Por una repolitización del mundo
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Por una repolitización del mundo

Las vidas descartables como desafío del siglo XXI

  1. 232 páginas
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Por una repolitización del mundo

Las vidas descartables como desafío del siglo XXI

Descripción del libro

En este libro, el brillante antropólogo Didier Fassin examina el mayor desafío al orden moral que hoy enfrentan las sociedades occidentales: extranjeros, refugiados, asilados e indocumentados en las grandes ciudades interpelan a los Estados y a su voluntad humanitaria. Las preguntas que plantean estas páginas son pertinentes para quienes piensan y diseñan políticas públicas, para los investigadores y para los ciudadanos todos: ¿quiénes tienen hoy derecho a una existencia digna? ¿Cómo trazan los poderes públicos la frontera entre los que se salvan y los condenados a la expulsión?En Por una repolitización del mundo, Fassin se propone devolver un sentido pleno a la política, que actualmente genera decepción y cuestionamiento en todas partes. Los trabajos de campo que durante los últimos treinta años realizó en tres continentes le permiten demostrar cómo, cada vez más, las desigualdades se inscriben en los cuerpos de las personas en términos de sufrimiento, los hechos de violencia se reinterpretan en el léxico del trauma y el pedido de justicia social se transforma en llamado a la compasión.Releyendo a autores como Benjamin, Foucault, Derrida o Kafka, Fassin construye un alegato persuasivo contra la deshumanización de los otros, refuta los argumentos políticos e institucionales que rebajan el valor de la vida y a la vez recalca una pregunta inquietante: ¿cuáles son los límites de lo que una sociedad admite como tolerable? Así, este libro se vale de las herramientas más eficaces de las ciencias humanas y sociales para demostrar que la moral es también (y sobre todo) un asunto político.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789876298278
Parte III
Políticas de la moral
5. Hacia una antropología de los intolerables
Al final de “En la colonia penitenciaria”, relato de Franz Kafka, el oficial, que acaba de mostrar con orgullo al “explorador en viaje de estudios” la compleja mecánica de la máquina de suplicios que se dispone a poner en marcha para ejecutar a un condenado, hace de improviso una “confidencia” a su huésped: “Este procedimiento judicial y esta ejecución, que usted tiene ahora la oportunidad de admirar, no gozan actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único defensor. […] En vida de nuestro antiguo comandante, la colonia estaba llena de sus partidarios. […] Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente: todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras. […] Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tuvieran preferencia sobre todo el mundo. […] ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y ya efímera! ¡Qué tiempos, camarada!”.
Por una decisión tomada arbitrariamente, el suplicio en que un juego de agujas inscribe en el cuerpo del condenado la sentencia –cuyo sentido este descubre al final de su agonía– aparece a la vista de todos como una práctica inhumana, una secuela de tiempos pasados en que reinaba la barbarie. “Lo nuevo es tender a la clemencia”, comenta con amargura el oficial.
Además, la presencia misma del explorador, deseada por el nuevo comandante, forma parte de un plan destinado a desacreditar definitivamente ese método: “[El comandante tal vez] intentará sonsacarlo con preguntas astutas; […] tal vez usted diga: ‘En mi país el procedimiento judicial es distinto’, o ‘En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia’, o ‘En mi país el condenado conoce el veredicto’, o ‘En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte’, o ‘En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media’”.
Y el oficial se inquieta ante las consecuencias de esas observaciones: “Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón, […] oigo su voz […] que dice: ‘Un famoso investigador occidental, enviado para estudiar los procedimientos judiciales de todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento’”.
Al término de este discurso el oficial anticipa la renuncia definitiva a esa práctica, convertida en intolerable a los ojos de todos. Por eso pide a su visitante que lo ayude a evitar semejante desenlace. Pero el explorador manifiesta su hostilidad al procedimiento y su decisión de transmitir esa opinión al comandante. Tras un momento de desconcierto, el oficial comprende que “ha llegado, pues, la hora”: libera al condenado y después de elegir para sí mismo la inscripción “Sé justo”, toma su lugar y cumple la sentencia que, debido a las averías de la máquina, se transforma en un suicidio sangriento, vaciado de cualquier significación.
El relato de Kafka sirvió a Pierre Clastres (1974: 152-160 [155-164]) para analizar, en un texto célebre, el sentido de “la tortura en las sociedades primitivas”, y en especial el papel del “cuerpo como superficie de escritura, superficie apta para recibir el texto legible de la ley”. Pero lo que enuncia ese relato visionario, de manera aún más manifiesta, es el fin de un mundo o, con mayor exactitud, el nacimiento de un intolerable. Lo intolerable de una arbitrariedad, la de un poder que decide la muerte del condenado sin haberse tomado siquiera el trabajo de hacer un simulacro de proceso. Lo intolerable de un suplicio, el de un ser humano a quien se hace morir martirizando su cuerpo en una lenta agonía.
Para el lector del relato, en ese caso el indicio del nacimiento de lo intolerable es que, por supuesto, hay un antes –los “buenos tiempos” del antiguo comandante– y un después –la “nueva tendencia” de su sucesor–, pero también que hay un “aquí” –la “colonia penitenciaria” que constituye el único horizonte del oficial– y un “otra parte”, ese “en mi país” al cual se refiere el viajero. Por ende, el fenómeno se presenta en un doble régimen de historización y etnologización. No supone, por lo demás, lógicas espontáneas, sino que es resultado de la operación de construcción de un nuevo espacio moral. Una operación ambigua, con todo, que mezcla posiciones universalistas y consideraciones relativistas. La presencia del “explorador” venido de otra parte atestigua esa ambigüedad, dado que, por un lado, bien podría estar “prisionero de concepciones europeas, y ser tal vez hostil por principio a la pena de muerte en general”; pero, por otro, ha “visto y aprendido a respetar muchas singularidades en muchos pueblos”. Semejante en esto al antropólogo atrapado entre una moral personal necesariamente etnocéntrica y una ética profesional sensible a la alteridad, el viajero, tras algunas vacilaciones y con ciertos escrúpulos, va a adoptar con claridad la primera, el respeto de sus valores contra el respeto de las diferencias: no sólo es íntimamente hostil a la práctica inicua y cruel vigente en la isla, sino que pretende dar a conocer esa hostilidad. Como “occidental”, se rebela contra esta barbarie de otra época.
Tal cual destaca Bernard Lortholary (1991: 14), traductor y comentarista del relato, “Kafka se benefició –a su pesar– del siglo en que se lo leyó, y que habría de ser el de las ideologías y el del genocidio”. Ese desvío pudo resultar perjudicial para la comprensión de la obra, pero no necesariamente perjudica su alcance antropológico. El escritor no cuenta la sociedad de su época, pero lo que nos dice del nuestro podría interesarnos. Al respecto, la investigación de las ciencias sociales difiere del trabajo de exégesis literaria. Ahora bien, leído desde esta perspectiva, es probable que hoy el relato de Kafka nos estremezca más por el sufrimiento infligido que por la iniquidad cometida, más como violencia ejercida contra el cuerpo que como denegación de derecho. El suplicio es inhumano antes de ser injusto. Para nosotros, como para el visitante invitado a asistir a la ejecución a fin de que denuncie su barbarie –y como para una cantidad creciente de los habitantes de la isla que, en nombre de los mismos principios, se niegan ahora a participar en ella–, la tortura es un acto contrario a la dignidad del hombre, porque atenta contra su integridad corporal. Regida por textos de valor universal, pero también inscrita en las evidencias sensibles de nuestras sociedades, la inviolabilidad del cuerpo se ha convertido en el signo supremo de la humanidad del hombre.
El primero en constatarlo fue Michel Foucault (1975: 14): a finales del siglo XVIII –escribe–, “ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”. Para convencer a su lector, en un texto célebre Foucault compara la puesta en escena de la ejecución de Damiens, tal como la dio a conocer un periódico en 1757, y la reglamentación de una casa de jóvenes delincuentes, redactada por Léon Faucher en 1838. Ahora bien, más allá del juego argumentativo de la comparación entre esos dos documentos históricos, no podría negarse el efecto emocional de la narración del suplicio al cual es sometido el regicida. De ese afecto el filósofo obtiene de manera manifiesta algún goce, a juzgar por la extensa cita que hace del artículo original. El dar muerte a Damiens pone a prueba no sólo nuestros valores –la concepción que tenemos de lo que debe ser el castigo proporcionado de un crimen–, sino también nuestras sensibilidades, es decir, nuestra capacidad de soportar la representación de esa ejecución atroz. La cuestión de la justicia no está en entredicho, porque en efecto hubo una tentativa de crimen que exigía una pena. Para nosotros, lo insoportable es el ejercicio violento del poder sobre el cuerpo, no su arbitrariedad. Tal como en el caso del condenado del relato de Kafka, está en juego nuestro sentimiento de humanidad, entendido a la vez como principio de lo que constituye la dignidad del hombre y como afecto suscitado por el sufrimiento humano. O de un principio convertido en afecto, al extremo de que uno y otro parecen reafirmarse, el primero al racionalizar el segundo y, de modo recíproco, este al naturalizar aquel. Así, lo intolerable puede mostrarse precisamente como lo que no es construido, lo que de por sí es tal, en nombre de valores que se suponen universalmente adquiridos y de sensibilidades que, al parecer, compartimos todos sin excepción. Lo inaceptable e insoportable al mismo tiempo.
Sin embargo, la duda no tarda en insinuarse. El hecho de que en un momento dado de la historia o en un lugar cualquiera del planeta las cosas hayan sido de otra manera, que haya podido considerarse normal y hasta deseable ese acto cuya inhumanidad nos indigna, el hecho de que haya habido un regocijo colectivo y también público por su realización, quebranta nuestras certezas: pudieron prevalecer otros valores, otras sensibilidades, tan contrarios a los nuestros que nos inducen a preguntarnos en qué consistían, para las sociedades en cuestión, el sentimiento de humanidad y el fundamento de lo intolerable. El martirio de Cristina –acerca de quien los textos hagiográficos cuentan con mucho detalle y regodeo que fue azotada, descuartizada y quemada antes de que, por orden de su padre, le cortaran los pechos y la lengua– nos invita así a “comprender esa insistencia en el horror”, aunque en este caso el relato sea imaginario (Albert, 1992). Del mismo modo, el canibalismo de los kakos de Camerún, práctica infligida a los guerreros enemigos muertos y que obedece a modalidades estrictas, “enuncia las reglas de la buena antropofagia, la de un mundo civilizado” que reivindican con orgullo los jóvenes y cuyas lógicas es importante comprender, aunque se impongan precauciones metodológicas especialmente en la recopilación de hechos tan sujetos a la normatividad (Copet-Rougier, 1998). Son dos escenas muy diferentes, pero que repugnan tanto a la razón como a los sentimientos, porque hay seres humanos que violan la integridad del cuerpo de otros seres humanos, con crueldad en el primer caso, de manera ritual en el segundo. Una solución cómoda desde el punto de vista intelectual pero poco defendible en términos científicos consistiría en suponer con optimismo que la aventura humana es una conquista paulatina de lo que es ser humano, aunque esto entrañe el riesgo de incurrir en un evolucionismo que simplifique hasta el contrasentido la idea de un “proceso de civilización” (Elias, 1977) y, asimismo, a costa de un silencio vergonzante acerca de la “banalidad del mal” (Arendt, 1966) que revelan las grandes tragedias del siglo XX.
La lectura del relato de Kafka sugiere que hay un proceder más riguroso en lo epistemológico y más exigente en lo político. El oficial, en cuanto testigo de un mundo de valores y sensibilidades que se hunde, exige una reflexión sobre los fundamentos de otros órdenes morales y afectivos, de la cual puede surgir una interrogación acerca de la existencia de intolerables antropológicos. El viajero, en tanto es un observador ajeno a la sociedad en la cual sólo está de paso para estudiar sus costumbres, encarna la figura del etnólogo –portador de la historia de su sociedad, así como del saber de su oficio– por cuyo intermedio se vislumbra la presencia de los intolerables de la antropología. La nueva sociedad, en la medida en que enuncia verdades que considera definitivas a la vez que deja en la sombra sus aporías, corresponde al surgimiento lleno de contradicciones de una civilización de lo intolerable. Así, esta línea de acción sigue la sugerencia de Georges Guille-Escuret (1998: 129), aunque sin pretensión de alcanzar la meta que ella se fija: “Frente a un tema universalmente tratado por las culturas humanas, como el canibalismo, la violencia homicida o la tortura, es indispensable producir una ‘sociología comparativa’ de gran amplitud que implique e incorpore el o los tratamientos de ese tema por la cultura que impregna la producción etnológica”.
Se trata, sí, de intentar comprender al mismo tiempo las culturas estudiadas por el antropólogo, la cultura de la cual procede la antropología y la cultura de la sociedad a la cual uno y otra pertenecen. En esas tres dimensiones se pone a prueba la construcción de lo intolerable.
En las páginas que siguen se explorarán esas tres dimensiones; en un comienzo, por medio de una interrogación sobre lo que funda lo intolerable de las llamadas sociedades tradicionales; a continuación, a partir de un análisis de lo que los propios etnólogos han considerado intolerable en los otros, y, para terminar, alrededor de las rupturas y ambigüedades que marcan el paso a un intolerable moderno. La cuestión del cuerpo, individual y colectivo, guiará esta exploración.
Un intolerable antropológico. Sobre un ritual de aflicción
Cuando el problema de lo intolerable se plantea en relación con sociedades remotas, suele encararse desde el punto de vista de lo que se considera como tal en la cultura de quienes las estudian. Así sucede con el caso de la violencia extrema, aparentemente ilimitada y a veces puesta en escena con crueldad (que tanto choca a los occidentales) en los pueblos acostumbrados a la guerra. Con todo, en su estudio de las llamadas sociedades tribales de Afganistán, Pierre Centlivres (1997) se esfuerza por mostrar que, como en muchas otras sociedades de ese tipo, esa violencia “parece indisociable del orden social y constitutiva de la cultura que la organiza, la maneja y la contiene conforme a normas que le son propias”, y que, aun en los casos en que nos parece excesiva e inaceptable, es objeto no sólo de tolerancia, sino de “valorización, ya que, con sus reglas estrictas, compartidas por la sociedad afgana con otros tipos de sociedades, es inseparable del honor, del ideal del hombre libre, de la administración correcta de los asuntos propios, de una ética del conflicto”. Vale decir que, desde el punto de vista de la sociedad considerada, no representa algo intolerable.
Ocurre otro tanto con el infanticidio, generalmente selectivo en detrimento de los recién nacidos de sexo femenino, que ha sido objeto de campañas de denuncia y prevención por parte de organismos de las Naciones Unidas. A propósito de poblaciones campesinas del norte de la India, Barbara Miller (1987) recuerda que, como en muchas otras sociedades rurales del mundo, existe un “dilema perturbador ligado a la incompatibilidad entre los valores occidentales que insisten en la igualdad de oportunidades de supervivencia para todos, aunque el fracaso universal en el logro de ese objetivo sea notorio, y la cultura india que atribuye mayor valor a la supervivencia de los varones que a la de las niñas”, y lo hace porque “la supervivencia económica de la familia, por razones socioculturales, depende de la reproducción de varones fuertes y del control de la cantidad de niñas que, en muchos factores, constituyen una carga económica”. También aquí resulta muy difícil analizar esas prácticas corrientes desde la perspectiva de las sociedades locales como si supusieran un intolerable. En los dos casos, violencia e infanticidio, nos vemos frente a realidades que, bajo la mirada de los agentes autóctonos, están a la vez banalizadas y legitimadas.
Pero seamos claros al respecto. Constatar que formas de violencia extrema o de infanticidio selectivo no trazan los límites de lo tolerable que muchas sociedades se asignan no equivale a posar sobre ellas la mirada del relativismo moral, según el cual la violencia sería buena para algunos o el infanticidio aceptable para otros, o, por cierto, a menudo para los mismos. Aquí el propósito es muy diferente, no ético sino antropológico. No suspende el juicio, sugiere un método. El relativismo en entredicho no es moral sino cultural. Simplemente, todo estriba en desplazar la problemática. No procurar comprender por qué motivos lo que nos parece intolerable aquí no lo es en otra parte; antes bien, esforzarse por discernir qué es intolerable allí: adoptar, para hablar de sociedades distantes en términos culturales, una lectura “émica”, es decir, dentro de las categorías indígenas (Olivier de Sardan, 1998). Este deslizamiento de una formulación etnocéntrica (lectura a partir de lo que tiene sentido para “nosotros”) hacia una interrogación etnocentrada (lectura a partir de lo que tiene sentido para “ellos”) no deja de plantear problemas teóricos y empíricos. En este caso, la palabra “intolerable” no existe en las llamadas sociedades tradicionales, e incluso el significante que aquella abarca no es de por sí tal. Como en cualquier trabajo antropológico, la elección de los objetos y la manera de describirlos supone ya una interpretación a priori (Sperber, 1982). Pero aquí la abstracción de la noción utilizada y su importación desde un universo ajeno implican una importante porción de interpretación y, por consiguiente, un riesgo epistemológico específico.
La pregunta que es lícito hacerse, respecto de una sociedad dada, es la siguiente: ¿cuáles son los límites de lo que se admite como tolerable? Si en ella se toleran, por ejemplo, la tortura, el canibalismo, la violencia o el infanticidio en el marco estricto de una serie precisa de normas, ¿dónde se sitúa la frontera entre lo aceptado y lo inaceptable? Interrogante problemático desde el inicio en sociedades que, según se sabe, están socialmente estructuradas por una multitud de tabúes, en cuyo centro está la prohibición del incesto, en grado tal que esta característica, desde el célebre libro de Freud (1975 [1912-1913]), aparece como su rasgo distintivo. Pero lo intolerable es algo distinto a una prohibición moral, aunque esté acompañado de esas interdicciones prácticas. Representa un umbral en las categorías del mal –mal cometido o mal sufrido–, cuyo paso pone en juego la ética colectiva, no sólo la norma colectiva. De todas maneras, ¿cómo acceder a esas categorías que están más allá del mal ordinario causado por brujos, espíritus, enemigos o rivales? ¿Cómo detectar el umbral cuyo sentido excede con mucho los límites fijados por las prohibiciones habituales, ya sean sexuales, de residencia o alimentarias? El ejercicio no carece de riesgos. Y supone una apuesta interpretativa.
Por tanto, planteemos la hipótesis de que los grandes rituales de aflicción colectiva son los reveladores pertinentes, tanto por los hechos que los inducen como por los hechos que ellos producen, de lo que una sociedad identifica como un “gran mal” y, luego, de lo que se considera intolerable. Victor Turner (1972: 26) realizó un extenso análisis de los rituales de aflicción entre los ndembus de Zambia: a su entender, un ritual es “una conducta formal prescrita para ocasiones que escapan a la rutina tecnológica y que apelan a creencias en seres o potencias místicas”, en tanto que los rituales de aflicción, más específicamente, “son celebrados por asociaciones culturales con el objetivo de acudir en ayuda de aquellos a quienes se cree afectados por la enfermedad o la desdicha”. Los rituales de aflicción aquí considerados implican una doble dimensión colectiva, ya que tanto la desdicha como su reparación incumben al grupo y no sólo al individuo (aunque, como veremos, esta distinción es de por sí ambigua). A diferencia del enfoque elaborado por el antropólogo británico, que se refiere al simbolismo de las escenas rituales y la estética de la actuación ritual, por nuestra parte nos interesaremos en los valores y los afectos que dan sentido al sufrimiento y su resolución. Como invariablemente se sitúan en un mundo de límites sociales (por las formas de transgresión que llevan a la práctica) al mismo tiempo que en los límites del mundo social (por la temporalidad fuera del tiempo ordinario en la cual se inscriben), esos rituales de aflicción colectiva señalan lo que está en juego en los confines de lo tolerable para una sociedad dada.
Al respecto, el kañaalen realizado por los diolas de Casamanza cuando se cuestionan las leyes de la reproducción biológica (Journet, 1981) constituye un ejemplo notable del carácter liminar de los rituales, porque efectúa una triple transgresión de las fronteras que separan a los hombres y las mujeres, la humanidad y la animalidad, y la vida y la muerte. Rito de inversión que produce lo que está prohibido, altera y revela a la vez una triple liminaridad: fronteras de los sexos, fronteras de las especies, fronteras de lo viviente. Vale decir que en él está en juego algo esencial para el orden moral del mundo diola. Y también que lo que lleva a ese acontecimiento es una apuesta fundamental para el orden social del grupo. Las palabras lo atestiguan. Entre los rituales diolas hay muchos que por lo general se designan en plural como sineetes, pero sólo cuatro que se nombran en singular como eluñey: dos de estos son ritos de paso relacionados con la circuncisión; otro sirve de rito de protección para los guerreros y los cazadores, y el kañaalen es el último. De los cuatro, este es el único que sólo concierne a las mujeres, a la vez como víctimas de la desdicha y participantes en las ceremonias, y también el único cuyas manifestaciones son aún omnipresentes en las escenas aldeanas, pero también en las urbanas (Fassin, 1987). En la región de Casamanza Media, donde se realizó la investigación, durante la década de 1980 podía estimarse que, dada su historia reproductiva, alrededor de la cuarta parte de las mujeres debía efectuar el ritual en el transcur...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Presentación. La potencia de la etnografía (María Inés Fernández Álvarez)
  6. Introducción. Los nuevos objetos de la política
  7. Parte I. Políticas de la vida
  8. Parte II. Políticas del cuerpo
  9. Parte III. Políticas de la moral
  10. Referencias bibliográficas
  11. Fuentes
  12. Notas