La selva y la lluvia
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La selva y la lluvia

Arnoldo Palacios Mosquera

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La selva y la lluvia

Arnoldo Palacios Mosquera

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Información del libro

Gracias a un rescate literario, hoy podemos disfrutar una increíble obra, que permaneció inédita por medio siglo. La selva y la lluvia es un increíble recorrido desde los días de la República Liberal (1930 - 1946), hasta los meses que siguieron después del Bogotazo, el 9 de abril de 1948. En este libro usted no encontrará la historia de un hombre sino la de un pueblo. Una sucesión de personajes cuyos senderos se cruzan, y a quienes el narrador va persiguiendo en una cadena de sombras chinescas que van desde lo más espeso de la selva chocoana a lo más árido de la vida bogotana.

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Información

Año
2010
ISBN
9789587573169
Categoría
Social Sciences
Categoría
Social Theory

V

En una de esas casona de dos plantas, una casi bajo tierra, barrio de Santa Bárbara, Luis Aníbal se había conseguido una piecita, que le servía sólo para las horas de sueño, pues no penetraba una gota de aire ni un hijo de luz; tanto que, pese a la avaricia secular de la propietaria, ésta no se enojaba si, por casualidad, él encendía la luz durante el día. A veces el cuarto de Luis Aníbal se convertía en una suerte de asilo, donde pernoctaban otros estudiantes. Esto sí que no lo perdonaba la propietaria. Sus compañeros optaron por entrar después de media noche y huir al amanecer. Ella sospechó la trama y hubo noches en que, toda nerviosa, se quedó en el portón, agazapada, para darles el zarpazo:
-¡Ya no más, don Luis Aníbal!... Estos caballeros no me pagan ni un centavo y yo no puedo permitirles que se queden -gritó la señora Blanquita, atravesándose en la puerta para cerrarles el paso.
Luis Aníbal se salió de casillas y se formó un violento altercado. Bueno, afuera no se podían quedar a estas horas; además, no eran criminales. Luis Aníbal los mandó avanzar costara lo que costare. La señora Blanquita vociferaba, chillaba, como si le hubiesen metido una aguja no se sabe dónde. Todos, muertos de hambre, se acostaron. Al día siguiente se levantaron tarde, era domingo.
Luis Aníbal se dirigió al patio, y, mientras se lavaba, encorvado, al borde de la alberca, Matiz esperaba su turno.
-Hágame el favor -le dijo Luis Aníbal, haciéndole comprender de que no le molestaba el que Matiz hiciera lo mismo simultáneamente, junto con él.
-Muy amable, don Luis Aníbal -asintió, amistoso, Matiz.
En lo íntimo de sí su interlocutor se sintió halagado. Esa actitud mezquina de los inquilinos de Bogotá, evitándose los unos frente a los otros, la habían sentido dolorosa. Cuando mucho, apenas si la gente se mascullaba los buenos días en los pasillos.
De ahí en adelante, las relaciones entre Luis Aníbal y Matiz dejaron de ser aquel contacto agrio y desconfiado; aquel cruzarse de miradas transversales sin el aliento de una sílaba.
Así, en otra ocasión, Luis Aníbal se salió al sol y en un asiento de madera sentóse a leer al lado de la higuera raquítica que con la alberca hacía parte de los enseres del patiezuelo. Serían las once; uno de los niños se le acercó.
-¿La mamá suya no viene a verlo? -le preguntó.
-Está muy lejos, en el Chocó -respondió.
-¿Por qué no viene aun cuando una sola vez? -inquirió el niño.
-Es lejos te digo -y, doblando un extremo de la página, para no perderla, Luis Aníbal atrajo al niño, acariciándole la cabecita.
Matiz, contento al sorprender la conversación amical, le gritó al niño desde dentro:
-¡No molestes a don Luis Aníbal!...
En eso la madre de Matiz, un pañolón negro alrededor del busto, las piernas regordetas, pesadamente salió al patio, y tomando al niño de la mano, habló al estudiante:
-Don Luis Aníbal -dijo-, ¿por qué no se queda usted a tomar la mazamorra con nosotros?
-Muy amable, mi señora, muy amable -repuso conmovido.
-No es gran cosa, pero lo hacemos con mucho gusto -anotó la madre.
En la mesa Matiz le disparó una serie de preguntas sobre el Chocó. Luis Aníbal le habló en general, primero, luego comenzó a dar detalles aún de su propia experiencia vivida.
-El aspecto de la empresa minera norteamericana Chocó-Pacífico, ahí me tiene un problema del cual nosotros nos hemos ocupado muy poco, casi nada -dijo Matiz, como haciéndose un reproche personal... ¡Cómo es posible que no exista allá un sindicato!
El más pequeñín comenzó a juguetear con la cuchara de palo, revolviendo el fondo del plato, haciendo chispear la mazamorra; se había embarrado toda la camisita y la cara, como un gato al que se le hubiese sumergido la cabeza en la leche.
-¡Que te voy a meter una zurra, chivato horroroso! -lo regañó la señora, amenazándolo con la mano abierta, en alto.
El niño se escapó y acurrucóse entre las piernas de Matiz, lloriqueando. Matiz le pasó la mano, cariñoso, por la frente:
-Para qué es chivato con su mamá, m'hijito -le habló, distraídamente-... Don Luis Aníbal, si le parece, pasemos a mi cuarto -dijo, levantándose.
El sol pálido de Bogotá se iba alejando del patio. La propietaria, en una de sus idas y venidas al baño, se había detenido a apretar con ahinco y perseverancia la llave del grifo de la alberca, pues se estaban desperdiciando algunas gotas de agua.
Matiz, pensativo, exclamó de pronto:
-¡Ah, godos bellacos!
-¡No hablés así! -dijo la madre, asustada-... ¡Va y te oyen m'hijo, por Dios!...
La habitación de Matiz era un verdadero taller, la camita perdida entre los libros y herramientas; en el suelo y sobre un banco de carpintería yacían sus obras, unas terminadas, otras a medio hacer: juguetes para niños, cuyas piezas estaban todas labradas en madera. Había fabricado un caballito que al rodar daba la sensación de galopar por su propio bello gusto. Luis Aníbal tomó el caballito en sus manos y, lelo, contempló tan esmerado trabajo; prácticamente una escultura. A cada brote de la admiración de Luis Aníbal, Matiz se sonreía, y con los dedos corazón e índice se peinaba el bigotillo de su cara angulosa.
-Mi mamá tiene que soportar un serio trabajo de guardián, para que los dos muchachos no me desbaraten demasiado esto... No hay modo de sacarlos de aquí, lo cual, de cierto modo me satisface porque de lo contrario se aburrirían quizá, los pobres...
-¡Tú eres un artista!... ¿Cómo has llegado a hacer esto? ¿Y a qué horas lo haces? -inquirió asombrado Luis Aníbal.
-Hombre, ves, cuando salgo del trabajo y los domingos... Menos mal que ahora no iré más al taller... Desde hace ocho días me despidieron... Voy a ver si puedo colocar algunos jugueticos en el comercio...
Luis Aníbal se quedó meditabundo, mirando por todos lados el caballito de madera. Hacía ya largos meses que él también buscaba seriamente trabajo, de lo contrario no podría continuar en la universidad. Al oír el caso de Matiz, un individuo que sabía bien su oficio, se desconcertó profundamente. Su sueño de terminar la facultad de Arquitectura comenzó a diluirse de manera casi inevitable. Fuera de eso, todo parecía volverse al revés en el país: los muertos de Manizales habían resonado como una tronamenta lúgubre que no anunciaba nada bueno. Luis Aníbal, echándose para atrás sobre la cama, sus ojos escrutadores fijos en el bajo cielo raso, como hablando consigo mismo, dijo:
-Yo no sé lo que vamos a hacer...
-¿Lo que vamos a hacer?... Lo peor sería que esa oleada de sangre continuara y nos topara con los brazos cruzados, nos sumergiera... Luchar, sí señor... Yo por lo menos definitivamente me entregaré a poner mi granito de arena en la organización de la clase obrera... Con una clase obrera fuerte, unida, la cosa les será más difícil a ellos... ¿Por qué no salimos un rato al centro, don Luis Aníbal, a tomarnos un tintico?
Andaron a pie, a lo largo de la carrera Séptima. En la calle Veinte Matiz se detuvo y entraron a un café no muy grande, pero concurrido y nublado de humo de cigarrillos. Había una sola mesa desocupada, inexplicablemente desocupada.
-¡Ah, el señor Matiz si no se deja ya ver! -exclamó Aminta, burlona, sonriente con una simpatía desbordante-... Siéntensen aquí, que esta mesa se la he reservado a los estudiantes... Y espérensen un momentico, que ya vuelvo.
Aminta les sirvió dos tasitas de café tinto; ella misma le puso el azúcar. Tomando una cucharadita la llevó a la boca y la probó con la punta de la lengua, a ver si estaba bueno de dulce. Lo cual no se hacía nunca; si el patrón la hubiese visto, quizá la habría reprendido; por otra parte ella no lo hacía igual con todo el mundo, sino con aquellos hacia quienes, por alguna razón, se sentía Aminta más próxima. Y pues Luis Aníbal vino con Matiz... Los dos siguieron platicando, sin poder separarse, como cuando después de una añeja amistad, depronto descubre uno que llegó el momento de decirse adiós, y quiere uno volcar todo cuanto encierra en el pecho.
Especialmente Luis Aníbal creía sinceramente haber perdido años enteros de este contacto aparentemente tan simple, pero que si se detenía un momento a reflexionar, no era simple sino por cuanto en ese contacto había de humano y nítido.
Aminta terminaría su turno dentro de un cuarto de hora; le dijo a Matiz que la esperara afuera, en la esquina. Al oírla, Luis Aníbal se levantó despidiéndose de Matiz para dejarlo libre. Matiz le rogó aguardarlo: al contrario, se irían los tres juntos. «¡Qué hombre éste -se dijo Luis Aníbal-, tan amplio, tan sin misterio!... ¿O será que quiere sacar algo de mí?». Luis Aníbal se atormentó a causa de este último pensamiento, pero en su vida, en nuestra vida, entre extraños habíamos encontrado tipos hipócritas, o bien tipos que nos despreciaban y nos pateaban para acabarnos de hundir.
Era ésta una noche bastante fría: Luis Aníbal enfundó las manos en los bolsillos. Aminta marchaba entre los dos. Matiz la tomó suavemente del brazo. Remontaron la avenida Jiménez, la cual abandonaron arriba, al dar con la sombría, sucia, mísera carrera Tercera. Se cruzaron con mucha gente vestida de harapos, el rostro escurrido, tiritando. De pronto se topetearon con un grupo de niños agarrados, prodigándose patadas y puños; uno tenía la boca reventada, pero sin embargo, no soltaba la naranja que tenía apechada, y cuyo jugo rodaba sobre su pecho y su vientre. Matiz y Luis Aníbal los apartaron y los sermonearon con una lección paternal. Se detuvieron en una casucha, de espaldas al pie de los cerros. Subieron cuatro escalones para ganar la nave del portón. Adentro descendieron una escalera, hasta un patio húmedo, tenebroso. Aminta sacó de su cartera una llavecita y abrió el candado de su puerta.
-Perdone -dijo, dirigiéndose a Luis Aníbal-, yo quisiera ofrecerles otras condiciones pero no he podido conseguir otra cosa.
Se quitó su abrigo, de color carmelito, bien conservado, y lo colgó en un roperito adherido a la pared, junto a la cama. Le indicó a Luis Aníbal un banquito de tres patas; Matiz se sentó en la cama.
Luis Aníbal observó el orden minucioso de aquel aposento, se dijera todo impregnado de la mismísima Aminta. En un ángulo, un cajón forrado en papel periódico, encima un reverberito de alcohol, algunos vasos, tazas, platos; paradas boca-abajo contra un costado del cajón un ollita y dos cacerolas; en la cabecera de la cama una imagen del Cristo de Monserrate, caído, la cabellera desgreñada.
-¿Qué les voy a preparar yo a ustedes de comer? -se preguntó Aminta, plantada en la mitad de la pieza.
-Si tú no sabes, nosotros sabemos menos -comentó Matiz.
Luis Aníbal hubiera querido decirle que no se molestara; que él no tenía hambre, etc., pero se sintió en una atmósfera tan profundamente acogedora que se dio cuenta de la futilidad de esa frase gastada.
-Papas fritas, huevos pericos, chocolate en agua porque no tengo leche, ¿eh, Julio?... -decidió Aminta.
-No hay que confundir en el Chocó late un perro con un perro en el chocolate... ¿No es verdad Luis Aníbal? -preguntó Matiz. Soltaron la carcajada.
La velada se les pasó en evocación y evocación de los Llanos y del Chocó, acerca del porvenir. Hacia las nueve y media de la noche Luis Aníbal se despidió. Se encontraría de nuevo con Julio Matiz, mañana.
-Te advierto -dijo Aminta-, que mañana vendré tarde, pues tengo clase de mecanografía por la mañana; de noche trabajo. Cueste lo que cueste, dentro de poco yo deberé ser mecanógrafa... Yo no sé, Julio, pero yo te aseguro que me siento muy bien... Hacer algo, ojalá sea minúsculo, con la certeza de que se contribuye a una obra más grande, ha sido para mí como el descubrir un mundo nuevo... Yo comprendo claro, hoy, que cuando me salí del Llano no fue por el capricho, la curiosidad de la ciudad, no... El Llano se me hacía monótono: yo no tenía tierra, ni ganado... Yo era huérfana de padre y madre, y el único hermano que tengo, cuando no estaba de peón por ahí, se enrollaba en esos viajes interminables, trayendo ganado a través del Llano, como te lo he hablado... Bogotá ha sido para mí una cárcel... Julio -le llamó la atención-: yo creo que esto se va a poner feo...
Aminta se calló y permaneció así, la mente viajera, unos minutos. Matiz sacó unas cuartillas de donde las había; puso un espejo boca abajo sobre la cama, encima el papel y comenzó a escribir, pacientemente. Todo incómodo, al rato le dolía la espalda, pero no quería acostarse antes de dejar listo el trabajo.
-No, no estoy de acuerdo, o, mejor, no es que no estoy de acuerdo, sino que a mi modo de ver el artículo no está claro: nosotros no debemos ponernos contra cualquier liberal sin ton ni son, ¿ves Julio? El liberalismo ha tenido o tuvo una tradición: por eso se le cree; en cambio, la oligarquía ha abandonado esta tradición democrática; hoy viven de la demagogia. Yo no sé si me explico, pero eso es lo que tú has de hacer sentir a los ojos de quien lee...
-¿Entonces, tú crees que lo debo volver a hacer?... -preguntó Matiz, semidesconcertado, pero reflexionando.
-No, la primera parte, hasta aquí, está pasable -dijo Aminta, sonriendo.
-¡Qué carajo! -Matiz le arrebató las hojas y las rasgó.
-¡No! -prorrumpió Aminta, pero, silencióse viendo que era demasiado tarde. Luego, habló de nuevo-: ...Eso te hubiera podido servir de base, yo no quise enojarte...
-No, no estoy bravo -se apresuró a responder él, apenado, esforzándose por calmarse-... Lo voy a volver a hacer, m'hija... Dame ...

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