
- 216 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
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eBook - ePub
Descripción del libro
Este libro busca un lenguaje para dar a la educación un sitio peculiar dentro de las relaciones y las experiencias esenciales de la vida. Poco parece quedar de los gestos, rostros, acciones, sonidos y silencios con que recordamos ciertos momentos que nos hacen, cuando el registro se vuelve un engranaje desapasionado.
Carlos Skliar muestra ese cambio de voz en esta obra: de una lengua que comienza materna (por la infancia, el canto, la narración, por su ritmo y prosodia) y que se transforma enseguida en paterna (por el patrón, la gramática, la ley, el poder). Una lengua que empieza abierta al tiempo libre y a la que se fuerza, luego, a ser lengua del esfuerzo de la tarea, de la mercancía, del consumo. Una lengua que pronuncia la reconstrucción de su memoria educativa en términos de gestos, rostros, textos y que luego se proyecta casi sin cuerpo, como expresión acabada de una autoridad sumida en la planificación y la evaluación. O, si se quiere, la mutación de un lenguaje desde un deseo de enseñar hacia un lenguaje infectado por la razón evaluadora.
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Información
FINAL
F
Percibir, pensar y sentir las pedagogías de las diferencias
Con Fernando Bárcena
Con Fernando Bárcena
La voz, el llanto, el gemido sostienen la melodía de lo indecible.
María Zambrano
Presentación
El poeta Jean-Paul Sloterdijk (2000, p. 7) escribió que “Los libros son voluminosas cartas a los amigos”. Esta frase nos reconcilia con el hecho de que hacer, y escribir sobre filosofía, pero en general hacerlo pensando en voz alta sobre las cosas que nos importan, es un diálogo que la amistad recrea, fortalece y ampara. Deberíamos poder conjugar, como verbo, el neologismo francés amitier, que en la primera edición del Diccionario de la lengua Castellana compuesto por la Real Academia española reducido á un tomo para su más fácil uso definía como “hacer amigos o reconciliar a los que están enemistados” (Diccionario, 1780, p. 73).
En nuestro caso –el de Carlos y el mío; Carlos y Fernando (*)– nuestra amitier no pasa por la necesidad de una “reconciliación”, pues nada se rompió, sino por una serie de prácticas, de ejercicios y de intercambios que, en una amistad establecida hace ya tiempo, nos proporciona la sensación de seguir vivos en un mundo donde, sin la amistad de los amigos, uno está realmente huérfano de una de las cosas que más importan. Uno se enamora de sus mujeres o de sus hombres, así como uno, pero de maneras siempre distintas, se enamora de los hijos, de los paisajes, de algunos libros, de algunas músicas y de los amigos. Tenerlos es haberse enamorado de ellos. Y por eso, la posibilidad de un intercambio epistolar entre nosotros es el gesto –mínimo, pero contundente– que a nuestra amistad importa. Empezamos a escribirnos, y nos hemos dejado ir. La cosa tuvo un inicio, pero es difícil adivinar su final…
Quizá porque escribir, escribirnos, es como no haber muerto. Al contrario: hay demasiada vida cuando las palabras salen a recorrer los sitios abandonados o aquellos demasiado trillados, los oscuros pasadizos por donde el cuerpo no pasa o está demasiado cómodo. Pero la vida significa tantas cosas: la casa sola, el destierro de cada hombre y cada mujer, el abismo al que nos asomamos, la voz que es el hilo más débil para anudarnos y, sobre todo, los ojos que se abren y comienzan a querer ver lo que nunca vieron antes. Decir lo que ya se ha dicho, pero con otras palabras. Buscar el secreto que nunca nos confesamos. Escribir, escribirnos, para pronunciar esas palabras que son despojos de la sangre fría, quieta. Para no mirar con ojos de águila sino de esfera. Para espantar al dolor. Escribir pisando arenas movedizas. Escribir para confesar lo inoportuno. Para darle lentitud a la quimera. Para hablar con las almas en tumbas, con cada lirio, con los vagabundos y sus perros. Escribir para imaginar lo que aún no hemos sido. Para escapar de nosotros y pocas veces reencontrarnos. Escribir para merodear la diferencia. Para escucharla.
Buenos Aires, 1 de julio de 2013
Querido Fernando. El invierno ha comenzado por estos lados. Eso querrá decir: más frío, más encierro y, quizá, salir en la búsqueda de más encuentros, dejarnos arropar por dentro y por fuera. El tiempo y sus tonalidades me imponen, ahora, una imagen demasiado nítida, sin complacencia: los miserables que están en la esquina de mi casa necesitarán cubrirse de verdad, para no enfermar, para no desaparecer, para no morir. Es curioso cómo la imagen de la miseria cambia con el transcurso de las estaciones. En el verano deambulan con sus perros, en otoño se esfuman junto al remolino de las hojas, en invierno permanecen fijos, enraizados a la humedad, abrazados a la nada. Están allí, en la esquina, con un frío atroz. Ahora busco cobertores, ropa vieja, todos los tejidos y paños que me sobran. Esta tarde pasaré a darles lo que tengo. Espero encontrarlos. Y pienso que se trata de una curiosa creencia: los ves allí, pero es cuestión de hacer un par de metros y ya no se ven, ya no están. Pero lo que no se ve y no está, es y existe. El mundo es la insistencia de todo lo que creemos ya no ver o de lo que creíamos no haber visto nunca.
Reparo ahora en ciertas palabras que utilizo, por ejemplo: “miserables”. Me pregunto si al pronunciarla cometo algún acto de injusticia o de desdén o de simple descuido. ¿Qué querrá decir, Fernando, llamar a las cosas por su nombre? ¿Llamarlas por el nombre que les damos? ¿Por la relación que mantenemos con lo que describen? ¿Cuál es el lenguaje que nombra lo borroso, lo violento, lo perturbador, lo cegador, lo trágico? Recuerdo aquella escena de La edad de hierro del escritor sudafricano Coetzee: la anciana que ve desde su ventana la llegada amenazante del vagabundo; su deseo inmediato de quitárselo de la vista; su primitiva necesidad que las autoridades “hagan algo con él”. O, un poco más tarde, su intención de aproximarse, ofreciéndole trabajos inútiles, casi esclavos. Incluirlo, para apaciguar su propio temor por lo desconocido. Y me doy cuenta que ese llamar a las cosas por su nombre nada tiene que ver con la exclusión o con la inclusión: se trata de conversar, de usar las palabras para poder estar juntos. Pero no de cualquier manera: no hay un único modo de estar juntos, estar juntos no significa estar a gusto, ¿a quién se le ocurre semejante idea?
“Miserables”. Hay muchas palabras que se han caído al suelo. Y las pisoteamos o disimulamos que están allí o las escondemos impunemente debajo de la alfombra de la voracidad del progreso hasta abandonarlas, polvorientas, en nombre de una razón creciente y progresiva. Tal vez no hemos advertido que somos nosotros mismos quienes estamos caídos, quienes nos escondemos detrás de las palabras caídas, quienes nos abandonamos en la pronunciación demasiado fugaz o quienes formamos parte de ese lenguaje que no conversa, un lenguaje deshabitado, “despoblado”, como dice José Luis Pardo: un lenguaje sin voz. Y cuánta razón tiene el poeta Roberto Juarroz: las palabras están por el suelo y habría que hacer un lenguaje con las palabras caídas:
También las palabras caen al suelo/ Como pájaros repentinamente enloquecidos/ Por sus propios movimientos (…). Entonces desde el suelo/ Las propias palabras construyen una escala/ Para ascender de nuevo al discurso del hombro/ A su balbuceo/ O a su frase final./ Pero hay algunas que permanecen caídas/ Y a veces uno las encuentra/ En un casi larvado mimetismo./ Como si supieran que alguien va a ir a recogerlas/ Para construir con ellas un nuevo lenguaje/ Un lenguaje hecho solamente con palabras caídas. (Juarroz, 2005, p. 401).
Fernando, en los últimos tiempos siento cuánto las palabras se nos han caído al suelo y las pisoteamos. ¿Cómo haremos un lenguaje solo con palabras caídas? ¿Será acaso posible despertar a las palabras de su letargo, de su cuerpo vacío? ¿Despertarnos de nuestro letargo, de nuestros cuerpos vacíos?
Madrid, 2 de julio de 2013
Querido Carlos. En Madrid, el verano se ha instalado ya definitivamente. Y los blancos han sustituido a los colores pardos y negros. Hace calor, el cielo de Madrid es intensamente azul y las terrazas están repletas de gente.
Es curioso esto que estamos haciendo: escribirnos unas cartas sabiendo que son cartas que decidimos enviarnos, para publicarlas. Por una parte, es un gesto que no es natural, porque podría dar la impresión de que no es un gesto espontáneo; y, por otra, es de lo más normal, pues los amigos se hablan, se encuentran y se escriben cosas. Por ejemplo, se escriben cartas. Estas cartas no son, claro, las cartas que antes se escribían los amigos: cartas escritas a mano, dándose uno tiempo para hacerlo, en papel, con bolígrafo o con estilográfica. Escribir una carta, demorarse en ella, enviarla por correo y esperar una respuesta. Ahora es todo más inmediato, mucho más rápido.
Bueno, tratemos de hacer esto que hacemos lo más natural, lo más espontáneo posible, sabiendo que no lo es del todo. ¿Te parece?
Me preguntas cómo haremos un lenguaje sólo con “palabras caídas”. Tu pregunta me recuerda algo que me pasó hace mucho tiempo, cuando mi hijo, entonces con cuatro o cinco años, decía cosas que yo no entendía: pronunciaba palabras extrañas (“inamanonais”, “sepeaón”, “gotillapo”) que eran como juguetes para él, o como dulces a los que daba vueltas y más vueltas en su boca, porque le producía cierto placer hacerlo, y que yo me empeñaba en traducir en mi mente, para tratar de dar significado a lo que solo, luego lo supe, únicamente tenía sentido. Supongo que el lenguaje funciona del mismo modo: parece empeñado en ser solo un lenguaje que funcione; que sea, por así decir, operativo; que nos sirva como medio o como instrumento de comunicación, aunque no nos sea placentero; como si el lenguaje que hemos aprendido pudiera solo aceptar dentro de él, al menos en determinados ámbitos, palabras nítidas, palabras claras y exactas, pero no palabras extrañas, o palabras rotas, o palabras locas, o palabras caídas. Por cierto, esto que te digo también me recuerda lo que Albert Camus escribió una vez, y que me parece magnífico en su sencilla fórmula, en su brevedad y en su fuerza: “Sí, existe la belleza y existen los humillados. Sean cuales sean las dificultades de la empresa, querría no ser jamás infiel ni a la una ni a los otros.” (Camus, 1996, p. 598). Voy a seguir un poco más con esto de las palabras, si te parece.
Hace muchos años leí una antigua novela de Yves Simon (2000), Le voyageur magnifique. Puedo recordar ahora el impacto que me produjo aquella lectura; la leí primero en una edición portuguesa y después en francés. Que yo sepa nunca se tradujo a la lengua que tú y yo compartimos, Carlos, habitada en cada uno desde sus propios acentos. La novela, ambientada en París, cuenta una historia de amor entre Adrien, fotógrafo de profesión empeñado en captar “el lugar de los comienzos” –que simboliza en tres lugares diferentes del mundo– y Miléna, una joven actriz de teatro de origen checo (¡y cómo podría ser de otro modo, claro!).
Adrien viaja constantemente en avión, buscando esos lugares donde se concentran todos los orígenes, tratando de capturar con su cámara lo imposible mismo: el comienzo. Adrien viaja y, amando como ama a Miléna, en el fondo huye constantemente de ella. Y Miléna se lo recuerda en una carta, en la que le dice que ha quedado embarazada, que en su interior lleva el comienzo más auténtico y más real, un hijo nacido de esa “mezcla bizarra” de ellos dos. Nada ni nadie podrá llevarle más lejos que ese hijo. Carlos, te cuento todo esto no porque quiera hablar ahora, de nuevo, de los comienzos, sino de las palabras. Porque quiero conectar con esa imagen tuya de las palabras caídas.
Desde que nacemos parece que se nos van cayendo las palabras, y no sabemos muy bien a qué suerte de abismo van a parar. Las palabras de nuestra invención –nuestras palabras infantiles, por ejemplo– custodian, como vigías de la novedad, la memoria de un sentido que se antojó primero.
Pero nuestro caminar adulto hizo que en ellas se introdujesen muchas más cosas después: interpretaciones sucesivas del mundo. Estas palabras, en las que tanto se introdujo después, son, en el fondo, residuos que lo cotidiano cubrió con el tiempo. Son, tal vez, palabras muy sencillas: amor, infancia, mañana, hoy, miedo, vida, universo… Y me pregunto qué pasaría si pudiéramos congelar esas palabras, para percibir mejor aquellos residuos de sentido (o de sinsentido), que conservan. ¿Y si congelásemos el lenguaje que acaban componiendo, para conservar intacto el hábito de la infancia que en ellas habita? Pero no podemos… Pues no se puede parar la fuerte corriente del discurso, que fluye incesante, el flujo de la lengua que envuelve el mundo. En su novela, Yves Simon describe la conversación entre dos hombres que hablan sobre las “palabras del día” y las “palabras de la noche” frente a un canal invernal ya congelado. Esos residuos son como palabras congeladas. Pronunciarlas nos devuelve cierto frío. ¿Será así?
Pronuncias, Carlos, la palabra “miserables” y te preguntas si cometes una injusticia o enuncias un gesto de desdén. Es curioso observar que los niños, cuando quieren referirse a los que –como las palabras de las que hablamos– están caídos, nombran lo que ven con las palabras que han escuchado de los adultos que les llevan de la mano. Tal vez su mirada sea distinta, pero los nombres permanecen. ¿Es inevitable? No lo sé. Hay algo así como una incapacidad de articulación –es decir, de poner en lenguaje, en palabras– las realidades que vemos o las que vivimos. A todos nos pasa, ¿no es así? Nos pasa a quienes nos creemos normales y a quienes dictaminamos que no lo son.
¿Será que lo que llamamos locura no es otra cosa que un sufrimiento derivado de la impotencia por articular con el lenguaje del mundo el mundo caótico que se lleva dentro? Sigo sin saberlo.
En el fragmento que escribí antes, Camus habla de no ser infiel a la belleza ni a los humillados; yo lo traduzco así: decir las cosas por su nombre, pues de otro modo evitaríamos hacernos presentes en lo real –y lo real es lo que es, no lo que debería ser, como tantas veces hemos escuchado decir a nuestro amigo Jorge Larrosa, ¿recuerdas?–, nombrar la diferencia en sí misma. La diferencia tal y como se nos presenta, tal y como la vemos y se nos aparece, y aceptar su surgimiento, su visibilidad, su misma aparición ante nosotros.
Acabo de pronunciar la palabra “diferencia”, una palabra que me incomoda y que nunca sé qué, o cómo, hacer con ella. ¿Por qué nos empeñamos en nombrar como diferencia lo que no entendemos? Podemos referirnos con esta palabra a los miserables de los que hablas, o a los locos, o a los enfermos, o a los extranjeros, o a los discapacitados. Todas esas figuras que el saber médico, el social, el político, el pedagógico y otros han nombrado ya; diagnosticado, definido y encerrado en un marco claro de definiciones. Este año me he sentido, muchas veces, impotente, torpe, discapacitado; me he sentido “idiota”, ajeno al mundo; inadaptado. Pero nadie me llama “discapacitado”. Sí a mi hijo, que se supone lo es.
De inmediato el “universo Deligny” me provoca: o bien creemos, por ejemplo, que el autismo –diferencia absoluta donde las haya– es un atentado (neurológico, psíquico, mental, orgánico) a la integridad del desarrollo de un ser, y en ese sentido queda constituido como una enfermedad, como una anormalidad o como un desvío que requiere pautas médicas y terapéuticas, o bien consideramos que el autismo es una modalidad de ser, un sujeto, decía Deligny, al que il faut le laisser être, lo que implica acogerlo en su singularidad y rechazar cualquier forma de normalización, portadora en el fondo de algún grado de segregación. La crítica del lenguaje, esparcida a lo largo de toda su obra, llevó a Deligny a vivir con niños autistas y justificó su rechazo a toda forma de intercambio con ellos mediante la palabra, colocando a lo real por encima de todo.
Déjame citar un fragmento de un escrito de Deligny, que seguro ya conoces:
Otro término instituido: curar. Está “enfermo”, ese chico. Su “enfermedad” incluso tiene un nombre provisto de la h y la i de rigor cuando es grave. ÉL está gravemente afectado. Ese ÉL de la tercera persona atribuido de entrada a un niño cuya “enfermedad” es precisamente no ser “yo” siempre me ha parecido sospechoso. Ese ÉL, aunque sea ficticio, no deja de aguantar lo que le echen. No trata de ser un lugar de vacantes (vacaciones), salvo la del lenguaje. No se trata de curar. Nuestro proyecto consiste en arremeter contras las palabras y sus abusos (Deligny, 2009, p. 46).
Cuando el acceso a la palabra queda definitivamente comprometido, pretender colocarla de nuevo en la relación con estos chicos es alejarlos aún más del mundo de lo que puede decirse y nombrarse. La película Ce Gamin, là (1975), realizada por Renaud Victor, y seguida por una voz en off de Deligny como acompañamiento de las imágenes, habla de Janmary, que en 1967 tenía 12 años, y que la psiquiatría define así como “incurable, insoportable, invisible”. No se trata, para Deligny, de que Janmary pueda vivir su vida, sino “una vida”.
Para mí, la lectura de la obra de Deligny es un ejercicio durísimo. Lo entiendo y no lo entiendo; lo acepto y me resulta insoportable. Me contradice y le contradigo. Cuestiona mis hábitos como padre acostumbrado, hasta la obsesión, por un hijo discapacitado al que nunca sabe cómo nombrar, y con quien tuve que aprender a vivir creyendo mi deber proteger al m...
Índice
- Portadilla
- Legales
- Introducción. Palabras de apertura y notas sobre los textos
- Capítulo 01. Educar
- Capítulo 02. Infancias
- Capítulo 03. Diferencias
- Capítulo 04. Leer
- Capítulo 05. Escribir
- Capítulo 06. Aprender
- Capítulo 07. Alteridad
- Final. Percibir, pensar y sentir las pedagogías de las diferencias. Con Fernando Bárcena