Revolución y guerra
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Revolución y guerra

Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla

Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra

Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla

Tulio Halperin Donghi

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Clásico indiscutible de la historiografía argentina contemporánea, "Revolución y guerra" aborda la trama de múltiples procesos desde la crisis final del imperio español hasta el avance del nuevo orden económico y mercantil en el espacio atlántico, y su impacto tanto sobre el equilibrio étnico, económico y militar entre las regiones antes dominadas por la Corona –de Quito a Buenos Aires– como sobre el cambiante clima de ideas e ideologías que acompañó el tránsito de la autoridad de la monarquía católica a la de una veintena de estados sucesores.Con los acontecimientos desatados en 1810, se desarticularon antiguos circuitos comerciales centrados en el Alto Perú, de los que Buenos Aires era sólo abastecedor, y se conformaron otros orientados al intercambio con el exterior allende el Atlántico. El tráfico de mercancías –materias primas criollas por manufacturas europeas– alentó también la importación de ideas innovadoras, estrategias y concepciones sociales que reconstruyeron el mapa del poder en América del Sur. Tulio Halperin Donghi sigue las vicisitudes de una elite política creada, destruida y vuelta a crear por el movimiento independentista, y las relaciones que esta elite sostuvo con los sectores económicos y sociales del Río de la Plata, con el trasfondo de las angustiosas luchas internas por implantar un orden hegemónico.A más de cuarenta años de su publicación original, esta nueva edición revisada de "Revolución y guerra" cuenta con un prefacio iluminador, en el que Tulio Halperin Donghi evoca las circunstancias en que concibió y escribió la obra, así como las decisiones que fueron dando forma a un libro decisivo y que revelan la forja de un historiador enteramente excepcional.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876294263
Parte II
Del Virreinato a las Provincias Unidas del Río de la Plata
3. La crisis del orden colonial
La guerra y el debilitamiento del vínculo imperial
La guerra a escala mundial se instala de modo progresivo en la estructura imperial española a lo largo del siglo XVIII. La decisión con que la España borbónica se alinea en la lucha contra la creciente hegemonía británica impone a la nación un esfuerzo cada vez más vasto, en busca de un resultado por otra parte cada vez más remoto. Las victorias, las derrotas a medias, cambian muy poco a esta tendencia general: también en política internacional la España renaciente del siglo XVIII se fija objetivos más vastos que las posibilidades abiertas por un ascenso sin duda muy real, pero a la vez limitado.
En todo caso, si bien el orden imperial en su conjunto sufre muy pronto las consecuencias de esta política ambiciosa, en el sector rioplatense, por el contrario, esta comienza por consolidarlo; una mayor atención que la habitual por parte de la corona, inspirada fundamental y acaso decisivamente por consideraciones de política internacional, lleva a que en esta zona el esfuerzo de renovación administrativa, económica, militar, se ejerza con particular intensidad. Por otra parte, es en esta zona donde las tentativas de erigir un antemural contra el avance del bloque británico –cuyo agente era aquí Portugal– tienen un éxito relativamente amplio; al mismo tiempo con la creación del virreinato cae definitivamente en manos españolas esa Colonia del Sacramento que durante un siglo ha sido amenaza militar y elemento disgregador del orden mercantil español en este rincón del mundo. Así, mientras en el norte de la América española –en esas Antillas siempre más amenazadas que la menos atractiva extremidad austral– la breve ocupación británica de La Habana, ocurrida en 1762, y la experiencia de once meses de libre comercio con la potencia hegemónica, proponían a través de una perspectiva concreta una alternativa al orden español, este se afirmaba con más fuerza que nunca en el Río de la Plata.
Por ello la crisis del sistema colonial tendrá en el Río de la Plata un curso más abrupto que en otras partes. Se trata, en efecto, de un poder que ha venido dando muestras de creciente vigor, pero que comienza a agostarse de modo inesperadamente rápido; los años anteriores a 1805 casi no anuncian lo que será ese vertiginoso derrumbe.
No lo anuncian y sin embargo en ellos vemos dibujarse algunos de los temas que luego de la disolución del orden imperial se harán dominantes. En particular son las innovaciones introducidas en el sistema mercantil para adaptarlas a la coyuntura de guerra las que los anticipan. Hemos visto ya cómo a partir de 1791 un conjunto de medidas de la corona acrecentaba la autonomía del centro comercial porteño respecto de la metrópoli; estas medidas, indispensables para paliar las consecuencias del aislamiento creciente entre España y sus Indias, eran recibidas con ánimo diferente de aquel que impulsaba a imponerlas como paliativos transitorios ante una situación de emergencia. Por una parte, debían necesariamente provocar tensiones entre quienes se disponían a aprovechar sus ventajas y los emisarios locales del orden metropolitano, temerosos de las consecuencias que les acarrearía cualquier atenuación de la hegemonía metropolitana. Estas tensiones, esos conflictos, han merecido la atención constante de nuestros historiadores, acostumbrados a rastrear en ellos la agudización de una divergencia de intereses que desembocara en la escisión revolucionaria posterior a 1810. ¿Es legítima esa interpretación? Esto parece dudoso; hemos visto ya cómo el ordenamiento posrevolucionario deja muy escaso lugar a los más de estos supuestos precursores, a más de uno de los cuales hallaremos luego entre los adictos al régimen caído. Pero la existencia de ese hiato entre la cada vez más insegura hegemonía mercantil española y la imposición de la que habrá de sustituirla es sin embargo decisiva; no sólo encumbra en la vida económica a figuras que no deben ya nada a la existencia del agonizante pacto colonial, sino que abre también la perspectiva de un proceso al margen de él.
Esa perspectiva es descubierta bien pronto; la encontramos ya reflejada en la noción de que Buenos Aires es el centro del mundo comercial, luego de haber sido uno de los remotos rincones del mundo colonial español. Sin duda este descubrimiento no pone directamente en entredicho la supervivencia del vínculo político con la metrópoli; debe sin embargo ir transformando la imagen que de él se elabora en el área colonial. Del surgimiento de una nueva imagen más compleja (y también más rápidamente cambiante) de ese vínculo, tenemos testimonios en los escritos de los economistas ilustrados surgidos en Buenos Aires bajo el estímulo de la complejidad social creciente de la capital virreinal.
Indudablemente, desencadenada la revolución, estos condenarán su experiencia de colaboración con el poder monárquico y español. Manuel Belgrano (que ha invertido en ella, como secretario del consulado de comercio, largos años de su trayectoria prerrevolucionaria) la ha de explicar en su Autobiografía como un fruto de alucinaciones nacidas a partir de la ignorancia acerca de la índole necesariamente negativa del vínculo colonial. Pero la dureza con que el revolucionario juzga al que aún no lo era no impide descubrir a través de sus condenas cómo el criollo de veintitrés años, graduado en Valladolid y recibido de abogado en su cancillería, y (al calor de la variación que en las ideas han producido “entre los hombres de letras con quienes trataba” la revolución de Francia) ganado por entero por las de “libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y [que] sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o indirectamente”; cómo este joven que conoce y acepta la doctrina revolucionaria, a la luz de la experiencia revolucionaria ultrapirenaica, acepta también que la corona, en el marco de la monarquía ilustrada, puede ser aún el instrumento idóneo para esa transformación revolucionaria. Un ministro que ha visto mundo le propone ser secretario del consulado de Buenos Aires; Belgrano acepta con entusiasmo.[1]
¿Inconsecuencia? ¿Pero cómo iba a ver en la corona el respaldo político del orden colonial, la proveedora de la fuerza que mantenía el dominio de la metrópoli y sus emisarios sobre la riqueza indiana, la enemiga necesaria de las transformaciones profundas que amenazarían necesariamente ese dominio, cuando eran precisamente sus agentes quienes habían creado un instrumento de modificación económico-social y lo llamaban a ocupar un lugar desde el cual podría orientar de manera decisiva su rumbo?
Sin duda, desde su secretaría, Belgrano irá descubriendo algunas duras realidades; luego de enviarlo a luchar contra el estancamiento y la rutina, el poder regio lo deja solo para librar una batalla imposible contra los beneficiarios de ese estancamiento, a los que ha instalado en el cuerpo consular. Midiendo su acción no por las intenciones de los remotos administradores madrileños, sino por sus frutos, Belgrano no ve ya en ella nada que no pueda explicarse como la aplicación de dos directivas fundamentales: el mantenimiento en lo esencial del pacto colonial y su atenuación en algunos aspectos secundarios para que sobreviva mejor a los peligros que lo amenazan; la corte de España “vacilaba en los medios de sacar lo más que pudiese de sus colonias, así es que hemos visto disposiciones liberales e iliberales a un tiempo, indicantes del temor que tenía de perderlas”. Pero esa política oscilante y escasamente sincera, si bien mata la adhesión profunda de parte de quien comienza a advertirla con lucidez, no interrumpe necesariamente la colaboración del futuro revolucionario.
¿Por qué no la interrumpe? Belgrano pone en primer plano una razón sin duda decisiva: que no creía posible un rápido derrumbe del poder monárquico y español, que –por el contrario– creía que aún por un siglo el área rioplatense habría de desenvolverse en su marco. Razón importante, pero no la única. El orden colonial no era, luego de tres siglos de implantación, una ocupación extranjera; había echado fuertes raíces locales. Los adversarios de los cambios que Belgrano juzgaba necesarios dominaban, aún más que el aparato político central, la economía local. Las mismas vicisitudes sufridas por Belgrano en el consulado de comercio así lo prueban: sin duda que la corona no lo había apoyado suficientemente contra una mayoría de comerciantes enriquecidos en el monopolio, pero esa mayoría no había sido fruto de la elección arbitraria de la corona; era demasiado representativa de los grupos que dominaban efectivamente el comercio de Buenos Aires, y que necesariamente debían dominar la corporación de mercaderes que era, entre otras cosas, el consulado. Por el contrario, sólo gracias a la mayor laxitud de dominio del consulado por parte de esos elementos locales –que la gravitación de la corona aseguraba– había podido Belgrano, recomendado por su fervor reformador, llegar a secretario de la institución; no hubiesen sido sin duda los beneficiarios del monopolio quienes escogieran para ocupar ese cargo a su tenaz adversario.
El poder político se presenta entonces como un instrumento de transformación de un orden económico que no parece capaz de elaborar de manera espontánea fuerzas renovadoras de suficiente gravitación. La experiencia muestra que ese instrumento es escasamente eficaz; comienza a mostrar que la coyuntura lo debilita cada vez más, lo obliga a constantes transacciones que lo excluyen del papel directivo. Comienza a mostrar algo más: la capacidad de la economía local para transformarse bajo el estímulo de cambios de coyuntura debidos a menudo aun a causas políticas, pero en todo caso a causas ajenas a las decisiones de la corona. Estas transformaciones de la economía, las que de ellas se derivaban en las relaciones de fuerza entre los grupos actuantes, pasan a primer plano en los últimos quince años coloniales. ¿De esos cambios hubiese podido esperar Belgrano lo que ya no esperaba del poder central?
Nada menos seguro; sobre la importancia de esas mismas fuerzas el secretario del consulado parece haber tenido nociones menos extremadas que las de más de un historiador de los orígenes de la revolución y sin duda no sin motivo, puesto que si el surgimiento y enriquecimiento de mercaderes que trafican al margen de la ruta imperial de Cádiz es un hecho políticamente muy importante, las consecuencias económicas de esta novedad serán efímeras: no habrán de durar más que lo que dure el vínculo con España y la Europa continental, roto por las victorias navales británicas y no reemplazado aún por un nuevo lazo desigual con la potencia victoriosa, que se dibuja ya como heredera de la hegemonía española.
Sin duda la sobriedad con que Belgrano ve esas innovaciones le es personal; frente a él, Hipólito Vieytes no se cansa de proclamar la grandeza presente y futura de la Tiro de América.[2] Hay sin embargo otra razón que le es menos personal para que siga considerando indispensable el arbitraje del poder político por sobre el despliegue de las fuerzas económicas; como casi toda la ilustración hispanoamericana, se resiste a depositar una fe sin mezcla en los mecanismos espontáneos de la economía. De ello queda testimonio en el modo trabado y vacilante con que informa sobre una de esas medidas –“liberales e iliberales a un tiempo”– de la corona:
alguna vez –narra Belgrano– se le ocurrió favorecer la agricultura, y para darle brazos, adoptó el horrendo comercio de negros y concedió privilegios a los que lo emprendiesen: entre ellos la extracción de frutos para los países extranjeros.
A solicitud del rey, la corporación consular informó “que los cueros no eran frutos, y por consiguiente no debían comprenderse en los de la gracia de extracción a cambio de negros”.
Mi ánimo se abatió –prosigue Belgrano– y conocí que nada se haría en favor de las Provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían el del común.[3]
He aquí, entonces, a nuestro reformador entre dos alternativas ninguna de las cuales puede aprobar en pleno; si el favor que el consulado aporta a la política restrictiva abate su ánimo, la liberalización del “horrendo comercio de negros” tampoco podría merecer su entera aprobación. Ejemplo extremo sin duda; no todos los adictos al liberalismo económico estaban dispuestos a extender sus principios al comercio de hombres. Pero ejemplo significativo de una actitud más general; la hemos de volver a hallar, en Belgrano y en Vieytes, a propósito de lo que más interesa a ambos dentro de la economía, que es la agricultura.
De esa indesarraigable perplejidad frente a los resultados de un orden económico liberado de toda tutela externa, surge la subordinación de la economía a la política que caracteriza a ambos y al entero pensamiento de la ilustración rioplatense; y es menos incompatible de lo que parece a primera vista con el liberalismo económico que, según no se cansan de repetir nuestros manuales, caracteriza a la Ilustración. Ese liberalismo se resuelve, en efecto, en el descubrimiento de un sector de la realidad –el económico– regido por leyes que le son propias y que no podrían ignorarse impunemente. Pero acatar esas leyes no significa someterse de modo pasivo a sus consecuencias; implica por el contrario la pretensión de utilizarlas en un sentido determinado. Como a la naturaleza, a la economía sólo se la domina obedeciéndola.
Pero este dominio no supone sólo la existencia de un poder político que arbitre sobre las fuerzas internas al proceso económico; implica todavía considerar a la ciencia económica como incapaz de fijar finalidades al proceso que estudia; su papel es indicar los medios adecuados para alcanzar fines que no le corresponde establecer. Las consecuencias de esto pueden seguirse en la actitud de Vieytes y Belgrano frente al deslizamiento hacia la monoproducción ganadera, que ven avanzar con aprehensión y frente al cual proponen remedios políticos. Sin embargo, ambos advierten muy bien que si ese deslizamiento avanza es porque está inscrito en las cosas mismas; y así lo demuestran en párrafos donde exponen cómo en ese proceso vienen a cumplirse las recién descubiertas leyes de la economía. En el juicio de Dios de la concurrencia, la ganadería alcanza –parece– un triunfo legítimo. Un triunfo que debe sin embargo ser evitado. ¿Por qué? Porque sus consecuencias contrarían el ideal ético y político de los economistas porteños. Sin duda ese ideal no es muy distinto del que está en la base de la economía liberal moderna: el ideal político de una sociedad que halla libremente su equilibrio gracias a la suma de los esfuerzos individuales de quienes la integran; el ideal ético del trabajo productivo, vuelto a la conquista del mundo material. Pero –para estos observadores marginales del proceso desencadenado por la revolución industrial– no existe garantía cierta de que las fuerzas desencadenadas por él realicen espontáneamente esos ideales. De allí el recurso constante de poder político. ¿Pero ese poder está dispuesto a brindar los servicios que de él se esperan? Esto es más que dudoso; atado en lo inmediato a los intereses de quienes no pueden sino ser hostiles a los cambios necesarios, si se liberase de esos apoyos demasiado poderosos planearía acaso un futuro muy distinto del que los ilustrados rioplatenses querrían para su comarca. Acaso podría encontrarse la traza de ese futuro en la Memoria sobre el estado rural [4] que, en 1801, desde su fundación de Batoví en la Banda Oriental, escribió ese excepcionalmente lúcido servidor de la corona que fue Félix de Azara. Se planea allí un porvenir ganadero con todas sus consecuencias: población escasa, sobre todo en las áreas rurales, inestabilidad familiar y social… Se lo defiende contra previstas objeciones: ¿cómo podría llamarse miserable a una región que sería capaz de exportar por millones de pesos en cueros y carne salada? Es en efecto esta consideración la que debe dominar en la perspectiva de un buen servidor de la corona; el propósito de esta es, no la abolición, sino la sustitución de un pacto colonial ya agotado en sus posibilidades por otro que ligue a la metrópoli comerciante e industrial con colonias orientadas a la producción primaria. Ese proyecto demasiado ambicioso, bien pronto frustrado, no era el que Belgrano o Vieytes asignarían a un monarca de veras preocupado por el bienestar de sus súbditos ultramarinos.
Sin embargo, pese a su debilidad, pese a la ambigüedad de sus orientaciones, la corona sigue teniendo en el pensamiento de la Ilustración rioplatense un papel necesario. ¿Al reconocerlo así nuestros iluministas no hacían sino ceder al prestigio de posiciones tradicionales cuyo peso seguía siendo grande aun sobre los innovadores? Esto está lejos de ser evidente; cuando años de experiencia revelan la incapacidad creciente de la corona para cumplir su papel director, cuando el poder monárquico mismo se desvanezca en la gran crisis de 1808, la adaptación al nuevo clima político impondrá un acercamiento creciente a las posiciones de un liberalismo económico ortodoxo; ese acercamiento no es sino el reconocimiento del papel decisivo de las fuerzas económicas que ahora se reconocía impotente para gobernar con medidas políticas. Hallamos las huellas de todo este proceso, por ejemplo, en la actitud cada vez más vacilante de Belgrano frente al problema de la división de la propiedad rural; si todavía en un artículo publicado en su Correo de Comercio el 23 de junio de 1810 se continúa proclamando que la mayor causa del atraso de la agricultura porteña es la falta de acceso a la propiedad para los labradores (y se proponen soluciones que –como la fijación de precios políticos para los arrendamientos; o la transformación de estos en enfiteusis a perpetuidad– suponen la existencia de un poder político capaz de imponerse a los económicos), ya el 4 de agosto del mismo año se niega que el progreso de la agricultura dependa de una redistribución de la propiedad o de una mejora de los pequeños labradores: el medio propuesto ahora es la imposic...

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