Escritos 2
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Jacques Lacan

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Jacques Lacan

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La primera edición en español se publicó en 1971. Incluía una selección de los trabajos del autor. La edición completa siguiendo el orden de la edición francesa de los Escritos data de 1984. En las distintas etapas intervinieron como revisores el propio autor, Juan David Nasio y Armando Suárez.Es preciso haber leído esta compilación, y a todo lo largo, para sentir que allí se prosigue un solo debate, siempre el mismo, y que, aunque pareciera quedar así fechado, se reconoce por ser el debate de las luces. Y es que hay un dominio en que la aurora misma tarda: el que va de un prejuicio, del que no acaba de desembarazarse la psicopatología, a la falsa evidencia de la que el yo reclama un título para ostentar la existencia. Lo oscuro pasa allí por objeto y florece con el oscurantismo que encuentra allí mismo sus valores. Nada tiene, pues, de sorprendente que sea allí mismo donde se resista al descubrimiento de Freud, término que se prolonga aquí con una anfibología: el descubrimiento de Freud por Jacques Lacan.

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Información

Año
2009
ISBN
9786070304637
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoanálisis

Cinco

De una cuestión preliminar a todo
tratamiento posible de la psicosis
1

Hoc quod triginta tres per annos in ipso loco studui, et Sanctae Annae Genio loci, et dilectae juventuti, quae eo me sectata est, diligenter dedico. [Dedico devotamente este trabajo al genio local de Sainte-Anne en que me consagré al estudio durante treinta y seis años y a la amada juventud que allí me siguió. AS]

I. HACIA FREUD

1. Medio siglo de freudismo aplicado a la psicosis deja su problema todavía por pensarse de nuevo, dicho de otro modo, en el statu quo ante.
Podría decirse que antes de Freud su discusión no se desprende de un fondo teórico que se presenta como psicología y no es sino un residuo “laicizado” de lo que llamaremos la larga cocción metafísica de la ciencia en la Escuela (con la E mayúscula que le debe nuestra reverencia).
Ahora bien, si nuestra ciencia, que concierne a la physis, en su matematización cada vez más pura, no conserva de esa cocina sino un relente tan discreto que podemos legítimamente preguntarnos si no habrá habido sustitución de persona, no sucede lo mismo en lo que concierne a la antiphysis (o sea, al aparato vivo que se supone apto para tomar la medida de dicha physis), cuyo olor a refrito delata sin duda alguna la práctica secular en esa cocina de la preparación de sesos.
Así, la teoría de la abstracción, necesaria para dar cuenta del conocimiento, se ha fijado en una teoría abstracta de las facultades del sujeto, que las peticiones sensualistas más radicales no han podido hacer más funcionales en lo que hace a los efectos subjetivos.
Las tentativas siempre renovadas de corregir sus resultados por los contrapesos variados del afecto deben efectivamente seguir siendo vanas mientras se omita preguntar si es realmente el mismo sujeto el que es afectado por ellos.
2. Es la pregunta que en los bancos de la escuela (con e minúscula) se aprende a eludir de una vez por todas: puesto que incluso admitiendo las alternancias de identidad del percipiens, su función constituyente de la unidad del perceptum no se discute. Desde ese momento la diversidad de estructura del perceptum sólo afecta en el percipiens una diversidad de registro, en último análisis la de los sensoriums. De derecho esta diversidad es siempre superable, si el percipiens se mantiene a la altura de la realidad.
Por eso aquellos a quienes cabe el cargo de responder a la pregunta que plantea la existencia del loco no han podido evitar interponer entre ella y ellos esos bancos de la escuela, cuya muralla les ha parecido en esta ocasión propicia para mantenerlos al abrigo.
Nos atrevemos efectivamente a meter en la misma bolsa, si puede decirse, todas las posiciones, sean mecanicistas o dinamistas en la materia, sea en ellas la génesis del organismo o del psiquismo, y la estructura de la desintegración o del conflicto, sí, todas, por ingeniosas que se muestren, por cuanto en nombre del hecho, manifiesto, de que una alucinación es un perceptum sin objeto, esas posiciones se atienen a pedir razón al percipiens de ese perceptum, sin que a nadie se le ocurra que en esa pesquisa se salta un tiempo, el de interrogarse sobre si el perceptum mismo deja un sentido unívoco al percipiens aquí conminado a explicarlo.
Este tiempo debería parecer sin embargo legítimo a todo examen no prevenido de la alucinación verbal, por el hecho de que no es reductible, como vamos a verlo, ni a un sensorium particular ni sobre todo a un percipiens en cuanto que le daría su unidad.
Es un error, en efecto, considerarla como auditiva por su naturaleza, cuando es concebible en última instancia que no lo sea en ningún grado (en un sordomudo por ejemplo, o en un registro cualquiera no auditivo de deletreo alucinatorio), pero sobre todo si se considera que el acto de oír no es el mismo según que apunte a la coherencia de la cadena verbal, especialmente a su sobredeterminación en cada instante por el efecto a posteriori de su secuencia, así como también a la suspensión en cada instante de su valor en el advenimiento de un sentido siempre pronto a ser aplazado — o según que se acomode en la palabra a la modulación sonora a tal fin de análisis acústico: tonal o fonético, incluso de potencia musical.
Estos recordatorios muy abreviados bastarían para hacer valer la diferencia de las subjetividades interesadas en la mira del perceptum (y cómo se la desconoce en el interrogatorio de los enfermos y la nosología de las “voces”).
Pero podría pretenderse reducir esta diferencia a un nivel de objetivación en el percipiens.
No hay nada de esto sin embargo. Porque es en el nivel donde la “síntesis” subjetiva confiere su pleno sentido a la palabra donde el sujeto muestra todas las paradojas de que es paciente en esa percepción singular. Que estas paradojas aparecen ya cuando es el otro el que profiere la palabra, es cosa que queda bastante manifiesta en el sujeto por la posibilidad de obedecer a ella en cuanto que gobierna su escucha y su puesta en guardia, pues con sólo entrar en contacto con su audición, el sujeto cae bajo el efecto de una sugestión de la que sólo escapa reduciendo al otro a no ser sino el portavoz de un discurso que no es de él o de una intención que mantiene en él en reserva.
Pero más notable aún es la relación del sujeto con su propia palabra, donde lo importante está más bien enmascarado por el hecho puramente acústico de que no podría hablar sin oírse. Que no pueda escucharse sin dividirse es cosa que tampoco tiene nada de privilegiado en los comportamientos de la conciencia. Los clínicos han dado un paso mejor al descubrir la alucinación motriz verbal por detección de movimientos fonatorios esbozados. Pero no por ello han articulado dónde reside el punto crucial: es que, dado que el sensorium es indiferente en la producción de una cadena significante:
1
ésta se impone por sí misma al sujeto en su dimensión de voz;
2
toma como tal una realidad proporcional al tiempo, perfectamente observable en la experiencia, que implica su atribución subjetiva;
3
su estructura propia en cuanto significante es determinante en esa atribución que, por regla, es distributiva, es decir, con varias voces, y que plantea pues, como tal, al percipiens, pretendidamente unificador, como equívoco.
3. Ilustraremos lo que acaba de enunciarse con un fenómeno desgajado de una de nuestras presentaciones clínicas del año 1955-56, o sea, el año mismo del seminario cuyo trabajo evocamos aquí. Digamos que semejante hallazgo no puede ser sino el premio de una sumisión completa, aun cuando sea advertida, a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo, posiciones que son demasiado a menudo forzadas al reducirlas en el diálogo al proceso mórbido, reforzando entonces la dificultad de penetrarlas con una reticencia provocada no sin fundamento en el sujeto.
Se trataba en efecto de uno de esos delirios de dos cuyo tipo hemos mostrado desde hace mucho en la pareja madre-hija, y en el que el sentimiento de intrusión, desarrollado en un delirio de vigilancia, no era sino el desarrollo de la defensa propia de un binario afectivo, abierto como tal a cualquier alienación.
Fue la hija la que, en el curso de nuestro examen, nos adelantó como prueba de las injurias con que las dos tropezaban de parte de sus vecinos un hecho referente al amigo de la vecina que se suponía que las hostigaba con sus ataques, después de que tuvieron que poner fin con ella a una intimidad acogida con complacencia al principio. Ese hombre, implicado por lo tanto en la situación de manera indirecta, y figura por lo demás bastante borrosa en los alegatos de la enferma, había lanzado, si habíamos de creerla, dirigido a ella, cuando se cruzaban en el pasillo, el término grosero: “¡Marrana!”.
Ante lo cual nosotros, poco inclinados a reconocer en él la retorsión de un “¡Cerdo!” demasiado fácil de extrapolar en nombre de una proyección que no representa nunca en semejante caso sino la del psiquiatra, le preguntamos simplemente lo que en ella misma había podido proferir el instante anterior. No sin éxito: pues nos concedió con una sonrisa haber murmurado en efecto ante la vista del hombre estas palabras de las cuales, según ella, no tenía por qué ofenderse: “Vengo del fiambrero...”.
¿A quién apuntaban? Le era bien difícil decirlo, y nos daba así derecho a ayudarla. En cuanto a su sentido textual, no podremos descuidar el hecho entre otros de que la enferma había dejado de la manera más repentina a su marido y a su familia política y dado así a un matrimonio reprobado por su madre un desenlace que quedó en lo sucesivo sin epílogo, a partir de la convicción a que había llegado de que esos campesinos se proponían, nada menos, para acabar con esa floja citadina, despedazarla concienzudamente.
Qué importa sin embargo que haya que recurrir o no al fantasma del cuerpo fragmentado para comprender cómo la enferma, prisionera de la relación dual, responde de nuevo aquí a una situación que la rebasa.
Para nuestro fin presente basta con que la enferma haya confesado que la frase era alusiva, sin que pueda con todo mostrar otra cosa sino perplejidad en cuanto a captar hacia quién de los copresentes o de la ausente apuntaba la alusión, pues aparece así que el yo [je], como sujeto de la frase en estilo directo, dejaba en suspenso, conforme a su función llamada de shifter en lingüística,2 la designación del sujeto hablante mientras la alusión, en su intención conjuratoria sin duda, quedase a su vez oscilante. Esa incertidumbre llegó a su fin, una vez pasada la pausa, con la aposición de la palabra “marrana”, demasiado pesada de invectiva, por su parte, para seguir isocrónicamente la oscilación. Así es como el discurso acabó por realizar su intención de rechazo en la alucinación. En el lugar donde el objeto indecible es rechazado en lo real, se deja oír una palabra, por el hecho de que, ocupando el lugar de lo que no tiene nombre, no ha podido seguir la intención del sujeto sin desprenderse de ella por medio del guión de la réplica: oponiendo su antistrofa de depreciación al refunfuño de la estrofa restituida desde ese momento a la paciente con el índice del yo (je), y reuniéndose en su opacidad con las jaculatorias del amor, cuando, ante la escasez de significante para llamar al objeto de su epitalamio, usa para ello del expediente de lo imaginario más crudo. “Te como... —¡Bombón!”. “Te desmayas... —¡Ratoncito!”
4. Este ejemplo sólo se promueve aquí para captar en lo vivo que la función de irrealización no está toda en el símbolo. Pues para que su irrupción en lo real sea indudable, basta con que éste se presente, como es común, bajo forma de cadena rota.3
Se toca en ello también ese efecto que tiene todo significante una vez percibido de suscitar en el percipiens un asentimiento hecho del despertar de la duplicidad oculta del segundo por la ambigüedad manifiesta del primero.
Por supuesto todo esto puede ser considerado como efectos de espejismo en la perspectiva clásica del sujeto unificador.
Es notable únicamente que esa perspectiva, reducida a sí misma, no ofrezca sobre la alucinación por ejemplo más que puntos de vista de una pobreza tal, que el trabajo de un loco, sin duda tan notable como muestra ser el Presidente Schreber en sus Memorias de un neurópata,4 puede, después de haber recibido la mejor acogida, desde antes de Freud, por parte de los psiquiatras, ser considerado incluso después de él como un volumen digno de proponerse para iniciarse en la fenomenología de la psicosis, y no sólo al principiante.5
En cuanto a nosotros, nos proporcionó la base de un análisis de estructura, cuando, en nuestro seminario del año 1955-1956 sobre las estructuras freudianas en las psicosis, reanudamos, siguiendo el consejo de Freud, su examen.
La relación entre el significante y el sujeto, que ese análisis descubre, se encuentra, como se ve en este exordio, desde el aspecto de los fenómenos, si, regresando de la experiencia de Freud, se sabe el punto adonde conduce.
Pero este arranque del fenómeno, convenientemente proseguido, volvería a encontrarse con ese punto, como fue el caso para nosotros cuando un primer estudio de la paranoia nos llevó hace treinta años al umbral del psicoanálisis.6
En ningún sitio en efecto está más fuera de propósito la concepción falaz de un proceso psíquico en el sentido de Jaspers, del que el síntoma no sería sino el índice, que en el abordamiento de la psicosis, porque en ningún sitio el síntoma, si se sabe leerlo, está más claramente articulado en la estructura misma.
Lo cual nos impondrá definir este proceso por los determinantes más radicales de la relación del hombre con el significante.
5. Pero no hace falta estar en ésas para interesarse en la variedad bajo la cual se presentan las alucinaciones verbales en las Memorias de Schreber, ni para reconocer en ellas diferencias muy otras que aquellas en que se las clasifica “clásicamente”, según su modo de implicación en el percipiens (el grado de su “creencia”) o en la realidad de aqueste (la “auditivación”): a saber, antes bien las diferencias que consisten en su estructura de palabra, en cuanto que esta estructura está ya en el perceptum.
Si se considera únicamente el texto de las alucinaciones, se establece en ellas de inmediato una distinción para el lingüista entre fenómenos de código y fenómenos de mensaje.
A los fenómenos de código pertenecen en este enfoque las voces que hacen uso de la Grundsprache, que traducimos por lengua-de-fondo, y que Schreber describe (S. 13-I)7 como “un alemán un tanto arcaico, pero siempre riguroso, que se señala muy especialmente por su gran riqueza en eufemismos”. En otro lugar (S. 167-XII) se refiere con nostalgia “a su forma auténtica por sus rasgos de noble distinción y de sencillez”.
Esta parte de los fenómenos está especif...

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