DIECINUEVE EL PERRO NEGRO
Robert inventó la máquina de dar besos. Estaba sentado en el parqué de la casa de Jörg Neblung en Colonia y alzaba a Milla, la hija de Jörg de un año, como si fuera un robot.
—Soy la máquina de dar besos —le dijo a su ahijada, y continuó jugando con ella, levantándola otra vez hasta la altura de la cara. En ese punto, la máquina acababa su programa con una dosis de ruidosos besos.
Jörg miró a su amigo y a su hija y pensó que Robert tenía un aspecto fantástico. Llevaba una camisa blanca muy veraniega y estaba moreno. Había interrumpido brevemente sus vacaciones en Lisboa para ir a jugar un partido benéfico en Alemania.
—¿Otra vez? —le preguntó Robert a Milla, y la máquina de dar besos se puso otra vez en movimiento.
Al cabo de un mes, Jörg volvió a ver a Robert. En julio, viajó hasta Carintia, donde el Hanóver hacía la pretemporada, con la imagen en mente de la máquina de dar besos. Neblung se volvió a encontrar con un portero sereno.
—No sé qué me pasa. Llevo todo el día hecho polvo.
—Es normal, Robbi, ¡te estás haciendo mayor!
Iba a cumplir 32 años en apenas unas semanas.
Jörg se esforzó, pero fue incapaz de poder encauzar la conversación hacia temas más personales. Se limitaron a lo de siempre, a asuntos profesionales: el seguro por invalidez, René Adler y la eterna duda de si el Hanóver debería jugar con uno o dos puntas.
—Esta temporada nos tocará luchar por evitar el descenso —profetizó Robert. Durante los últimos años, el Hanóver había gastado un montón de millones para fichar a jugadores que no mejoraron al equipo ni tampoco contribuyeron a subir los ánimos. Ya no había dinero para refuerzos, y Michael Tarnat, uno de los padres fundadores del viejo Vestuario 2, se había retirado.
Jörg pensó que la complicada situación deportiva que se vivía en el Hanóver había afectado al estado de ánimo de Robert.
—Estoy tan cansado… —le dijo Robert a Teresa por teléfono.
—Siempre te pasa lo mismo en los stages de pretemporada.
Hanno Balitsch se dio cuenta de que, por las tardes, Robert acostumbraba a irse a su habitación mientras los demás jugadores se quedaban en la terraza del hotel contando batallitas, como cuando habían embadurnado a Mille con huevos y plumas dos años antes. Las bromas y las historias del mundo del fútbol siempre habían sido dos de las cosas preferidas de Robert, e incluso muchas veces, en aquellas situaciones, él mismo había imitado al mordaz Stromberg, el protagonista de la serie del mismo nombre.
Tampoco durante el entrenamiento parecía que Robert formara parte del equipo. Entrenaba mucho a solas con Jörg Sievers, el entrenador de porteros. Ya había empezado la temporada que culminaría en el Mundial. Robert trabajaba muy duro para mejorar su juego, pero seguía sin entender por qué le costaba tanto levantarse de la cama por las mañanas.
—Las vacaciones también fueron muy estresantes —le contó a Marco cuando le llamó desde la habitación del hotel.
Marco se preguntó durante unos momentos: ¿estresantes? Cuando aquel verano se vieron en Renania, Robert le había explicado lo bien que iba todo.
—Durante las últimas dos semanas en Lisboa, no pude descansar bien porque vino mi hermano, y hubo peleas. Además, unos perros callejeros merodeaban por alrededor de la casa y, como estaban enfermos, tuvimos que llevarlos al veterinario, y así se nos fue otro día. Y en casa había operarios trabajando todo el día. Pero bueno, ya te lo contaré todo mejor cuando tengamos ocasión —le dijo Robert a Marco.
Cuando Robert volvió de Austria, seguía sintiéndose agotado. Intentó ignorarlo.
Andreas Köpke, el entrenador de porteros de la selección alemana, le fue a ver a uno de los entrenamientos del Hanóver. El día antes había ido a ver a Tim Wiese a Bremen. Faltaba un año para el Mundial y Köpke quería dar algunas indicaciones a sus porteros sobre cómo podían mejorar. Les preparó un DVD en el que había recopilado escenas de distintos partidos que reflejaban muy bien lo que era su ideal de portero. A Robert le pareció especialmente interesante una jugada, una acción de Peter Cech, portero del Chelsea: en los centros laterales, Cech se quedaba en medio de la portería, tres metros por delante de la línea de gol. Robert solía colocarse mucho más cerca del primer poste y de la línea de meta.
—Si te quedas en medio, puedes llegar tanto a centros que van al segundo palo como a balones muy abiertos, espacios a los que si no, no llegarías nunca —le explicó Andreas Köpke a Robert. Cinco años antes, Álvaro Iglesias, portero del Tenerife, le había dicho exactamente lo mismo. Ahora que se lo había dicho el entrenador de porteros de la selección alemana, Robert intentó acercarse, metro a metro, a la posición de Cech.
La temporada empezó el 2 de agosto con un partido de Copa contra el Eintracht Trier, un equipo de la cuarta división alemana. Robert estaba tenso, pero pensó que era normal: era el primer partido de la temporada.
El estadio Mosel de Trier tenía unas gradas bajas cubiertas por una chapa ondulada de color azul claro, y ni siquiera se habían vendido todas las localidades. En la media parte, el Hanóver iba ganando 0 a 1, aunque hubiera podido marcar dos o tres goles más. El Eintracht sacó fuerzas de aquella pequeña desventaja; aún podía pasar cualquier cosa. El equipo local, entusiasmado por ser una vez el centro de atención, fue a por todas. Un centro llegó al área de Robert, que había visto al jugador del Eintracht Martin Wagner correr a por el balón; Robert salió rápidamente para tapar el hueco, pero no pudo evitar el 1 a 1. Nadie culpa a un portero por un gol así —nadie, excepto el propio portero—. Había llegado tarde al balón. Cuatro minutos más tarde, el Hanóver perdía 2 a 1. Su defensa, desconcertada por el empate, había dejado solo a Robert frente a dos jugadores del Eintracht Trier.
Robert no pudo reprimirse: aquello era otro Novelda.
El desarrollo del partido era exactamente el mismo que el de entonces, los dos primeros goles incluso se marcaron en los mismos minutos. Que el Eintracht Trier ganara 3 a 1 en vez de 3 a 2, como el Novelda, no cambiaba demasiado las cosas.
Solo llevaban un partido, pero el Hanóver ya había perdido la fe en que esa sería una buena temporada. Durante todo el verano, los jugadores y el entrenador se habían esforzado y convencido de que las cosas podían ir bien entre ellos. Pero la derrota contra el Eintracht Trier reavivó todos los pensamientos destructivos que habían acompañado al equipo en el pasado: no había duda de que el sistema de juego con un mediocentro defensivo y dos delanteros no funcionaba. Ya no eran un equipo de verdad. ¿Cuándo se atrevería el club a despedir a Hecking? Incluso para él, aquello debía ser un suplicio.
Los pensamientos se precipitaban en la cabeza de Robert, todo para llegar siempre a la misma conclusión: aquello no podía continuar así. Los pensamientos oscuros se multiplicaban, cada vez le pesaban más en la cabeza, y de repente vio claro algo que se venía gestando desde julio: aquella derrota había hecho que finalmente la enfermedad volviera a aparecer.
Robert tenía una pequeña agenda Moleskine que utilizaba para anotar sus compromisos y citas. El miércoles 5 de agosto de 2009, anotó: «Entrenamiento a las 10 y a las 15:30 h
». Inmediatamente después añadió:
En estos momentos es muy difícil ser positivo. Ha llegado todo muy rápido y sin que lo esperara. He hablado con Terri y le he explicado que necesito compartir lo que siento, pero sé que eso no es posible.
Robert se preguntó por qué todo aquello le pasaba justo en ese momento. La primera vez que había sufrido una depresión clínica había sido en 2003, cuando se sintió menospreciado como portero suplente en el Barça, pero ahora no era el caso, no había un detonante como el de seis años antes.
No encontró ninguna respuesta a por qué en aquel verano de 2009 los pensamientos oscuros volvieron a su vida. Y ya nadie podrá responder nunca a esa pregunta.
Por supuesto había algunas cosas que le suponían una carga. Por ejemplo, sentía mucha presión —autoimpuesta pero multiplicada por los medios—, porque si quería ser el portero titular de la selección alemana no podía cometer ningún error durante la que iba a ser la temporada de su vida. La tensa situación que vivía el Hanóver 96, en la que él, como capitán, se encontraba en mitad de los dos bandos, también estaba acabando con sus nervios. La muerte de Lara siempre estaba presente, a pesar de que Robert había aprendido a convivir con ello todo lo bien que podía en los dos años que habían pasado desde entonces, pero la verdad es que la muerte de un hijo no se puede olvidar nunca. Aquella podría haber sido la causa que desencadenó la segunda depresión clínica, o puede que se debiera a cualquier factor de estrés, por pequeño que fuera, o incluso algo que Robert, su psiquiatra o cualquier otra persona no fueron capaces de ver. La depresión no sigue ningún esquema determinado. Si alguien es propenso a la enfermedad, puede que sea capaz de lidiar sin problemas con las situaciones más estresantes pero que, en un momento dado, todo se vaya al garete por culpa de algo que, desde fuera, puede parecer insignificante.
Robert creía saber qué tenía que hacer. A la mañana siguiente, tenía que levantarse temprano, ir directamente a cambiarle el pañal a Leila, no quedarse sentado demasiado rato durante el desayuno e irse a entrenar. Si empezaba el día de una manera estructurada, si conseguía hacer una cosa tras otra, no habría espacio para que el miedo invadiera su cerebro. El momento decisivo era la mañana, porque era cuando se levantaba con el miedo al día que tenía por delante y, si tardaba unos segundos más de lo que debía, entonces el miedo se apoderaba de él.
A Hanno Balitsch le sorprendió la actitud de su amigo. Robert apenas hablaba y no hacía más que morderse el labio constantemente. Incluso cuando recorría el trillado camino que iba del campo de entrenamiento al vestuario junto a sus compañeros, parecía especialmente ausente. Ya no era capaz de centrar la mirada en un punto concreto; miraba a sus compañeros, pero no los veía.
Después del entrenamiento, los demás jugadores se dejaban las botas puestas para recorrer los doscientos metros que había hasta el vestuario —los tacos de sus botas eran cortos y no les molestaban para caminar—. Los porteros, en cambio, se solían cambiar de calzado y ponerse zapatillas de deporte, porque sus botas llevaban tacos de aluminio largos y dejárselas hubiera resultado demasiado incómodo. Hanno aprovechó la oportunidad de hablar con Robert cuando vio que el portero se arrodillaba un momento en el campo para cambiarse de calzado.
—Abandonas el barco que se hunde, ¿verdad?
—¿A qué te refieres? —Hanno se había planteado qué podía ser lo que hacía que Robert estuviera agobiado y había recordado algo que su amigo le había dicho poco antes: para cuando empezara la nueva temporada de la Bundesliga, Robert quizá ficharía por el Schalke 04, siempre que el Bayern de Múnich consiguiera fichar al portero del Schalke, Manuel Neuer. Felix Magath, e...