La diabetes y yo
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La diabetes y yo

Samuel Martín

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  1. 150 páginas
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La diabetes y yo

Samuel Martín

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¿Conoces realmente qué es la diabetes? ¿Formas parte del círculo cercano de una persona con diabetes o tú mismo tienes esta enfermedad? En este libro podrás ver, sentir y conocer qué es vivir con la diabetes.A veces podrás sentirte identificado, no solo desde un punto de vista médico, sino desde una perspectiva humana, junto a alguien que ha vivido con esta enfermedad durante 20 años.Te invito a que conozcas mi historia, a esta enfermedad e, incluso, que te conozco un poco más a ti mismo.

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Información

Editorial
Tregolam
Año
2020
ISBN
9788418411021
Edición
1
CAPÍTULO 8.
DIABETES, ANSIEDAD, TRISTEZA Y FELICIDAD
Nos acercamos al final de mi historia, de momento. Esta transcurre durante mi segundo año de trabajo, donde me detendré a explicar un suceso que me ha marcado y que no deseo a nadie, pero que, siendo sincero, todo el mundo ha de vivir. Aun así, es algo que puede afectar no solo a nuestra salud física, sino a nuestra salud mental de igual manera. Puedo presumir hoy y decir que, tras ello, soy quien soy y no me puedo quejar, así que permíteme que te cuente el que para mí ha sido el mejor y peor año de mi vida.
Empecemos por lo principal: mi situación personal completa. Tras toda la serie de golpes y palos que había recibido anteriormente me sentía más duro, mejor, más confiado conmigo mismo y con mi vida: el trabajo me iba genial, físicamente me encontraba fenomenal y con relación a mi situación sentimental iba conociendo a diferentes personas sin nada remarcable que comentar.
Entre toda esta felicidad tan indescriptible hubo, cómo no, una mala noticia que partiría un poco mis esquemas, pues a un familiar muy cercano le habían diagnosticado una artrosis completa en una fase muy avanzada. «Es normal si era una persona mayor», puedes pensar, pero no lo era precisamente, así que fue un golpe duro saber que las cosas iban a cambiar en poco tiempo. Aunque me afectó conocer la noticia, como me dijo aquella persona: «Si no me duele a mí, ¿por qué te tiene que doler a ti?». Y tras estar mal varios días, me di cuenta de que no podía estar sufriendo por algo que no podía controlar, que estaría ahí para lo que necesitara y que al menos, de momento, todo iba con buen pie. Así que retomé mi actitud positiva y seguí con mi vida, como siempre.
Como todo me iba tan bien, a pesar de lo ocurrido con mi familiar, decidí dar un paso más en mi vida para mejorar: comprarme el coche de mis sueños. Estaba claro que no iba a comprarme un Lamborghini ni un Ferrari, pero siempre había soñado con un coche de gama alta; y después de sopesar, de pensarlo bien y de hablarlo con mi familia me compré un Mercedes. No cabía en mí de la felicidad: era un coche que tenía todo lo que yo siempre había querido y, además, si mi familia lo necesitaba se podía conducir a una mano, prácticamente. Era un coche para mi disfrute y para ayudar a quien hiciera falta.
En apenas tres meses de lo que llevaba de año ya habían pasado cosas y momentos intensos, así que estaba claro que esta fase de momentos intensos no iba a parar ahora. Fue entonces cuando me enteré del famoso «parche» para el brazo, el cual te mide los niveles de glucosa sin necesidad de pincharte y después los envía al móvil en cualquier momento. Aunque me pareció interesante, me comentaron que el parche solo era gratuito para los menores de dieciocho años y me desinteresé un poco.
Por coincidencias del destino, en el gimnasio al que iba conocí a una chica un par de años más joven que yo, la cual llevaba en fase de prueba una versión del parche un poco más moderna, puesto que se asociaba por conexión inalámbrica a la bomba de insulina. Me pudo explicar cómo funcionaba y me pareció realmente fascinante y sencillo de usar: el parche envía los niveles de glucosa cada diez minutos a la bomba (por lo que se pueden mirar en cada momento estos controles). Con esos datos se realiza una gráfica a partir de la cual cada usuario puede corregir sus desniveles de glucosa, si los hubiera, e indicar la corrección. En el caso de que no existan desniveles la bomba está preparada para introducir la insulina programada. En resumen: el número de controles y de pinchazos de insulina se reducen de tres a cinco al día (casi veinte a la semana) a un par de pinchazos a la semana con el parche y la bomba.
Tras esto tomé la decisión de tener esa comodidad y ayuda en mi vida, aunque había pasado todo este tiempo temiendo llevar la bomba de insulina porque soy una persona muy “bruta y brusca”, pero sabía que sin duda alguna me ayudaría a llevar un control mucho más sencillo y exhaustivo de mi diabetes. Pero no pude poner en práctica esta decisión hasta tiempo después, como pronto verás.
Casi a comienzo de verano de ese año, retomé una vieja amistad, la cual no sabía que surgiría, y que quiero comentar pues me dio una anécdota y una experiencia bastante grande a nivel personal y de diabetes. Esta amiga mía conocía bien el terreno de la medicina, pues estaba prácticamente graduada en la carrera de enfermería y admitiré que, desde que terminé mis estudios, el terreno de la medicina me fascina. Es más, uno de mis mejores amigos actualmente es médico y me encanta aprender y hablar de él sobre todos los temas sanitarios posibles. Así que, sinceramente, me gustó mucho poder retomar esta amistad.
A medida que iba quedando con esta persona, pude conocerme a mí mismo un poco más e interesarme por la diabetes más allá de mi persona. Es decir, por las experiencias y vivencias de otra gente diabética. Me parecía increíble la cantidad de hipoglucemias e hiperglucemias graves que una persona diabética puede sufrir en cortas temporadas y el miedo que pasaban las personas de su alrededor, muchas veces sin saber cómo actuar. Pues, a medida que escuchaba más historias y lo hablaba con esta chica, me ocurrió una anécdota que, aunque en el momento para mí fue muy preocupante, ahora la puedo considerar bastante graciosa. Un día, tras quedar con esta chica, decidimos pasar la noche juntos y, después de acostarnos, me dio la sensación de que me había bajado el azúcar. Entonces, procedí a mirarme los niveles de glucosa. Para mi sorpresa, solo me quedaba una tirita para medirme, así que pensé: «Bueno, me miro ahora y mañana cuando me levante voy a comprar tiras de nuevo». Pero, como no, yo y mi suerte: cuando fui a hacerlo, no puse suficiente sangre en la tira y me dio error; no se puede imaginar uno mi cara y sensación de aquel momento de «¿ahora qué hago? Si yo no puedo conducir, como, no como…». Así que, sin vergüenza ni miedo alguno, le dije a esta chica: «Necesito que cojas mi coche y me lleves a una farmacia cercana porque creo que me está dando un bajón y no sé si llego yo conduciendo». Imagina la situación en la que la chica se medio viste corriendo (con unos tacones y un pijama), yo me pongo un chándal desastroso en pleno mes de junio y sin zapatillas, con un paquete de Oreo en la mano y un zumo de melocotón, a las cuatro de la mañana de farmacia en farmacia hasta encontrar una de guardia. Cuando por fin la encontramos y pude medirme de nuevo el nivel de glucosa recuerdo que la tenía en setenta después de haber comido las galletas y el zumo. Aquella noche nos llevamos un susto, pero también el momento fue gracioso debido a las pintas que llevábamos por todo el pueblo.
Tras esta última experiencia y junto con mis ya anécdotas vividas pensé que esta chica iba a tomar la decisión de alejarse, como ya me había pasado, así que tome una posición un poco a la defensiva y seguí con mi vida, como siempre: trabajo, gimnasio y proyectos. Conforme pasaba el verano me di cuenta de que me picaba el gusanillo de estudiar de nuevo, que quería más, y tomé la excelente decisión de intentar meterme en una carrera mientras trabajaba, lo que me pareció factible en aquel momento. Echar los papeles para estudiar me resultó bastante complicado debido a la falta de tiempo que tenía y a la cantidad de cosas que me pedían, pues la carrera era a distancia.
Me di cuenta de que todo esto me había hecho sentirme «extraño» y de que conforme pasaban los días cada vez me costaba más salir a cualquier lado y no salía más que lo indispensable.
Decidí ir a mi médico y, tras contarle lo sucedido, me comentó que aparentemente tenía un principio de agorafobia (principalmente es miedo a los espacios abiertos o espacios con muchas multitudes). Realmente no le di importancia, porque pensé que también era parte del agobio de todo esto, así que decidí seguir con mi vida pues creía que así se pasaría.
Fui haciendo mi día a día, mi vida como siempre y, aunque en muchas ocasiones me sentía muy agobiado, podía controlar bien esta sensación, e incluso sentí que se fue cuando, tras varias semanas de papeleo, me confirmaron que había entrado en la carrera. Me sentía realizado: una cosa más que iba a poder hacer. Pero qué equivocado estaba, pues intenté abarcar lo que no tenía capacidad de soportar.
Aquí viene el momento culmen y más grande de lo que fue aquel año. Tras apenas empezar el curso llevaba un ritmo muy duro a lo largo del día: me levantaba a las nueve, trabajaba de diez a dos de la tarde, me iba al gimnasio de dos y media a cuatro de la tarde, entraba de nuevo a trabajar de cinco a nueve de la noche y, después de cenar, estudiaba de diez a doce o una de la mañana. Al principio fue soportable, agobiante pero soportable. Mi abuela siempre me ha dicho que las malas noticias nunca vienen solas o que la tormenta no es una nube negra, sino que es un conjunto, así que de nuevo empecé a sentir los síntomas de esta agorafobia que me habían diagnosticado. En medio de todo este barullo de estrés me explicaron que mi familiar, el cual tenía artrosis, estaba bastante peor de estado y mi cuerpo llegó a su límite.
Cuando creía que todo era eso llegaron más malas noticias, pero que son innecesarias para el acontecimiento siguiente. Algo que no había comentado anteriormente es que mi amiga se había ido a estudiar lejos, y yo que había seguido teniendo contacto con ella sentí que empezaba a sentir mucho más que amistad por ella, así que una pareja de amigos míos y yo decidimos hacer un viaje sorpresa y exprés para despejar la mente y el cuerpo.
Aunque la experiencia fue increíble y vimos un poco más de mundo, mi salud se vio perjudicada, pues ya sabes lo que se suele decir: «Tu cuerpo puede estar en un lado que tu mente estará en otro». Pues bien, en mitad de esos días de viaje mi cuerpo sufrió un mini aviso de lo que estaba por venir: en una misma situación me dio una bajada de tensión, una hipoglucemia y ataque de ansiedad. He de admitir que mis amigos actuaron muy rápido, ya que uno fue corriendo a por zumos, otra fue corriendo a la farmacia y otra se quedó dándome aire. No puedo quejarme, pues hicieron de mi estancia algo muy apacible. Y durante el resto del viaje estuvieron muy pendientes y me tuvieron bastante controlado por si algo se desviaba. Hay que reconocer que prácticamente todos los que estábamos en aquel viaje pertenecíamos al sector de la salud (dos enfermeras, una auxiliar de enfermería y un audioprotesista), así que fue bastante fácil entendernos a la hora de actuar. Tras este viaje, pude confirmar que las cosas no andaban bien con respecto a mi salud.
Los días siguientes fueron un sube y baja de sensaciones en los que sin darme cuenta fui perdiendo el apetito, me fui alejando de los demás, y mis niveles de glucosa se dispararon exageradamente.
Al final de la primera semana acabé en el hospital sin saber por qué, pues realmente pensaba que la causa estaba relacionada con la agorafobia. Mi sorpresa fue grande cuando me explicaron que parte del problema me lo había causado yo, pues tenía un nivel de estrés y ansiedad tan grande que había hecho disparar las alertas de mi sistema inmunitario y eso iba a ocasionar que el paso de la insulina se ralentizara e incluso se bloqueara, provocando esas hiperglucemias sin haber comido nada. El médico me dejó fuera de combate, pues me sacó a relucir todos los problemas que tenía y también me dijo que, aunque algunos no tuvieran solución o una solución muy lenta, si yo anímicamente no estaba bien iba a ir a peor.
En ese momento tuve que tomar decisiones de nuevo, las cuales nunca serían buenas hiciera lo que hiciera pero, y siempre he presumido de ser alguien muy objetivo, al ver que mi salud estaba empeorando por momentos tomé tres decisiones. La primera fue que me tenía que centrar en mi salud no solo física, sino también mental y no podía hacerlo si no me quitaba presiones de encima, así que en primera instancia, y después de varios meses transcurridos, sabía que tenía que posponer la carrera para otro año. Admito que mi propio jefe me animó a seguir con ello e incluso me animó a intentar aprobar los exámenes, pues apenas faltaba un mes para las primeras pruebas. La segunda decisión, y creo que fue la más difícil para mí, fue separarme de las personas que consideraba importantes que a su vez estaban sufriendo por mi estado, por estar lejos o por no estar; entre ellas mi amiga por la que sentía tanto o mi padre al cual no quería dar más preocupaciones. Al menos durante el tiempo en el que estuviera en ese estado. Y la tercera, y no por ello menos importante, fue acudir a una psicóloga. Este último tema mucha gente lo veo como una cosa exagerada o insensata o como última opción, pero puedo asegurar que es algo que siempre nos va a aclarar la mente si la persona es buena su campo. En mi caso, la psicóloga me ayudó durante un par de s...

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