones. El vitalismo de Deleuze lo aleja por ende de la negatividad crítica de la ruptura y la destrucción, el gesto que para Noys (2010) marca su deslizamiento hacia el fetiche de la positividad capitalista.
En Órganos sin cuerpos Žižek muestra en detalle, aunque desde un ángulo diferente, la profunda “afinidad denegada” que existe entre Deleuze y Hegel. Y añade que la diferencia principal entre ambos, que él llama “la diferencia mínima”, es la diferencia entre el flujo y la ruptura. Mientras que “el hecho último” de la filosofía de Deleuze es “la inmanencia absoluta del flujo continuo del puro devenir”, en Hegel es “la irreductible ruptura de/en la inmanencia” (Žižek, 2004: 54). Foucault sugirió que el siglo XX fue tal vez deleuziano y Žižek (2012) le replicó que el siglo XXI será hegeliano. Tal vez estas afirmaciones no sean del todo contradictorias, sobre todo si (parafraseando a Žižek) concebimos el flujo del devenir a través del trabajo de lo negativo: la descarga disruptiva y afirmativa de un rayo que, como en el Chaco, ilumina objetos y cuerpos que fueron destruidos.
Y esto nos retrotrae al uso que hace Bryant de conceptos que evocan matices de luminosidad para analizar el poder gravitacional de los objetos. No es coincidencia que la luminosidad evocada por un filósofo como Bryant, inspirado en Deleuze, haga pensar en conceptos caros a Adorno y a Benjamin e igualmente conocidos por su luminosidad: constelaciones (montajes multifacéticos de objetos brillantes) e iluminación, que para Benjamin marcan la fenomenología del despertar político, la luz que baña algo que había pasado inadvertido o era invisible a la mirada. La luminosidad es la alegoría de una manera de pensar sensible a la multiplicidad, las conexiones y la ruptura, lo que Teju Cole llama “pensamiento constelacional”.[103] Este pensamiento es necesariamente espacial y orientado a objetos, y traza conexiones rizomáticas que exploran el terreno en busca de objetos rotos y cuerpos dañados que las élites tratan de oscurecer u opacar.
Algunas prácticas colectivas mediante las cuales la gente criolla se apropia de los nodos de escombros al pie de los Andes son eventos festivos. Esta atmósfera de alegría grupal define a muchas celebraciones populares a lo largo y lo ancho de América Latina. David Guss (2000, 2006), entre otros, ha examinado cómo este “estado festivo” está constituido por legados de dominación y por los esfuerzos de sectores subalternos de apropiarse de lugares que les fueron negados. Esto quiere decir que las prácticas de afirmación de la vida analizadas en este libro no están sólo guiadas por un vitalismo de tipo deleuziano. Estos acontecimientos festivos están imbricados con las rupturas, brechas y vacíos inscriptos en el terreno.
Lucas Bessire (2014) documenta este devenir afirmativo a través de rupturas en su notable etnografía entre los últimos pueblos nativos del Gran Chaco en perder su autonomía: los ayoreo de Paraguay y Bolivia, hoy testigos de la destrucción de su universo boscoso por “los atacantes del mundo”. Después de haber pasado por experiencias devastadoras de terror, deshumanización, explotación y violencia, muchos hombres y mujeres ayoreo se han negado de manera tangencial pero firme a dejarse encasillar por concepciones antropológicas y populares sobre su “cultura” e “indigeneidad”. Y este es un rechazo bien fundado, ya que saben que su vida ha sido negada y vuelta “otra” por demasiado tiempo. Bessire revela esas sutiles y a menudo imperceptibles prácticas de afirmación de la vida que desafían su reificación porque en ellas ronda “el trabajo de lo negativo”. Esta atención a la vida y a las rupturas que la definen apunta a formas de conciencia crítica que están generalizadas entre los actores subalternos de todo el mundo, que suelen confrontar la indiferencia de las élites hacia la destrucción afirmando lo que esa indiferencia niega: que ellos están vivos y son humanos. No es para sorprenderse, entonces, que al pie de los Andes y en el Chaco muchas personas indiferentes a las ruinas celebradas por el Estado o la Iglesia no sean indiferentes a otro t...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Dedicatoria
  6. Epígrafe
  7. Introducción. Constelaciones
  8. Parte I. Fantasmas de indios
  9. Parte II. Ciudades perdidas
  10. Parte III. Residuos de un mundo de ensueños
  11. Parte IV. Los rastros de la violencia
  12. Conclusiones. No les tenemos miedo a las ruinas
  13. Agradecimientos
  14. Bibliografía