Indies, hipsters y gafapastas
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Indies, hipsters y gafapastas

Crónica de una dominación cultural

  1. 168 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Indies, hipsters y gafapastas

Crónica de una dominación cultural

Descripción del libro

¿Todo el mundo aspira a ser moderno? ¿En qué consiste lograrlo? Hace tiempo que expresiones como indie, hipster, cultureta, moderno y gafapasta son de uso corriente en nuestras conversaciones. Sus límites resultan borrosos, pero remiten a una realidad social que la industria cultural y las agencias de publicidad utilizan para designar un amplio segmento del mercado. Los hipsters son la primera subcultura que, bajo la apariencia de rebeldía, defiende los valores impuestos por el capitalismo contemporáneo. Palabras como independencia, creatividad o innovación son la cara amable del espíritu individualista y competitivo que propone el sistema, y la presunta exquisitez de criterio de los hipsters ha creado un consumismo que no avergüenza, sino que genera orgullo. ¿Estamos ante la cultura favorita de la clase dominante? Cada vez quedan menos dudas. La Reina Letizia se escapa de la Zarzuela para acudir a conciertos de grupos indie como Eels, Los Planetas y Supersubmarina. El magnate derechista Rupert Murdoch invierte cincuenta millones de euros en Vice, grupo mediático de referencia para los hipsters de todo el mundo. Pero la cultura indie, hipster y gafapasta promociona valores incompatibles con las aspiraciones igualitarias de la contracultura y de movimientos sociales masivos como el 15M.

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Información

Año
2015
ISBN de la versión impresa
9788494287947
ISBN del libro electrónico
9788494367649
Categoría
Sociología
Presentación
Hipsters desde la periferia
NACHO VEGAS
Hace unos meses me encontraba tomando algo con unos amigos en una sidrería de Gijón cuando surgió el tema: «Eso de los hipsters, ¿qué es?», preguntó alguien. Uno de mis amigos, al que le había contado que me habían propuesto prologar este libro, dijo: «Que conteste Nacho, que está escribiendo algo sobre el asunto». Todas las miradas se volvieron hacia mí, y comencé a barruntar una respuesta más bien confusa, pues ni yo lo tenía del todo claro ni había leído aún el primer borrador del libro. Contesté algo así como que lo hipster era una derivación de lo indie, en una versión más sofisticada y despolitizada, con apariencia de glamour, parapetada en cierto cinismo y asumida como una supuesta «élite del buen gusto». Después de todo, creí que había sido una respuesta reveladora, pero cuando terminé de hablar una de mis amigas soltó: «Vamos, los modernos de toda la vida, ¿no?». Caí en la cuenta de que no había dicho nada nuevo. Y no, la cultura hipster no podía consistir solamente en ir a la última y pasar de todo. Pensé que era algo más amplio, una cultura que formaba parte de un sistema que la privilegiaba y que a la vez se justificaba en ella, y que si quería hablar del fenómeno indie/hipster se hacía necesario contextualizarlo y hablar del entorno social y político de al menos las últimas tres décadas. Seguidamente, nos lanzamos —medio en broma, medio en serio— a una batería de afirmaciones/acusaciones sobre quién era hipster y quién no, entre nosotros mismos y nuestros allegados. Una amiga se reivindicó antes como choni que como hipster. Pensé que, si bien algunos de nosotros veníamos del indie, ninguno de mis amigos encajaría en una entrada de la página web Hipsters from Spain. Y sin embargo, también podía decirse que todos habíamos participado de una u otra manera de la cultura hipster. Me pregunté entonces si se habría vivido el fenómeno indie/hipster de forma diferente en provincias —y en las periferias de las grandes ciudades— que en Madrid o Barcelona. Seguramente hay muchas similitudes, pero también alguna que otra diferencia sustancial.
A comienzos de la década de los noventa en Gijón, al igual que en buena parte del resto del estado español, comenzó a surgir una nueva hornada de grupos formados por gente que en muchos casos no superaba la veintena. Se podía escuchar música alternativa en Radio Kras, una joven radio libre que aún subsiste a día de hoy, y numerosos bares se animaron a programar actuaciones en vivo porque por primera vez en bastante tiempo la gente iba a los conciertos. En realidad, cada banda y su grupo de amigos iba a los conciertos de cada uno de los otros grupos, pero así se fue formando una comunidad creciente que se daba cita en las actuaciones. Los grupos ensayábamos en locales cochambrosos de los barrios periféricos o en cuadras infectas en el Gijón rural. La política no formaba parte del ideario de ninguna de estas bandas, que básicamente nos limitábamos a repetir patrones anglosajones, aunque algunos actuamos en conciertos para el movimiento por la insumisión, tan activo en aquellos días, o en actos de apoyo al conflicto obrero del sector naval. Tal vez se pueda decir que en aquellos momentos se estaba creando algo. Pero ese algo, que tal vez habría podido ser un revulsivo cultural y social en una ciudad como Gijón, se desintegró en cuestión de meses.
Hay un hecho que en opinión de quien esto escribe marca el principio y el fin del fenómeno musical independiente en Gijón, que acabaría derivando en la cultura hipster en los años siguientes. Fue la primera y única vez que todas las nuevas bandas decidimos hacer algo juntas. Algunos de los bares que habían empezado a programar conciertos con entusiasmo dejaron de hacerlo en cuanto se asomaba por allí alguien de la Sgae o se quejaba algún vecino; la problemática de los locales de ensayo era común a muchas de las bandas y alguien había descubierto una nave abandonada más allá del barrio de Ceares en la que se podría celebrar un festival conjunto. Decidimos reunirnos y poner en común todas las necesidades que teníamos como músicos, asociarnos para conseguir objetivos que nos eran comunes. Se llegaron a hacer camisetas con un lema, «Córtate el pelo, cambia de vida» (algo que un hombre le había espetado al melenudo bajista de uno de los grupos), y el nombre de las bandas en la espalda, que paseamos orgullosos durante un tiempo cada vez que salíamos de Gijón. La idea no era mala, pero duró exactamente dos reuniones y su único fruto fueron esas camisetas. El cantante del grupo en el que yo tocaba por aquel entonces lo zanjó así en el último de los encuentros que tuvimos: «Esto jamás puede funcionar porque cada grupo es de su padre y de su madre». En efecto, en aquel momento había bandas de noise, pop, garage, música sixties o funky-metal. Y eso fue lo importante. No que viviéramos en una misma ciudad con una misma realidad social; una ciudad con las mismas carencias para la consolidación de una escena cultural; no que nos costara a todos lo mismo conseguir actuaciones, disponer de equipos decentes o ensayar en lugares mínimamente acondicionados; no. Todo lo que teníamos en común no era importante porque cada grupo era «de su padre y de su madre», es decir, porque teníamos gustos musicales diferentes. Probablemente también había un problema de clase. No todos veíamos la misma realidad social, no todos teníamos las mismas dificultades para conseguir instrumentos. En cualquier caso, aquello no cuajó, y ese fue el pistoletazo de salida para un cambio de actitud en todos nosotros. Bienvenidos al indie, pero no como apócope de independencia sino de individualismo.
La mayoría de aquellas bandas acabó publicando discos en sellos independientes como Subterfuge, Acuarela, El Cohete, Astro o Elefant y cada uno comenzó su particular andadura. Dejamos de asistir los unos a los conciertos de los otros a no ser que escucháramos los mismos discos. El gusto era básicamente lo que nos unía. Paralelamente, el Festival Internacional de Cine de Gijón (FICX), con una nueva dirección, empezó a ser todo un referente cinematográfico de la nueva cultura indie. Durante una de sus ediciones, en la fachada de un bar en el que se solía reunir la gente que acudía al festival, una mañana apareció una pintada: muerte a los gafapastas. Fue la primera vez que tuve conocimiento de esa palabra.
Ocurrieron cosas muy interesantes, no cabe duda. Tanto el FICX como la nueva escena musical supusieron nuevos aires en una ciudad aletargada en el aspecto cultural, pero al mismo tiempo en Gijón se destruía tejido social y laboral a pasos agigantados sin que esa nueva escena cultural hiciera la más mínima referencia a ello, salvo contadas excepciones. Tras la reconversión industrial de los ochenta y las posteriores políticas neoliberales del gobierno, los conflictos obreros se fueron resolviendo con derrotas sonadas o victorias pírricas. La falta de trabajo hizo que una gran mayoría dentro de una generación, la de los nacidos en los setenta, tuviera que marchar de Asturias para buscarse la vida, algo que impidió que la escena cultural, auspiciada precisamente por esa gente, se pudiera consolidar en unos años en los que los jóvenes emigraban a Madrid, Barcelona o las Islas Canarias. Pero si los problemas eran tan claros, ¿cómo se volvió el indie tan complaciente con el sistema? ¿Éramos conscientes de ello o simplemente fuimos el entretenimiento necesario, a base de música moderna y películas intelectuales, para desmovilizar a la gente en un momento de políticas agresivas para con ellos mismos? Pensar en ello me hizo volver a aquel «los modernos de toda la vida» que mi amiga usó para definir a los hipsters de un plumazo. La historia no es nueva, ni mucho menos.
En los años sesenta, cuando la Guerra Fría se consolidaba y la propaganda anticomunista era un mantra institucional en los EE.UU., el folk comprometido políticamente y de carácter abiertamente antifascista que había surgido con nombres como Woody Guthrie, Malvina Reynolds o Pete Seeger, y que había tenido un digno relevo en otros artistas como Joan Baez o Phil Ochs, empezó a debilitarse y a perder influencia social en beneficio del rock y sus nuevos imperativos vitales, ciertamente opuestos a aquellos. Donde unos hablaban de comunidad y de derechos sociales, la nueva generación resumía sus principios en el lema «sexo, drogas y rock’n’roll». La contracultura había optado por volverse hedonista e individualista, o lo que es lo mismo, inofensiva para el poder. Es cierto que en aquellos años también surgieron movimientos culturales mucho menos cómodos como el Black Power o la oposición a la guerra de Vietnam encarnada en el hippismo (que, con todo, no tardó demasiado en ser domesticado), pero no hay duda de que los grandes titulares los copaban las rutilantes nuevas estrellas del rock y sus miles de seguidores: los «modernos». No quiero con esto cargar contra toda la cultura rock, como tampoco es mi intención hacerlo con todo el indie. Grandes discos y artistas surgieron en cada época y supusieron un gran alimento e influencia no solo para los que nos dedicamos a esto, sino para generaciones enteras. Pero toda escena cultural es reflejo de la época en la que surge y al mismo tiempo puede ser víctima de la misma a través del arma más poderosa de que dispone el capitalismo: el mercado.
El paralelismo que existe entre el surgimiento de la cultura del rock en detrimento de la escena folk y el devenir del indie en las décadas de los ochenta y noventa no es casual. Cuando surgió el indie, tanto en las islas británicas como en EE.UU., era una escena politizada en gran medida, ya fuera por sus formas de obrar o por su mensaje. El precedente era el punk, la cultura de los fanzines y el «Hazlo tú mismo». En un momento en el que la industria musical se estaba convirtiendo en un monstruo insaciable se hacía necesario crear una red de sellos, artistas y radios independientes que supusieran una alternativa. Las políticas ultraliberales de Reagan en EE.UU. y las particularmente agresivas de Thatcher en Gran Bretaña tuvieron una respuesta cultural. Aunque no todos clamaran contra ello, algunas voces si se escucharon bien altas, tanto en la escena hardcore como en la del rock alternativo: Fugazi y su sello Dischord, Black Flag, Billy Bragg, The Smiths o The Housemartins fueron bandas que adquirieron gran notoriedad —aunque en diferente medida— y que cuestionaban con su música un mundo hostil dirigido por una élite que les despreciaba a ellos y a los de su clase, la clase trabajadora, y lo hacían vomitando trallazos punk, pildorazos pop o poesía cargada de rabia. Sin embargo, aquello también puede relatarse como la historia de un fracaso, un fracaso que, cuando una generación posterior quiso recoger el testigo para continuar con aquella escena musical, ya estaba consumado. Las políticas de Margaret Thatcher, con su brutal represión a las huelgas de los mineros, al movimiento sindical en general y a toda la clase obrera, acabaron triunfando de manera aplastante, llevándose por delante cualquier tipo de resistencia social, política o cultural. Lo que Billy Bragg cantara de forma irónica en una de sus más tempranas composiciones, «No quiero cambiar el mundo/No busco una Nueva Inglaterra», se volvió tristemente profético cuando una década después las bandas se lo creyeron de manera literal: del pop comprometido se pasó al hedonismo, la cultura de clubes y las bandas de pop mesiánico. Nadie quería cambiar el mundo ya, algunos cantaban que querían ser adorados y otros estar de fiesta las 24 horas del día. Si la clase trabajadora había tenido tradicionalmente un leve consuelo en su odio fu...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Autor
  4. Contenido
  5. Presentación
  6. INDIES, HIPSTERS Y GAFAPASTAS
  7. 01. Pijos, hipsters y viceversa
  8. 02. ¿De qué hablamos cuando hablamos de modernos?
  9. 03. Redimir el consumismo
  10. 04. Contracultura de derechas
  11. 05. Manu Chao, Michael Moore y otros anatemas hipsters
  12. 06. Yonquis de la distinción
  13. 07. Diplo como icono del saqueo posmoderno
  14. 08. Ni avanzado, ni experimental, ni sofisticado
  15. 09. ¿Por qué nos hacemos hipsters?
  16. 10. El efecto Nirvana
  17. 11. Soy indie, soy especial
  18. Coda: ¿Se acabó la tontería?
  19. Dedicatoria
  20. Agradecimientos
  21. Christopher Lasch