1. Industria, salarios y estado
El auge del consumo popular
A principios de los años cuarenta, la Corporación para la Promoción del Intercambio, integrada por las firmas industriales más importantes de la Argentina, contrató a la Armour Research Foundation para conducir una investigación sobre la industria nacional y las perspectivas para su desarrollo futuro. Al término de la investigación, la consultora estadounidense confeccionó un detallado informe sobre las actividades agrícolas y fabriles, el comercio, el transporte, las comunicaciones, el sistema bancario y la demografía del país, pero su hallazgo más importante (y desafortunado) fue el reconocimiento de los bajos salarios percibidos por los trabajadores. Entre 1937 y 1939, afirmaba el informe, un obrero argentino ganaba la mitad que su par inglés y un tercio de lo que cobraba un trabajador norteamericano. Aunque los alimentos eran generalmente más baratos en la Argentina, los bajos salarios impedían que los obreros locales alcanzaran niveles de consumo similares a los de los obreros en Inglaterra y los Estados Unidos, una diferencia que se hacía notable, por ejemplo, en la cantidad de pan, papas y azúcar consumidos por los trabajadores en los tres países.
El informe señalaba que, más allá de estas diferencias, el efecto más nocivo de los bajos salarios en la Argentina era el acceso restringido de los trabajadores a bienes de consumo durables, situación sobre la cual los investigadores habían sido informados al llegar al país, cuando un experimentado hombre de negocios local les advirtió: “No olviden que el mercado argentino tiene tres millones y medio de personas, y no trece millones”. La Armour Research Foundation demostraba que un obrero local sólo podía comprar entre un tercio y un cuarto de la cantidad de prendas de vestir que adquiría un trabajador de su mismo rango en los Estados Unidos, que una máquina de coser era tres veces más cara y que una radio costaba siete veces más. Los investigadores afirmaban que los industriales argentinos pagaban salarios bajos para mantener bajos los costos de producción, lo cual resultaba en ventas limitadas y, en consecuencia, en escaso desarrollo industrial. La industria argentina necesitaba incorporar nueva tecnología y producir en masa, pero este desarrollo dependía del consumo masivo de productos industriales que era imposible con salarios tan bajos.
Menos de una década después, los titulares de la prensa anunciaban una realidad diferente. En 1947, el periódico ilustrado Ahora proclamaba que “La Argentina es el país donde la vida cuesta menos y el obrero gana más”, y cuatro años más tarde la revista Mundo Argentino anunciaba que “El nivel de vida de los trabajadores argentinos es el más alto del mundo”. En una clara expresión del espíritu triunfalista de la época, la prensa sintetizaba un clima de época que quedó inscripto en la memoria popular como los “años dorados del peronismo”, un tiempo de bonanza y conquistas para la clase trabajadora. Según María Roldán, una trabajadora de la industria de la carne durante el peronismo: “Con Perón conocimos muchas cosas. Una media de nylon, un regio vestidito. Yo alcancé a comprar una heladera en 1947. Le cambió la vida a todo el mundo”. En su testimonio, Roldán sintetiza los logros del peronismo aludiendo a la creciente cantidad de bienes de consumo accesibles a la clase obrera y al proceso, individual y colectivo, por el cual los trabajadores se convirtieron en activos participantes del mercado consumidor.
Este capítulo explora las condiciones estructurales y las decisiones políticas que contribuyeron al surgimiento del consumidor obrero. Ante el inminente fin de las condiciones comerciales excepcionales causadas por la Segunda Guerra Mundial, distintos grupos de poder comenzaron a debatir el futuro industrial del país y las posibles soluciones a los problemas diagnosticados por la consultora Armour. El capítulo examina las distintas visiones de desarrollo nacional y hace foco sobre aquella que resultó triunfante: un plan de crecimiento basado en la industrialización orientada al mercado interno y en el aumento del poder de consumo de los sectores trabajadores. Ícono del bienestar social, el consumidor de clase trabajadora fue el eje del proyecto peronista de industria nacional y pleno empleo basado en la expansión de la demanda y orientado a la independencia económica. La participación sin precedentes de los sectores de menores ingresos en el mercado de consumo se convirtió en un emblema de la justicia social peronista, cuyo objetivo fue mejorar la calidad de vida de los trabajadores mediante una combinación de salario mínimo, sindicalización, regulaciones laborales y programas de asistencia social. Este capítulo demuestra que la promoción del consumo obrero no dependió solamente de aumentos salariales y precios fijos, sino también de una nueva manera de entender el derecho del consumidor a acceder a productos confiables e información honesta sobre estos. Para proteger este derecho, el estado combinó medidas legales e institucionales contra los abusos cometidos por ciertos sectores industriales, comerciales y publicitarios e intervino activamente –y muchas veces por primera vez– en áreas tales como la reglamentación comercial y publicitaria y el control de calidad de los productos alimenticios. Así, para poder implementar esta creciente regulación, el estado redefinió su rol y experimentó un profundo cambio institucional.
La Argentina industrial
La industrialización argentina comenzó en la segunda mitad del siglo XIX, pero permaneció subordinada a las actividades agroexportadoras –especialmente la producción de trigo, cueros, carnes y lana– que habían convertido al país en el granero del mundo y en una verdadera potencia económica en Latinoamérica. La prosperidad atrajo a inmigrantes europeos que detonaron un impresionante crecimiento demográfico y urbano y estimularon una creciente demanda de productos industriales que primero fue satisfecha a través de la importación y, posteriormente, a través de la creciente producción interna. La industria nacional floreció gracias al acceso a maquinarias y materias primas importadas y a salarios reales que se mantuvieron bajos por la constante llegada de inmigrantes y por el mercado de trabajo desregulado. A pesar de que estas condiciones eran atractivas para capitalistas extranjeros y locales en búsqueda de ganancias rápidas y seguras, la industria continuó subordinada a la actividad agropecuaria y aquejada por la escasez de tecnología, combustible y capital, la baja productividad y la falta de una política estatal de planeamiento industrial vasta y a largo plazo.
La Primera Guerra Mundial y luego la crisis de 1929 causaron una reducción abrupta de la exportación de productos agropecuarios y la consecuente caída de suministros importados. La situación asfixió a algunas industrias, mientras otras florecieron como consecuencia de un creciente proceso de industrialización por sustitución de importaciones, cuya tasa ascendió del 50% entre 1925 y 1929 al 63% entre 1930 y 1939. Aunque la fabricación de productos de goma y de cemento creció en este período, la industria textil, especialmente de algodón, fue el sector líder en el auge industrial local. Así, entre 1930 y 1937, las hilanderías de algodón se triplicaron. La significativa expansión del sector alimenticio, debida al incremento en el número de pequeñas fábricas –predominantes en la manufactura de bienes no durables–, también aceleró el crecimiento del índice industrial, mientras sectores claves como la metalurgia continuaron en estado embrionario.
La Segunda Guerra Mundial y la consiguiente crisis del mercado internacional contribuyeron a la intensificación del proceso de sustitución de importaciones en las industrias textil y alimenticia, así como al desarrollo de nuevos sectores, como el de electrodomésticos. Más aún, al interrumpir el comercio exportador de los países beligerantes, la guerra posibilitó la exportación de bienes industriales argentinos que muchas veces reemplazaron a los estadounidenses, sobre todo en los países limítrofes. De hecho, hacia el final de la guerra, el porcentaje de exportaciones argentinas a todo el continente americano se había duplicado. En este contexto, el número de fábricas pasó de 38.456 en 1935 a 86.440 en 1946, generando numerosos puestos de trabajo que pusieron en marcha una creciente migración interna.
Tanto los sectores industriales como los agroexportadores reconocieron el papel clave del desarrollo industrial y la necesidad de políticas estatales para consolidarlo en la posguerra, pero las condiciones del mercado internacional así como el plan de acción a seguir eran inciertos. En 1942, por ejemplo, la Unión Industrial Argentina (UIA), que agrupaba a las empresas más importantes del país, expresó su preocupación por el futuro al preguntar:
¿Qué sucederá una vez terminada la Guerra? ¿Cuál será nuestra situación en el futuro cercano cuando, después de la conflagración, los países del viejo mundo y la gran nación norteamericana se dispongan a restaurar sus economías y traten, en consecuencia, de colocar en los mercados del mundo y particularmente en el nuestro sus excedentes de producción industrial?
Los argumentos sobre el futuro industrial del país estuvieron polarizados en dos campos. En 1940, el Plan de Reactivación Económica presentado por Federico Pinedo, ministro de Hacienda del presidente Ramón Castillo, representó las ideas de los sectores agroexportadores tradicionales y los intereses de la UIA. El Plan promovió las industrias “naturales” que, como la alimenticia, usaban materias primas locales y cuyos productos eran competitivos en el mercado externo. Pinedo fomentó el balance entre la industria y las actividades agropecuarias –a las que consideraba vitales para el acceso a divisas– y promovió una relación comercial estrecha con los Estados Unidos. Aunque el golpe de estado de 1943 impidió la implementación del proyecto de Pinedo, muchos críticos señalaron que el plan era, por diversas razones, una estrategia poco viable. Primero, los Estados Unidos no sólo inundaron los mercados europeos con grano subsidiado, sino que, debido a la neutralidad argentina durante la guerra, prohibieron a los países europeos que usaran fondos del Plan Marshall para importar granos argentinos. Segundo, los productos industriales estadounidenses rápidamente comenzaron a recuperar su lugar en los mercados latinoamericanos y a desplazar a las importaciones argentinas en los países limítrofes. Y, por último, el proyecto de Pinedo tenía un alto costo social, ya que el énfasis puesto en las industrias competitivas a nivel internacional eliminaría a sectores industriales considerados menos eficientes causando un alto desempleo.
Por su parte, los militares congregados en el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), que tomó el poder en 1943, tenían una visión nacionalista de la industria y anhelaban la autarquía económica. El GOU proponía ir más allá de las industrias “naturales”, intensificar la sustitución de importaciones y, más importante aún, expandir la producción de acero y petróleo. De hecho, cuestionó la arbitrariedad de la distinción entre industrias “naturales” y “artificiales” argumentando que, en un país rico en minerales como la Argentina, la minería debería ser considerada una industria “natural”. El GOU propulsó, además, un modelo de gobierno tecnocrático así como un estado activo, regulador y que funcionara como agente industrial. En contra del énfasis de Pinedo en la producción industrial competitiva para la exportación, el GOU propuso un modelo de industrialización dependiente del mercado interno y atrayente para los nuevos sectores industriales surgidos durante la guerra para satisfacer la demanda local. Más aún, para estos oficiales la industrialización no era sólo un motor de desarrollo nacional, sino también una herramienta efectiva para contrarrestar la amenaza de desempleo y malestar social pronosticados para la posguerra.
En tanto miembro del GOU, Perón compartió estos argumentos desde los inicios de su carrera política en la Secretaría de Trabajo y Previsión Social y el Consejo Nacional de Posguerra, el organismo del gobierno militar a cargo de la política industrial. Sin embargo, en los tres años previos a su meteórica llegada a la presidencia en 1946 –un período marcado por su alianza con el movimiento obrero, el rechazo de ciertas facciones militares y la unificación de los conservadores, la izquierda e importantes intereses económicos en su contra–, el énfasis en el impulso a la industria pesada pasó a segundo término. Este cambio quedó rápidamente en evidencia con las nuevas medidas del gobierno ...