1. El escenario
A comienzos del siglo XX, Rusia era una de las grandes potencias de Europa. Pero era una gran potencia universalmente considerada como atrasada en comparación con Gran Bretaña, Alemania y Francia. En términos económicos, esto significaba que había tardado en salir del feudalismo (los campesinos dejaron de estar legalmente sometidos a sus señores o al Estado sólo en la década de 1860) y en industrializarse. En términos políticos, esto significaba que hasta 1905 no habían existido partidos políticos legales ni un parlamento central electo y que la autocracia sobrevivía con sus poderes intactos. Las ciudades rusas no tenían tradición de organización política ni de autogobierno, y, en forma similar, su nobleza no había desarrollado un sentido de unidad corporativa lo suficientemente fuerte como para forzar al trono a hacer concesiones. Desde el punto de vista legal, los ciudadanos de Rusia aún pertenecían a “estados” (urbano, campesino, clero y nobleza), aunque el sistema de estados no contemplaba a nuevos grupos sociales como los profesionales y los trabajadores urbanos, y sólo el clero mantenía algo parecido a las características de una casta autocontenida.
Las tres décadas que precedieron a la revolución de 1917 no se caracterizaron por el empobrecimiento sino por un aumento de la riqueza nacional; y fue en este período que Rusia experimentó su primera fase de crecimiento económico, provocado por las políticas oficiales de industrialización, la inversión externa, la modernización de la banca y la estructura de crédito y de un modesto crecimiento de la actividad empresarial autóctona. El campesinado, que aún constituía el 80% de la población cuando se produjo la revolución, no había experimentado una mejora marcada en su posición económica. Pero contrariamente a algunas opiniones contemporáneas, casi se puede afirmar con certeza que tampoco había existido un deterioro progresivo en la situación económica del campesinado.
Como el último zar de Rusia, Nicolás II, percibió con tristeza, la autocracia peleaba una batalla perdida contra las insidiosas influencias liberales de Occidente. La orientación del cambio político –hacia algo parecido a una monarquía constitucional de tipo occidental– parecía estar clara, aunque muchos integrantes de las clases educadas se impacientaban ante la lentitud del cambio y la actitud empecinadamente obstruccionista de la autocracia. Tras la revolución de 1905, Nicolás cedió y estableció un parlamento elegido a nivel nacional, la Duma, y al mismo tiempo legalizó los partidos políticos y sindicatos. Pero las inveteradas costumbres arbitrarias del gobierno autocrático y la continua actividad de la policía secreta minaron estas concesiones.
Tras la revolución bolchevique de octubre de 1917, muchos emigrados rusos consideraron los años prerrevolucionarios como una dorada edad de progreso, interrumpida de manera arbitraria (según parecía) por la Primera Guerra Mundial, o la chusma revoltosa o los bolcheviques. Había progreso, pero este contribuyó en gran medida a la inestabilidad de la sociedad y a la posibilidad de trastornos políticos: cuanto más rápidamente cambia una sociedad (sea que los cambios se perciban como progresivos o regresivos) menos posibilidades tiene de ser estable. Si pensamos en la gran literatura de la Rusia prerrevolucionaria, las imágenes más vívidas son las de la dislocación, alienación y ausencia de control sobre el propio destino. Para Nikolai Gogol, el escritor del siglo XIX, Rusia era un trineo que atravesaba la oscuridad a toda prisa con destino desconocido. En una denuncia a Nicolás II y sus ministros formulada en 1916 por el político de la Duma Alexander Guchkov, el país era un automóvil que, manejado por un conductor demente, orillaba un precipicio, y cuyos aterrados pasajeros debatían sobre los riesgos de tomar el volante. En 1917 asumieron el riesgo, y el incierto movimiento hacia adelante de Rusia se transformó en zambullida en la revolución.
La sociedad
El imperio ruso cubría un amplio territorio que se extendía entre Polonia al oeste hasta el océano Pacífico al este, llegaba hasta el Ártico en el norte y alcanzaba el mar Negro y las fronteras con Turquía y Afganistán al sur. El núcleo del imperio, la Rusia europea (que incluía parte de la actual Ucrania) tenía una población de 92 millones en 1897, mientras que la población total del imperio era, según ese mismo censo, de 126 millones.[12] Pero hasta la Rusia europea y las relativamente evolucionadas regiones occidentales del imperio seguían siendo en su mayoría rurales y no urbanizadas. Había un puñado de grandes centros industriales, la mayor parte de ellos producto de una reciente y veloz expansión: San Petersburgo, la capital imperial, rebautizada Petrogrado durante la Primera Guerra Mundial y Leningrado en 1924; Moscú, la antigua y (desde 1918) futura capital; Kiev, Járkov y Odessa, junto a los nuevos centros mineros y metalúrgicos de la cuenca del Don, en la actual Ucrania; Varsovia, Lodz y Riga al oeste; Rostov y la ciudad petrolera de Baku al sur. Pero la mayor parte de las ciudades provincianas rusas aún eran soñolientas y atrasadas a comienzos del siglo XX, centros administrativos locales con una pequeña población de comerciantes, unas pocas escuelas, un mercado campesino y, tal vez, una estación de ferrocarril.
En las aldeas, la forma tradicional de vida sobrevivía en buena parte. Los campesinos aún poseían la tierra según un régimen comunal, que dividía los campos de la aldea en angostas parcelas que eran laboreadas en forma independiente por los distintos hogares campesinos; y en muchas aldeas, el mir (consejo de la aldea), aún redistribuía periódicamente las parcelas de modo que cada hogar tuviese igual participación. Los arados de madera eran de empleo habitual, las técnicas modernas de explotación pecuaria eran desconocidas en las aldeas y la agricultura campesina apenas si sobrepasaba el nivel de subsistencia. Las chozas de los campesinos se apiñaban a lo largo de la calle de la aldea, los campesinos dormían sobre la cocina, convivían en un mismo ámbito con sus animales y sobrevivía la antigua estructura patriarcal de la familia campesina. Los campesinos estaban a no más de una generación de distancia de la servidumbre: un campesino que hubiera tenido 60 años al comenzar el siglo ya hubiese sido un adulto joven en tiempos de la emancipación de 1861.
Por supuesto que la emancipación transformó la vida de los campesinos, pero fue reglamentada con gran cautela de modo de minimizar el cambio y extenderlo en el tiempo. Antes de la emancipación, los campesinos explotaban sus parcelas de tierra comunal, pero también trabajaban en la tierra del amo o le pagaban en dinero el equivalente a su trabajo. Tras la emancipación, continuaron labrando su propia tierra, y a veces trabajaban bajo contrato la tierra de su anterior amo, mientras efectuaban pagos “de redención” al Estado a cuenta de la suma global que se les había dado a los terratenientes a modo de compensación. Los pagos de redención se habían distribuido a lo largo de cuarenta y nueve años (aunque, de hecho, el Estado los canceló unos años antes de su vencimiento) y la comunidad de la aldea era colectivamente responsable de las deudas de cada uno de sus integrantes. Ello significaba que los campesinos individuales aún estaban ligados a la aldea, aunque ahora por la deuda y por la responsabilidad colectiva del mir, no por la servidumbre. Los términos de la emancipación estaban previstos para evitar una afluencia en masa de campesinos a las ciudades y la creación de un proletariado sin tierra que representara una amenaza al orden público. También tuvieron el resultado de reforzar el mir y el viejo sistema de explotación de la tierra, y de hacer que para los campesinos fuera casi imposible consolidar sus parcelas, expandir o mejorar sus posesiones o hacer la transición a la granjería independiente en pequeña escala.
Aunque abandonar las aldeas en forma permanente era difícil en las décadas que siguieron a la emancipación, era fácil dejarlas en forma temporaria para trabajar como asalariado en la agricultura, la construcción o la minería o en las ciudades. De hecho, tal trabajo era una necesidad para muchas familias campesinas: el dinero era necesario para pagar los impuestos y los pagos de redención. Los campesinos que se desempeñaban como trabajadores golondrina (otjodniki) solían alejarse durante muchos meses al año, y dejaban que sus familias explotasen la tierra en las aldeas. Si los viajes eran largos –como en el caso de los campesinos de las aldeas de Rusia central que iban a trabajar a las minas de la cuenca del Don– los otjodniki tal vez sólo regresaban para la cosecha o para la siembra de primavera. La práctica de dejar el terruño en busca de empleo estacional estaba bien establecida, en especial en las áreas menos fértiles de la Rusia europea, en las cuales los propietarios exigían que sus siervos les pagaran con dinero más bien que con trabajo. Pero se fue difundiendo cada vez más a fines del siglo XIX y comienzos del XX, en parte porque había más trabajo disponible en las ciudades. En los años que precedieron inmediatamente a la Primera Guerra Mundial, unos nueve millones de campesinos sacaban pasaportes cada año para realizar trabajos estacionales fuera de su aldea natal, y, de estos, casi la mitad se empleaba en sectores no agrarios.[13]
Como uno de cada dos hogares campesinos de la Rusia europea tenía un integrante de la familia que había dejado la aldea en busca de trabajo –con una proporción aún más alta en la región de San Petersburgo y las regiones industriales centrales– la impresión de que la vieja Rusia sobrevivía casi inmutable en las aldeas bien puede haber sido engañosa. De hecho, muchos campesinos vivían con un pie en el mundo aldeano tradicional y otro en el mundo muy diferente de la ciudad industrial moderna. El grado hasta el cual los campesinos permanecían dentro del ámbito tradicional dependía no sólo de su ubicación geográfica, sino de su sexo y edad. Los jóvenes estaban más predispuestos a desplazarse para trabajar y, además, los varones jóvenes entraban en contacto con un mundo más moderno cuando eran convocados al servicio militar. Era más probable que las mujeres y los ancianos fuesen quienes sólo conocían la aldea y la antigua forma de vida campesina. Estas diferencias en la experiencia campesina tuvieron una notable expresión en las cifras de alfabetización del censo de 1897. Los jóvenes estaban mucho más alfabetizados que los viejos, los hombres más que las mujeres, y la alfabetización era más alta en las áreas menos fértiles de la Rusia europea –es decir, en las áreas en las cuales la emigración estacional era más común– que en la fértil “región de la tierra negra”.[14]
La clase obrera urbana aún estaba muy cerca del campesinado. El número de obreros industriales permanentes (algo más de tres millones en 1914) era inferior a la cantidad de campesinos que abandonaban sus aldeas cada año para dedicarse a tareas estacionales no agrícolas, y, de hecho, era casi imposible hacer una distinción neta entre los trabajadores que residían en forma permanente en los centros urbanos y aquellos que trabajaban en la ciudad durante la mayor parte del año. Aun entre los trabajadores permanentes muchos conservaban tierras en sus aldeas, donde habían dejado a sus mujeres e hijos; otros trabajadores vivían en las aldeas mismas (un patrón en especial frecuente en la región de Moscú) y se trasladaban semanal o diariamente a la fábrica. Sólo en San Petersburgo una parte importante de la fuerza de trabajo industrial había cortado todo lazo con el campo.
La principal razón para la estrecha interconexión entre la clase obrera urbana y el campesinado era que la rápida industrialización de Rusia era un fenómeno muy reciente. Hasta la década de 1890 –más de medio siglo después de Gran Bretaña– Rusia no experimentó un crecimiento a gran escala de su industria y una expansión de las ciudades. Pero aun entonces la creación de una clase obrera urbana permanente quedó inhibida por los términos de la emancipación de los campesinos de la década de 1860, que los mantuvo atados a las aldeas. Los trabajadores de primera generación, predominantemente originados en el campesinado, formaban la mayor parte de la clase obrera rusa; y eran pocos los obreros y habitantes urbanos de segunda generación. Aunque los historiadores soviéticos afirman que en vísperas de la Primera Guerra Mundial más del 50% de los obreros industriales eran de segunda generación, este cálculo claramente incluye a obreros y campesinos otjodniki cuyos padres también habían sido otjodniki.
A pesar de estas características propias del subdesarrollo, en algunos aspectos la industria rusa estaba muy avanzada para la época de la Primera Guerra Mundial. El sector industrial moderno era pequeño, pero de una concentración inusualmente alta, tanto en términos geográficos (notable en las regiones nucleadas en torno a San Petersburgo y Moscú y la cuenca del Don en Ucrania) y en términos de tamaño de las plantas industriales. Como señaló Gerschenkron, el atraso relativo tenía sus ventajas: al industrializarse tardíamente y con la ayuda de la inversión extranjera de gran escala, Rusia pudo saltear algunas de las primeras etapas, adoptar tecnología relativamente avanzada y dirigirse con rapidez a la producción moderna en gran escala.[15] Empresas como los célebres talleres de herrería y de construcción de máquinas Putilov en San Petersburgo y las plantas metalúrgicas –en su mayor parte en manos extranjeras– de la cuenca del Don, empleaban a muchos miles de obreros.
Según la teoría marxista, es muy probable que un proletariado industrial con alta concentración bajo condiciones de producción capitalista avanzada sea revolucionario, mientras que una clase obrera premoderna que mantiene fuertes lazos con el campesinado no lo será. De modo que la clase obrera rusa tenía características contradictorias a ojos de un marxista que evaluara su potencial revolucionario. Sin embargo, la evidencia empírica del período 1890-1914 sugiere que, de hecho, la clase obrera rusa, a pesar de sus estrechos vínculos con el campesinado, era excepcionalmente militante y revolucionaria. Las huelgas de gran escala eran habituales, los obreros exhibían considerable solidaridad frente a la autoridad de patrones y Estado y sus demandas solían ser políticas, además de económicas. Durante la revolución de 1905, los obreros de San Petersburgo y Moscú organizaron sus propias instituciones revolucionarias, los soviets, y continuaron la lucha después de las concesiones constitucionales hechas por el zar en octubre y del colapso del movimiento de los progresistas de clase media contra la autocracia. En el verano de 1914, el movimiento de la huelga de los obreros en San Petersburgo y otros lugares tomó dimensiones tan amenazadoras que algunos observadores supusieron que el gobierno no correría el riesgo de convocar a una movilización general por la guerra.
La fuerza del sentimiento revolucionario de la clase obrera de Rusia puede ser explicada de muchas formas distintas. En primer lugar, la protesta económica limitada contra los empleadores –lo que Lenin llamó sindicalismo– era muy difícil en las condiciones que ofrecía Rusia. El gobierno tenía una importante participación en la industria nacional rusa y en la protección de las inversiones extranjeras, y las autoridades estatales no se demoraban en suministrar tropas cuando las huelgas contra empresas privadas daban indicios de endurecerse. Ello significaba que aun las huelgas por reclamos económicos (protestas sobre salarios y condiciones de trabajo) bien podían tomar un sesgo político; y el difundido resentimiento de los obreros rusos contra los administradores y el personal técnico extranjero tuvo un efecto parecido. Aunque fue Lenin, un marxista ruso, quien dijo que, por su cuenta, la clase obrera sólo podía desarrollar una “conciencia sindical”, no revolucionaria, la experiencia de Rusia (en contraste con la de Europa occidental) no confirmaba su afirmación.
En segundo lugar, el componente campesino de la clase obrera rusa hacía que esta fuese más, no menos, revolucionaria. Los campesinos rusos no eran, como sus pares franceses, pequeños propietarios conservadores con un sentido innato de la propiedad. La tradición del campesinado ruso de rebelión violenta y anárquica contra terratenientes y funcionarios, ejemplificada por la gran revuelta de Pugachev en la década de 1770, se volvió a manifestar en los alzamientos campesinos de 1905 y 1906: la emancipación de 1861 no había acallado en forma permanente el espíritu rebelde de los campesinos, pues estos no la consideraban una emancipación justa ni adecuada y, cada vez más hambrientos de tierras, afirmaban su reclamo de las tierras que no les habían sido concedidas. Además, los campesinos que emigraban a las ciudades y se hacían obreros a menudo eran jóvenes y libres de ataduras de familia, pero aún no estaban acostumbrados a la disciplina de la fábrica y padecían los resentimientos y frustraciones que acompañan el desarraigo y la asimilación incompleta a un ambiente poco familiar.[16] Hasta cierto punto, la clase obrera rusa fue revolucionaria, pues no tuvo tiempo de adquirir la “conciencia sindical” sobre la que escribió Lenin, de ser un proletariado industrial arraigado, en condiciones de defender sus intereses a través de procedimientos no revolucionarios, y de entender las oportunidades de ascenso social que las sociedades urbanas modernas ofrecen a quienes tienen cierto nivel de educación y especialización.
Sin embargo, las caracterí...