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DE SEPULCROS Y SONETOS
1. MEMORIA DE LA SEPULTURA
Nos espera y en un capítulo inminente encontraremos a Funes, el memorioso gaucho tullido, el bulímico acopiador de recuerdos inventado por Borges, que ilustra una situación que al resto de los humanos, los que andamos por el mundo creyéndonos verdaderos, nos resulta inimaginable, pues nadie, nadie, está a salvo del balsámico olvido. Expongamos cuanto antes nuestra idea: nos han enseñado y hemos llegado a creer que somos lo que recordamos, que nuestra memoria es la fuente de nuestra identidad, pero —y no en menor medida— ignoramos que somos lo que olvidamos. La participación de la voluntad es despareja en lo que se refiere a la memoria y al olvido. Hasta cierto punto podemos recordar a voluntad y cultivar procedimientos técnicos para aumentar nuestra memoria. Además de las diferentes mnemotécnicas, algunas de interés general, las más de ellas surgidas de la invención particular de alguien para su propio uso, contamos con los tres grandes procedimientos de registro que ha desarrollado la humanidad para suplir y perfeccionar a la memoria natural corrigiendo sus eventuales y constantes fallos: la escritura que permitió el pasaje de la prehistoria a la historia, los métodos de impresión de la era de Gutenberg (prensa, fotografía, cinematografía, fonografía, etc.) que fundaron la modernidad y la memoria cibernética de nuestras omniscientes computadoras, capaces de una duplicación y de una clonación infinitas a las que nada se les olvida aun cuando están sometidas a imperfecciones técnicas y a infecciones virales que pueden borrar sus archivos. Las nuevas modalidades del archivo son las marcas patognomónicas del pasaje a la posmodernidad.
El psicoanalista dirá, por su parte, previsiblemente, que tanto en la memoria como en el olvido interviene, más que la “propia” voluntad, el inconsciente. Evocamos algo para encubrir y para no recordar otra cosa. Olvidamos en función del principio del placer cuando el recuerdo es traumático. Creemos haber olvidado lo que sabemos de sobra pretendiendo desentendernos de ello. Somos tan celosos guardianes de nuestros secretos que nos los ocultamos a nosotros mismos. O gozamos, más allá del placer, en la repetición de nuestros infortunios y culpas, “confesando”, exponiendo las “faltas”. Nos acordamos de algo desagradable que nos irrita y avergüenza de la misma manera en que podemos regodearnos al restregar nuestras heridas aumentando el dolor del que pretendemos escapar. Recordamos y olvidamos agregando ingredientes de nuestra fantasía, acomodando la función de la memoria a las situaciones que vivimos en el diálogo con el otro, aquel en quien querríamos controlar la “impresión” que se llevará de nosotros. Ensamblamos el pasado en novelas tan verosímiles como artificiales: vivimos para contar, contamos para vivir. Podemos torturarnos recordando ultrrajes o modificando las frases escuchadas hasta que suenen como injuriosas; luego nos consolamos masoquistamente pensando en la perfidia del otro que nos hizo daño y abusó de nuestra candidez. Nos con-movemos y sufrimos el dolor de los mártires que afrontaron torturas y sevicias para darnos la libertad, la fe que profesamos o los bienes que disfrutamos. Llevamos, sin percatarnos de ello, impresiones y recuerdos que no creemos guardar pero que saltan a la vista en la repetición compulsiva de ciertas acciones, revelando así el fundamento inconsciente de la memoria. El “carácter” de cada uno, por ejemplo, revelado en cada gesto y en cada inflexión de la voz, es la reiteración de rasgos y modalidades de comportamiento que no saben de su fraguado en las épocas más remotas de la vida extrauterina y quizás antes; es una “memoria implícita”, como la llaman los mnemocientíficos cada vez que encuentran lo particular de un “estilo”, eso que los psicólogos definen como “personalidad”. La repetición compulsiva de los comportamientos es una variedad actuada del recuerdo, la reedición de un escrito sin texto. Si repetimos en lugar de recordar es por que no hemos olvidado, pues el único y verdadero olvido es una borradura irreversible que no regresa escondiéndose tras los disfraces del sueño, del síntoma o del acto fallido. El psicoanálisis conduce a la rememoración del pasado pero su objetivo final no es la memoria sino el olvido, su obliteración (oubli). En otras palabras, la tramitación del recuerdo, haciéndolo pasar por la palabra, para restarle su coloración traumática e inaceptable, para domesticarlo y “desgocificarlo”. En el análisis el sujeto se confronta con una nueva modalidad, una tercera cara de la moneda: la represión, distinta de la memoria y del olvido, ejercida por un yo que no quiere saber y que debe soportar el constante retorno de lo reprimido. El inconsciente no está poblado de olvidos sino de malos recuerdos.
Harald Weinrich ha escrito uno de los libros más importantes a la vez que divertidos de nuestra época. Se trata de Lete – Arte e critica dell’oblio (Leteo – Arte y crítica del olvido).1 Este erudito alemán nos presenta una inmensa casuística filosófica y literaria que le permite navegar por la historia del olvido desde Homero hasta nuestros días. Es una sólida y silenciosa respuesta a otro libro, el de Frances Yates,2 que abarca la historia de la memoria desde Simónides hasta el nacimiento del espíritu científico con Bacon, Descartes y Leibniz. O, lo que es lo mismo, pero dicho con más precisión, hasta que la difusión del invento de Gutenberg hace decaer el interés por la mnemotécnica que dominó en la Europa intelectual en los tiempos de la escritura manual. Hoy, cuando los productos del intelecto pueden imprimirse en millares o millones de copias idénticas y transmitirse de manera instantánea de un extremo al otro del planeta, los hombres pueden empezar a olvidarse de su memoria. La telaraña informática se ocupará de ella.
¿Quién es el venturoso huésped de la vida que no registra recuerdos que preferiría olvidar? ¡Ah, si los humanos dispusiésemos de una tecla como esa de delete que es tan necesaria en nuestros artefactos de registro! Juguemos transgrediendo la etimología y creando nuevos sentidos: olvido = Leteo – letárgico – ‘delete’ – deletéreo – letal = mortal. La planta del olvido, imagen misma de la muerte, florece al borde de los sepulcros. ¿Será esa planta el loto de los indolentes y fantasiosos lotófagos homéricos?
Tendemos a pensar que el olvido es un espejo de la muerte y que nadie está verdaderamente desaparecido mientras haya quien lo recuerde. “Sobrevive en nuestra memoria” es un cliché tan carcomido como falso. No debemos dejar que, jugando a negar nuestras pérdidas, nos engañe. Si, como dijimos, el olvido prospera envolviendo a los sepulcros, es que el olvido no ocupa el espacio de la memoria, sino que se extiende por los alrededores y llega a inundar el sitio utópico donde estarían almacenados los recuerdos. Porque, es el momento de decirlo, lo muerto no es el olvido sino la memoria. Muerto está el pasado que la memoria conmemora y así lo consagra como desvanecido, representado, es decir, ausente. Escrito y firmado.
En una atrevida alegoría, en una mala novela, José Saramago3 afirma que el registro civil no pasa de ser un afluente del cementerio general y que la relación entre ambas instituciones es francamente amistosa por los lazos fundamentales que las unen: “Las dos andan cavando en los dos extremos de la misma viña, esta que se llama vida y está situada entre la nada y la nada.” ¿Qué importa si algún empleado descontento pasa sus días en el cementerio general cambiando de lugar las lápidas y extraviando a los deudos que rinden homenaje a un cadáver enterrado cinco palmos bajo tierra y que no es el que ellos creen? ¿Qué importan las flores y ese olor, mitad rosa mitad crisantemo, que exhalan, si, de todos modos, también ellas se marchitarán como el recuerdo de los seres queridos?
Un cementerio está hecho precisamente para recordar a los que han vivido, para guardar sus restos; es un memorial. A los muertos, por cierto, no les interesa ser recordados. Los sobrevivientes, en cambio, se imponen el deber de luchar contra el olvido. Piensan, con ingenuidad e hipocresía, que si los muertos son recordados, ellos mismos no se desvanecerán en el eterno futuro, “sobrevivirán”. Anticipan, con inconsciente astucia, que tampoco ellos serán olvidados por los que vendrán si, antes de pasar a la siempre expectante legión de los muertos, cumplen con los deberes fúnebres hacia los difuntos que les preceden. Dar sepultura es pedirla. Así en la tierra como en el recuerdo.
Ataúdes, lápidas, nichos, rituales funerarios y flores, mausoleos y cruces en el bosque o a la vera del camino, son memoriales, dispositivos espaciales que perduran en el tiempo, hundidos en la tierra, y funcionan como metáforas, como maquetas, de nuestra memoria personal. Así, la memoria es un panteón que guarda los restos fósiles de los momentos pasados, que honra a los que han fenecido y, muy especialmente, a esos yoes que hemos sido y se esfumaron con cada nueva experiencia que nos tocó vivir. Llevamos con nosotros los esqueletos y las calaveras exangües de los que fuimos y que hemos ido destiñendo en los márgenes y pies de página del libro de nuestra vida. Es curioso que el maravilloso ensayo que recoge todas las “metáforas de la memoria”4 que se les ocurrieron a los occidentales no haga referencia alguna al cementerio.
La sepultura de los seres queridos es un requisito para conservarlos pero también para permitir que sobre ellos caiga el misericordioso sudario del olvido, para que sean bañados por la savia cicatrizante de la planta que se arraiga en la osamenta. El cadáver del muerto es un cuerpo que no debe retornar para que la vida pueda proseguir. Por miedo a su vagabundo espectro se guardan sus restos bajo una lápida, se le entierra o se lo enceniza. Todos recordamos la historia ejemplar de Antígona que baja por su propio pie a la sepultura (una tumba todavía sin muerto) aceptando la condena que le corresponde por el crimen aún mayor que hubiera cometido si dejaba a su hermano, hijo como ella de Edipo y Yocasta, expuesto a la ciega voracidad de perros y buitres (un muerto sin sepultura).
Así, igual que Antígona, somos nosotros mismos enterradores y enterrados. Somos incapaces de borrar nuestras vidas anteriores y las llevamos con nosotros. Nos sobrevivimos. Será imposible devolver su lozanía a las flores de nuestro amor marchito, dejar al viento de las pasiones extintas que nos azote en la cara y a su fuego que nos queme, volver a sentir la caricia de nuestra madre en el rostro infantil. ¿Qué hacemos entonces? Conservamos la espectral memoria, hacemos bailar una curiosa danza macabra a esos que fuimos y ya no somos, nos solazamos en el necrótico y triste paisaje de lo ido y sido —triste aunque sean alegres los recuerdos, triste porque estéril es el paisaje de lo que nunca volverá a ser. Repitamos, repiquemos: lo muerto no es el olvido sino la memoria.
Con ese nostálgico material podemos inventar, sin embargo, hermosas obras. Nadie se priva de corregir sus recuerdos con ayuda de la fantasía, casi nadie deja de transmutar poéticamente la experiencia, mezclando el mármol de una tumba con el féretro de otra y hasta de tratar el actual presente como si fuese ya cosa del ayer, sepultando por adelantado el dolor que le invade. Nos ilusionamos pensando que, mañana, hoy será ayer.
Desde otro punto de vista —apostaría que, de nuevo, es a Borges a quien cito pero no estoy seguro de mi memoria— diría: “Sé que una cosa no hay y es el olvido.” Los recuerdos, en la idea romántica de los pacientes, los más de los poetas y los psicoanalistas, nunca desaparecen del todo. Como en la Roma aludida por Freud, nada de lo que alguna vez existió se desvanece y las fases atravesadas en la historia de la ciudad o del sujeto continúan simultáneamente presentes y sobrepuestas una sobre otra. El pretérito es siempre presente; de hecho, es él el que no existe, el que subsiste escondido. Podemos sonreír y hasta coincidir con Ambrose Bierce5 en que el olvido es el frigorífico de las mayores esperanzas y el eterno basurero de la fama. Las esperanzas pueden recalentarse así como las memorias reaparecer; no faltan ejemplos aunque tampoco sobren de las famas póstumas. No estaríamos de acuerdo, por lo tanto, con su otra, no menos ingeniosa definición: “El olvido es un dormitorio desprovisto de relojes despertadores.” Todo lo contrario: lo que alguna vez estuvo en el espíritu está siempre, como alma en pena, esperando la ganzúa que fuerce la cerradura del Hades y lo devuelva a la vida. Los neurocientíficos y “científicos cognitivos” hablan con su lenguaje burocrático de retrieval cues (“pistas para la recuperación”) y de un encoding specificity principle, de un “principio específico de codificación” de la memoria”.6
Preferimos recordar con Proust la creencia de los celtas o con Kenzaburo Oë7 la de los japoneses: que los espíritus de nuestros seres queridos están cautivos en alguna planta, en algún animal, en una escoba o en un cajón. Con gusto agregaríamos que, de preferencia, subsisten mezclados con nuestro propio espíritu de aquellos tiempos en algún disco con música, en un antiguo boleto de tranvía, en una foto o en un libro, hasta el día, que puede no llegar nunca —es muy común que los recuerdos sean condenados a prisión perpetua— en que, al pasar junto al árbol o la cosa en donde están recluidos, ellos se estremezcan y nos llamen por nuestro nombre haciendo que los reconozcamos y quiebren el conjuro que los tenía en prisión. Liberados por el azar o por nosotros mismos, se escapan de sus criptas, resucitan y regresan del exilio para compartir nuestras vidas.
Es una chance. Antes de que acabemos de morir con nuestra última muerte, los recuerdos, al igual que los muertos, sostienen una espera sin ansias, escondidos en objetos inertes (souvenirs: vienen desde abajo), olvidados entre las páginas de un libro que quién sabe si volveremos a sacar de su estante en la biblioteca, en magdalenas horneadas como conchitas que, al sumergirse en una tisana, destapan un manantial de vivencias que creíamos yertas y yermas. Proust insiste en que nuestra memoria consciente, el esfuerzo de nuestra inteligencia y voluntad, son fútiles cuando se trata de recuperar el pasado pasado. En su momento hemos visto,8 con García Márquez, el efecto liberador de recuerdos producido por una cuna conservada gracias a la devoción de una abuela.
En la memoria nos veneramos —y a veces nos maltratamos— a nosotros mismos. Con ella, gracias a ella, adulterándola con fuertes dosis de deseo, manifestamos un rechazo inconsciente a la evanescencia de nuestro ser. Con la memoria emparchamos el desgarrón perpetuo de nuestra identidad; nos ponemos a salvo del verdadero saber: el de que no somos uno sino muchos: una dispersa multitud de ausentes. La memoria, portentosa mitógrafa, falsa historiadora, urdidora de mentiras piadosas, siempre lista para rescatar del naufragio al yo, héroe y protagonista de una novela autobiográfica tan ficticia como él mismo (as him/her - self). La memoria, coartada del yo que ella pergeña, modela e inventa, vive a la búsqueda del acta de nacimiento, del testigo ocular, de la fotografía, de la película en súper ocho, del documento de archivo, del video que corrobore la autenticidad de su producto. ¿Cuál? El impostor que habla diciendo “yo”. Es así como tocamos por primera vez una piedra miliar en nuestra ruta sobre la que volveremos en los dos capítulos siguientes: la definición de John Locke (1694) convertida en una clave de la modernidad occidental: Memory makes personal identity. La memoria, sastre remendón, archipiélago de islotes con pretensiones continentales, hace a la convicción de que somos singulares e idénticos a lo largo del tiempo. La memoria, detective del perjurio que ella misma comete y que disfraza inventando para su héroe (“yo”) móviles generosos y anticipos proféticos. La memoria, pegamento de fantasmas desnudos y dispersos, “quimérico museo de formas inconstantes, montón de espejos rotos”,9 es la autora de innumerables autobiografías que parten de una segura convicción: la de que ella puede ser objetiva (o, por lo menos, “sincera”) y que es capaz de reflejar la verdad de una vida.
Si todo esto es cierto: ¿vale la pena recordar? Creo que sí. Sólo aquello que merece el cumplido del recuerdo puede ser olvidado. Por eso retorna a mi memoria un par de sonetos.
2. EL OLVIDO Y DOS SONETOS (EN EL SIGLO XVII)
Según sabemos, los títulos de las poesías de sor Juana Inés de la Cruz (1650-1695) no fueron escogidos por ella; sus editores del virreinato de la Nueva España, no siempre atinados, se encargaron de poner a cada verso su cabeza. O de poner de cabeza a cada verso. Repasemos el soneto “No quiere pasar por olvido lo descuidado”, joya de la literatura sobre nuestro tema. Hemos de citarlo en su integridad:
Dices que yo te olvido, Celio, y mientes,
en decir que me acuerdo de olvidarte,
pues no hay en mi memoria alguna parte
en que, aún como olvidado, te presentes.
Mis pensamientos son tan diferentes
y, en todos, tan ajenos de tratarte,
que ni saben si pueden olvidarte, ni si te olvidan
saben si lo sientes.
Si tú fueras capaz de ser querido,
fueras capaz de olvido; y ya era gloria
al menos la potencia de haber sido.
Mas tan lejos estás de es...