Todos somos caníbales
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Todos somos caníbales

Claude Lévi Strauss

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Todos somos caníbales

Claude Lévi Strauss

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Claude Lévi-Strauss escribió las páginas que ahora conforman este volumen, para responder a un pedido del gran periódico italiano La Repubblica. De ello resulta un conjunto inédito, compuesto de dieciséis textos escritos en francés entre 1989 y 2000.Partiendo en cada uno de los casos de un hecho de la actualidad, Lévi-Strauss aborda aquí algunos de los grandes debates contemporáneos. Sea a propósito de la epidemia de la denominada "vaca loca", de las formas de canibalismo (alimentario o terapéutico), de los prejuicios racistas ligados a determinadas prácticas rituales (la ablación o incluso la circuncisión), este volumen subraya los lazos indisociables entre "pensamiento mítico y científico" –sin por ello reducir el segundo al primero–. El autor recuerda que entre las sociedades calificadas de complejas y aquellas designadas equivocadamente como "primitivas o arcaicas" no existe la gran distancia imaginada durante tantos años.En estas crónicas, que llevan la impronta de los últimos años del siglo XX, se halla la lucidez y el pesimismo tónico del gran antropólogo. Traducida a unos treinta idiomas, su obra marca, de aquí en adelante, el comienzo de nuestro siglo XXI.Del prólogo de Maurice Olender.

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Información

Año
2020
ISBN
9789875994508
El suplicio de Papá Noel
1952
En Francia, las fiestas navideñas de 1951 habrán quedado marcadas por una polémica a la que tanto la prensa como la opinión pública parecen haberse mostrado por demás sensibles, y la cual introdujo en la alegre atmósfera habitual de ese período del año una inusitada nota de amargura. Hacía ya varios meses que las autoridades eclesiásticas, en boca de algunos prelados, habían expresado su desaprobación con respecto a la creciente importancia dada por las familias y los comerciantes al personaje de Papá Noel. Denunciaban una inquietante “paganización” de la Fiesta de la Natividad, la cual distrae al espíritu público del sentido propiamente cristiano de esa conmemoración, en beneficio de un mito sin valor religioso alguno. Esos ataques se desarrollaron en vís-peras de la Navidad. Con mayor discreción sin duda, aunque con igual firmeza, la Iglesia Protestante unió su voz a la de la Iglesia Católica. En los periódicos ya habían aparecido cartas de lectores y artículos que daban testimonio, en diversos sentidos pero por lo general hostiles a la posición eclesiástica, del interés que este asunto había despertado. Por fin, el punto culminante se alcanzó el 24 de diciembre, con motivo de una manifestación que el corresponsal del diario France Soir relata en los siguientes términos:
Papá Noel fue quemado en el atrio de la catedral de Dijon, en presencia de los niños de los patronatos.
Ayer por la tarde, Papá Noel fue colgado de las rejas de la catedral de Dijon y públicamente quemado en el atrio. Esa ejecución espectacular se llevó a cabo en presencia de varios centenares de niños de distintos patronatos y había sido decidida con el acuerdo del clero, que condenó a Papá Noel por usurpador y hereje. Se lo había acusado de paganizar la fiesta de la Navidad y de haberse instalado en ella como un pájaro cucú cada vez más preponderante. Se le reprochaba, sobre todo, el haberse introducido en todas las escuelas públicas, donde el pesebre está escrupulosa-mente prohibido.
El domingo a las 3 de la tarde, el desgraciado muñeco de barba blanca pagó, como muchos inocentes, por una falta de la cual eran culpables quienes irían a aplaudir su ejecu-ción. El fuego abrasó su barba y el muñeco se desvaneció en el humo.
Al término de la ejecución, se publicó un comunicado del cual se reproduce lo esencial:
“Representando a todos los hogares cristianos de la pa-rroquia deseosos de luchar contra la mentira, doscientos cincuenta niños, agrupados frente a la puerta principal de la catedral de Dijon, quemaron a Papá Noel.
No se trataba de una atracción, sino de un gesto simbólico. Papá Noel ha sido sacrificado como holocausto. A decir verdad, la mentira no puede despertar el sentimiento religioso en el niño y no es, de ningún modo, un método de educación. Que otros digan y escriban lo que quieran, que hagan de Papá Noel el contrapeso del Père Fouettard1. Para nosotros, cristianos, la fiesta de la Navidad debe seguir siendo la fiesta del aniversario del nacimiento del Salvador”. La ejecución de Papá Noel en el atrio de la catedral fue apreciada en distinto grado por la población y provocó vivas reacciones, incluso entre los católicos.
Por lo demás, esa intempestiva manifestación podría te-ner secuelas no previstas por sus organizadores. El asunto divide a la ciudad en dos bandos.
Dijon espera la resurrección del Papá Noel asesinado ayer en el atrio de la catedral. Resucitará esta tarde, a las 18 horas, en el edificio de la municipalidad. En efecto, un co-municado oficial anunció que, como cada año, Papá Noel convocaba a los niños de Dijon a la Plaza de la Liberación y que les hablaría desde lo alto del tejado de la munici-palidad, donde circulará bajo las luces de los reflectores. El canónico Kir, diputado y alcalde de Dijon, se habría abstenido de tomar partido en esta delicada cuestión.2
El día mismo, el suplicio de Papá Noel pasaba a las primeras filas de la actualidad; no había un solo diario que no comentara el incidente, algunos –como el citado France Soir, periódico de mayor tirada de la prensa francesa– incluso llegaron a dedicarle el edito-rial. De un modo general, se desaprueba la actitud del clero de Dijon; a tal punto, parece, que las autoridades religiosas juzgaron adecuado batirse en retirada o, por lo menos, observar una discreta reserva; se dice, empero, que nuestros ministros están divididos sobre la cuestión. El tono de la mayor parte de los artículos registra una sensiblería llena de tacto: es tan lindo creer en Papá Noel, no le hace daño a nadie, es motivo de grandes satisfacciones para los niños y los provee de deliciosos recuerdos para la edad madura, etc. En realidad, se escapa a la pregunta en lugar de respon-derla, pues no se trata de justificar las razones por las cuales Papá Noel place a los niños, sino aquellas que llevaron a los adultos a inventarlo. Sea como sea, es-tas reacciones son tan unánimes que no cabría dudar de que existe un divorcio entre la opinión pública y la Iglesia en este punto. A pesar del carácter mínimo del incidente, el hecho reviste importancia, ya que la evolución francesa a partir de la Ocupación nos había hecho presenciar una reconciliación progresiva entre una opinión ampliamente no creyente y la religión: el acceso a los consejos gubernamentales de un par-tido político tan netamente confesional como el MRP (Movimiento Republicano Popular) constituye una prueba de ello. Por otra parte, los anticlericales de siempre se percataron de la ocasión inesperada que se les estaba brindando: son ellos, en Dijon y en otras partes, quienes se desempeñaron como protectores del Papá Noel amenazado. Papá Noel, símbolo de la irreligión, ¡qué paradoja! Porque en este asunto, todo sucede como si fuera la Iglesia quien adopta un es-píritu crítico, ávido de franqueza y verdad, mientras que los racionalistas actúan como los guardianes de la superstición. Esta aparente inversión de roles basta para sugerir que el ingenuo asunto abarca realidades más profundas. Estamos en presencia de una mani-festación sintomática de una muy rápida evolución de las costumbres y las creencias, en primer lugar en Francia, pero sin lugar a duda también en otros lugares. No todos los días el etnólogo encuentra de esta forma la ocasión de observar, en su propia socie-dad, el súbito crecimiento de un rito, y hasta de un culto; de investigar sus causas y estudiar su impacto en las demás formas de la vida religiosa; de tratar de comprender, finalmente, con qué transformaciones de conjunto, mentales y sociales a la vez, están liga-das algunas manifestaciones visibles sobre las cuales la Iglesia –dueña de una experiencia tradicional en estas materias– no se ha equivocado, por lo menos en la medida en que se limitaba a atribuirles un valor significativo.
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Desde hace unos tres años, es decir, desde que la actividad económica ha vuelto más o menos a la nor-malidad, la celebración de la Navidad ha cobrado una amplitud desconocida en Francia antes de la guerra. Es cierto que ese desarrollo, tanto por su importancia material como por las formas en que se produce, es un resultado directo de la influencia y del prestigio de los Estados Unidos de América. Así pues, hemos visto aparecer simultáneamente grandes pinos ilu-minados por la noche en los cruces de avenidas o en las principales arterias, papeles historiados para envolver los regalos, tarjetas navideñas con viñetas, además del hábito de exponerlas durante la semana fatídica sobre la chimenea del destinatario, colectas del Ejército de Salvación que cuelgan sus calderos a modo de platito en plazas y calles y, por último, per-sonajes disfrazados de Papá Noel para recibir las sú-plicas de los niños en las grandes tiendas. Todas esas costumbres, que todavía hasta hace algunos años el francés que visitaba los Estados Unidos consideraba como pueriles y barrocas, y como uno de los signos más evidentes de la incompatibilidad de cuajo que existe entre ambas mentalidades, se implantaron y aclimataron en Francia con una holgura y una gene-ralidad que representan una lección de estudio para el historiador de las civilizaciones.
En ese campo, como también en otros, estamos asistiendo a una vasta experiencia de difusión, sin duda no muy distinta de esos fenómenos arcaicos que estábamos acostumbrados a estudiar a partir de los lejanos ejemplos del encendedor de pistón o de la piragua con balancín. Pero es muy fácil, y a su vez más difícil, razonar sobre hechos que se están llevando a cabo ante nuestros ojos y cuyo teatro es nuestra propia sociedad. Más fácil, puesto que la continuidad de la experiencia se ve salvaguardada en todos sus momentos y en cada uno de sus matices; más difícil también, ya que es en tales y demasiado raras ocasiones que uno se da cuenta de la extrema complejidad de las transformaciones sociales, aun las más tenues; y porque las razones aparentes que otorgamos a los acontecimientos de los que somos actores son sumamente distintas de las causas reales que nos asignan un papel en ellos.
De este modo, sería demasiado simple explicar el desarrollo de la celebración de la Navidad en Francia por la mera influencia de los Estados Unidos. La imi-tación es un hecho, pero no encierra sino de manera muy incompleta sus motivos. Enumeremos rápida-mente aquellos que son obvios: hay más americanos en Francia, los cuales celebran la Navidad a su manera; el cine, los digests y las novelas americanas, así como algunos reportajes de los grandes diarios, dieron a conocer las costumbres americanas, que se benefician del prestigio del que gozan el poderío militar y eco-nómico de los Estados Unidos; y no queda excluido que el Plan Marshall haya directa o indirectamente favorecido la importación de algunas mercaderías relacionadas con los ritos de Navidad. Pero todo ello sería insuficiente para explicar el fenómeno. Ciertos usos importados de los Estados Unidos se imponen incluso a los estratos de la población que no son conscientes de su origen; los sectores obreros, donde la influencia comunista tendería a desacreditar todo lo que lleve la marca made in USA, los adoptan con la misma facilidad que los demás. Por consiguiente, además de la difusión simple, cabe mencionar ese proceso tan importante que Kroeber, el primero en identificarlo, nombró difusión por estimulación (sti-mulus diffusion): el uso importado no está asimilado, sino que más bien juega el rol de catalizador; es decir que suscita, por su sola presencia, la aparición de un uso análogo que ya estaba presente en un estado po-tencial en el medio secundario. Ilustremos este punto mediante un ejemplo que concierne directamente nuestro tema. El fabricante de papel que va a los Estados Unidos, invitado por sus colegas americanos o como miembro de una misión económica, constata que allí se fabrican papeles especiales para envolto-rios de Navidad; imita esta idea, es un fenómeno de difusión. El ama de casa parisina que va a la pape-lería de su barrio a comprar el papel necesario para envolver sus regalos percibe en la vidriera un tipo de papel más bonito y de factura más prolija que aquel con el que se contentaba antes. Ignora todo acerca de la costumbre americana, pero ese papel satisface una exigencia estética y expresa una disposición afectiva ya presentes, aunque privadas de medios de expre-sión. Al adoptarla, no está imitando directamente (como el fabricante) una costumbre extranjera, sino que esa costumbre, no bien la reconoce, estimula en ella el surgimiento de una costumbre idéntica.
En segundo lugar, no hemos de olvidar que, ya desde antes de la guerra, el festejo de la Navidad registraba en Francia y en toda Europa una marcha ascendente. Ese hecho está relacionado, ante todo, con el mejoramiento progresivo del nivel de vida, pero engloba también algunas causas más sutiles. Con los rasgos que le conocemos, la Navidad es esencialmente una fiesta moderna a pesar de la multiplicidad de caracteres arcaizantes. El uso del muérdago no es una pervivencia druídica, por lo menos no de modo inmediato, ya que parece haber vuelto a ponerse de moda en la Edad Media. El ár-bol de Navidad no se menciona en ninguna parte con anterioridad a ciertos textos alemanes del siglo xvii, pasa a Inglaterra en el siglo xviii y a Francia recién en el siglo xix. Littré parece conocerlo mal, o de una forma bastante distinta de la nuestra, puesto que así lo define en su diccionario (en la entrada Navidad): “Dícese en algunos países de una rama de pino o de acebo diversamente ornamentada, guarnecida sobre todo con dulces y juguetitos para ser entregados a los niños, que se hacen con ello una fiesta”. La diversidad de los nombres dados al personaje que tiene la tarea de repartir los juguetes a los niños –Papá Noel, San Nicolás, Santa Claus– también refleja que es producto de un fenómeno de convergencia y no un prototipo antiguo conservado en todas partes.
Pero el desarrollo moderno no inventa nada: se limita a recomponer piezas y trozos de una vieja ce-lebración cuya importancia jamás ha sido del todo olvidada. Si para Littré el árbol de Navidad es casi una institución exótica, Cheruel, en su Diccionario histórico de las instituciones, los usos y las costumbres de Francia (por confesión del propio autor, una revi-sión del diccionario de antigüedades nacionales de Sainte-Palaye) señala de manera significativa: “La Navidad fue, durante varios siglos y hasta una époc...

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