Sabia como un árbol
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Sabia como un árbol

  1. 320 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Sabia como un árbol nació de la práctica habitual de Jean Shinoda Bolen de pasear entre grandes árboles, y de su dolor por la muerte de un pino de Monterrey que fue talado en su barrio. Es una exploración poética, educativa, inspiradora, mística y realista de la interdependencia de los seres humanos y los árboles.Como sus diez libros anteriores, éste se sustenta en su experiencia como doctora en medicina, psiquiatra y analista junguiana. La visión de los árboles que nos ofrece este libro abarca desde su anatomía y fisiología hasta su papel como arquetipos y símbolos sagrados. Para ello, Bolen se apoya en la sabiduría tradicional de todo el mundo y de todos los tiempos; en voces tan diversas como la de Hildegard, Buda, John Muir, Girl Effect, Greenpeace, Jung, Artemisa y el Tao.El libro trata las cuestiones de la deforestación, el calentamiento global y la sobrepoblación, así como de la labor de Amnistía Internacional y de la Comisión sobre el Estatus de la Mujer en la ONU. Principalmente, nos hace ser conscientes de que el aire y el agua que necesitamos para la vida dependen de los árboles, y los árboles dependen de que nosotros los salvemos.Sabia como un árbol es un fuerte y positivo llamamiento al activismo espiritual y a un sagrado feminismo femenino.

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Información

Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788499881324
ISBN del libro electrónico
9788499881652
Edición
1
Categoría
Ecología

1. En pie como un árbol

Suelo ir a pasear con frecuencia entre las inmensas secuoyas costeras de Muir Woods, en California, el parque nacional que hay cerca de donde vivo. Tengo que estirar el cuello hacia atrás para mirar sus copas, de modo parecido a como lo haría un niño pequeño que, si no, solo vería las rodillas y las piernas de los adultos –aunque en proporción a la altura de estos árboles, yo no llegaría ni al nivel de la uña del dedo gordo del pie–. Estas altísimas coníferas descienden de los exuberantes helechos arborescentes y primeros árboles, sin los cuales la Tierra no habría tenido aire ni tierra ni agua de lluvia. Como decía sucintamente el documental de la BBC Planeta Tierra, refiriéndose a nuestra relación biológica con los árboles: «si no vivieran aquí, nosotros no viviríamos tampoco». Mi estudio de los árboles empezó el día que busqué información específica sobre el pino de Monterrey (Pinus radiata), y así es como supe por qué era una especie particularmente idónea para la región en la que vivo. Casi al mismo tiempo había adoptado la práctica de pasear a primera hora de la mañana por Muir Woods; y ambas cosas me llevaron, metafóricamente, a penetrar con más profundidad en los árboles.
Mi admiración hacia ellos sigue creciendo a medida que voy sabiendo más sobre lo que son y lo que hacen. A la vez he ido aprendiendo por el puro placer de aprender. Los árboles parecen tan comunes, tan familiares, tan inamovibles: simplemente están en pie allá donde echaron raíces y, hasta que aprendemos más sobre ellos, tenemos la impresión de que no hacen mucho más. Los más antiguos pertenecen a la familia de las coníferas, y las coníferas no hacen nada especialmente deslumbrante: no adquieren los colores del otoño, no se llenan de brotes en primavera ni dan deliciosos frutos, pero cuando nos fijamos en ellas y comprendemos lo hermosas que son, el resultado puede ser un sentimiento de profundidad y una apreciación llena de lirismo. Movidos por la admiración y el amor hacia los árboles que estudian, los naturalistas han escrito sobre ellos con sensibilidad poética. John Muir –el más famoso e influyente naturalista de Norteamérica–, por ejemplo, describió un enebro como un «recio árbol montañero que soporta las tormentas, vive del sol y la nieve y, con esta sola dieta, mantiene una férrea salud durante, tal vez, más de mil años» (Muir, My First Summer in the Sierra, 1911, pág. 146). Su habilidad para describir lo que vio en las altas Sierras y en Yosemite Valley, para escribir sobre la admiración y el asombro que sentía en presencia de las secuoyas milenarias y para influir en otros, desempeñó un importante papel en la preservación de estos árboles, y, entre ellos, las secuoyas de Muir Woods.
En The Tree, un estudio exhaustivo del tema, el escritor y naturalista inglés Colin Tudge compara la construcción de una bella catedral con el crecimiento de un árbol, comparación en la que el árbol sale ganando:
La catedral o la mezquita se construyen; no crecen. Hasta que el trabajo se completa, no tienen utilidad alguna, y son probablemente inestables; necesitan de puntales que las sostengan. Una vez terminadas, se quedan tal como se han hecho durante todo el tiempo que duren, o hasta que un arquitecto posterior haga un nuevo diseño y las reedifique. El árbol, por el contrario, puede crecer hasta alcanzar la altura de una iglesia y ser, al mismo tiempo, plenamente funcional desde el momento en que germina. Se modela y remodela a sí mismo a medida que crece, pues, al aumentar en tamaño, la tensión y la compresión de cada una de sus partes va cambiando. Alcanzar tal inmensidad y ser, no obstante, su propio constructor –sin necesidad de andamios ni puntales– y operar en buena medida como criatura viva independiente en todas las fases de su crecimiento supera incomparablemente cualquier logro de la ingeniería humana. [2006, pág. 75.]

¿Qué es un árbol exactamente?

Los árboles son plantas de porte arbóreo generalmente altas y perennes, con un tallo leñoso, que se erige a modo de columna, del que nacen ramas. La altura varía según la especie, el medio ambiente y otros factores, pero suele alcanzar normalmente los seis metros o más. La forma y el desarrollo general del árbol son tan característicos que cada categoría incluye también especies de menor tamaño, algo parecido a árboles enanos.
Con esa deliciosa manera de emplear las palabras que poseen los ingleses, Colin Tudge empieza su descripción con algo que todos los niños saben: «Un árbol es una planta grande con un palo en el medio» (The Tree, pág. 3), y a esto le sigue una elocuente explicación científica. De una pequeña parte de ella os ofrezco una paráfrasis a continuación.
Hace dos o tres mil millones de años creció sobre la superficie yerma de las rocas una capa de vegetación, nada más que un limo, quizá del espesor de una capa de pintura, compuesto de bacterias, mohos, musgo, líquenes, algas y hongos. La clorofila de las algas dio al limo un tono verde, y esto hizo posible la fotosíntesis: la energía de la luz solar (los fotones) se utilizó para sintetizar azúcares, y las algas la almacenaron. Este fue un primer paso de enorme trascendencia. Poco a poco, a lo largo de muchos millones de años, se formaron los tallos, que fueron en un principio apenas una protuberancia, con el tiempo se hicieron del tamaño de una cerilla, y luego se convirtieron en helechos, que proliferaron y crecieron hasta alcanzar, en el período carbonífero –que empezó hace unos 350 millones de años–, un tamaño colosal. Fue una época en la que las selvas de inmensos helechos arborescentes cubrían la Tierra. Estos helechos absorbían de los gases venenosos cantidades ingentes de carbono y lo almacenaban en sus hojas y tallos. Al cabo de varios millones de años más, durante los cuales los helechos fueron descomponiéndose y sedimentándose capa sobre capa, la presión y el tiempo transformaron aquellas selvas de helechos en carbón. Al absorber dióxido de carbono y liberar oxígeno, aquellas selvas de helechos gigantes hicieron que el aire pudiera respirarse, y, al purificar el aire, la luz del sol pudo llegar con mucha más intensidad a la superficie de la Tierra.
Las selvas de helechos serían vientre y cuna de los primeros árboles. Como lo describió John Steward Collis, otro escritor inglés: «En aquellos calveros maduró la idea de no caerse» (Collis, The Triumph of the Tree, 1954, pág. 10). Los helechos se elevaron y cayeron una y otra vez, generando tallos y ramas que en determinado momento crecieron hasta alcanzar el tamaño de un árbol. En medio de ellos, hace unos 290 millones de años, apareció una forma de vida vegetal más eficiente en cuanto al aprovechamiento de energía y que tenía un tronco y ramas leñosos. Estructuralmente, el tronco leñoso es más fuerte que un tallo, y tiene unas raíces que anclan el árbol a tierra. El tronco de un árbol lo provee de dos conductos de agua y nutrientes que van de las raíces a las hojas y de las hojas al árbol entero. A medida que el árbol se eleva del suelo, la estructura de sus raíces crece también. Si la tierra es fértil y hay suficiente profundidad, algunas especies de árboles pueden llegar a desarrollar bajo tierra un sistema circulatorio de raíces igual que el sistema visible de ramas y hojas.
El sistema radical de los árboles sigue desempeñando un papel crucial en la transformación de la roca en tierra, proceso que comenzó cuando el planeta era una roca inerte cubierta por una fina capa de algas, moho, líquenes y hongos. La tierra es producto de la desintegración de las rocas –que al convertirse en polvo liberan además los minerales que contienen–, de materia orgánica en descomposición, oxígeno y agua. Los árboles se alimentan de la tierra y contribuyen a hacer tierra nueva, ya que sus raíces resquebrajan la roca y la arcilla solidificada y las oxigenan. Las hojas liberan vapor de agua y oxígeno a la atmósfera, humedecen gota a gota el terreno que rodea el tronco, y la sombra que proveen impide la evaporación; y las hojas que caen al suelo proporcionan materia orgánica. Los árboles crean, por tanto, las condiciones propicias para que las plantas rastreras crezcan bajo su copa. Por otra parte, las raíces sujetan la tierra e impiden que las lluvias o los fuertes vientos la arrastren. Además, los árboles crean líneas divisorias que encauzan las aguas que alimentarán arroyos y ríos. Por todo esto, cuando se talan grandes áreas de bosque para obtener madera, o se queman para que paste el ganado, el sistema ecológico que los árboles crean y favorecen–desde sus raíces hasta su baldaquino de hojas– se destruye también, lo cual afecta a todas las formas de vida que antes prosperaban en torno a ellos, así como la calidad del aire, de la tierra y el agua, no solo del área circundante, sino de áreas mucho más lejanas.
Todo gran árbol tiene su propio ecosistema, una esfera de influencia en su entorno inmediato. Empecé a pensar en esto después de que talaran mi pino de Monterrey. Hubo consecuencias fácilmente observables, más allá de lo que supuso su ausencia en sí. La ardilla que vivía en sus ramas se fue. El sol ahora directo a todas horas, en vez de la alternancia de sol y sombra, hizo que algunas de las plantas de temporada que suelo plantar en media docena de macetas de barro no toleraran el cambio; hasta entonces, el sol directo en primavera y otoño y la niebla matinal en verano habían sido ideales para las flores brillantes de las impatiens que había plantado durante años, sustituyéndolas por cyclamen cuando se acercaba el otoño. Pronto descubrí también que el árbol protegía del viento a muchas plantas. La falta de sombra hizo que por primera vez las petunias, tan amantes del sol, crecieran al principio desaforadamente, lo cual me hacía tener que regarlas de continuo, pero al llegar la niebla del verano, se marchitaron de golpe; de la noche a la mañana, los capullos se quedaron mustios y enmohecidos. Una vid de crecimiento lento se desbocó, lanzando por el pie zarcillos ondulantes que había que cortar una y otra vez antes de que cubrieran o estrangularan los rododendros que crecían a su lado. Sin protección de los rayos directos del sol, el calor era inusualmente asfixiante, y las hojas de los rododendros y de las camelias se quemaron. La ladera del cerro en la que el árbol había crecido y vivido durante alrededor de 40 años tiene una tierra mala, endurecida, una mezcla de gravilla y arena, y, sin embargo, habían conseguido prosperar allí alguna rastrera, varias plantas que prefieren la sombra, y un arce, prácticamente sin necesidad de regarlos. Las agujas del pino habían actuado como un sistema de gotero, no solo para sí mismo, sino también para sus árboles vecinos; tanto que algunas mañanas, cuando salía a recoger el periódico, el camino que pasaba bajo sus ramas estaba tan mojado que parecía que hubiera llovido durante la noche. El pino había sido el centro de una pequeña isla ecológicamente sostenible, que ahora necesita que se la riegue.
Lo que me resultaba invisible era el ecosistema subterráneo. Los árboles forman parte de una comunidad de beneficio mutuo en todos los sentidos. Constituyen un hábitat para las plantas, los insectos, las aves y los animales de sus proximidades, pero todavía más fuerte es el vínculo que se establece entre ellos y los hongos y bacterias que están directamente conectados con el metabolismo del árbol, que se alimentan de los azúcares que este produce y sintetizan el hidrógeno que el árbol necesita. Bill Mollison, a quien debe su existencia la permacultura –un diseño ecológico sostenible inspirado en el funcionamiento interno de las selvas pluviales–, describió cómo el viento arrastra las colonias de bacterias localizadas en las hojas de los árboles y las lleva hasta las nubes, donde se forman cristales de hielo a su alrededor y, al ir haciéndose más pesadas y caer, “siembran” las nubes y hacen que la lluvia caiga sobre los árboles. El agua de lluvia que se filtra ahora por la copa del árbol es una rica sustancia nutritiva que arrastra a su paso los minerales depositados en las hojas por la evaporación, aportando estos nutrientes a la cubierta del suelo, a las pequeñas plantas que crecen a la sombra del árbol, y empapando la tierra, de donde la absorberán las raíces, cuyas terminaciones están cubiertas por bacterias que hacen de filtro selectivo bidireccional, y esa sustancia rica en nutrientes subirá por el xilema del árbol hasta las hojas. Las selvas mantienen un ritmo de lluvia constante, y esa es la razón por la que todos los grandes bosques, ya estén situados en los trópicos o en el borde más septentrional de los continentes, son selvas pluviales.

Dos clases de árboles

Mi árbol era una conífera (coníferas son aquellas plantas portadoras de conos), de un linaje arbóreo que se remonta a hace 290 millones de años. A todos nos resultan familiares las distintas coníferas: abetos y falsos abetos, pinos, cedros, secuoyas, cipreses, pinos del cerro, tejos y enebros. Se originaron en suelos áridos, y en ellos continúan sobreviviendo, tanto si el clima es tropical como desértico o casi ártico. Entre las coníferas de California se encuentran las secuoyas costeras, los árboles más altos del mundo, y los pinos bristlecone (Pinus longaeva), que son los más antiguos. Las coníferas forman los grandes bosques boreales de Alaska, Canadá, Escandinavia, Rusia y Siberia. Crecen prolíficamente allá donde las condiciones son difíciles, e incluso en zonas de incendios frecuentes. Son supervivientes y pioneras; son árboles que llegan a áreas devastadas y crecen donde otros árboles no son capaces de hacerlo.
Las coníferas son una de las dos grandes categorías de árboles que juntas engloban el 99% de los árboles existentes: los árboles sin flores (coníferas) y los árboles con flores (angiospermas). Las angiospermas se diferencian de las coníferas en su sexualidad. El óvulo femenino está completamente encerrado en el ovario, y el gameto masculino debe llegar hasta él a través de los tubos polínicos. Una característica singular de las angiospermas es que practican una doble fertilización. Esta es simplemente una síntesis muy breve, que no incluye ni definiciones, ni explicaciones sobre los diversos medios para la unión y la procreación, ni en qué se diferencia este proceso del proceso reproductor de las coníferas; en este momento, nos basta con saber que la obstetricia y ginecología de una y otra categoría son muy diferentes. Las angiospermas constituyen un inmenso universo de plantas con flor (hay 300.000 especies) entre las cuales hay árboles. Supuestamente, los árboles con flor y tronco leñoso evolucionaron a partir de plantas con flor, aunque quedan algunos eslabones perdidos. Tampoco se sabe cuándo, dónde ni cómo se originaron las angiospermas.
Los árboles de hoja ancha pertenecen a esta categoría. Son angiospermas la acacia, el arce, el saúco, el baobab, el aliso, la aralia, el abedul, el nogal, el espino albar, el laurel, el eucalipto, el tilo, el olivo, el haya, el baniano, la higuera, el sicomoro, el fresno, el algarrobo, la morera, el plátano, el árbol del café, el acebo, el álamo, el roble, el sauce, el pimentero, el olmo, y muchos otros. Los frutales, los árboles con frutos de cáscara dura y los árboles con flor son también angiospermas. Hay aproximadamente 50 veces más especies de árboles de flor que de coníferas. Por lo general viven en terrenos fértiles o apropiados, en zonas templadas, donde el clima tiene estaciones predecibles, o en las vastas selvas tropicales del Amazonas, África central o Indonesia.

Selvas tropicales y selvas boreales

Ambas están desapareciendo a una velocidad alarmante a manos de los seres humanos, movidos por razones económicas. En un artículo publicado en National Geographic en enero del 2007, titulado «Last of the Amazon», Scott Wallace empezaba diciendo: «En el tiempo que se tarda en leer este artículo, un área de la selva brasileña mayor que 200 campos de fútbol habrá quedado arrasada». Los productores de habas de soja a escala industrial se han unido a los madereros y ganaderos en la apropiación de la tierra. Las carreteras cruzan la selva para facilitar el acceso a los árboles de maderas nobles y su posterior transporte. Hay en la actualidad más de 150 kilómetros de carreteras, casi todas construidas ilegalmente, que luego utilizan los ocupantes ilegales, los agricultores y los ganaderos que desbrozan el terreno quemando la maleza y los árboles que hayan quedado.
Como los pueblos indígenas saben intuitivamente, los beneficios que reporta el Amazonas tienen un valor incalculable: la selva produce no solo la mitad de su propia lluvia, sino gran parte de la lluvia que cae al sur del Amazonas y al este de los Andes; su retención y absorción de dióxido de carbono mitiga el calentamiento global y limpia la atmósfera, y, además, la selva mantiene una miscelánea de vida sin parangón. Pero conservar la selva no reportaba beneficios económicos; lo que da dinero es talar los árboles, vender su madera y utilizar el espacio para la agricultura y la ganadería.
Se ha talado hasta el momento el 20%, o más, de la selva del Amazonas; cuando se haya destruido un 20% más, las predicciones científicas auguran que las relaciones ecológicas de la selva se desarticularán, lo cual reduciría la cantidad de lluvia que produce la selva gracias a la humedad que los árboles liberan en la atmósfera, y a esto habría que añadir el calentamiento global: los árboles que quedan se secan, entonces, y esto conduce a la sequía y propicia los incendios. En la histórica sequía de los años 2005 y 2006, los incendios, incontrolados durante meses, diezmaron la selva amazónica, y a esto le siguió en el 2007 el más terrible incendio forestal de la historia. El humo desprende toneladas de dióxido de carbono y otros contaminantes que enrarecen el aire y provocan un ascenso directo de la temperatura ambiente, contribuyendo además al calentamiento global al producir más gases de efecto invernadero. La historia de la deforestación es igual en Indonesia, el país con la mayor selva tropical del Sudeste asiático, que reabastece de agua potable a una gran región y desempeña un papel crucial en relación con el clima.
Tanto si el motivo de mi preocupación es un árbol o una selva, una persona o la humanidad, la manera en la que aprendo lo que necesito saber para poder comprender una situación que afecta a una especie, o a una clase de persona (a los niños y niñas, a las mujeres, a una raza o a una religión), es prestando atención a un individuo que sea representativo. Quiero ver el bosque y los árboles; la metáfora ha acabado cobrando sentido literal. Aprendí de mi pino de Monterrey que en las agujas de los pinos se condensa la niebla, produciendo una enorme cantidad de agua que luego va cayendo al suelo lentamente. Después aprendí de otras personas que, además, los árboles absorben agua de la tierra a través de las raíces, y desde las hojas la envían a la atmósfera. Colin Tudge escribió que un árbol grande puede transpirar 500 litros en un solo día.
En Tree: A Life Story, David Suzuki y Wayne Grady explican lo que un árbol añade al conjunto: «Un solo árbol de la selva amazónica lanza hacia lo alto cientos de litros de agua al día. La selva se comporta como un gran océano, transpirando agua que llueve hacia arriba, como si se hubiera revertido la fuerza de gravedad. Esas nieblas de transpiración fluyen luego atravesando el continente a modo de grandes ríos de vapor. El agua se condensa, cae en forma de...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Citas
  4. Sumario
  5. Introducción
  6. 1. En pie como un árbol
  7. 2. Generosas como un árbol
  8. 3. Sobrevivir como un árbol
  9. 4. Sagradas como un árbol
  10. 5. Simbólicas como un árbol
  11. 6. Con alma, como un árbol
  12. 7. Sabias como un árbol: las personas árbol
  13. Preguntas para el debate y la reflexión
  14. Fuentes
  15. Agradecimientos
  16. Notas
  17. Contraportada