Entretejer espacios para aprender y convivir en el aula
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Entretejer espacios para aprender y convivir en el aula

Cecilia Fierro, Bertha Fortoul

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Entretejer espacios para aprender y convivir en el aula

Cecilia Fierro, Bertha Fortoul

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"Entretejer espacios para aprender y convivir en el aula" es una propuesta que desafía las concepciones tradicionales de práctica y formación docentes al ofrecer una mirada compleja, respetuosa y crítica de este quehacer. Desde el interaccionismo y la sociología crítica, las autoras desarrollan una propuesta para la formación inicial y continua de los profesores, que los ayudará a reflexionar, analizar y recrear la docencia con el fin de construir oportunidades para el aprendizaje y la convivencia de sus estudiantes.Este libro es una nueva propuesta teórica y metodológica enfocada al trabajo en el aula; un texto indispensable para docentes, directivos escolares, formadores e investigadores interesados en mejorar las prácticas en el aula.

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Información

Editorial
Ediciones SM
Año
2018
ISBN
9786072431058
Edición
1
Categoría
Pedagogía

CAPÍTULO 1

PRÁCTICAS DOCENTES EN
AULA: REDES DE VOCES
E INTERACCIONES

El docente navega sin tener jamás la
seguridad de llegar a un equilibrio estable,
siempre buscando conciliar el fuego
con el agua
Philippe Perrenoud
Este capítulo ofrece una mirada sobre el trabajo docente en salón de clases, a partir de una premisa básica: su condición de quehacer cultural e intersubjetivo, situado institucional y socioculturalmente. El encargo formal de propiciar aprendizajes en otras personas alrededor de objetos culturales significa que la docencia es necesariamente construida junto, desde y con los estudiantes. Por ello, esta relación implica un elemento vital y personal. No es un mero “servicio educativo” que se “entrega” a terceras personas: se trata de una dinámica que resulta del intercambio y la negociación entre los participantes, y esto hace de las aulas espacios en permanente tensión e incertidumbre. Reconocer esta condición en el trabajo docente es un punto de partida indispensable para emprender acciones de formación de docentes, así como para la intervención encaminada a la mejora de las prácticas.

METÁFORAS Y SUPUESTOS SOBRE
EL QUEHACER DOCENTE

Pocas profesiones se han prestado tanto a la exaltación metafórica como el trabajo docente: director de orquesta, gran jardinero, malabarista, capitán de barco, alfarero, chef, performance, compañero de viaje. En el fondo de estas y otras metáforas descansa un conjunto de supuestos y creencias sobre la naturaleza de este quehacer, acerca del protagonismo que corresponde a docentes y a estudiantes, y la índole del proceso que los relaciona.
Sabemos que la vida en las aulas pocas veces se parece a esa polifonía de voces e instrumentos en la cual la diversidad se expresa y se articula de manera armoniosa, bajo la conducción unívoca del director de orquesta. Las situaciones educativas tampoco se caracterizan —como sostiene Perrenoud— por la multitud de factores que se deben integrar y por la necesidad de reaccionar rápidamente. Si ello fuera así, la competencia del docente sería parecida a la de un piloto de Fórmula 1, a un malabarista (Perrenoud, 1996) o a un gran mago; todos ellos, dueños en última instancia del espectáculo que ofrecerán para el deleite de un público que, interesado y por voluntad propia, asiste a la función.
Tampoco resulta afortunado comparar el trabajo docente con el de otros sectores, como el industrial o el de servicios: ¿cuál sería la materia prima?, ¿las mentes y personalidades de los pequeños aprendices que deben moldear los maestros?, ¿los materiales que se gastan en el año?, ¿y el valor agregado? Por otra parte, ¿quiénes se pueden considerar “clientes” en un sistema de enseñanza formal que obliga a los padres a matricular a sus hijos en las escuelas a las que pueden tener acceso? (Rockwell, 2013).

¿UNA “OBRA DE AUTOR” O UNA PRAXIS?

Cada una de las metáforas antes aludidas contiene una toma de posición sobre:
a)
quién es el docente y cuál su margen de acción y su responsabilidad;
b)
quién es el alumno y cuál es su margen de decisión y de actuación;
c)
cuál es la naturaleza del vínculo entre ambos.
Meirieu (1998) retoma el dilema de fondo que plantea Francis Imbert (1985, 1987), en el sentido de que todo esfuerzo educativo está profundamente marcado por la oposición entre praxis y poiesis. La poiesis se refiere a una fabricación que concluye al alcanzar su objetivo, es una actividad que exige una figura de autor, un señor del sentido que garantice que sea predecible y reversible el resultado de sus operaciones de producción, en la cual las características del producto se definen de antemano. En contraste, la praxis es la relación entre reflexión crítica y acción, lo que hace posible la transformación de la realidad, con vistas a una permanente humanización (Freire, 1969). La práctica educativa supera el nivel de la poiesis porque no se reduce a un saber hacer técnico: supone “obrar con actores”, con sujetos singulares que se encuentran en la imposibilidad de anticipar lo que puede derivar de su compromiso y su encuentro. En la praxis no hay objeto que fabricar, ni del que se tenga una representación previa que lo encierre dentro de su “resultado”, sino un acto continuo, en un horizonte siempre abierto y por tanto inacabado.
Carr (2002) insiste en que la práctica educativa ha de superar el nivel de la poiesis que puede resolverse con un saber hacer (técnico); desarrollarla como praxis significa entenderla como una práctica regida por criterios éticos, pero también como práctica social históricamente situada, culturalmente implantada, vulnerable a la deformación ideológica y, por ende, con una carga política. Por ello, ha de estar orientada por una teoría que explique la realidad y permita hacer la crítica de la misma (Yurén, 2013, p. 33).
Esta idea es precisamente lo que reflejan las descripciones y relatos de la vida en las aulas, basados en el registro de voces de los estudiantes interactuando entre sí, con sus docentes, y ante una determinada tarea asignada. Los registros muestran entramados de intercambios simultáneos, diversos y aun contradictorios, que siguen su propia lógica, la cual compite en interés y fuerza con las intenciones del docente y las de los propios alumnos, así como con el encargo institucional y las expectativas sociales depositadas en este quehacer. Ante esta condición, el trabajo del docente supone utilizar recursos de distinto tipo para convocar la disposición propia y la de sus estudiantes en torno a un objeto de aprendizaje específico. La necesidad de atender las imprevisibles respuestas de los alumnos, ajustar tareas con base en su desempeño en los ejercicios de clase, negociar y procurar ser consistente con los acuerdos y normas establecidos oatender interrupciones son algunas de las implicaciones de reunir en un espacio y un tiempo determinados a un grupo considerable de niños o jóvenes, con un adulto a cargo de acompañarlos en tareas que los pongan en contacto con diversos objetos culturales.
El quehacer docente como una praxis es un supuesto básico del enfoque analítico o comprensivo de la enseñanza. Este plantea que los docentes requieren ser didactas, epistemólogos, investigadores, mediadores, formadores (Brousseau, 1998, en Vinatier, 2013) y agentes políticos a la vez.
Son didactas en cuanto tienen en sus manos la responsabilidad de definir el sentido, recrear los contenidos curriculares y definir la secuencia de las tareas que se llevarán a cabo.
Son epistemólogos porque su trabajo los remite a las teorías del conocimiento de los distintos campos disciplinares en los que enseñan; pero también porque toda su actuación como profesores está permeada por los supuestos y creencias —muchas veces implícitas— (Rodríguez, Rodrigo y Marrero, 1993; Pozo, 2006) que han construido a lo largo de su trayecto formativo biográfico y profesional, sobre el conocimiento y sus formas de validación y de evaluación, la enseñanza, el aprendizaje y la educación.
Son investigadores, ya que su trabajo requiere una constante observación y actuación ajustada al acontecer específico que se da en cada situación. También son mediadores, es decir, gestores de intercambios de conocimiento entre personas.
Son formadores porque su actuación compromete juicios, valoraciones, manejo de expectativas, normas y sanciones que afectan tanto su propio desarrollo como el de otros sujetos (Yurén, 1995; Puig, 2003; Martínez, 2000). Inevitablemente, intervienen con sus interacciones en los ámbitos normativo, afectivo y pedagógico, y en la generación de oportunidades para el desarrollo sociomoral de sus alumnos (Fierro y Carbajal, 2003).
Son agentes que actúan en el espacio de lo público y, por tanto, son también políticos. Tal como plantea Freire:
En verdad, el educador es un político, es un artista, él no sólo es un técnico que aprovecha las técnicas o que emplea la ciencia. Y por eso mismo él tiene que optar, […] lo que equivale a decir que necesita preguntarse: a favor de quién trabajo yo en educación, a favor de qué, o, en otras palabras, cuál es mi sueño como educador […]. Cuál es mi opción, cuál es mi compromiso. Y esa opción es política, no puramente pedagógica, porque no existe esa pedagogía pura (Freire, 2006, pp. 42-43).
La formación que se da en la escuela contribuye de manera fundamental a la construcción de lo social mediante la formación de ciudadanos. No es posible pensar la escuela o la educación fuera de la relación de poder, del problema del poder, que es político (Freire, 2006).

UNA PROFESIÓN DE LO HUMANO

Hemos planteado que el trabajo docente es una praxis. Sin embargo, esta condición no necesariamente es reconocida y asumida. La visión tecnocrática o instrumentalista de la educación plantea el trabajo docente como el último eslabón en una cadena de producción que distribuye pedazos de conocimientos a los estudiantes (Vinatier, 2013; Carr, 2002; Perrenoud, 2006). Ello implica concebirlos como aplicadores de métodos, programas y libros de texto diseñados por otros, y que solo requieren una ejecución directa, si acaso, con pequeños ajustes al guion preestablecido. A su vez, esta visión mantiene un conjunto de supuestos sobre los educandos: que son exclusivamente discentes, es decir, que su vida se agota en la escuela (Dubet y Martuccelli, 1998); que no tienen experiencia ni conocimiento propio; que aprenden siguiendo instrucciones; que adquieren las nociones correctas a la primera vez; que todos pueden avanzar relativamente al mismo ritmo; que están motivados por los objetos culturales que les presenta la escuela y que son capaces, igual que sus docentes, de dejar fuera del salón de clases su vida personal y las situaciones que los inquietan.
Si bien un conjunto diverso de elementos y condiciones materiales, institucionales y políticas, pedagógicas y socioculturales están presentes en el trabajo docente, lo que lo diferencia es precisamente que se trata de una profesión de lo humano, que confronta con el otro y, por ende, consigo mismo.
El maestro pone mucho de sí, pone su cuerpo, sus sentimientos y emociones, es decir, mucho más que el conocimiento de competencias, técnicas o procedimientos aprendidos. En realidad, cuando se habla de virtuosismo del docente, se hace referencia a estas cualidades que se ponen en juego en la relación con los otros para obtener credibilidad, confianza (Tenti, 2013, p. 136).
Por ser un encuentro entre personas, el trabajo docente se ve permeado por todas las contradicciones, ambivalencias e incoherencias de la condición humana (Kemmis y Mactaggart, 1988; Perrenoud, 1996; Morin, 1999; Morin, Ciurana y Motta, 2003; Cullen, 2009; Elliot, 1990; Jackson, Boostrom y Hansen, 2003).
El lugar de la persona (su toma de posición, la imagen de sí misma como enseñante y como ser humano) respecto a los otros, también valorados de determinada manera en tanto personas y como alumnos, está presente. Esta condición humana es descrita de manera magistral por Charlot (2006) cuando afirma que nacer es entrar en esta condición humana: en una historia singular que se inscribe en la historia más amplia de la especie humana, entrar en un conjunto de relaciones y de interacciones con otras personas, pertenecer a un mundo social en el que se ocupará un lugar.
Asimismo, nacer es estar sometido a la obligación de aprender. Aprender para construirse, en un triple proceso de hominización (volverse hombre), de singularización (volverse un ejemplar único de hombre), de socialización (volverse miembro de una comunidad, con la cual se comparten valores y donde se ocupa un lugar). Aprender para vivir con otros hombres con quienes se comparte el mundo. Aprender para apropiarse del mundo, una parte de ese mundo, y para participar en una construcción del mundo que ha comenzado antes que sí. Aprender en una historia que, a la vez, es mía, profundamente, en lo que es única, y se me escapa totalmente. Nacer, aprender, es entrar en un conjunto de relaciones y de procesos que constituyen un sistema de sentidos -donde se dice quién soy yo, quién es el mundo, quiénes son los otros- (Charlot, 2006, pp. 86-87).
Esta condición de lo humano suele ser desestimada en la enseñanza en aras de un pragmatismo didáctico que empobrece los vínculos entre docentes...

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