La era de la Yihad
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La era de la Yihad

El Estado Islámico y la guerra por Oriente Próximo

Patrick Cockburn, Emilio Ayllón Rul

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La era de la Yihad

El Estado Islámico y la guerra por Oriente Próximo

Patrick Cockburn, Emilio Ayllón Rul

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Desde 2001 hasta hoy, la cobertura que Patrick Cockburn ha venido ofreciendo de los conflictos que han agitado Oriente Próximo y otras regiones no ha tenido parangón.En sus crónicas, libres de ideas preconcebidas, y en las que se sirve de su amplia experiencia directa y de su profundo conocimiento de la historia de la región, la capacidad de Cockburn para dar en el clavo en medio de crisis muy complejas ha demostrado ser extraordinariamente certera.Así, predijo que las invasiones occidentales de Afganistán e Iraq serían insostenibles, que era muy probable que los rebeldes libios terminaran enfrentándose entre ellos o que el levantamiento suní en Siria se extendería al vecino Iraq.Y, tal vez lo más sorprendente, informó del surgimiento del Estado Islámico como fuerza principal en la zona antes incluso de que los servicios de inteligencia del Gobierno fueran conscientes de la amenaza que representaba, lo que llevó al jurado de los British Journalism Awards a preguntarse "si no deberían las autoridades estudiar la posibilidad de jubilar al MI6 en bloque y contratar en su lugar a Patrick Cockburn".Redactado en forma de fascinante diario, este libro reúne una cuidada selección de los escritos de Cockburn desde los frentes de guerra de Afganistán, Iraq, Libia y Siria.

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Información

Año
2019
ISBN
9788494987946
imagen

02

Iraq bajo las sanciones
IRAQ, 1990-2003
Las sanciones de Naciones Unidas devastaron Iraq en los trece años que van de 1990 a 2003. Los iraquíes vieron cómo su nivel social y económico pasaba de ser similar al de Grecia a estar a la altura del de Malí. La Organización Mundial de la Salud declaró que en 1996 «la inmensa mayoría de la población del país llevaba años con una dieta de semiinanición». Naciones Unidas estimaba que entre seis y siete mil niños estaban muriendo al mes a consecuencia de las sanciones. Millones de iraquíes que habían tenido buenos trabajos y que habían vivido cómodamente se vieron sumidos en la pobreza y abocados incluso a la delincuencia. La enseñanza y la sanidad pública del país, servicios que habían llegado a ser de gran calidad, se derrumbaron cuando los mejores médicos y profesores vieron que les pagaban el equivalente a cinco dólares al mes. Un equipo médico extranjero de visita en el país fue «testigo de cómo un cirujano trataba de practicar una operación con unas tijeras demasiado desafiladas como para rasgar la piel del paciente». Había cortes de electricidad y agua potable porque las centrales eléctricas y las plantas potabilizadoras fueron blanco de la campaña de bombardeos de 1991 y se reconstruyeron solo parcialmente. Sin dinero para pagar el sueldo a los funcionarios, la Administración se volvió irremediablemente corrupta y no ha dejado de serlo desde entonces. La invasión liderada por Estados Unidos en 2003 destruyó el Estado y el ejército iraquíes, pero el régimen de sanciones ya había hecho añicos la sociedad y la economía del país.
Este libro trata fundamentalmente de los conflictos armados que siguieron a los atentados del 11-S, pero puede que las sanciones de la ONU mataran a más iraquíes que cualquiera de las guerras posteriores. Aplicadas a partir de 1990, tras la invasión de Kuwait ordenada por Sadam Husein, impusieron un riguroso cerco sobre todo un país, que se suavizó solo levemente a partir de 1996, con el programa «petróleo por alimentos». El supuesto objetivo de las sanciones era debilitar a Sadam Husein privando al régimen de dinero y de todo tipo de bienes que pudieran permitirle reconstruir su maquinaria militar. Teniendo en cuenta la rapidez con que el ejército iraquí se desintegró en 1991, ver en él una amenaza potencial fue siempre una exageración sin fundamento. Aun así, se prohibieron productos tan inofensivos como los lápices de grafito, porque las minas podían utilizarse para fabricar armas nucleares; no podía importarse cloro para potabilizar aguas contaminadas porque podía transformarse en gas tóxico; las ambulancias escaseaban porque podían utilizarse para transportar tropas. Ninguna de estas medidas sirvió para debilitar el poder de Sadam Husein, pero tuvieron un efecto catastrófico sobre el pueblo iraquí.
Los desastres que siguieron a la invasión estadounidense de 2003 han generado grandes controversias con respecto a la responsabilidad por lo ocurrido. Pero apenas se tiene presente hasta qué punto las sanciones ya habían arruinado Iraq y habían creado las condiciones para que los iraquíes estuvieran dispuestos a empuñar las armas o adherirse al extremismo religioso. Y no es algo que solo se haya sabido después. En 1998, Denis Halliday, coordinador de la oficina de ayuda humanitaria de la ONU en Iraq, dimitió en protesta por las sanciones de la organización y advirtió de sus consecuencias para los iraquíes más jóvenes, a quienes comparó con los jóvenes afganos criados en campos de refugiados que acabaron siendo los soldados de a pie del violento y fanático movimiento talibán. «Lo que debería preocuparnos es la posibilidad de que siga desarrollándose el pensamiento fundamentalista islámico —declaró de manera profética—. Lo que no se acaba de entender es que se trata de una consecuencia derivada del régimen de sanciones. Estamos empujando a la gente a adoptar posiciones extremas». Nadie le hizo caso en su momento, pero la verdad de sus palabras salta hoy a la vista, cuando los extremistas suníes del Estado Islámico gobiernan un tercio de Iraq y los partidos religiosos chiíes controlan el gobierno de Bagdad.
Escribí muchas veces sobre las sanciones de la ONU y sus desastrosas consecuencias en Iraq a lo largo de los 13 años en que estuvieron vigentes. Sin embargo, nada de lo que ni yo ni nadie decíamos o hacíamos con respecto a las sanciones tenía mucho eco en el resto del mundo, por más que los iraquíes casi no pensaran o hablaran de otra cosa. El problema es que la gente es mucho más consciente de las víctimas de la acción militar directa, como, por ejemplo, los niños muertos o heridos por ataques aéreos. Un embargo económico puede multiplicar el número de muertes por cien, pero lo hace en silencio y a puerta cerrada. Sus primeras víctimas son los más jóvenes, los más viejos y los más enfermos. El número de niños fallecidos antes de cumplir el primer año de vida pasó de uno de cada treinta en el momento en que se impusieron las sanciones a uno de cada ocho siete años más tarde. Muchos iraquíes no comían lo suficiente. Así de sencillo. Escribí un artículo contando que hasta la basura que se recogía en las calles de Bagdad hablaba de un pueblo al borde de la hambruna: antes de las sanciones, una tercera parte de lo que se tiraba eran restos de comida; en los años del embargo las sobras habían desaparecido. Nadie tiraba nada que pudiera comerse; hasta las cáscaras del melón se apartaban y se devoraban.
Este capítulo contiene algunos vislumbres de la época de las sanciones, que afectaron a todos los iraquíes, incluidos los que vivían en el Kurdistán, fuera del control de Sadam Husein, desactivando minas y vendiendo sus componentes. Recuerdo a unos campesinos persiguiéndome por los campos de la provincia de Diyala, al noreste de Bagdad, porque se pensaban que yo era un médico extranjero y querían que viera a sus hijos enfermos en una vieja máquina de rayos X. En los años posteriores a la invasión, en Iraq iban a pasar muchas cosas crueles y horribles, pero yo sigo enfureciéndome cada vez que pienso en la enorme capacidad de destrucción de las sanciones y en el innecesario sufrimiento que infligieron a los iraquíes sin que sirvieran para acortar un solo día el régimen de Sadam Husein. A lo largo de aquellos años, los dirigentes mundiales responsables de ese desastre provocado por la mano del hombre echaron la culpa de todo a Sadam Husein o negaron que estuviera pasando. Jamás asumieron ninguna responsabilidad por crear el lodazal en el que estaban a punto de hundirse.
20 de octubre de 1996
Puede que sea la forma más peligrosa de ganarse la vida que hay en el mundo. «Lo hago porque prefiero morir antes que ver a mi familia pasar hambre», dice Sabir Saleh, un hombre de mediana edad que en su día fue agricultor, pero que ahora es demasiado pobre como para alquilar un tractor para arar su tierra. Cada mañana sale para los campos de minas que se extienden alrededor de Penjwin, una aldea kurda del norte de Iraq que quedó destrozada por los combates de la guerra entre Irán e Iraq. Saleh busca un tipo de mina en particular: la Valmara de fabricación italiana, una de las minas antipersonas más letales que existen. No es fácil de localizar, porque sus cinco puntas de color caqui parecen hierba seca. Tocar cualquiera de ellas hace que la Valmara salte a la altura de la cintura y explote, lanzando 1.200 bolas de metal en un radio de unos cien metros.
«Desactivo la mina con un trozo de alambre —cuenta Saleh—. A continuación desenrosco la tapa y saco el aluminio que hay alrededor del explosivo. Cuando he desmontado seis minas, tengo aluminio suficiente y lo vendo por 30 dinares [unos 90 céntimos de euro al cambio actual] en una tienda de Penjwin». Un día de trabajo en los campos de minas le permite recuperar aluminio suficiente para alimentar a los ocho miembros de su familia. «Gano como para darles de comer, pero ni para ropa ni para nada más», explica. Fue agricultor hasta que el ejército iraquí lo llamó a filas, donde estuvo combatiendo contra los iraníes durante seis años. Para poder arar sus tierras tendría que alquilar un tractor, que cuesta unos tres euros la hora, un dinero que no tiene. Así que en los últimos años ha desactivado dos mil Valmaras.
Las laderas de las montañas que rodean Penjwin están infestadas de minas. Más que en ninguna otra parte del mundo, aquí las minas condicionan la vida de la población local. Bahktiar Alí, huérfano de dieciocho años de edad, cuenta que su madre murió en febrero del año pasado al pisar una mina mientras buscaba leña. Actualmente, él se gana la vida llevando gente de manera ilegal a Irán a través de los campos minados.
En Penjwin, todo el mundo conoce a alguien que ha muerto por culpa de las minas, y muchos muestran sus propias heridas, en su mayoría producidas cuando buscaban Valmaras. «En este pueblo, la gente se divide entre aquellos que se buscan la vida desmantelando minas y vendiendo el aluminio y aquellos que no», asegura Abdulá Ahmed, un vecino de la localidad que trabaja para el Mines Advisory Group (MAG), una organización benéfica británica dedicada a limpiar campos de minas. Se sabe que las minas han matado a 2.000 kurdos desde 1991, pero la cifra real probablemente sea un 50 por ciento más elevada.
La mayoría de las Valmaras están enterradas en el suelo y solo las puntas, una de las cuales está conectada a un cable detonador, son visibles. «Desactivarlas es muy difícil —dice Selwar Hama Mustafa, que ahora ha dejado el trabajo de las minas y está empleado en un taller de Penjwin—. Tienes que meter un alambre en un agujero, y a veces no puedes desenroscar la tapa de la mina porque está oxidada». Lo normal es que las Valmaras estén rodeadas de minas antipersonas más pequeñas. Abdulá Alí, cuya pierna izquierda termina en un muñón, cuenta que estaba «buscando aluminio y no me di cuenta de que había pisado una pequeña mina de presión con el pie».
Aunque la guerra entre Irán e Iraq terminó en 1988, no hay peligro de que las minas vayan a agotarse. Polly Brennan, del MAG, asegura que el ejército iraquí colocó entre diez y veinte millones a lo largo de la frontera con Irán, una por «cada hombre, mujer, niño, gallina y burro». Puede que buscar minas sea un trabajo peligroso y no demasiado rentable, pero, aparte de cruzar personas y mercancías por la frontera iraní, no hay otra manera de ganarse la vida. Sabir Saleh ha empezado a llevar a sus hijos a los campos de minas para enseñarles cómo se desactivan las Valmaras. «Así podrán ganarse la vida ellos también».
21 de abril de 1998
La razón por la que los médicos creen que Husein Alí Majhoul, de ocho meses de edad, va a morir es que la botella de oxígeno que hay detrás de su cama está vacía y no hay posibilidad de conseguir otra. Hace una semana, su madre, Nada, trajo a Husein con los ojos marrones brillando de fiebre al hospital Ibn al Jatib de enfermedades infecciosas, situado en la periferia sur de Bagdad. Ahora mismo casi ha dejado de respirar.
«Tiene meningitis —dice el doctor Deraid Obousy, director del hospital, mientras presiona con cuidado un lado del cuello de Husein—. Ya está inconsciente. Está en manos de Dios. No tenemos más botellas de oxígeno en el hospital y no tenemos dinero para alquilar una camioneta que vaya a por una a la planta donde las rellenan, que está en la otra punta de Bagdad».
Al doctor Obousy, de cuarenta y seis años de edad, aunque aparenta más, se le ve abatido por las condiciones en que trabajan. El motivo por el que no puede enviar uno de los vehículos del hospital a recoger la botella de oxígeno que podría salvar a Husein Alí es que los vehículos no tienen ruedas ni motor: hace mucho que fueron desguazados para mantener al menos uno en funcionamiento y ahora se oxidan a la entrada del recinto hospitalario, con los ejes apoyados en piedras. Es solo una de las consecuencias del régimen de sanciones impuesto a Iraq por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en 1990, tras la invasión de Kuwait.
Cuando entro en su despacho, el doctor Obousy está leyendo un ejemplar antiguo del British Medical Journal, que ha encontrado la manera de llegar hasta Bagdad a pesar de las sanciones. Obousy dice que en Inglaterra, donde trabajó en distintos hospitales durante cuatro años, «un sitio como este lo cerrarían sin lugar a dudas. Dirían que es una porquería. El verano está a la vuelta de la esquina y no tenemos mosquiteras para las ventanas ni aire acondicionado. Ni siquiera tenemos sábanas para las camas». Un paseo por las habitaciones confirma todo lo que dice. El olor a desinfectante no basta para tapar el hedor de los retretes. Los pacientes están comiendo una exigua ración de arroz y sopa de garbanzos.
Perdido al sur de la capital, en el Al Jatib, así como en el hospital de tuberculosos Ibn-Zuhr, situado al lado, se tratan las enfermedades infecciosas, que eran una rareza en Iraq antes del embargo de Naciones Unidas. Ocho años después son frecuentes el sarampión, las fiebres tifoideas, la meningitis, la difteria y hasta la polio. La reaparición de estas enfermedades ha ido de la mano de la malnutrición. «Ahora nos encontramos a menudo con niños con engrosamiento de muñecas, síntoma de raquitismo y deficiencia de calcio, cosas de las que antes solo sabíamos por los libros de medicina», comenta el doctor Obousy. En Bagdad, la doctora Nada al Ward, especialista en salud pública de la Organización Mundial de la Salud, confirma las consecuencias médicas de la malnutrición: «Entre 1989 y 1990, el número de bebés iraquíes que morían antes de cumplir doce meses era de 36,5 de cada mil. Actualmente, la cifra se ha más que triplicado y alcanza los 120 de cada mil».
Un diplomático residente en Bagdad dice del embargo que «afecta a los 21,5 millones de iraquíes de a pie, pero no al medio millón que componen la élite del país». En el Al Jatib, los padres malnutridos y sus hijos agonizantes son las víctimas evidentes de las sanciones. Mientras el pequeño Husein Alí, de ocho meses de edad, se muere de meningitis, el gobierno iraquí contempla el desfile de 140.000 soldados voluntarios, como para confirmar qué poca mella han hecho en su poder ocho años de sanciones.
2 de mayo de 1998
En Bagdad la gente dice que los únicos que están prosperando con las sanciones son los estraperlistas y los agricultores. El éxito de estos últimos salta a la vista. Viajo en coche al oeste de la capital, a la provincia de Diyala, para ver cómo les va a los agricultores. A diferencia de la mayoría ...

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