Lo cómico y la caricatura y el pintor de la vida moderna
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Lo cómico y la caricatura y el pintor de la vida moderna

  1. 202 páginas
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Lo cómico y la caricatura y el pintor de la vida moderna

Descripción del libro

Reunimos en este volumen los textos en los que Charles Baudelaire se ocupa de la esencia de la risa y la caricatura junto con "El pintor de la vida moderna". Diferentes y publicados en fechas distintas –en los años cincuenta del siglo XIX los primeros, en 1863 "El pintor de la vida moderna"–, guardan una estrecha relación en la caracterización del mundo moderno que realiza el poeta. Daumier, Grandville, Gavarni son "pintores" de la vida moderna en tanta o mayor medida que Constantin Guys, y la articulación de horror y belleza, la presencia de la belleza en la fealdad, la temporalidad de lo transitorio son rasgos tan adecuados para un pintor de "croquis de costumbres" como de los caricaturistas, que hacen uso de estos motivos de forma muchas veces más radical que los pintores de género. Textos diversos, ponen de relieve en su lectura conjunta la índole del pensamiento de Baudelaire en toda su complejidad y evitan la comprensión reductora a la que en muchos casos han sido sometidos. Si "El pintor de la vida moderna" descubre la belleza fugitiva en el pintoresquismo de la vida cotidiana, son las incidencias de esta vida cotidiana las que protagonizan las caricaturas, la sátira y lo grotesco, motivos que Baudelaire analiza en profundidad al escribir sobre la esencia de la risa.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788491141556
Edición
1
Categoría
Art

I

De la esencia de la risa y en general
de lo cómico
en las artes plásticas
*

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1. H. Daumier, L’Amateur, 1864-66.

1

No quiero escribir un tratado de la caricatura; quiero simplemente poner en conocimiento del lector algunas reflexiones que me he hecho a menudo a propósito de este género singular. Tales reflexiones habían llegado a convertirse en una especie de obsesión; he querido aliviarme. Por lo demás, he puesto todo mi empeño en darle un cierto orden facilitando así la digestión. Este es por tanto meramente un artículo de filósofo y de artista. Una historia general de la caricatura en sus relaciones con todos los hechos políticos y religiosos que han conmovido a la humanidad, graves o frívolos, relativos al espíritu nacional o a la moda, es sin duda una obra gloriosa e importante. El trabajo está aún por hacer, pues los ensayos publicados hasta el momento son poco más que documentos; pero he pensado que era preciso dividir el trabajo. Está claro que una obra sobre la caricatura, entendida de este modo, es una historia de hechos, una inmensa galería anecdótica. En la caricatura, en mayor medida que en las otras ramas del arte, existen dos clases de obras preciosas y recomendables por razones diferentes y casi opuestas. Unas solo tienen la vigencia del hecho que representan. Tienen indudablemente derecho a la atención del historiador, del arqueólogo e incluso del filósofo; deben ocupar su lugar en los archivos nacionales, en los registros biográficos del pensamiento humano. Lo mismo que las hojas sueltas del periodismo, desaparecen llevadas por el soplo incesante que trae noticias; pero las otras, y es de ellas de las que quiero ocuparme en particular, contienen un elemento misterioso, duradero, eterno, que despierta la atención de los artistas. ¡Es algo curioso y verdaderamente digno de consideración la introducción de este elemento inapresable de lo bello hasta en las obras destinadas a presentar al hombre su propia fealdad moral y física! Y, algo no menos misterioso, ese espectáculo lamentable excita en él una hilaridad inmortal e incorregible. He aquí el auténtico tema de este artículo.
Pero me ataca un escrúpulo. ¿Hay que responder con una demostración en regla a una especie de pregunta preconcebida que sin duda querrían maliciosamente plantear algunos profesores-jurados de la seriedad, charlantes de la gravedad, cadáveres pedantes salidos de los fríos hipogeos del Instituto, llegados a la tierra de los vivos, como ciertos fantasmas avaros, para arrancar unos céntimos a complacientes ministerios? En primer lugar, dirían, ¿es la caricatura un género? No, responderían sus compadres, la caricatura no es un género. He oído resonar en mis oídos tamañas herejías en comidas de académicos. Esas buenas gentes dejaban pasar de lado la comedia de Robert Macaire sin percatarse de grandes síntomas morales y literarios1. Contemporáneos de Rabelais le habrían tratado de vil y grosero bufón. En verdad, ¿es preciso demostrar que nada que proceda del hombre es frívolo a los ojos del filósofo? Sin duda alguna, menos que ningún otro lo será, ese elemento profundo y misterioso que hasta el momento ninguna filosofía ha analizado a fondo.
Vamos por tanto a ocuparnos de la esencia de la risa y de los elementos que constituyen la caricatura. Más adelante, quizá, examinaremos algunas de las obras más notables realizadas en ese género.

2

El Sabio no ríe sino temerosamente1. ¿De qué labios llenos de autoridad, de qué pluma perfectamente ortodoxa, ha emanado esta extraña y conmovedora máxima? ¿Nos viene del rey filósofo de Judea? ¿Hay que atribuírsela a Joseph de Maistre, ese soldado animado por el Espíritu Santo? Recuerdo vagamente haberla leído en uno de esos libros, pero dada como una cita, no cabe duda. Esta severidad de pensamiento y de estilo le sienta bien a la santidad majestuosa de Bossuet; pero el giro elíptico del pensamiento y la finura quintaesenciada me llevarían a atribuírsela a Bourdalue, el implacable psicólogo cristiano. Esta singular máxima me vuelve incesantemente a la mente desde que he concebido el proyecto de este artículo, y antes de nada he querido quitármela de encima.
Analicemos, en efecto, esta curiosa proposición:
El Sabio, es decir, aquel que está animado por el espíritu del Señor, aquel que posee la práctica del formulario divino, no ríe, no se abandona a la risa sino temerosamente. El Sabio tiembla por haber reído, el Sabio teme la risa, como teme los espectáculos mundanos, la concupiscencia. Se detiene al borde de la risa como al borde de la tentación. Hay, por tanto, según el Sabio, una cierta contradicción secreta entre su carácter de sabio y el carácter primordial de la risa. Efectivamente, por no rozar más que de pasada recuerdos más que solemnes, destacaré –lo que corrobora plenamente el carácter oficialmente cristiano de esta máxima– que el Sabio por excelencia, el Verbo Encarnado, nunca ha reído. A los ojos de Aquel que todo lo sabe y todo lo puede, lo cómico no existe. Y, sin embargo, el Verbo Encarnado ha conocido la cólera, ha conocido incluso el llanto.
Así pues, hemos de considerar lo siguiente: en primer lugar, tenemos aquí un autor –un cristiano, sin duda–, que considera como cierto que el Sabio se lo piensa mucho antes de permitirse reír, como si debiera quedarle no sé qué malestar, inquietud, y, en segundo lugar, lo cómico desaparece desde el punto de vista de la ciencia y de la potencia absolutas. Ahora bien, invirtiendo las dos proposiciones, tendríamos que la risa es por lo general privativa de los tontos2, y que siempre implica en mayor o menor medida ignorancia y debilidad. No quiero embarcarme aventuradamente en un mar teológico, para el que no estaría provisto ni de brújula ni de velas suficientes; me contento con indicar y mostrar con el dedo al lector esos singulares horizontes.

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2. W. Hogarth, Lección de anatomía del Presidente del Royal College of Physicians.
Es indudable, si queremos situarnos en el punto de vista ortodoxo, que la risa humana está íntimamente ligada al accidente de una antigua caída, de una degradación física y moral. La risa y el dolor se expresan con los órganos en los que residen el mando y la ciencia del bien o del mal: los ojos y la boca. En el paraíso terrenal (lo consideremos pasado o porvenir, recuerdo o profecía, como los teólogos o como los socialistas), en el paraíso terrenal, esto es en el medio en que al hombre le parecía que todas las cosas creadas eran buenas, la alegría no estaba en la risa. No le afligía ninguna pena, su rostro era sencillo y liso, y la risa que agita ahora a las naciones no deformaba los rasgos de su cara. La risa y las lágrimas no pueden dejarse ver en el paraíso de las delicias. Son por igual hijas de la pena y han llegado porque el cuerpo del hombre enervado carecía de fuerzas para reprimirlas. Desde el punto de vista de mi filósofo cristiano, la risa de sus labios es señal de una miseria tan grande como las lágrimas de sus ojos. El Ser que quiso multiplicar su imagen no ha puesto en la boca del hombre los dientes del león, pero el hombre muerde con la risa; ni en sus ojos la astucia fascinadora de la serpiente, pero seduce con las lágrimas. Y observen que es también con las lágrimas con las que el hombre lava las penas del hombre, que es con la risa con la que endulza a veces su corazón y lo atrae; pues los fenómenos engendrados por la caída llegarán a ser los medios de redención.
Permítaseme una suposición poética que me servirá para verificar la justifica de estos asertos que muchas personas encontrarán sin duda mancillados por el a priori del misticismo. Intentemos, ya que lo cómico es un elemento condenable y de origen diabólico, situar enfrente un alma absolutamente primitiva recién salida, por así decirlo, de las manos de la naturaleza. Tomemos por ejemplo la gran y típica figura de Virginia, que simboliza a la perfección la pureza y la ingenuidad absolutas. Virginia llega a París empapada aún de las brumas del mar y dorada por el sol de los trópicos, los ojos llenos de las grandes imágenes primitivas de las olas, de las montañas y de los bosques. Cae aquí, en plena civilización turbulenta, desbordante y mefítica, ella, impregnada de los puros y ricos olores de la India; se apega a la humanidad mediante la familia y al amor mediante su madre y su amante, su Pablo, angelical como ella, cuyo sexo no se distingue, es un decir, del suyo en los ardores insaciables de un amor que se ignora. A Dios lo ha conocido en la iglesia de los Pomelos, una pequeña iglesia muy modesta y muy pobre, y en la inmensidad indescriptible del azul tropical, y en la música inmortal de los bosques y de los torrentes. Claro es que Virgina es una gran inteligencia; pocas imágenes y recuerdos le bastan, como al Sabio pocos libros. Pero un día Virginia encuentra por casualidad, inocentemente, en los cristales de una vidriera, sobre una mesa, en un lugar público, en el Palacio Real, ¡una caricatura!, una caricatura bien atrayente para nosotros, repleta de amargura y de rencor, como sabe hacerlas una civilización perspicaz y aburrida. Imaginemos una buena farsa de boxeadores, alguna enormidad británica, rebosante de sangre coagulada y sazonada con algunos goddam monstruosos; o, si le resulta más grato a vuestra curiosa imaginación, imaginemos ante la mirada de nuestra virginal Virginia una encantadora y sorprendente impureza, un Gavarni de aquellos tiempos, y de los mejores, una sátira insultante contra las locuras reales, una diatriba plástica contra el Parque de los Ciervos, o los abyectos antecedentes de una gran favorita, o las escapadas nocturnas de la proverbial Austríaca3. La caricatura es doble: el dibujo y la idea, el dibujo violento, la idea mordaz y velada; complicación de elementos penosos para un espíritu ingenuo, acostumbrado a comprender por intuición las cosas simples como él. Virginia ha visto; ahora mira. ¿Por qué? Mira lo desconocido. Por lo demás, no comprende ni lo que aquello quiere decir ni para qué sirve. Y, sin embargo, ¿ven ustedes ese repentino repliegue de alas, ese estremecimiento de un alma que se oculta y quiere retirarse? El ángel ha sentido que el escándalo se encontraba allí. Y en verdad, os lo digo, haya comprendido o no haya comprendido, le quedará de esa impresión un cierto malestar, algo que se asemeja al miedo. Sin duda, si Virginia permanece en París y le llega la ciencia, le llegará la risa; veremos por qué. Pero por el momento, nosotros, analista y crítico, que desde luego no nos atreveríamos a afirmar que nuestra inteligencia es superior a la de Virginia, constatamos el temor y el sufrimiento del ángel inmaculado ante la caricatura.

3

Lo que bastaría para demostrar que lo cómico es uno de los más claros signos satánicos del hombre y una de las numerosas pepitas contenidas en la manzana simbólica, es el unánime acuerdo de los fisiólogos de la risa sobre la razón primera de ese monstruoso fenómeno. Por lo demás, su descubrimiento no es muy profundo y no va demasiado lejos. La risa, dicen, viene de la superioridad. No me sorprendería que ante tal descubrimiento el fisiólogo se echara a reír pensando en su propia superioridad. También habría que decir: la risa viene de la idea de la propia superioridad. ¡Idea satánica como la que más! Orgullo y aberración. Ahora bien, es notorio que todos los locos de los hospitales tienen desarrollada más allá de toda medida la idea de su propia superioridad. No sé de locos de la humanidad. Observen que la risa es una de las expresiones más frecuentes y más numerosas de la locura. Y vean como todo concuerda: cuando Virginia, caída, haya descendido un grado en pureza, empezará a tener la idea de su propia superioridad, será más sabia desde el punto de vista del mundo, y reirá.
He dicho que había un síntoma de debilidad en la risa; y, en efecto, ¿hay síntoma más destacado de debilidad que una convulsión nerviosa, un espasmo involuntario comparable al estornudo, y causada por la visión de la desgracia de otro? Esa desgracia es casi siempre una debilidad de espíritu. ¿Existe un fenómeno más deplorable que la debilidad regocijándose de la debilidad? Pero hay algo peor. Esa desgracia es en ocasiones de una especie muy inferior, una imperfección en el orden físico. Para tomar uno de los ejemplos más vulgares de la vida, ¿qué hay de regocijante en el espectáculo de un hombre que cae en el hielo o en el pavimento, que tropieza en el borde de una acera, para que la cara de su hermano en Jesucristo se contraiga en forma desordena...

Índice

  1. Índice
  2. Introducción El caricaturista y el pintor
  3. Lo cómico y la caricatura
  4. Nota del editor
  5. I De la esencia de la risa y en general de lo cómico en las artes plásticas*
  6. II Algunos caricaturistas franceses* Carle Vernet - Pigal - Charlet - Daumier - Monnier - Grandville - Gavarni - Trimolet - Traviès - Jacque
  7. III Algunos caricaturistas extranjeros* Hogarth - Cruikshank - Goya - Pinelli - Brueghel
  8. IV De la caricatura y en general de lo cómico en las artes*
  9. El pintor de la vida moderna*
  10. I Lo bello, la moda y la felicidad
  11. II El croquis de costumbres
  12. III El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud y niño
  13. IV La modernidad
  14. V El arte mnemónico
  15. VI Los anales de la guerra
  16. VII Pompas y solemnidades
  17. VIII El militar
  18. IX El dandi
  19. X La mujer
  20. XI Elogio del maquillaje
  21. XII Las mujeres y las mujerzuelas
  22. XIII Los carruajes
  23. Ilustraciones