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Recuerdo de Alvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei
Descripción del libro
En 1994 falleció en Roma Mons. Álvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei. Incorporado a esta institución en 1935, pronto se convirtió en el principal apoyo del Fundador, san Josemaría Escrivá, y en un personaje clave en la historia reciente de la Iglesia. Tras la muerte del Fundador, le sucedió al frente del Opus Dei, erigido en prelatura personal por Juan Pablo II en 1982.
Estas páginas son un recuerdo vivo de su figura amable y recia. Quienes le trataron, hablan de un hombre bueno y fiel, que infundía paz y sosiego. El autor expone cómo se forjó su personalidad, y cómo llevó a cabo un incansable servicio a la Iglesia.
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Información
Categoría
Theology & ReligionCategoría
Religious Biographies1. Inesperada llamada de Dios
El 6 de julio de 1993 estaba con don Álvaro, recién llegado de Roma para pasar una temporada en España. Era la víspera del 58° aniversario del día en que pidió su admisión en el Opus Dei. Cuando lo mencionamos, reaccionó enseguida, como quien lo tiene bien pensado:
“–¡Cuántos años! ¡Cuánta cuenta tengo que dar a Dios Nuestro Señor! ¡Cuánto tenéis que ayudarme!”.
A la mañana siguiente, después de celebrar Misa, volvimos a evocar el domingo 7 de julio de 1935, en que asistió a un retiro espiritual en la Residencia universitaria de Ferraz (Madrid), predicado por don Josemaría Escrivá. Don Álvaro no recordaba exactamente la hora en que pidió la admisión en el Opus Dei, pero sí que fue después de la segunda meditación de la mañana (en aquella época, durante los retiros mensuales, el Fundador dirigía tres meditaciones por la mañana y dos por la tarde). Y comentaba con humor que fue un lapsus del que le planteó su posible incorporación a la Obra, porque San Josemaría había dicho que esperasen a la tarde... Pero “dio una meditación sobre el amor a Dios y el amor a la Virgen, y me quedé hecho fosfatina”.
Poco más solía contar de aquella inquietud nueva que metió en su alma el Espíritu Santo, y –agregaba– le llevó a comenzar su verdadera existencia.
Alguna vez reconoció que ni en julio de 1935, ni en los meses anteriores, nada le hacía presagiar que el Señor estaba a punto de llamarle al Opus Dei. Había crecido en un ambiente cristiano –comulgaba casi a diario, y rezaba el Rosario todos los días–, pero no era hombre inclinado hacia asociaciones piadosas ni organizaciones eclesiásticas. Resumía el proceso como “la historia de la oración confiada y perseverante de nuestro Fundador, que durante unos cuatro años –sin conocerme siquiera, sólo porque una de mis tías le había hablado de mí– rezó para que el Señor me concediera esta gracia tan grande, el mayor regalo –después de la fe– que Dios podía haberme hecho”.
Se trataba de Carmen del Portillo, que era además su madrina. Vivía con su hermana Pilar en el mismo edificio de la calle Conde de Aranda en Madrid, donde radicaba el hogar familiar de Álvaro. Solteras las dos, profundamente cristianas, disponían en su casa de un oratorio privado, con buenas tallas de San José y de la Inmaculada Concepción. Se habían comprometido en diversas obras de caridad, y ayudaban especialmente en las iniciativas del Patronato de Enfermos, de las Damas Apostólicas. Tenían mucha relación con el Padre José María Rubio, S.J. –beatificado en 1985–, tan ligado a la fundación de Luz Rodríguez Casanova. Pronto conocieron también a don Josemaría Escrivá, capellán de la iglesia del Patronato de Enfermos, y le hablaron de su sobrino. Comenzó a rezar desde entonces por él.
Álvaro conocería al Fundador del Opus Dei no a través de sus tías, sino de Manuel Pérez Sánchez, compañero en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid. Manolo, que estudiaba unos cursos por delante, había facilitado la colaboración de Álvaro en las actividades asistenciales que protagonizaban estudiantes de esa Escuela y de la de Arquitectura en las Conferencias de San Vicente de Paúl.
Cuando Álvaro se interesó por esa iniciativa apostólica, Manolo le expuso el planteamiento general y, en concreto, que en la parroquia de San Ramón (Puente de Vallecas) había una Conferencia en la que participaban algunas personas mayores y cinco o seis estudiantes, en un edificio llamado “La Acacia”. Para imprimir nuevo ritmo al trabajo, se había creado otra Conferencia, compuesta sólo por jóvenes. Según Guillermo Gesta de Piquer, que formaba parte de ese grupo, la parroquia de San Ramón estaba en una zona casi de chabolas, construidas a base de chapa y cartón. Desde la Conferencia de San Vicente prestaban ayudas diversas: limosnas en metálico, bonos de alimentación canjeables en tiendas, medicinas, asistencia médica.
Después de su conversación con Manolo, Álvaro comenzó a asistir a las reuniones de los sábados por la tarde en la Casa Central de las Conferencias, en la calle de la Verónica. Hacían un rato de lectura espiritual y, a continuación, se exponían los resultados conseguidos y las necesidades advertidas durante las visitas realizadas a lo largo de la semana anterior; ponderaban luego con detalle los medios necesarios para atender a las personas o familias que visitarían en los próximos días. Iban siempre dos. Con mucha frecuencia, acudían juntos Álvaro y Manolo, pues les resultaba muy fácil ponerse de acuerdo en la Escuela de Caminos:
“–Desde el primer momento –evoca Manuel Pérez Sánchez– comprobé la dedicación de Álvaro por aquellas tareas, en las que destacaba por su amor y compasión por los niños”.
En ese grupo estaban Ángel Vegas, Alfredo Piquer, Guillermo Gesta de Piquer y su hermano, el Beato Jesús Gesta de Piquer, mártir en 1936. Participaban también –los datos proceden de Ángel Vegas Pérez– Carlos Valdés Ruiz, César Granda, Florencio Caballero, José María y Alfonso Chico de Guzmán, marqués de Campillo, y su primo Rafael Moreno. Se trataba de estudiantes universitarios de diversas carreras. Desarrollaban su labor en las barriadas más apartadas de Madrid, entre gente que vivía en condiciones infrahumanas, y en un clima frecuentemente hostil hacia la Iglesia.
Ángel Vegas Pérez, que fue Catedrático en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Universidad Central (Madrid), recuerda entrañablemente aquel grupo lleno de inquietudes espirituales y humanas. Y señala que le sorprendía Álvaro del Portillo:
“–Tenía mucho prestigio humano e intelectual. Era verdaderamente ejemplar en aquella tarea que realizábamos con las gentes necesitadas. Digo que me sorprendía porque era uno de los alumnos más brillantes de la Escuela y, al mismo tiempo, una persona muy tratable y sencilla; muy inteligente, alegre, culto, simpático, amable, y sobre todo –esto es lo que me llamaba la atención– profundamente humilde, de una humildad extraordinaria, que dejaba huella (...), una huella de cariño, de bondad, de Amor de Dios”.
Desde luego, las condiciones externas no eran precisamente idílicas. Lo supe, al final de los años cincuenta, a través de Mercedes Santamaría, que estuvo empleada muchos años en el hogar de los Del Portillo en Madrid. La conocí en su casa de La Granja de San Ildefonso (Segovia), con el pelo completamente blanco y un porte señorial. Era madre de Carmen Fernández, que había sido alumna de mi propia madre, maestra en La Granja, y trabajó en la casa de mis padres en Madrid hasta su boda. Años después, al saber la señora Mercedes que yo era miembro del Opus Dei, me habló con inmenso cariño de don Álvaro, “que ahora trabaja en Roma, junto al Papa”–repetía, señalando orgullosa una foto en la que aparecía al lado de Juan XXIII y Mons. Escrivá de Balaguer.
Mercedes conservaba recuerdos nítidos de don Álvaro en los años treinta. Uno de los más agudos era de un domingo en que llegó a casa con una aparatosa herida en la cabeza, y la chaqueta empapada de sangre. El percance sucedió–lo he comprobado en diversas fuentes– el 4 de febrero de 1934. Sus padres habían salido y, para no alarmar a los pequeños, dijo simplemente que se había caído. A ella le pareció normal, pues ese día nevaba en Madrid. Pero, al advertir la extensión de la brecha, le acompañó a una Casa de Socorro en la calle de Claudio Coello.
El remedio pudo ser peor que la enfermedad: Mercedes lo sospechó enseguida, porque el sanitario que le atendió aplicó sobre la herida, sin más precauciones, un tubo que llevaba abierto en el bolsillo. De hecho, se le infectó, y Álvaro pasó una temporada con fiebre alta. Acudía a diario un médico, para hacerle las curas, que debían de ser dolorosas, aunque no se quejase.
Álvaro seguía sin ser muy explícito respecto de lo sucedido. Hasta que, al fin, la familia se enteró de que en el origen de todo estaba la agresión que había sufrido, junto con otros amigos, al acudir a la catequesis en la parroquia de San Ramón. Aquel domingo, un grupo de unas quince personas les aguardaba para darles una paliza. Lo habían preparado con antelación, porque había gente asomada a los balcones, dispuesta a presenciar el espectáculo. Álvaro recibió un golpe fortísimo en la nuca, producido por una llave inglesa. A otro le arrancaron prácticamente una oreja. “–Menos mal que había cerca una entrada del Metro –contó incidentalmente don Álvaro en Manila, en 1987. Nos refugiamos allí en el momento en que llegaba un convoy; subimos al tren, cerró las puertas y nos fuimos”.
Dios se sirvió de la generosidad de Álvaro en favor de los pobres, en aquellas barriadas extremas de Madrid, para encaminarle hacia el Opus Dei. Un día de 1935, se fijó en que tres o cuatro de sus compañeros iban charlando entre ellos. Le entró curiosidad y les preguntó de qué trataban. Le explicaron que de don Josemaría Escrivá y de la labor apostólica que realizaba. Les pidió entonces que se lo presentaran. Al cabo de los años, Manuel Pérez Sánchez sitúa con precisión la escena en el Madrid de la época: se dirigían hacia el Arroyo del Abroñigal a visitar a una familia desvalida, y pasaban por unos cultivos de trigo y cebada, donde se asienta hoy el Barrio de la Estrella; en ese campo habló a Álvaro del Fundador del Opus Dei –el Padre, como le llamaban con sencillez–, y le invitó a ir a verle.
Hasta entonces, Álvaro llevaba una sólida vida cristiana, pero no mantenía un trato habitual con sacerdotes, ni había advertido ninguna señal de una posible llamada de Dios. La primera entrevista con San Josemaría le impresionó profundamente, como evocaba en Roma en 1975:
“–Me preguntó enseguida: ¿cómo te llamas?, ¿tú eres sobrino de Carmen del Portillo? Era mi madrina, hermana de mi padre, que murió muy viejecita y había ayudado mucho al Padre visitando enfermos por los barrios más pobres de Madrid. Y como era mi madrina, además de mi tía, le había dicho al Padre que tenía un sobrino muy listo. Por esto el Padre se acordaba de mí, y de un detalle que mi madrina contaba. Decía que, de pequeño, me gustaban mucho los plátanos, pero por lo visto no sabía pronunciar bien esa palabra y decía palátanos. Por eso el Padre añadió: ¿entonces tú eres aquél al que le gustan mucho los palátanos?”.
Al margen de este detalle anecdótico, en aquella brevísima conversación de apenas cinco minutos, sintió que el Fundador del Opus Dei le tomaba en serio, y traslucía gran afecto. Le manifestó cordialmente su deseo de hablar más despacio, largo y tendido. Sacó su agenda, y quedaron citados para cuatro o cinco días después. Pero no estaba cuando acudióÁlvaro:
“–Me dio plantón –relataba divertido años más tarde. Se ve que le habían llamado para atender a algún moribundo, y no me pudo avisar, porque no le había dejado mi teléfono”.
Sin embargo, la imagen de aquel joven sacerdote se había grabado en el alma de Álvaro. Y, tiempo después, cuando ya terminaba el curso académico 1934-35, decidió verle de nuevo, con la idea de saludarle antes de irse ya de vacaciones:
“–Me recibió y charlamos con calma de muchas cosas. Después me dijo: mañana tenemos un día de retiro espiritual –era sábado–, ¿por qué no te quedas a hacerlo, antes de ir de veraneo? No me atreví a negarme, aunque mucha gracia no me hacía, porque no sabía de qué se trataba”.
Durante ese retiro en la Residencia de Ferraz, vio con claridad una llamada divina que no esperaba, y decidió comprometer su vida en el Opus Dei. El Fundador le explicó que debía ponerle unas letras. Seguramente fue la primera vez que se dirigió a San Josemaría con un querido Padre.
“–Escribí cuatro líneas –evocaba tanto tiempo después–, redactadas con estilo de ingeniero. Venía a decir: he conocido el espíritu de la Obra, y deseo pedir la admisión; algo así”.
Tres meses antes, el 11 de marzo, Álvaro había cumplido 21 años.
A pesar de lo agotado que estaba el Fundador en aquellas fechas de 1935, le dedicó bastantes horas para formarle en aspectos fundamentales del espíritu del Opus Dei. Como no había asistido a las clases de formación que San Josemaría impartía a la gente joven, organizó un curso sólo para él, de modo que recibiera enseguida los elementos básicos de ese plan.
Por su parte, Álvaro retrasó su salida de verano. Hacia agosto, se reunió con sus padres y hermanos en La Granja, mientras el Fundador seguía en Madrid. Estuvo allí cierto tiempo, y lo aprovechó para hacer apostolado con sus amigos. A alguno le expuso el amplio panorama de vida cristiana en lo ordinario que abría el espíritu del Opus Dei. Uno o dos se decidieron entonces también a formar parte de la Obra. En las Noticias de septiembre –hojas impresas a velógrafo, que mantenían unidos a los que se formaban humana y espiritualmente en torno a la Residencia de Ferraz–, se lee que Álvaro “se dedicó con éxito en La Granja, a la famosa pesca de que habla S. Marcos en el capítulo I de su Evangelio”.
A partir del 7 de julio de 1935, la biografía de Álvaro del Portillo se puede resumir en una frase: fidelidad a su vocación cristiana en el Opus Dei. Desde el primer instante, tuvo conciencia de que su sí a Dios le comprometía para toda la vida:
“–Señor, ¡qué bueno eres; qué bueno eres, que me has elegido, que me has escogido, entre tantas personas, sin ningún mérito especial de mi parte!”, le oí exclamar en Barcelona en agosto de 1991.
Su perseverancia –como su decisión– fue profundamente libre, compatible con la eventual ausencia de sentimientos o de ilusión humana. Ante su 50° aniversario en el Opus Dei, don Álvaro confesaba con sencillez que había aprendido la lección ya en sus primeros tiempos en la Obra:
“–Como suele hacer con los que comienzan, junto a una profunda alegría espiritual, el Señor me regaló al principio un entusiasmo sensible por la vocación recibida. Al cabo de los meses, esta componente humana fue apagándose, dejando paso a una ilusión sobrenatural que ha de estar siempre en la raíz de nuestra perseverancia. Se lo comenté a nuestro Padre, que me entendió perfectamente y tomó ocasión de esta confidencia mía para redactar unas consideraciones que pudieran servir a todos los hijos suyos”.
De ahí–reconocía– surgió el número 994 de Camino: “‘Se me ha pasado el entusiasmo’, me has escrito. –Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación”.
Y don Álvaro sintetizaba en pocas líneas el significado profundo de la llamada divina y de la respuesta del hombre:
“–No es un estado de ánimo, ni depende de la salud, ni de la situación profesional o familiar en que uno se encuentre. Por encima del oleaje de la vida –con sus altos y bajos, con sus dolores y alegrías–, nuestra vocación divina brilla siempre como un lucero en la noche, señalando inequívocamente el rumbo de nuestro caminar hacia Dios. Esto es lo que cuenta, hijas e hijos míos. Esto es lo definitivo. Todo lo demás que pueda acaecernos, es transitorio. ¡No lo olvidéis nunca!”.
Encarnó la enseñanza de San Josemaría Escrivá, que entendía la respuesta a la Voluntad divina como un compromiso de amor: una persona enamorada llena el día de delicadezas, no soslaya el sacrificio ni la entrega, ni se deja llevar por excusas o regateos. Esa alma, aun siendo feliz, nunca está satisfecha de su entrega al amado: menos aún, cuando es Dios el término del amor.
2. Un hogar cristiano
Un día de julio de 1977, al comenzar el almuerzo, mientras se servía, absorto en la conversación, don Álvaro no advirtió que se ponía algunas patatas, además de las consabidas verduras. Al darse cuenta, se las pasó a don Florencio Sánchez Bella y a don Joaquín Alonso, sentados junto a él. Esto le recordó unas palabras que le decía de pequeño su madre. Álvaro tenía que comer rápidamente, para llegar a tiempo a las clases de la tarde en el colegio. Al despedirse, tomaba algo del plato de postre de su madre, y ella solía repetir:
“–De tu boca te lo quitarán a ti tus hijos”.
Agregaba don Álvaro que, cuando se acordaba de esa escena, pensaba que su madre se había equivocado; pero no...
Al Ayuntamiento de Zalla, en tierras de Vizcaya, pertenecía Sollano. Históricamente, fueron señores del lugar diez hermanos, que “tanto montaban los unos como los otros”, según rezaba su firma: “uno de los diez de Sollano”. De ahí procede el apellido Diez de Sollano (no Díez, con acento, como a veces se transcribe por error).
Clementina Diez de Sollano Portillo era guapa y distinguida, buena cristiana. Había nacido en Cuernavaca (México), donde vivieron sus padres hasta su regreso a España tras el proceso revolucionario que comenzó en 1910. Conservaba la nacionalidad mexicana, y el acento dulce y suave del habla de aquella tierra. Realizó parte de sus estudios en Londres, en el Colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón: además de consolidar el inglés, que manejaría muy bien, tal vez aprendió allí a vivir su rectitud cristiana con flexibilidad, sin sentimentalismos, con sentido común y visión sobrenatural. Mujer culta y aficionada a la lectura, le gustaba leer biografías y libros de espiritualidad. Tenía siempre a mano el Kempis. Acudía diariamente a Misa.
Su hijo Álvaro heredó algunos de sus rasgos humanos, como la afabilidad y la delicadeza en el trato; la sonrisa que acompañaba sus decisiones, aun las más enérgicas; el acendrado espíritu de comprensión que le llevaba a no hablar mal de nadie ni criticar a ninguna persona. Y heredó algo mucho más elemental: la capacidad de tomar imperturbablemente las comidas europeas más picantes, nunca tan sabrosas para él como el viejo chile chipotle mexicano.
En el hogar familiar se forjó en su alma la devoción a la Virgen, a través del rezo del Santo Rosario. Y aprendió de labios de su madre una popular e ingenua oración a Santa María, que se acostumbró a recitar a diario:
Dulce Madre, no te alejes,
tu vista de mí no apartes,
ven conmigo a todas partes
y solo nunca me dejes.
Ya que me proteges tanto
como verdadera Madre,
haz que me bendiga el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo.
tu vista de mí no apartes,
ven conmigo a todas partes
y solo nunca me dejes.
Ya que me proteges tanto
como verdadera Madre,
haz que me bendiga el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo.
Cuando don Álvaro volvió a México en 1983, se sintió muy de aquella tierra: “aunque –bromeaba– ahora hable así, ‘tableteado’; de pequeño hablaba ‘dulcemente’, como ustedes”. Añadió muy divertido que su abuela le cantaba, como canción de cuna, nada menos que el himno nacional de esa República.
Evocaba también sus raíces mexicanas en agosto de 1977, a propósito del apelativo Santina–“señal de cariño, de confianza, de amor”–, con que se dirigen en Asturias a su Patrona. Nos confió que de pequeño llamaba a su madre mamasita; y que después aprendió de San Josemaría a invocar a la Santísima Virgen, diciéndole: ¡Madre! ¡Madrecita!
Unas semanas atrás, en ese verano de 1977 –no he conseguido recordar el contexto–, relató incidentalmente un detalle heroico de la vida cristiana de su madre. Aunque ella tenía la gran delicadeza de alma de no hablar de esto, su hijo se había dado cuenta de que se levantaba muy temprano –me pareció entender que a las cuatro de la mañana–, se bañaba con agua fría como mortificación y, luego, hacía una hora de oración. Don Álvaro asociaba estos detalles con la preocupación de doña Clementina por la fe de una persona próxima a la que quería ...
Índice
- Recuerdo de Álvaro del Portillo
- Presentación
- 1. Inesperada llamada de Dios
- 2. Un hogar cristiano
- 3. La primera juventud
- 4. Algunas aficiones
- 5. Ingeniero
- 6. La guerra de España
- 7. En Madrid y desde Madrid
- 8. Horas de dificultad
- 9. Sacerdote
- 10. En Roma
- 11. De Pío XII a Juan Pablo I
- 12. El Concilio Vaticano II
- 13. La muerte del Fundador del Opus Dei
- 14. La herencia de un espíritu
- 15. El relevo en la paternidad
- 16. Celo por las almas
- 17. Expansión apostólica
- 18. Prelado del Opus Dei
- 19. Pastor prudente y recio
- 20. La Beatificación de Josemaría Escrivá
- 21. Ante la cultura y la opinión pública
- 22. La ordenación episcopal
- 23. El cariño de Juan Pablo II
- 24. Tiempo mariano
- 25. Gracias a Dios
- 26. El encuentro definitivo con la Trinidad