La otra esclavitud
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La otra esclavitud

Historia oculta del esclavismo indígena

  1. 404 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Los esclavos en América parecen tener un solo rostro: el de los africanos convertidos en mercancía, secuestrados de su lugar de origen y forzados brutalmente a trabajar en el Nuevo Mundo. Pero a esa atroz historia hay que sumar la del sometimiento que se impuso a los pueblos indígenas americanos, ejercido tanto en tiempos prehispánicos como durante el periodo colonial, con denominaciones que lo hacían digerible, como encomiendas o repartimientos. A esa otra esclavitud dedica Andrés Reséndez este volumen pionero, sin duda el más completo sobre esta forma extrema de violencia laboral y social. El lector viajará del Caribe al suroeste de los actuales Estados Unidos, pasando por Mesoamérica y por esa áspera región habitada por pueblos nómadas y guerreros, y en ese recorrido se revelarán las características locales —siguiendo la macabra fórmula con la que se nombró a la servidumbre involuntaria— de esta "peculiar institución", por ejemplo el interés de los comerciantes sobre todo en mujeres y niños. Al adentrarse en un asunto a menudo pasado por alto, Reséndez revela una faceta feroz de las sociedades americanas. La otra esclavitud obtuvo el Premio Bancroft de la Universidad de Columbia en 2017 y fue finalista en el National Book Awards en 2016.

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Información

Editorial
Grano de Sal
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9786079836931
Edición
1
Categoría
History

1. La debacle caribeña

La esclavitud india nos plantea un acertijo demográfico fundamental. Los primeros europeos que llegaron al Nuevo Mundo encontraron un próspero archipiélago: islas grandes y pequeñas cubiertas por una exuberante vegetación, repletas de insectos y aves, y pobladas por seres humanos. El Caribe era “como una colmena de gentes”, escribió Bartolomé de Las Casas, el más famoso de los primeros cronistas de la región, que acompañó varias expediciones de descubrimiento. “Hay otras muy grandes e infinitas islas alrededor, por todas las partes della [la Española], que todas estaban e las vimos las más pobladas e llenas de naturales gentes, indios dellas”. En efecto, Colón fue recibido por una abundante población. Los académicos actuales han propuesto cálculos poblacionales enormemente contrastantes para el Caribe, que van desde 100 mil hasta 10 millones de habitantes. Pero, aunque la población inicial esté sujeta a debate, nadie duda del catastrófico colapso que siguió. Para la década de 1550, apenas 60 años, o dos generaciones, después del contacto, los nativos que Colón describió de forma memorable como “afectuosos y sin malicia” y con “las piernas muy derechas […] y no barriga” habían dejado de existir como pueblo y muchas islas caribeñas se transformaron en sobrecogedores paraísos despoblados.1
Como sabe cualquier niño de primaria, las enfermedades epidémicas fueron una de las principales razones de esta devastación. Los europeos contagiaron a los nativos con agentes patógenos para los que los americanos tenían poca o nula resistencia y que desencadenaron epidemias de “tierras vírgenes”. En su trabajo pionero sobre el despoblamiento temprano de Estados Unidos, Alfred W. Crosby escribió que fue como “arrojar cerillos encendidos a la yesca”. El sarampión, la malaria, la fiebre amarilla, la influenza y sobre todo la viruela hicieron estragos entre la población indígena en sucesivos brotes que se propagaron por las islas. Por supuesto, algunos indios sucumbieron en batallas campales contra los invasores blancos que, después de todo, poseían armas de acero muy superiores y una movilidad incomparable gracias a sus caballos, pero los microbios fueron, por mucho, el arma más devastadora de los españoles.2
Y, sin embargo, hay una profunda disociación entre esta explicación biológica y lo que informaron los europeos del siglo XVI. Bartolomé de Las Casas, que desembarcó en el Nuevo Mundo en 1502, afirmó que “la causa porque han muerto, y destruido tantas, y tales, y tan infinito número de ánimas los Cristianos” fue su “insaciable codicia”, que los llevó a matar “a todo y a todos los que mostraban la menor señal de resistencia” y a someter a los varones “con la más dura, horrible, y áspera servidumbre en que jamás hombres, ni bestias pudieron ser puestas”. Es verdad que Las Casas era un apasionado defensor de los derechos de los indios y tenía razones de sobra para preocuparse por la brutalidad española, pero no tenemos que limitarnos a su palabra, puesto que no fue el único en hablar al respecto: los primeros cronistas, los funcionarios de la corona y los colonos sabían que la extinción de los indios había sido provocada por la guerra, la esclavización, el hambre y el exceso de trabajo, así como por las enfermedades. El rey Fernando el Católico —para nada un defensor de los indios y posiblemente el individuo mejor informado de la época— creía que en los primeros años habían muerto tantos nativos porque, a falta de bestias de carga, los españoles “habían obligado a los indios a llevar cargas excesivas hasta que los quebraron”.3
Las primeras fuentes no mencionan la viruela sino hasta 1518, 26 años después de la llegada de Colón al Caribe. No se trata de un descuido: los españoles del siglo XVI conocían muy bien los síntomas de la viruela y vivían con miedo a toda clase de enfermedades. Por ejemplo, estaban muy conscientes de que tener sexo con mujeres indias podía causar “el mal de las bubas” (sífilis), que aquejó a varios de los marineros de Colón y que se propagó por Italia y España tan pronto éstos volvieron. Ya en 1493 hubo colonos del Caribe que informaron también de una enfermedad que afectaba tanto a indios como a españoles y que se caracterizaba por fiebres altas, dolor de cuerpo y postración, signos clínicos que tal vez apunten a una fiebre porcina. La influenza suele ser benigna, aunque es capaz de mutar en formas más letales que provocan pandemias. La famosa pandemia de la “gripe española” de 1918, que hizo estragos por todo el planeta, no es más que un ejemplo. Las primeras fuentes caribeñas no describen una pandemia de influenza sino una enfermedad con síntomas parecidos y moderadamente severa. No se menciona la viruela ni ningún otro episodio claro de muertes masivas entre los nativos sino hasta 25 años después del primer viaje de Colón. Por supuesto, es imposible descartar por completo la posibilidad de que haya habido brotes graves que no fueron registrados, pero los documentos sugieren que las peores epidemias no afectaron de inmediato al Nuevo Mundo.4
De hecho, es muy lógico que la viruela llegara en forma tardía. La enfermedad era endémica en el Viejo Mundo, de modo que la gran mayoría de los europeos había estado expuesta al virus en la infancia, con uno de dos resultados: la muerte o la recuperación y la inmunidad de por vida. Así, había pocas probabilidades de que llegara por barco un pasajero infectado. E incluso, de haber sido el caso, en el siglo XVI el viaje de España al Caribe duraba cinco o seis semanas, un tiempo suficientemente largo como para que cualquier persona infectada muriera en el camino o se hiciera inmune (y dejara de ser contagiosa). Sólo hay dos formas de que el virus sobreviviera una travesía tan prolongada. Una es que una embarcación transportara tanto a una persona ya infectada como a un huésped susceptible que contrajera la enfermedad en el camino y sobreviviera el tiempo suficiente para desembarcar en el Caribe. Las posibilidades de que ocurriera algo así eran minúsculas, de alrededor de 2 por ciento según un cálculo que hizo sobre las rodillas el demógrafo Massimo Livi Bacci. La segunda posibilidad es que el virus sobreviviera en las costras que caían del cuerpo de un pasajero infectado. Puesto que la viruela ha sido erradicada de la faz de la Tierra, con excepción de algunos laboratorios, nadie sabe con certeza cuánto podría haber sobrevivido el virus fuera del cuerpo en las condiciones de una embarcación del siglo XVI. Pero, aunque el virus hubiera permanecido activo a bordo del barco español que llegó al Nuevo Mundo, tendría que haber podido introducirse en un huésped adecuado. En resumen, lejos de ser improbable, era de esperarse una llegada tardía de la viruela al Nuevo Mundo.5
Mucho antes de que se detectara viruela en el Caribe, los isleños ya se encontraban en vías de extinción. La Española, que hoy comparten Haití y República Dominicana, fue el primer hogar de los europeos en el Nuevo Mundo. Es un territorio muy grande, un poco mayor que el actual estado de Zacatecas, y en el momento del contacto estaba salpicado por 500 o 600 aldeas indias, una dispersión extrema que habría dificultado la propagación de la enfermedad. Por lo general, se trataba de pequeños asentamientos formados por unas cuantas familias extendidas, con excepción de un puñado de comunidades con más habitantes, que no llegaban a ser como las ciudades aztecas o incas pero sí aldeas de un tamaño considerable. Fray Bartolomé de Las Casas estimó la población total de La Española en “más de tres millones”, pero en vista de la capacidad de carga de la isla, de los restos arqueológicos y de los primeros conteos españoles, 200 mil o 300 mil habitantes son cifras más razonables. Para 1508, sin embargo, ese número había menguado hasta 60 mil; para 1514 era de apenas 26 mil, según un censo muy completo (y ya no sólo por conjeturas), y para 1517 la cifra se había desplomado a 11 mil. En otras palabras, un año antes de que los europeos comenzaran a informar de casos de viruela, la población india de La Española se había reducido a 5 por ciento o menos de la población de 1492. Está claro que los nativos se encontraban en el proceso de un colapso demográfico total, al que la viruela vino a dar el tiro de gracia.6
Cuando pensamos en las primeras etapas del Caribe europeo, solemos imaginarnos una mortandad masiva provocada por los microorganismos patógenos que atacaron a una población sin defensas inmunitarias. Pero, como indica el caso de La Española, este cuadro no se observó en forma directa, sino que se dedujo. Comenzó a cobrar forma hace apenas 50 o 60 años, cuando un grupo de demógrafos e historiadores calculó poblaciones muy altas para la América previa al contacto. Puesto que no había forma de contar la población india de ningún área del hemisferio en 1492, estos “sobreestimadores” —como terminaron por ser llamados— obtuvieron sus cifras aproximadas mediante métodos indirectos, como tomar los primeros censos de población de la era española y multiplicarlos por un factor de diez o más para calcular los números previos a 1492, o usar cifras poblacionales fragmentarias para una pequeña región y aplicar la misma tasa de mortandad a áreas geográficas mucho más extensas. Como es de esperarse, estas metodologías resultaron controversiales, aunque las espectaculares cifras que arrojaron circularon con amplitud. Por supuesto, dichas cantidades suscitaron preguntas sobre las causas del colosal declive posterior. ¿Era posible que los españoles, con sus espadas oxidadas y sus incómodos arcabuces, mataran a tantos indios? En el Caribe, por ejemplo, menos de 10 mil europeos tendrían que haber sido capaces de eliminar una población india mil veces mayor (si aceptamos el cálculo de 10 millones que hicieron los sobreestimadores). Hay que decir, en su favor, que en las décadas de 1960 y 1970 los sobreestimadores originales reconocieron que la merma poblacional tenía múltiples causas, que iban desde la guerra y la explotación hasta las epidemias, pero sus sucesores hicieron énfasis en las epidemias, que con el tiempo se volvieron la explicación predominante y más lógica de la catastrófica desaparición de los indios.7
Hoy está surgiendo un nuevo consenso que ajusta a la baja las cifras de los sobreestimadores. Que las poblaciones americanas previas al contacto fueran más pequeñas no hace menos dramático su desmedro, pero los números iniciales más modestos sí exigen la revisión de las posibles causas del declive. Resulta difícil imaginar que cada español asesinara a mil indios con microbios como única arma, pero es mucho más fácil pensar que cada conquistador, dueño de una tecnología superior y movido por la avaricia, sometiera a 30 indios, que terminaron por morir a causa de una combinación de guerra, explotación, hambre y exposición a nuevas enfermedades. Tal vez nunca sepamos cuántos nativos murieron exclusivamente por efectos de las enfermedades y cuántos por obra de la intervención humana, pero, si tuviera que aventurar un cálculo con base en las fuentes escritas con que contamos, diría que entre 1492 y 1550 un entramado de esclavitud, agotamiento y hambre mató más indios en el Caribe que la viruela, la influenza y la malaria. Entre estos factores humanos, la esclavitud destaca como uno de los peores asesinos.8

EL PRIMER PLAN DEL ALMIRANTE

La corona española nunca pretendió cometer un genocidio o perpetrar la esclavización sistemática de los pobladores nativos del Caribe. Estos resultados eran totalmente contrarios a la moral cristiana y los intereses económicos e imperiales españoles más elementales. Y, sin embargo, un puñado de decisiones individuales, la naturaleza humana y la geografía del archipiélago condujeron a ese dantesco escenario. La vida de Cristóbal Colón nos ofrece una puerta de entrada a esta trágica cadena de decisiones y circunstancias.
Colón era un marinero visionario, pero también un empresario, un papel que no ha concitado el mismo nivel de atención en las obras que se ocupan de él. Nació en una familia de hilanderos y comerciantes genoveses y pasó toda su vida en compañía de personas que lucraban comprando y vendiendo. Cuando concibió su extraordinario proyecto de llegar al Oriente navegando hacia el oeste, negoció pacientemente con varias cortes europeas, insistiendo siempre en que se cumplieran condiciones que con frecuencia terminaban por convertirse en razones de desacuerdo y rompimiento. En las famosas Capitulaciones de Santa Fe, el acuerdo que firmó con el rey Fernando y la reina Isabel en abril de 1492, podemos apreciar lo terco que era como negociante: aunque solicitaba títulos y honores vitalicios que luego podría legar a sus herederos y sucesores por toda la eternidad, en el corazón del contrato introdujo dos cláusulas comerciales. Colón primero requirió una décima parte “de todas y cualesquier mercaderías, siquiera sean perlas, piedras preciosas, oro o plata, especiería y otras cualesquiera cosas y mercaderías de cualquier especie, nombre y manera que sean, que se compraren, trocaren, hallaren, ganaren y hubieren dentro de los límites de dicho almirantazgo”. Es evidente que durante las negociaciones Colón aún pensaba en especias, sedas y otros productos de Oriente. Pero la forma en la que eligió describir los bienes —“todas y cualesquiera mercaderías”— tendría repercusiones importantes en sus empresas en el Nuevo Mundo. Colón también logró una segunda concesión en forma de una opción —que funcionaba de modo muy similar al de las modernas opciones accionarias— mediante la cual adquiría el derecho a invertir un octavo del costo de la dotación de todas las expediciones presentes y futuras, y a obtener a cambio una octava parte, o 12.5 por ciento, de las ganancias obtenidas por estos emprendimientos. Estas dos cláusulas supusieron que Colón —un solo individuo— tendría control de casi una cuarta parte del comercio entre Oriente y el Imperio español.9
El primer viaje de Colón al Nuevo Mundo resultó un éxito, y en la primavera de 1493 regresó, triunfal, a España. De camino a Barcelona, donde Fernando e Isabel habían instalado la corte, Colón recibió una estimulante carta de sus patrocinadores en la que se dirigían a él con todos los títulos prometidos: “Para don Cristóbal Colón, nuestro Almirante de Mar Océano, e Virrey y Gobernador de las Islas que se han descubierto en las Indias”. A su llegada, la corte en pleno y la ciudad salieron a recibirlo, “y las multitudes no cabían en las calles”. Al día siguiente, Fernando e Isabel recibieron al almirante afectuosamente pero con gran solemnidad en el Alcázar. Los reyes católicos se alzaron de sus tronos al acercarse Colón y cuando éste se arrodilló para besar las manos de sus benefactores, éstos le concedieron el mayor de los honores, reservado para un puñado de grandes hombres: lo hicieron ponerse de pie y pidieron una silla para que pudiera sentarse en su presencia. El Almirante del Mar Océano deleitó a Fernando e Isabel con relatos de su viaje y de las cosas maravillosas que había presenciado. Les regaló a sus patrocinadores unas 40 aves tropicales, con “el más brillante plumaje”, extrañas joyas hechas de oro y los seis indios que habían sobrevivido la travesía. Como observó uno de los principales biógrafos de Colón, “Nunca más volvería a conocer tanta gloria ni recibir tantos elogios o disfrutar tantos favores de sus Soberanos”. Entre celebraciones y brindis, los monarcas aprobaron una segunda expedición mucho más grande: ya no las tres pequeñas carabelas de la primera vez, sino una flota de 17 embarcaciones; no unas cuantas familias de marineros y algunos convictos de Palos y de Moguer, sino un contingente de 500 colonos de toda la península Ibérica transportado por tripulaciones navales profesionales. Es difícil imaginar el entusiasmo que se respiraba en el verano de 1493 mientras se completaban, a toda velocidad, los preparativos para ese viaje. Más allá del horizonte esperaba una gran promesa, y Colón no podía sino felicitarse a sí mismo por haber insistido en obtener términos tan favorables para el que alguna vez pareció el proyecto de un lunático y que ahora auguraba ser una realidad maravillosa y potencialmente muy lucrativa.10
La flota se dirigió primero hacia las Antillas menores y pasó por la costa sur de Puerto Rico antes de desembarcar en La Española. Colón había visitado la isla en su primer viaje y uno de sus capitanes había intercambiado bienes por oro con los indios que allí vivían. Así que la segunda vez los españoles examinaron con gran cuidado la costa norte de la isla e inquirieron a los indios por la fuente del metal. Los locales les dijeron que el oro se encontraba en la montañosa zona interior, en una región llamada Cibao, en lo que hoy es República Dominicana. Aunque se entusiasmaron por la presencia del metal dorado, los exploradores pronto descubrieron que emplear las cribas en busca del mineral en el lecho de los ríos y explotar los depósitos aluviales de Cibao e...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Portada
  4. Créditos
  5. Índice
  6. Dedicatoria
  7. Introducción
  8. 1. La debacle caribeña
  9. 2. Buenas intenciones
  10. 3. El traficante y sus redes
  11. 4. La atracción de la plata
  12. 5. La campaña española
  13. 6. La mayor insurrección contra la otra esclavitud
  14. 7. Nómadas poderosos
  15. 8. Misiones, presidios y esclavos
  16. 9. Contracciones y expansiones
  17. 10. Los estadounidenses y la otra esclavitud
  18. 11. Una nueva era de esclavismo indígena
  19. 12. La otra esclavitud y la otra emancipación
  20. Epílogo
  21. Reconocimientos
  22. Apéndices
  23. Notas
  24. Créditos de ilustraciones