Las cuentas pendientes del sueño americano
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Las cuentas pendientes del sueño americano

Por qué los derechos sociales y económicos son más necesarios que nunca

  1. 288 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Las cuentas pendientes del sueño americano

Por qué los derechos sociales y económicos son más necesarios que nunca

Descripción del libro

"Son demasiados los ciudadanos que no tienen presente la medida en que su propio bienestar es producto de un sistema de gobierno que los beneficia todos los días", escribe Cass R. Sunstein, uno de los más respetados y prolíficos constitucionalistas de nuestro tiempo, quien sitúa su análisis en los Estados Unidos, pero ahonda sobre los problemas teóricos y prácticos de la aplicación de los derechos sociales y económicos en cualquier democracia.El 11 de enero de 1944, el entonces presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt pronunció ante el Congreso el que este libro considera "el discurso del siglo". Roosevelt hizo una defensa vigorosa de la intervención del Estado, afirmó que la libertad individual no podía existir sin independencia y seguridad y enunció una serie de derechos sociales y económicos que dieron forma a lo que se conoce como la Segunda Carta de Derechos, un texto de gran influencia a escala internacional que, paradójicamente, nunca fue incluido en la Constitución de los Estados Unidos.En este libro, Sunstein –asesor estrella del gobierno de Obama y hoy profesor en la Universidad de Harvard– recupera aquellas ideas renovadoras para examinar críticamente el modo en que los tribunales estadounidenses han resistido la aplicación de esos derechos y sostiene que el rol del Estado como proveedor de bienestar social y económico puede ser compatible con una sociedad y una cultura política que privilegien las libertades del individuo.En América Latina, donde la mayoría de las constituciones incluyen derechos sociales pero no es frecuente la reflexión teórica o crítica sobre su aplicación y alcance en las vidas de los ciudadanos, este libro está llamado a convertirse en fuente de inspiración y apoyo para juristas y expertos de otros campos de las ciencias sociales.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789876298445
Parte I
Roosevelt
1. El discurso del siglo
Quiere que los muchachos piensen que es una persona dura. Tal vez engañe a algunos de vez en cuando, pero no dejen que los engañe a ustedes, o no le servirán para nada. Pueden ver al verdadero Roosevelt cuando surge con algo como las cuatro libertades. Y no crean que son muletillas. ¡Realmente cree en eso! Eso es lo que ustedes y yo debemos recordar en cada cosa que podríamos hacer por él.
Harry Hopkins, cit. por Robert Sherwood en Roosevelt y Hopkins. Una historia íntima
El 11 de enero de 1944, los Estados Unidos se involucraron en el conflicto más largo de su historia desde la Guerra Civil. Los esfuerzos bélicos iban bien; en un período llamativamente corto, la tendencia se había volcado mucho a favor de los Aliados. A principios de 1943, las fuerzas aéreas estadounidenses y británicas derrotaron a los aviones y tropas alemanas en la frontera de Túnez; con la rendición de la última unidad alemana en mayo, los Aliados controlaron la totalidad de África. Hacia fines del verano, el pueblo italiano, golpeado por una campaña aérea, perdió su voluntad de resistencia. Así fue como el 3 de septiembre Italia firmó una tregua y se retiró del conflicto. Sólo quedaban las fuerzas alemanas y japonesas, cada vez más dañadas. La victoria final ya no estaba en serias dudas; la verdadera cuestión era cómo sería la paz.
Ese día al mediodía, Franklin Delano Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, optimista, envejecido, seguro de sí mismo y en silla de ruedas, presentó el texto de su discurso del Estado de la Unión ante el Congreso. Como tenía un catarro, no hizo el viaje habitual al Capitolio para presentarse en persona. En cambio, se dirigió a la nación a través de la radio; fue la primera y única vez que un discurso del Estado de la Unión también fue un fireside chat, es decir, una conversación informal emitida por radio. Esa noche, millones de estadounidenses se reunieron alrededor de sus radios para escuchar lo que Roosevelt tenía para decir.
Su discurso no fue elegante.[3] Fue desordenado, extenso, impetuoso, con algo de pastiche y para nada literario. Fue lo opuesto al discurso de Lincoln en Gettysburg, conciso y poético, pero por su contenido se reivindica fuertemente como el mejor discurso del siglo XX.
Inmediatamente después del ataque japonés a Pearl Harbor, Roosevelt había prometido una victoria aliada. “Sin importar cuánto tiempo nos lleve superar esta invasión premeditada, el pueblo estadounidense con su justo poder se abrirá paso hasta la victoria absoluta. […] Con confianza en nuestras fuerzas armadas, con la inquebrantable determinación de nuestro pueblo, lograremos el inevitable triunfo. Que Dios nos ayude”. Con frecuencia había insistido en que el resultado final ya estaba asegurado. Las primeras proyecciones del presidente para la producción militar estadounidense –decenas de miles de aviones, tanques y artillería antiaérea, seis millones de toneladas de marina mercante– al principio parecían impactantes, extravagantes y por completo impracticables. A los numerosos escépticos, incluidos sus propios asesores, Roosevelt respondió de manera informal: “Ah… la gente de la producción puede ocuparse, si realmente se esfuerza”.[4] En pocos años, sus proyecciones habían sido por completo superadas. Sin embargo, los primeros días de 1944, con la victoria en el horizonte, Roosevelt creía que se acercaban tiempos difíciles. Temiendo la autocomplacencia nacional, dedicó la mayor parte de su discurso a los esfuerzos bélicos, de una manera que vinculó explícitamente esos esfuerzos con el New Deal y la otra crisis que la nación había superado bajo su liderazgo, la Gran Depresión.
Al principio del discurso, Roosevelt señaló que la guerra era un esfuerzo compartido y que los Estados Unidos eran simplemente un participante: “En los últimos dos años, esta nación se ha convertido en un aliado activo en la mayor guerra del mundo contra la esclavitud humana”. La guerra estaba en pleno proceso de ser ganada. “Pero no creo que a ninguno de nosotros los estadounidenses nos conforme la mera supervivencia”. Después de la victoria, la tarea inicial era evitar que hubiera “otro ínterin que conduzca a un nuevo desastre; […] no repetiremos los trágicos errores del aislacionismo y comportarnos como avestruces; […] no repetiremos los excesos de los salvajes años veinte, cuando la nación dio una vuelta en una montaña rusa que terminó en un accidente trágico”. Esta frase relacionaba directamente la guerra contra la tiranía con el esfuerzo para combatir la angustia económica y la incertidumbre. Por lo tanto, “el único objetivo supremo para el futuro”, el objetivo para todas las naciones, se podía “resumir en una sola palabra: seguridad”. Roosevelt sostuvo que el término “no sólo significa la seguridad física que brinda protección frente a ataques de agresores”, sino que incluye “la seguridad económica, la seguridad social y la seguridad moral”. Todos los aliados estaban preocupados no sólo por derrotar el fascismo, sino también por mejorar la educación, las oportunidades y los niveles de vida. Roosevelt insistió en que era esencial para la paz “un nivel de vida decente para todos los hombres, mujeres y niños de todas las naciones. La libertad para vivir sin temor está eternamente ligada a la libertad para vivir sin miseria”.
Al relacionar las dos libertades, argumentó ante todo que para que los Estados Unidos pudieran estar libres del temor, los ciudadanos de “todas las naciones” debían vivir sin miseria. Las amenazas externas a menudo provienen de personas que se enfrentan a privaciones extremas. Sin embargo, Roosevelt también quería recordar a la nación que los ciudadanos no pueden ser libres para vivir sin temor sin antes tener cierto grado de protección contra las formas más severas de carencia; la seguridad mínima, que proviene de una educación adecuada y de oportunidades decentes, es en sí una salvaguarda contra el temor. La amenaza de Alemania y Japón generó en el país un nuevo énfasis en la protección contra las formas más graves de vulnerabilidad humana.
Entonces, Roosevelt pasó al problema nacional del egoísmo y la generación desmedida de ganancias. En plena guerra, algunos grupos estaban tratando de “obtener ganancias para sí mismos a expensas de sus vecinos, ganancias en dinero o en términos de ascenso político o social”. Roosevelt odiaba esta “agitación egoísta” y afirmaba que “en esta guerra, nos hemos visto obligados a aprender qué tan interdependientes entre sí son todos los grupos y los sectores de la población estadounidense”. En ese momento, puso especial énfasis en la difícil posición de las personas que dependían de ingresos fijos: maestros, clérigos, oficiales de la policía, viudas y mineros, jubilados y otras personas en riesgo por la inflación. Para asegurar una economía justa y estable, y proteger el esfuerzo bélico, propuso una serie de reformas, incluidos un derecho tributario que gravaría “todas las ganancias no razonables, tanto individuales como corporativas” y una “legislación sobre costos de los alimentos” diseñada para proteger a los consumidores de costos prohibitivos en productos de primera necesidad.
De manera mucho más controvertida, Roosevelt abogó por una ley de servicio nacional. La describió sólo en términos generales, pero sostuvo que de esa manera evitaría huelgas y aseguraría que los ciudadanos comunes, tanto como los soldados, contribuyeran a la victoria en la guerra. En cuanto a los soldados, insistía en que había que promulgar leyes para permitirles votar. “Es deber del Congreso acabar con esta discriminación injustificada contra los hombres y mujeres de nuestras fuerzas armadas, y hacerlo cuanto antes”.
Luego, Roosevelt se volvió hacia asuntos puramente locales. Para comenzar, hizo referencia a la era de la posguerra: “Ahora es nuestro deber comenzar a planificar y determinar la estrategia para lograr una paz duradera y establecer el nivel de vida estadounidense más alto que jamás se ha conocido”. Agregó que “no podemos estar conformes, sin importar cuán alto sea ese nivel de vida general, si alguna fracción de nuestro pueblo –ya sea un tercio o un quinto o un décimo– está desnutrida, no tiene ropa o una vivienda digna, o vive en la inseguridad”. Enseguida, el discurso se volvió mucho más ambicioso. Roosevelt rememoró la redacción de la Constitución, sin aprobarla del todo. Al principio, la nación había crecido “bajo la protección de ciertos derechos políticos inalienables, entre ellos, el derecho a la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de culto, el juicio por jurado y la libertad de no sufrir requisas y confiscaciones injustificadas”.
Sin embargo, con el tiempo esos derechos habían demostrado ser inadecuados. A diferencia de los redactores de la Constitución, “hemos llegado a comprender claramente que la verdadera libertad individual no puede existir sin seguridad e independencia económicas”. Para Roosevelt, “los hombres necesitados no son hombres libres”,[5] sobre todo porque aquellos que tienen hambre y están desempleados “son el material que compone las dictaduras”. Se hizo eco de las palabras de Jefferson en la Declaración de Independencia, instando a una especie de declaración de interdependencia: “En nuestros días, estas verdades económicas se han aceptado como evidentes. Hemos aceptado, por así decirlo, una segunda carta de derechos bajo la cual será posible establecer un nuevo marco de seguridad y prosperidad para todos, cualquiera sea su posición, raza o credo”. Vale la pena detenerse en las últimas siete palabras. Una década antes de la arremetida constitucional contra la segregación racial y dos décadas antes de la promulgación de la Ley General de Derechos Civiles, Roosevelt ya exigía un principio antidiscriminación.
Luego enumeró los derechos relevantes:
  • el derecho a un trabajo útil y remunerado en la industria, el comercio, la agricultura o las minas de la nación;
  • el derecho a ganar lo suficiente para tener alimentación, ropa y recreación adecuadas;
  • el derecho de cada agricultor a cultivar y vender sus productos y obtener una ganancia que les dé, a él y a su familia, una vida decente;
  • el derecho de todo empresario, grande o pequeño, a comerciar en un ambiente libre de competencia desleal y del dominio de monopolios nacionales o extranjeros;
  • el derecho de toda familia a un hogar decente;
  • el derecho a recibir atención médica adecuada y la oportunidad de lograr y disfrutar de una buena salud;
  • el derecho a una protección adecuada contra los temores económicos de la vejez, la enfermedad, los accidentes y el desempleo;
  • el derecho a una buena educación.
Después de enumerar estos ocho derechos, Roosevelt enseguida recordó la “sola palabra” que capturaba el objetivo del mundo para el futuro. Argumentó que estos “derechos traen seguridad” y que, por lo tanto, el reconocimiento de la segunda Carta de Derechos era una continuación del esfuerzo bélico. “Después de ganar esta guerra”, dijo, “debemos estar preparados para avanzar en la implementación de estos derechos”. Había una relación estrecha entre esta implementación y el orden internacional venidero. “El lugar que los Estados Unidos merecen en el mundo depende en gran medida de qué tan plenamente nuestros ciudadanos hayan llevado a la práctica estos y otros derechos similares. Porque hasta que no haya seguridad aquí en nuestro país, no puede haber una paz duradera en el mundo”.
Roosevelt pidió “al Congreso que explore los medios necesarios para la implementación de esta carta de derechos económicos, ya que es sin duda responsabilidad del Congreso hacerlo”. Observó que muchos de los problemas relevantes eran anteriores a las comisiones del Congreso y agregó que “en caso de que no se desarrolle ningún programa de progresos, estoy seguro de que la Nación será consciente de este hecho”. Hizo un pedido especial en nombre de “los hombres de la Nación que luchan fuera del país –y [de] sus familias que están en el país–”; muchos de ellos “esperan ese tipo de programa y tienen derecho a insistir en ello”, ya que distaban de ser privilegiados.
En el cierre, unificó los dos temas discrepantes de su discurso, de hecho, los dos temas discrepantes de su presidencia: la libertad para vivir sin temor y la libertad para vivir sin miseria. “En esta guerra no hay dos frentes para los Estados Unidos; sólo hay uno. Existe una línea de unidad que se extiende desde los corazones de la gente en el país hasta los hombres de las fuerzas de ataque en nuestros puestos remotos más alejados”. Con estas palabras, Roosevelt intentaba unificar la nación –aquellos que estaban en el país y quienes estaban en el exterior– y así sofocar la “agitación egoísta” con la que había comenzado el discurso. También trataba de sugerir que sólo podría proporcionarse la seguridad, su tema central, si se relacionaba el movimiento a favor de la segunda Carta de Derechos con el movimiento a favor de la derrota de las potencias del Eje.
El discurso sobre la segunda Carta de Derechos de Roosevelt fue un esfuerzo para integrar a los dos “doctores” que habían vivido en su larga presidencia. Cuando la amenaza fascista se volvió seria, los programas nacionales de Roosevelt se pusieron en lo que para él era una pausa temporal, y eso decepcionó mucho a varios de sus seguidores más acérrimos. El presidente explicó el cambio de énfasis con algunas observaciones informales que distinguían entre el “doctor New Deal” y el “doctor Ganar la Guerra”. Después del ataque a Pearl Harbor, dijo, las estrategias del primer doctor ya no eran las adecuadas para la nueva tarea:
¿Cómo surgió el New Deal? Surgió porque en 1932 había un paciente terriblemente enfermo llamado los Estados Unidos. Sufría de un grave desorden interno: estaba terriblemente enfermo; tenía problemas internos de todo tipo. Y mandaron llamar a un doctor. […] Pero hace dos años, cuando [el paciente enfermo] ya se había recuperado bastante, tuvo un accidente muy severo. […] Hace dos años, el 7 de diciembre, participó de un choque violento: se rompió la cadera, se fracturó la pierna en dos o tres lugares, y se quebró una muñeca y un brazo. Por un tiempo, algunas personas ni siquiera creían que fuera a sobrevivir. El viejo doctor New Deal no sabía nada de piernas ni brazos rotos. Sabía mucho de medicina interna, pero nada de este nuevo tipo de problemas, así que consiguió que su colega el doctor Ganar la Guerra, que era cirujano ortopédico, se hiciera cargo de este paciente, y el resultado fue que el sujeto volvió a ponerse de pie. Ya dejó sus muletas y empezó a contraatacar, a la ofensiva (The New York Times, 29 de diciembre de 1943, p. 8).
Apelar a la segunda Carta de Derechos fue un intento por relacionar a estos dos doctores, de sugerir que compartían la única tarea de garantizar la seguridad. Roosevelt, que estaba en silla de ruedas debido a la poliomielitis, jamás pudo dejar las muletas ni “volvió a ponerse de pie” (y su metáfora aquí no pudo haber sido por completo casual). Pero en su discurso sobre la segunda Carta de Derechos, pudo tomar la iniciativa, tanto a escala nacional como internacional. Los oyentes entendieron el vínculo entre los dos doctores de Roosevelt. Después del discurso, la revista Time informó, sin aprobarlo del todo, que “al parecer el doctor Ganar la Guerra se ha reunido con el doctor Ganar Nuevos Derechos […]. A algunos farmacéuticos de la Colina del Capitolio la letra manuscrita de la receta les resultó llamativamente familiar; de hecho, idéntica a la del fallecido doctor New Deal”.[6]
El resultado más concreto de la propuesta de la segunda Carta de Derechos fue la Ley del Soldado (GI Bill), que ofrecía una serie de beneficios de vivienda, de atención médica, de educación y de capacitación a los veteranos de guerra que regresaban.[7] Esta ley dio a millones de veteranos la posibilidad de asistir a la universidad. “Los beneficiarios de la Ley del Soldado”, según el historiador David Kennedy, de Stanford, “cambiaron la cara de la educación superior, elevaron notablemente el nivel educativo y, por lo tanto, la productividad de la fuerza de trabajo, y en el proceso alteraron de manera inimaginable sus propias vidas”.[8] El destino de los soldados que regresaban de la guerra fue en buena medida lo que motivó a Roosevelt a ocuparse de los asuntos internos durante la guerra; defendía la segunda Carta de Derechos en parte haciendo referencia a las expectativas legítimas de aquellos que abandonaban la vida militar por la civil. Roosevelt quería asegurarse de que los soldados que regresaran al país tuvieran perspectivas decentes para el futuro, pero la Ley del Soldado quedó corta respecto de lo que el presidente intentaba proporcionar.
El discurso de la segunda Carta de Derechos de Roosevelt resumió la extraordinaria revolución del siglo XX en la concepción de los derechos en los Estados Unidos y otros lugares. Marcó la caída absoluta ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Dedicatoria
  6. Epígrafe
  7. Presentación
  8. La segunda Carta de Derechos. Propuesta por Franklin Delano Roosevelt11 de enero de 1944
  9. Introducción
  10. Parte I. Roosevelt
  11. Parte II. Los Estados Unidos
  12. Parte III. Constituciones y compromisos
  13. Epílogo. El triunfo incompleto de Roosevelt
  14. Apéndice I. Mensaje al Congreso sobre el Estado de la Unión (11 de enero de 1944)
  15. Apéndice II. Declaración Universal de Derechos Humanos (fragmentos)
  16. Apéndice III. Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (fragmentos)
  17. Apéndice IV. Fragmentos de diversas constituciones
  18. Notas
  19. Nota bibliográfica
  20. Agradecimientos